El escritor y la muerte (4)

Hubo un tiempo en que todo fue distinto. No tenía entonces en el alma, este mar de confusiones y la inocencia me protegía de mis propias bajezas. Los ideales estaban intactos y caminaba por la vida con esa ansia vikinga de conquistar todo lo que era conquistable. De probar la medida de mis fuerzas y caminar por la cornisa hasta el límite mismo de la existencia. Era joven y atolondrado.

***EL ESCRITOR Y LA MUERTE

(capitulo 4)***

Intersección

Hubo un tiempo en que todo fue distinto. No tenía entonces en el alma, este mar de confusiones y la inocencia me protegía de mis propias bajezas. Los ideales estaban intactos y caminaba por la vida con esa ansia vikinga de conquistar todo lo que era conquistable. De probar la medida de mis fuerzas y caminar por la cornisa hasta el límite mismo de la existencia. Era joven y atolondrado.

Era una buena época. Recién comenzaba mi trabajo como camarógrafo de televisión y me habían asignado a un móvil de exteriores. Andábamos la ciudad recolectando imágenes y testimonios para el informativo y me creía una especie de superman sin capa. El cholulismo de la gente, que mira a los reporteros como personajes salidos de la última película de Hollywood, contribuía a aumentar la sensación y era difícil no embriagarse de estúpida vanidad. A la distancia y más curtido, recuerdo con gracia como las mujeres de cualquier edad me miraban con simpatía. Hoy sé que es el "efecto televisión" pero en esa época ayudó mucho a mi autoestima.

Como contrapartida, era un muchacho muy tímido, que se escondía detrás de su profesión incipiente y nada ducho en el arte del amor y el placer. Mi compañero de tareas se vanagloriaba de sus conquistas y contaba por horas las anécdotas de sus años de trabajo. Era un tipo duro, fogueado en su labor hasta ser impenetrable. Dueño de un humor ácido, que le permitía bromear con los temas más trágicos.

Se nos pasaban los días entre política y problemas sociales. Vez en cuando, rompía el vértigo rutinario alguna noticia extraordinaria conseguida en exclusiva que casi siempre tenía que ver con hechos vinculados a lo policial. A veces terminábamos la jornada y debíamos pensar largo rato para buscar en la memoria cual había sido la primera nota de la mañana. Una en particular recuerdo, que hubiera pasado desapercibida si las cosas se sucedían de otra manera.

Una escuela en conflicto. Sus profesores trabajaban a reglamento, reclamando la titularización de la mayor parte de su planta, que por obra del sistema educativo provincial, hacía años que cubrían los cargos como suplentes. Una historia común en esa época de conflictos. El primer peldaño de una escalera que me llevaría a lugares inesperados.

El ministerio había endurecido su postura y el problema se iba a la larga, por cuanto nos tocaba visitar el establecimiento un par de veces a la semana. Se desarrollaban toda forma de protestas. Sentadas, cortes de calles, toma simbólica. Entre visita y visita, íbamos tejiendo una pequeña historia de confianza entre los protagonistas y nosotros.

Una persona puntual llamaba mi atención. Era una mujer de unos cuarenta años con un cuerpo bastante interesante, modales agradables y discretos con un aire de misterio; Rara. Sus ojos eran dos pozos profundos en los que uno perdía la calma. Mezcla de dulzura y dolor. Su mirada era una noche de primavera en un bosque de bruma espesa y sin luna.

Se acercaba a nosotros lo indispensable y a pesar de ser parte del grupo, daba la sensación de tratar todo con una gran liviandad. Su andar tenía la misma marca. Caminaba con aire displicente. Desentendiéndose de todo lo que la rodeaba. Sus gestos, su pose, su languidez decía "hay cosas más importantes" pero su mirar te cambiaba la idea de inmediato.

Una tarde cuando volvía del canal hacia mi departamento, la encontré parada en una esquina. Me ofrecí a alcanzarla donde fuera y después de un dubitativo momento subió. El camino hacia su hogar no desviaba mucho del mío y llevaba unos treinta minutos recorrerlo. Fue toda una revelación. Nada quedaba de la indiferente mujer de mirada oscura. Estaba sentada a mi lado y demostraba una calidez y una sensibilidad muy profundas. Hablamos de todo los temas que pueden hablar dos seres que tienen un nulo grado de relación. El tiempo, el país, la vida y la filosofía de café.

