El escritor y la muerte (6)

Mario y Horacio eran dos duendes. En el universo de los duendes, eran los encargados de las conjunciones. Entre ambos se ocupaban de armar las ocasiones que se dan en la vida de un ser humano de estar a la hora justa, con el ánimo adecuado, en el lugar exacto. Deambulaban en esas raras franjas del día en que todo es difuso. Cuando la noche comienza a dar paso a la luna, o bien cuando la madrugada lucha con las luces del alba y todo se hace más confuso, fantástico e irracional. Estaban presentes en cada momento mágico que se gestaba y eso los hacía bellos, de belleza interior y plenos de felicidad, porque adoraban su función.

Entre Abril y Julio

Mario y Horacio eran dos duendes.

En el universo de los duendes, eran los encargados de las conjunciones. Entre ambos se ocupaban de armar las ocasiones que se dan en la vida de un ser humano de estar a la hora justa, con el ánimo adecuado, en el lugar exacto. Deambulaban en esas raras franjas del día en que todo es difuso. Cuando la noche comienza a dar paso a la luna, o bien cuando la madrugada lucha con las luces del alba y todo se hace más confuso, fantástico e irracional. Estaban presentes en cada momento mágico que se gestaba y eso los hacía bellos, de belleza interior y plenos de felicidad, porque adoraban su función.

Mario, era el más delgado y poseía una gracia sin par, no tenía pupilas ni retinas, y donde debían estar sus ojos, había dos esferas color verde agua de igual tamaño, que llenaban toda la cavidad ocular. Cuando las enfocaba o expresaba sus sentimientos, las bolillas destellaban con una luz pícara que inundaba todo su alrededor. Era el más pragmático de los dos y se ocupaba de preparar los momentos y lugares exactos.

Horacio, era un loco soñador, rechoncho y bonachón, sus globos oculares, a diferencia de los de Mario, eran de un negro absoluto, pero sus destellos al mirar, se expandían a su alrededor con una rara y bella gama de colores que generaban una cálida sensación. Era el más bohemio y romántico, tenía una hermosa voz y la usaba a menudo entonando melodías de ensueño, una sonrisa melancólica y bondadosa colgaba de sus labios de cristal en todo instante y era el encargado de las condiciones y el ánimo a la hora de efectuar las conjunciones.

Contado en términos de tiempo humano, hacía siglos que estaban juntos y se los consideraba dos personajes pintorescos en su universo de magia. Amaban lo que hacían y se esmeraban, pero había en ellos una falla. Tanto tiempo recorrieron juntos el mundo humano que habían tomado algunos vicios entre ellos, la soberbia y la botella. Si, eran dos viejos duendes borrachines y eso hacía que se metieran en líos, a veces tan grandes, que costaba volver las cosas a su lugar. Uno, que jamás pudo arreglarse, fue el que provocaron cuando una madrugada paseaban por cierta ciudad, a la vera de un río caudaloso y se cruzaron con dos personas totalmente opuestas pero necesitadas de gran cariño.

Ella, iba caminando por la calle, mirando todo sin ver, estaba tan lejos de los espacios que amaba, que nada la podía hacer feliz. Hacía muchos años, su familia la había arrancado del lugar en el que su vida había comenzado y desde entonces, nunca más encontró la paz en su corazón. La joven era bonita y retraída, de cuerpo bello y cabello ensortijado. Su andar era de princesa y su cuerpo elástico y lleno de vida. Tanto que un color rojo incineraba sus mejillas casi todo el año. Se llamaba Abril.

Él estaba sentado en la mesa de un bar pintoresco. Escribía una milésima poesía por enésima vez. Una de las tantas que escribía para nadie. Vivía obsesionado por el amor eterno, pero nunca había conocido más que relaciones fugaces y estaba convencido que moriría sólo y sin pareja. Se llamaba Julio, era flaco y soñador, su vida había sido una historia de perdedor por sólo una cuestión, quería todo, pero no sabía bien que era ese todo y para peor, lo quería ya. Soñaba con triunfar y ser reconocido, ser admirado y amado, más, tan débil era su voluntad que nunca nada le salió bien. Estos dos jóvenes que en nada se parecían, fueron las víctimas inocentes de estos dos gnomos, que locos y esmerados, los inundaron de magia y momentos.

La primera vez que Abril y Julio se cruzaron fue fatal. Sus miradas se enredaron atrayéndose y ya más nunca pudieron olvidarse. Adonde fueran, un aroma, una música o el aire que soplaba más fuerte o más despacio les hacia recordarse. Pasó luego de la primera vez que se vieron un tiempo, pero Mario y Horacio, obstinados, generaron otro encuentro casual. Nada sucedió a pesar de que cada cruce era un festival de miradas huidizas y tímidas por parte de ambos. Tres años de trabajo y encuentros casuales y fortuitos les costó a los duendes juntarlos, pero al final lo consiguieron y armaron la pareja perfecta. ¡Fatal error!

