El escritor y la muerte (3)

La calle estaba gris. Como el tiempo. Sobre el horizonte, oscuros nubarrones cubrían la esperanza de un pronto sol. Dentro del teatro, el mago y su vida no estaban distinto. Su alma, atada a un viejo amor y sus días, clavados en el hastío de un destino que no creía suyo pero debía aceptarlo. Era un buen mago. El mejor. Lograba como pocos pintar colores de alegría en el alma de cualquiera y con frecuencia desaparecía del escenario fascinando a todos, inclusive a él mismo...

La leyenda del mago en la brisa (capitulo 3)

La calle estaba gris. Como el tiempo. Sobre el horizonte, oscuros nubarrones cubrían la esperanza de un pronto sol. Dentro del teatro, el mago y su vida no estaban distinto. Su alma, atada a un viejo amor y sus días, clavados en el hastío de un destino que no creía suyo pero debía aceptarlo. Era un buen mago. El mejor. Lograba como pocos pintar colores de alegría en el alma de cualquiera y con frecuencia desaparecía del escenario fascinando a todos, inclusive a él mismo, porque ni él sabía que raro arte le permitía confundirse con la esencia del viento y volar con la libertad de las aves. Era algo que no podía controlar. De repente sentía dentro de sí crecer las ansias y al instante siguiente. ¡Puf! Se encontraba montado en el viento y su cuerpo había desaparecido. Solo debía recordar una cosa para volver a ser humano, el nombre de su abuelo. El mago estaba preocupado ese atardecer, cada vez eran más frecuentes esos ataques de desintegración y su soledad interior pintaba de sepia el color de sus recuerdos. Mariana, esa joven extraña que había encontrado por un error de comunicación en una línea telefónica ligada y de la que sólo conocía la voz y el rostro en una foto de mail, era la que variaba un poco su rutina y llenaba sus días de un sabor almizclado. Estaba atrapado por la curiosidad. Quería saber más de ella. Al otro lado del mar, ella, con su voz profunda y su nostalgia a cuestas, encontraba en él un pedazo de su tierra natal. La que había dejado hace unos años para probar suerte en otro país, huyendo de un amor que no lo era y de una realidad que se le presentaba oscura. Un lugar donde quedaban sus afectos más cercanos rodeados por la fórmula de la globalización que destruyó las economías regionales una a una, restringiendo la posibilidad del trabajo en un estado fugitivo de los deberes fundamentales hacia sus ciudadanos. Un país que se transforma cada vez más en un conjunto de regiones aglutinadas alrededor de una macrocefálica capital. El hombre se le había metido sin querer en su corazón necesitado de afecto, con sus magias de colores que eran un bálsamo para su nostalgia y no sabía como sacárselo de adentro. Hasta había empezado a soñar con él. Recorría la plaza de María Pita en La Coruña pensando en su piel, en su rostro, en todo lo que no conocía de ese ser extraño y desconocido que le traía el olor de su tierra montado en una cálida brisa que le llegaba a través del océano. De este lado, el mago pensaba en su historia. Se había convertido con el tiempo en un animal salvaje. Del muchacho tímido que fuera en la adolescencia, los golpes y la suerte, lo transformaron en un ser competitivo, indomable. Pasional como pocos. La madurez, lo revelaba en todo su esplendor seductor y con una fuerza de voluntad para mejorar cada día, digna de admirar. Esa era su desgracia. La vida lo había cambiado. Un matrimonio a temprana edad, con una mujer de frágil salud, lo ataba a una vida pasada que ya no era la suya. La esposa no quería entenderlo y estrechaba sus lazos en torno a él, ahogándolo, potenciando en su interior toda la fuerza de una pasión reprimida que no encontraba del otro lado su correlato. Ya eran dos seres distintos, y eso no se podía remediar ni con el inmenso amor que se tenían. El mago lo había entendido hace tiempo. El amor no alcanza para sostener una pareja. Hace falta crecer juntos, emparejar pensamientos y sentir igual mas allá del amor; también en el sexo, en la pasión, en los valores... en todo. Hoy quería su soledad para volar con libertad por el aire, convertido en brisa, recorriendo montañas, cruzando mares y valles. Una noche en que el calor había presentado su forma más palpable en la humedad de la ciudad, la luna bañaba la habitación con su luz de plata y despierto en su cama el prestidigitador sintió su cuerpo hacerse brisa. Lento comenzó a subir. Y subir. Y subir. Mientras se elevaba por el aire, se miró en la estrella más lejana y una pareja que pasaba por allí al sentirlo cerca, ardió en deseos frente al portal de la esquina. Un pájaro nocturno le hizo un gesto con sus alas y él le correspondió pintando su plumaje de color alegría fosforescente, pero luego, al comprender que su reino era la noche, volvió sus plumas al color original dejando la alegría en su interior. Surcó los aires montado en el viento, paseó por los callejones oscuros donde los enamorados hace tiempo se torturan con el juego del amor a medio sexo, para volver a sus casas dolidos y sedientos pero llenos de pasión. Pasó como una ráfaga por la calle roja, donde mujeres y hombres-femeninos disputan a la vida un pedazo de pan, dejando a cambio el preciado tesoro de su cuerpo y su salud, mientras otros, corruptos en las sombras, disfrutan de su esfuerzo. Recorrió