Al llegar a su destino y saludarla con un beso casual y amistoso no sabía todavía que la iba a seguir viendo, aún después de que finalizara el embrollo aquel de las titularidades. De hecho, ni siquiera recuerdo como terminó. Si sé que empecé a tener una compañera de viajes. A veces hacía malabarismo con mis horarios a fin de coincidirlos. No era nada raro que así fuera. Joven, inocente y en busca de aprecio, la mujer despertaba en mi una sensación que recordaba la calidez de la niñez. Poco a poco nos fuimos desatando dejando de lado la cáscara que nos recubre y empezando a confiar más de lo que debíamos.

En ese botarate estado de creer que uno encuentra en otro lugar, lo que perdió en un tiempo, se me dio por transformarla en mi confidente y le conté cosas que rayaban mi más secreta vergüenza. Era un tarambana, le dije, me costaba tanto relacionarme con una mujer que mi lista de conquistas se podía escribir en un boleto de cine. Ella se rió mucho, pensó que estaba haciéndole una broma, que estaba tratando de seducirla, pero cuando notó mi rubor se puso seria y me incitó a seguir contándole. Se rompieron los diques entonces, hablé y hablé. Le conté la historia de mi vida y de mis ascendientes hasta llegar al siglo pasado. Que cosas más extrañas suceden a veces, vamos andando la vida en un mundo egoísta y desconfiado, de repente sentimos la necesidad de sincerarnos, de soltar de un borbotón todo lo que tenemos dentro, sin importarnos nada de quien tenemos delante. Cosas de esta sociedad cada vez más solitaria antes que solidaria.

Mirándola a los ojos en el pequeño espacio de mi coche, sentí que me reencontraba con la gente que no estaba, la que se había ido, la que había tomado otro camino. Sentí que en su calidez y en su atención, recuperaba uno a uno los jirones de emoción que perdí con los afectos que habían partido. Algún especialista diría que, en la necesidad de descargar la presión de esos sentimientos, uno proyecta en otros la ansiedad propia, generando una imagen ficticia de quien tenemos enfrente (¡Dios! ¡Qué frío sonó eso!). Tanto era el dolor de mi soledad, que ni todos los libros de Freud analizados hasta el hartazgo, me hubieran cerrado la boca en ese momento.

Cuando terminé de hablar, mis mejillas eran cruzadas por dos caminos salados que nacían en la fuente de mis ojos, rojos de alivio y fiebre. Tuve entonces una enorme vergüenza y le pedí disculpas tartamudeando. Me tomó de las manos y sonrío. Era la primer sonrisa que le veía. Estábamos en la puerta de su casa y me invitó a pasar, tomamos un café, me calmé y me fui avergonzado.

Durante varios días evité el rumbo que me llevaba a su parada, convencido de que había hecho el papelón de mi vida. Quedé atormentado y la encontraba en mis sueños, con su extraña mirada mezcla de bosque y bruma, apuntando a mis ojos de lleno. Una mañana, encontré su número de teléfono en la recepción de la empresa pegado a un mensaje escueto de pedido de llamada.

Dudé mucho antes de efectuar la comunicación, cuando por fin la realicé supe que había pensado en mi tanto como yo y que la película que había corrido en mi cabeza era una total estupidez. Cada vez que recuerdo la historia, me invade el mismo calor de entonces. La recuerdo poco. El miedo a gastarla y convertirla en una sensación común me aterra.

Cierro los ojos y le veo como si fuera hoy, como si estuviera allí; tan vívida que mis manos inconscientes, se extienden en el aire y la buscan. La buscan como aquella tarde primera, cuando la volví a ver en su casa. Estaba tan sensual, tan explosiva. Pocas mujeres vi en mi vida que tuvieran tal caudal de erotismo contenido. Pocas veces me sentí como entonces, arrasado por un vendaval de fuego, deseo y pasión. Tan raro fue todo. Me tomó de las manos y me llevó a su mundo, me besó suave y profundo y me deshizo para volverme a rearmar. Aún hoy, con la fría mirada de un hombre gastado, no alcanzo a separar la sensación sexual de la maternal. Era estar arropado entre las frazadas de mi niñez, pero entre sus pechos. Sus labios eran las caricias de los veranos en el campo durante mi infancia, pero ávidos y sedientos. En sus dedos, recuperaba las madrugadas de charlas con mis amigos adolescentes, pero se convertían en fuego al llegar a mi máxima intimidad.