Poco a poco, Julio empezó a despertar en Abril las sensaciones dormidas. El joven amaba a esa muchacha. No podía vivir sin probar el sabor de su piel, sin jugar a cada rato los juegos del cuerpo y el amor. Explorando cada rincón de ella y recorriendo juntos cada día una experiencia nueva de placer de locura y ensueño. Vivían ese instante mágico en el que un ser y otro se convierten en complemento generando una entidad superior, fraguada y formada por el amor y la pasión.

Tanto se amaban, que no podían uno vivir sin el otro, tan jóvenes e inocentes eran, que generaba ternura verlos con sus dos hijitos a cuestas, sin otra cosa que sueños en la mano. Parecían una pareja de chicos jugando al papá y la mamá en el jardín de su casa. Eran tan bellos juntos, esos dos amantes perfectos, que poco a poco empezaron a despertar a los demonios del resentimiento. La envidia les empezó a sembrar el camino de obstáculos y locura y todo se les volvió más difícil de lo que debía.

El duende mayor, enterado del caso, que era la comidilla de hadas y duendes del universo, mandó llamar a Mario y a Horacio. Los reprendió por haber unido a dos personas tan disímiles entre sí. Les recriminó su actitud y les conminó a resolver el problema de inmediato, so pena de sufrir juicio sumarísimo y ser condenados por toda la eternidad a la cárcel de las tinieblas en el bosque negro del olvido. A decir verdad, los geniecillos habían logrado seguir en su lugar, por su bondad y buenas intenciones, aunque, ya se sabe de qué está sembrado el camino al infierno.

En este caso particular, regresaron, pusieron a Julio en la senda de bienestar, juntándolo con una profesión que le complaciera y a la vez pudiera empezar a materializar sus planes. Esto lo hizo crecer y hacerse cargo de sus responsabilidades, a la vez que le dio una nueva y más interesante perspectiva. Le abrió nuevos horizontes y le mostró varios aspectos de la vida que, lo llevó a darse cuenta que con lo que tenía podía ser feliz. En otras palabras, el muchacho se convirtió en un hombre y para mas datos, interesante y apuesto. Todo hubiera salido de perlas si no se hubiera metido en el medio el destino, que como todos saben es impredecible y así como los duendes pusieron a Julio en el rumbo de la felicidad, el destino puso a Abril en el camino de la desesperanza. Nada quedaba de la dulce princesa que fuera en una época. Los golpes de la vida, la habían convertido en un ser cansado, enfermo y áspero. Aunque seguía siendo bonita, el pájaro que fuera una vez con deseos de volar por el cielo de la felicidad, se quedó en su nido y ni siquiera intentó abrir sus alas.

Día a día su esposo intentaba convencerla de vivir, de ser feliz. Le mostraba la realidad a su alrededor y trataba de arrancarle una sonrisa. Sus hijos eran dos bellos ángeles y nada les faltaba que pudieran necesitar. "La vida era pelea" le decía un Julio renovado y brioso, pero ella seguía encerrada en su mundo de tristeza y nostalgias. El corazón de él se debatía entre la locura y el dolor. Amaba a esa mujer como a ninguna en el mundo y no podía compartir con ella la alegría de poder vivir de lo que quería, con la gente que adoraba y sentir la dicha de verse fuerte y sano. Es que Julio se sentía un vikingo. Comenzaba cada día con una alegría y un ímpetu envidiables y en su labor era un personaje reconocido y querido, pero nada de ello servía. Cuando llegaba a su hogar, encontraba una dama de corazón seco, lleno de resentimiento hacia otros y encerrada en un caparazón del que no podía salir.

Como imaginarse la vida de esos dos seres que amándose uno al otro, no se daban el amor que querían darse. Era como tener a tu lado un vaso de agua, estar a punto de morir de sed y no poder beber. Julio le daba sonrisas y ella le devolvía problemas, él los trataba de minimizar y ella se retiraba a su encierro creyéndose incomprendida. El hombre se preparaba para ella, se acicalaba, le regalaba atenciones y mimos y Abril, contestaba hablándole de cosas materiales que nada tenían que ver con el amor.

Si hay gente que tiene menos que nosotros y es feliz - pensaba Julio- como puede ser que esta mujer no pueda ser feliz. No puede gozar del amor, no aprovecha los momentos. Sólo sabe hablar de problemas. Tanto martillaba Abril con su amargura y tan poco era lo que Julio podía entender de eso, que poco a poco fueron desconfiando de la verdad del amor del otro.