el parque y sin querer, un pedacito de él se dejó caer transformándose en lluvia, convirtiéndose en llanto, derramándose en manto sobre el cuerpito aterido de indiferencia de Luis, ese chiquito de cinco o seis años que en la calle embrutecía su inocencia entre los discursos de políticos, empresarios prominentes y la historia que nos venden de un modelo que te mata... pero es bueno. Y voló. Voló. Voló. Cruzó el océano y se perdió en las aguas cálidas del caribe mientras un grupo de delfines copulaban en la inmensidad del mar. Y llegó a una tierra desconocida con sabor a madre patria. Sin querer se coló por la ventana donde Mariana dormida, soñaba con su terruño y un amigo sin rostro que estaba mas allá de las olas que rompen sobre el paseo marítimo. Sin quererlo el mago hecho brisa se acercó a su cama y se enredó en su pie empezando por su dedo pulgar, Mariana dormida y sonrió, la brisa cálida y sedienta subió suave por su empeine, sintiendo con su beso la vida de ese cuerpo dormido y frágil. Alucinado, el mago subió por la pantorrilla, el muslo por fuera, por dentro, suave, dulce. Hasta que, pudoroso, se apartó y subió hasta el techo para observarla desde allí, su rostro dormido pintaba a medias una sonrisa y su cuerpo se removía inquieto entre sueños. Volvió el hombre en el aire a enredarse en su pelo, perderse en el perfume de su cuello, besar su oreja, sentir su piel, bajar por la mejilla y pasear por sus labios carnosos y risueños... Y bajó. Probó sus hombros desnudos y supo sin más, que su sabor era la locura. Perdido ya, se coló por su escote y el calor de sus senos convirtieron en fuego la pasión de sus besos. Escaló hasta la cima de sus pechos perfectos y erectas sus coronas recibieron la caricia de la cálida brisa. Y bajó. Exploró desde el fondo de su demencia mágica, el vientre que dormido se agitaba de sueños y se perdió besando el monte de su pubis. Hartado de delirio, olvidó las palabras y pensando en su magia se bebió la humedad que el sueño de la joven le daba de tomar. Mariana gemía. Gemía de placer entre las sábanas enredadas por la brisa, y gemía en su sueño, donde por fin había visto al hombre que tanto deseaba conocer. Los dos frente a frente en un balcón junto al mar, brindaban con una copa de champaña por ese encuentro. En la mesa quedaba la frugal cena con frutos de mar y un calvet brut especial para la ocasión. De fondo la música y el aire marino. La ropa sobraba. Él se acercó, sus ojos pardos se perdieron en la profundidad de su dulzura, la mano derecha del hombre le extendió un pimpollo de rosa acariciando con sus pétalos la suave mejilla y sus labios se fundieron en un solo aliento, sus cuerpos fueron uno, y todo desapareció. Los sentidos se enervaron hasta el punto máximo y ambos se recorrieron, conociéndose milímetro a milímetro, el hombre envolvió sus dedos en su pelo y, dulce, depositó un beso detrás de su oreja y ella sintió una corriente eléctrica recorrerla. Las manos expertas desnudaron sus hombros y el vestido cayó. El mago enloquecido sintió entre sus manos el calor de los pechos y la yema de su dedo húmedo de besos se acercó a las puntas sensibles y ansiosas. Las beso y se alejó. La miró de lejos, cálida, dispuesta. Tomo un sorbo de champaña y con un beso lo colocó en su boca. Era el delirio, y entre sueños se amaron una y otra vez. La joven sintió sus ojos llenarse de lágrimas y recorrió el cuerpo del amante nocturno como un nuevo mapa de su tierra lejana. Reconoció su geografía en el sabor de su cuerpo. Recuperó los lugares distantes y queridos. Anduvo otra vez por peatonal Córdoba y San Martín, paseó su nostalgia por el Parque Independencia y se volvió a mojar en La Florida. Sintió en sus fosas nasales los olores del puerto y la humedad. Sintió dentro de ella la calidez del abrazo materno, la necesidad colmada del beso de papá y la abuela que estaban tan lejos. Y lloró. Lloró de felicidad y distancia. El mago en la brisa veía a Mariana gozar en los sueños, llegar a la cima del éxtasis una y otra vez, bañando con sus jugos las heridas de su alma. Calmándolas. Curándolas. Y el mago enloqueció. Y se olvidó de todo. Voló por la ventana borracho de pasión, llenos sus labios del sabor de Mariana, llenos sus ojos de su cuerpo ardiendo, llenas sus manos de su miel de deseo. Y el mago olvidó. Olvidó las palabras para regresar y ahí quedó. Loco de amor y delirio al otro lado del mar. Cuenta la historia que el mago jamás encontró el camino de regreso y en las noches de viento se pasea por la Torre de Hércules, despeñándose desde lo mas alto del faro; cruza por la marina y revienta de amor convertido en brisa contra la Costa de la Muerte. Son las noches en las que los enamorados sienten su pasión arder en su interior con mas fuerza, y en su alma se pintan los colores de la felicidad mientras susurra el viento un nombre de mujer. Cuenta la historia que Mariana jamás volvió a encontrar al mago en sus contactos, pero nunca lo olvidó. Con el tiempo encontró un buen hombre con el cuál vivió un romance apasionado durante años y se casó feliz para tener dos hijos. Extrañamente en sus sueños sigue viendo al mago como aquel día. Cuando la brisa sopla, siente en su alma un cálido abrazo que la llena de amor y por las noches jamás cierra su ventana. Su marido no entiende por qué.