La primera vez que la tuve, supe, nada más que por instinto, que no era de nadie. Las siguientes, aprendí de su vida entre los aromas del amor. Me contó de la inocencia de dos niños que jóvenes y felices, emprendieran un camino juntos. Conocí del tiempo, que todo lo cambia y lo transforma y como los caminos se bifurcan cambiando el amor por extraños que habitan bajo un mismo techo. Comprendí su mirada de bruma en la locura de su marido, que enfermo y frágil, ocupaba los días en tejer y tejer cadenas alrededor de ella para no dejarla marchar. Le supe herida en su madre postrada y anciana que partiría en dos el divorcio de su hija. La reconocí dolida y prisionera de una historia en la que los actores no eran responsables de sus roles, pero debían jugarlos.

Tantas cosas me quedaron de ella. La forma loca y obsesiva de amar hasta el último suspiro con desesperación. Retener en el cajón de los recuerdos, hasta el mínimo detalle. Armar todos los sentidos y capturar todo.

Ella me enseñó todo lo que sé. Noche tras noche en el altillo de su casa, mientras su marido dormía el sueño narcótico de sus drogas y el silencio de la madrugada se rendía a nuestros gemidos, mi maestra comenzaba la lección una y otra vez. Noches enteras de exámenes orales, donde mi boca y la suya se fundían entre suspiros y "te quiero" mentidos. Noches eternas de pruebas escritas, cuando escribía uno a uno los poemas de mi amor en ese cuerpo que vibraba a mi contacto. La quise tanto que dolía estar lejos de ella y cerca me explotaba la razón y la cordura.

"Amame" me decía, y yo sentía en su pedido el desgarrador sonido de un ser que se debatía entre la culpa y el tormento. "Despacio, sentí cada espacio de mi piel" susurraba, y escuchaba en sus palabras el intento desesperado por recuperar lo que no tenía retorno. Explotaba una y otra vez, dejándome en cada temblor de su cuerpo una marca que nunca más se borraría.

Tal fue su huella, que en cada muchacha que amé, la tuve. En mi loca manía de buscar el placer de mi compañera olvidándome de mí, está ella. En mi obsesión de fijar detalle a detalle está su marca. En la suavidad con que despliego mis caricias, está su arte hasta tal punto, que a veces me pregunto si no amaré como las hembras. Una y otra vez me enseñó, hasta la última vez que la tuve. Una noche final y sublime donde me gradué en el arte de amar.

Era la temporada de floración y el aire traía consigo el aroma de la época. Un aire cálido y dulzón. La luna, invitada al festín, pintaba de plata su cuerpo dispuesto. Parada contra la ventana del altillo, la mujer revelaba todo su esplendor tras el camisolín fútil para cubrir su cuerpo. Nada había entre su piel y la mía más que ese pedazo de tela inútil y en sus pies sensuales unos zapatos negros de taco alto que se me había ocurrido regalarle. Me acerqué y apoyé mis labios, suave en el cuello, mordisqueándola, probando su sabor, la tomé entre mis brazos la besé profundamente y me alejé unos centímetros para observarla. Mis ojos bebían de ella. Mis manos, la empezaron a contornear con los dedos en un pícaro juego de placer. El mundo de la noche giraba a nuestro alrededor mientras las prendas caían y dejaban al desnudo nuestro frenesí. Esa vez la tuve toda. La sentí mía por completo. Sentía su contacto en cada nervio la aspereza de su sexo en la parte de su pubis y la mullida humedad de su deseo. Su aroma. Sus gemidos. Su cabalgar de amazona sobre mi anatomía y la sensualidad de su ser entregado en cuerpo y alma. La forma en que una y otra vez nos seducíamos y como nos sentíamos cómplices y amigos en cada una de las ternuras que nos prodigábamos.

Cuando salí de allí, con las primeras luces, me cruce, como las otras veces con Pablo, un sordomudo. El tonto del barrio. Me miró con su aire de extraviado y me dedicó una sonrisa bobalicona.

¡Jesús, como amé a esa señora! De ella aprendí a correr como un paranoico tras la magia de los momentos. Tarde me di cuenta que con la inocencia dejamos gran parte de la capacidad de encontrar los sortilegios del amor. Hoy que tantas mujeres han pasado por mi vida y que siento en mi, el mal sabor que te deja la mentira enredada en las sábanas de una noche de sexo y más nada que eso, la confusión de los sentimientos se hace mucho más fuerte.

¡Cómo la comprendo! Imagino el dolor y la consternación de esa dama que, presa de sus responsabilidades, había decidido vivir sus pasiones en una vida paralela, antes de sepultarlas en el hastío de sus días. Pienso en su alma desesperada por retener un pedazo de los abracadabras del afecto, en relaciones clandestinas.