Los duendes desesperados, intentaban una y otra vez arreglar las cosas con conjuros y magia, pero nada servía. Si julio la invitaba a un baile estaba cansada, si la quería llevar a cenar, no se podía gastar dinero. Sufría ese cariño más que la peor tortura inventada.

La mujer, tampoco la pasaba bien, al principio pensaba que su marido era un bohemio perdido y sus sentimientos por él se tambalearon. Luego, mientras se apoyaba en sus hijos, veía como el hombre que amaba se alejaba de ella o intentaba inculcarle ideas con las cuales no estaba de acuerdo. Los celos la volvían loca y no podía pensar. Al final, cuando comprendió que se debía buscar un punto de equilibrio entre ambos, tanto era su mutismo y tan encerrada en sí misma estaba, que no podía hacer nada por cambiar aunque lo intentase. A estas alturas los gnomos se habían ya dado cuenta de su error. Habían metido un amor demasiado grande en dos personas demasiado extrañas y como Dios hay uno solo, quien juega a ser Dios termina condenado al infierno.

Eso era lo que vivían Horacio y Mario, un infierno, viendo como esas dos almas sufrían un calvario amándose uno a otro sin poder expresar y vivir su amor, sin entenderse. Arañándose como gatos callejeros cada vez que intentaban acercarse. Lastimándose sin piedad y llorando los daños irreparables que se causaban. Así las cosas y viendo como se presentaban las escenas día tras día, no tardó en suceder lo inevitable.

Apareció el engaño, la infidelidad y la mentira. Todas, como se sabe, enemigas del amor. No tiene importancia quien de los dos fue, si fueron los dos o si fue uno, lo cierto es que ese fue el momento en que los duendes resultaron enjuiciados y condenados por el delito de soberbia e irresponsabilidad. Aquella vez, en la ciudad del río generoso, la lluvia que cayó del cielo era de gotas negras, amargas y espesas. Mientras los ojos sin retinas lloraban lágrimas rojo carmesí por su dolor, Abril y Julio entre sábanas ajenas, despedazaban la pureza de su relación en brazos de otros. Nada hay más doloroso que el desgarro de un amor, ni siquiera su muerte, ya que muerto, muerto está y no hay nada que lo pueda revivir. El desgarro sabiendo lo grande que fue ese amor, es un dolor que se mezcla con el sentimiento de suciedad en el alma.

Desde ese momento entre Abril y Julio, todo cambió y al igual que los duendes culpables de su historia, ellos resultaron condenados por su inocencia y amor, por su dolor y soledad. Ya nunca pudieron tocarse sin sentir que estaban sucios, que ensuciaban al otro y que ensuciaban el sublime amor que los unió. Poco a poco fueron ambos alejándose para regocijo de los demonios de la envidia que tanto habían hecho en su contra. Terminaron con el tiempo y la edad viviendo en casas separadas, amándose y sufriendo ese amor en lo más profundo de su corazón solitario sin poder dárselo.

Mucho, pero mucho tiempo después, un avejentado Julio entró a una tienda a comprar algunas cosas justo cuando un par de ladronzuelos intentaban robar la recaudación del día. Los noveles delincuentes sorprendidos en su accionar levantaron su pistola hacía el hombre que ingresaba y dispararon sin pensarlo para después huir. Julio sintió el impacto y luego nada. Sin saber como sus ojos veían el techo del lugar y sentía como un frío intenso lo iba ganando todo desde los pies. Por su cara corrían gotas de sudor que le parecían un ejercito de hormigas gigantes caminándole y llegando a todo su ser. El aire no quería entrar en sus pulmones. La vida se le estaba yendo por un hueco feo y grande que tenía en el pecho. Justo en donde pensaba que estaba abrigado su amor por Abril. Abril. La única persona que amaría en su vida a pesar de su locura. Se estaba muriendo. Diez minutos después del suceso los ojos se le abrieron a más no dar, pero nada veía. Un último intento por aspirar un soplo de vida se le quedó en el camino y murió tirado en la puerta de la tienda en el mismo momento que una ambulancia llegaba al lugar. Sus últimos pensamientos fueron para aquel amor imposible

En ese mismo instante, en el otro extremo de la ciudad, Abril sintió que su corazón era partido por un rayo y su vida se le fugó del cuerpo con un solo espasmo. Los médicos no pudieron explicar la causa de su muerte y al final lo solucionaron con un escueto "paro cardíaco" en la partida de defunción. Abril y Julio murieron con el amor en su corazón, con el perdón en su alma y con el nombre del otro en los labios. Como completando un círculo de trágica magia, murieron en el mismo segundo. Sus hijos dolidos y perplejos por tan fatal coincidencia, enterraron sus cuerpos uno al lado del otro, al fondo del cementerio, junto al río que corría desde la creación del mundo.