No teníamos una rutina fija, nos veíamos cada vez que ella podía, sin compromisos ni vanas promesas. No podíamos. A pesar de que yo no era el primero ni el único, era parte de una vida paralela que cuidaba con celo para proteger del escarnio a su familia y a su esposo, loco y enfermo.

Mi vida en lo que hacía al resto seguía igual. La rutina vertiginosa se me metía en la sangre y se iba transformando en una adicción cada vez mas fuerte.

En una de esas tardes que rara vez se daban, en las que nada pasa, estábamos dando vueltas por allí, cuando nos mandan a verificar un rumor que nos llegó por teléfono.

Al llegar al lugar nos dimos cuenta que algo pasaba. La calle cortada por un móvil policial atravesado, unas sirenas brillando entre un remolino de gente a cincuenta metros y la cinta de no pasar, se enclavaban en el común del paisaje, tornando más rara la imagen corriente (Que extraño, lo que para otros es infrecuente para nosotros, los cronistas, se tornan en retratos usuales.

Nos acercamos con el equipo ya presto para grabar. Se repetía el rito de la profesión. Calibrar la situación, estimar la velocidad de trabajo. Mientras el periodista recogía datos e identificaba los posibles dadores de testimonios, yo recogía las primeras tomas. No variaba mucho de otros casos. Los curiosos alrededor del centro de atención, detrás de la cinta policial, en sus caras, una expresión mezcla de asombro y morbosa seriedad por el momento al que asisten. Mas cerca del centro, una media docena de vehículos de distintas reparticiones (comisaría, mortera, pericias y el auto del secretario del juez) Los agentes que vienen y van con un aire de profesionales respetuosos de la situación, cuidando que los límites permitidos no sean sobrepasados y algún que otro niño que se deslumbra por el hecho sucedido.

Me muevo entre esa fracción de tiempo y espacio donde la vida a quebrado su flujo normal y recojo retratos de ese momento. Soy reportero y estoy haciendo mi trabajo. Estoy del otro lado de la cinta, en medio de la historia. Soy un convidado de piedra en un cuento que no es mío. Testigo privilegiado de los dramas ajenos.

Al centro de la escena, está la noticia. Dos cuerpos sin vida cubiertos con sábanas sacadas de algún lado, están tirados sobre la vereda muy cerca uno del otro. Un hilo de sangre se escapa por debajo de la tela y la mancha en la parte superior. Dos seres desconocidos y anónimos que por una decisión superior, se encontraban expuestos a la impudicia de la muerte pública. Alguien les había negado el derecho de morir en privado y su deceso se había convertido en una cosa exhibida.

Sentía en la boca del estómago la sensación de asco que me daba ver esos dos cuerpos inanimados, sin defensa, enseñados a todo el que quisiera verlos, cercenando de cuajo el derecho último de abandonar este mundo rodeado de quienes elegimos a nuestro lado.

Listas las tomas, comenzamos a recolectar las declaraciones de los posibles testigos, mientras controlo la grabación por el viewfinder con el ojo derecho, con el izquierdo "barro" el lugar en busca de posible información.

Lo que siguió después, sólo puedo describirlo en forma inconexa. En simultáneo la mortera llevándose los cuerpos y una señora, vecina del lugar nos contaba los sucesos. Recuerdo la voz de la mujer explicando que los muertos eran marido y mujer, que siempre se habían llevado bien, que no entendía lo que pasó.

Los médicos depositaban sobre la bandeja uno de los fallecidos.

"Él llegó como loco, un arma en la mano y gritando. Vociferaba como un poseído y ella trataba de calmarlo. Todo pasó tan rápido, decía, escuchamos los tiros y la vimos caer, yo estaba enfrente y lo vi todo. El hombre se arrodilló y empezó a llorar encima de la mujer, fue terrible".

Los forenses avanzaban con la bandeja hacía la ambulancia que estaba entre nosotros y ellos.

Los hombres pasan a nuestro lado, veo un detalle extraño. Algo que no debe estar ahí, que pertenece a otro lugar. Aparto la cara de la lente y miro directo a la camilla. Por debajo de la sábana que cubre el cadáver, uno de mis zapatos negros de taco alto regalado en una noche de luna me golpeaba la mirada.

"Ella volvía de la escuela, era maestra", dice la persona que habla.

Pero yo no escucho, mi cabeza da vueltas y me siento mareado, de pronto sin esperarlo me veo introducido en la noticia. Paso a formar parte de ella. En un cruce de caminos, el destino usó parte de mi vida para construir el suceso. Una mitad mía quiere salir corriendo, gritar. Mis ojos tienen una cortina salada que me impide ver. La otra mitad de mí, me dice que siga filmando. No puedo delatar mi vínculo. Me debo a su pedido de discreción y es la única ofrenda que puedo otorgarle.

Terminamos de hacer nuestro trabajo, pálido y mudo subo al auto con mi compañero. Sus bromas acerca de los hechos me caen horrible, mal, y le pido que se calle. Se confunde y piensa que mi inexperiencia me jugó en contra pero igual cierra la boca...

Jamás intenté juzgar los hechos desde entonces. No me corresponde. Con qué derecho puede uno calificar la actitud de una mujer, que decidió quedarse al lado de un hombre enfermo y loco, para preservar a sus seres queridos (incluyéndolo) Con qué poder condeno o absuelvo a ese ser que, desesperado y necesitado de pasión, arma en su vida un puente para escapar de una dura realidad para beber sorbos de dulzura que le permitan mantener la cordura.

Me quedó su aroma, me quedó su mirada de bruma y a pesar mío; me dejó la historia grabada con cincel de fuego en el alma.

Me deja sin habla. No puedo responder a su relato. Pienso en las veces que la vida

cambia las fichas y empiezas a pensar si estás en el lugar correcto. Pienso en los

momentos de duda y las responsabilidades asumidas. Cuantas veces la cobardía se disfraza de seriedad y respeto por los roles asumidos. Cuantas veces el destino se te ríe en la cara y te dibuja una sonrisa que se convierte en risa y termina siendo burla, cuando te das cuenta que las cosas que soñaste, se te transforman en humo tras el último cigarro de la madrugada de vino y películas en video. A tu lado esta la misma pero es otra que apenas siente por vos no sabe que, porque lo tiene tan gastado que se olvidó que era.

Es probable que el amor siga estando y también todo lo demás, pero el hastío y la rutina han convertido en distinto y extraño a la persona que tienes a tu lado y tanto, pero tanto ha cambiado y has cambiado que no puedes emparentar las sensaciones de la juventud, con aquellos dos seres que naufragan entre la responsabilidad y una vaga sensación de amor.

¿Existe el amor eterno?

Pregunta tan particular y subjetiva que podríamos juntar dos respuestas y un millón de tal vez y quizás. Las responsabilidades de la magia rota son tantas, que a veces ni siquiera pasa por nosotros mismos. Que tranquilizador sería tener la seguridad de que aquello que sentimos va a durar por siempre. Pero que aterrador resulta saber que del otro lado también existen las mismas dudas y sensaciones. Entregar el alma y el corazón es un ejercicio que encierra en sí mismo el peligro de que se lastime o se rompa sin remedio. Dejar de lado ese peligro significa la renuncia a uno de los sentimientos más hermosos que posee el ser humano.

Un sentimiento que lo acerca mucho a la inocencia y a la magia perdida.

Mire a mi alrededor; para variar el lugar había cambiado. Caminábamos como una pareja de antiguos amigos por las calles de la Habana vieja en Cuba.

La historia es buena. Me dice. Tiene condimento. Amor, sexo, muerte y nostalgia. En que personaje va cada uno de esos sentimientos corresponde al lector decidirlo ¿No te parece?

Hizo un gracioso movimiento acercándose a la costa del mar y el agua salada reventando contra los riscos la bañó por completo. Siguió girando y girando riéndose y murmurando frases indescifrables en idiomas desconocidos para mí. Su cuerpo mojado despedía las gotas que el océano había puesto en ella y al volar por el aire se transformaban en diamantes zafiros y esmeraldas que cubrían sus pasos como un camino de codicia.

Uno escribe sobre algo lo que siente; comencé, y atribuye los sentimientos a los personajes de acuerdo a la decisión del escritor. Pero esos sentidos cambian de perspectiva al llegar a los lectores porque sus ojos miran desde su carga de emociones que no tiene porque ser la misma que el creador de la obra. Así uno de los relatos más bellos que yo haya escrito no tiene que parecerle así a mis lectores pero sí tengo la responsabilidad de sentir las cosas que vuelco en mis palabras para brindar lo mejor ya que es un compromiso entre mis historias y yo por encima de cualquier otra cosa

La muerte me miró con una sonrisa irónica y entró en un bar antiguo y pintoresco. Nos sentamos a la mesa y allí con el sonido del mar de fondo comencé mi relato...

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