El lugar, en la soledad de esa madrugada, fue visitado por los duendes que arrasados por el dolor que se filtraba hasta lo más profundo de su alma, obtuvieron la autorización del duende de la piedad para salir de su encierro eterno. Sobre las sepulturas dejaron su ofrenda y lloraron los gnomos el sufrimiento de su delito de inocencia, las lágrimas convertidas en semillas de arrepentimiento se hundieron en la blanda tierra mortuoria.

Un ángel de indulgencia que acertaba pasar por allí, vio el triste cuadro y apiadándose de los cuatro participantes de la historia, les regalo un sorbo de perdón. Desde aquella vez en la tumba de Abril, las lágrimas verde agua del duende Mario se mezclan con el néctar de dulzura del alma de la mujer, dando vida a una planta bella y lozana, cuyas flores son las más hermosas que jamás se vieran. Al lado, el llanto negro nostalgia del duende Horacio, mezcladas con la savia del espíritu de Julio, dan vida a un árbol robusto que protege la floresta de Abril de toda inclemencia.

Cuando las horas del día dejan paso a los duendes, y la magia sopla sobre el cementerio, una suave brisa inclina la planta sobre el árbol. Los tallos saludables, se enredan como sin querer entre las ramas y mirado de lejos, da la sensación que el arbusto baila entre las hojas del árbol una danza suave y sensual, como acariciándolo con dulzura. Si alguien pasara por allí en ese momento, percibiría un perfume tan bonito como jamás aspirara olfato alguno. Los marineros de los barcos que surcan por las noches el río ancho, cuentan que desde la costa a un costado del cementerio, pueden verse dos amantes enredados en su juego bañados por una luz verdinegra. Aquellos que los han visto, juran que aún en la distancia se percibe en el aire la felicidad que los rodea, agudos de vista y abiertos de alma algunos aseguran que tienen una sonrisa radiante en sus rostros y que una paz profunda y contagiosa llena de sosiego a quien los ve.

Dicen, los que saben de estas cosas, que un Dios de ternura les concedió la gracia de ser felices en otro mundo, sin que nada ni nadie pueda interferir entre Abril y Julio.

Terminó su relato y me volvió a trasladar de lugar. Estábamos ahora en el despacho de algún funcionario de algún país. Dos personas discutían sobre la mejor manera de destruir a no sé quien para hacerse con el cargo de no sé que. Sus trajes caros eran un adorno más de la oficina que rebosaba de lujos. La muerte se asomó por la ventana y su mirada se posó en la vereda de enfrente donde una mujer de edad indefinida, destruida por el tiempo estaba tirada en la vereda llena de mocosos alrededor, extendía una mano grasosa a los transeúntes que ciegos pasaban sin dignarse a mirarla siquiera.

El más pequeño de los niños tenía una palidez cianótica por debajo de la mugre que cubría su cuerpo. Sus ojos vacuos miraban a la nada y desde su boquita entreabierta asomaban los dientes como presagio de una cadavérica suerte.

La muerte fijó en él su mirada más penetrante y por un instante pareció desdoblarse y volar hasta él y al instante siguiente el pequeño dejaba de respirar.

Sin siquiera pestañear volvió la cara hacia mí

  • Así sucede todo, nunca sabes cuando será el último minuto, nunca sabes donde estoy.

  • Tu no eres el fin de todo – le dije –

  • ¿Estás tan seguro? – replicó mordida de improvisó – hay quienes dicen que la vida es esto y lo demás es un invento de los poderosos para mantener a raya a los pobres con la promesa de un mundo mejor.

  • Puede ser que Nieztche tenga razón– dije – y también puede ser que Dios y el demonio utilicen la tierra como campo de batalla de una disputa superior a la cuál nosotros no tenemos acceso; también puede ser que el demonio y Dios moren esparcidos en cada uno de nosotros disputándose palmo a palmo un pedazo de nuestra esencia para poblar un reino más allá del entendimiento humano.

Hice una pausa y la miré de frente – y puede ser que en esa disputa tu no seas nada más que un esclavo que se vende y se compra al mejor postor

Avanzó gruñendo hacia mí. Su hermosura se perdió por completo y se reveló ante mí inmisericorde y bestial. Rugió las palabras de desprecio y su aliento a final anunciado me dio de lleno en la cara. Pedazos de carne se desprendían de su cuerpo descompuesto y gusanos de colores fosforescentes salían de cada poro de su piel.

No juegues conmigo hombrecito, tarde o temprano te voy a tener. Venga tu relato y más vale que sea bueno.

Como un chico pescado en falta recuperó su compostura y volvimos a estar en la oficina de aquellos dos. Los miró con desdén y me dijo

  • Por ellos no te preocupes, no escuchan; nunca escuchan más allá de sus jueguitos políticos.