Terminé mi relato y me quedé mirándola, expectante, temeroso. La muerte se encontraba sentada a la orilla de un mar desconocido. La arena era blanca como la harina y las olas besaban los pies de la dama que asomaban por debajo de su albornoz, largos, pálidos y fuertes parecían recibir con agrado la llegada del agua hasta ellos. Los ojos estaban clavados en mi y una mueca de asombro se asomaba a sus negras y grandes pupilas. _ ¿Esto me das? – dijo Levantó sus manos con las palmas hacia el frente y grito _ ¡QUE ES ESTO!! _ Te pido que me alimentes de pasión y me das un cuento insulso de dos adolescentes que ni siquiera se conocen. _ ¿Tu dices saber de mí? -repliqué- Siente. _ En un país degradado donde nada se puede esperar, una joven decide emigrar. Imagínate – le dije – Imagina una muchacha de veintitantos años que deja atrás su tierra, su gente, todo lo que representa abandonar la red social que recubre a un individuo. De la noche a la mañana te encuentras sin nada, no sólo no están tus amigos, sino que todo lo que ha formado a tu mente desaparece por imperio de las circunstancias. Me animé un poco más y la mire fijo a los ojos. _ Tu que sabes tanto ¿Cuál es el instinto primigenio del ser? _ La continuación en la progenie – respondió en voz baja y amenazante¬– _ Exacto ¬– dije yo – Mariana buscó en los contactos con el mago, la red mental protectora que había perdido en su viaje. El mago era su cultura, la forma de hablar, su soga a un mundo del que había sido expulsada. Tan poco le quedaba que ni los olores clásicos se metían en sus fosas nasales. Usó al hombre para no hundirse en la nada hasta que formó al otro lado del mar, otro grupo y se amoldó a otra cultura; el medio de comunicación era la pasión y el sexo. Dos sentimientos atávicos por naturaleza.

_ ¡Sin tocarse! – gruñó irónica la dama-

_ ¡Sí!- dije- Ni Mariana ni el mago necesitaban tocarse. Eran sus mentes las que pedían ayuda a gritos. No les importaba que sus cuerpos estuvieran lejos. La muchacha usaba sus dedos para remplazar las caricias del hombre y él se sentía feliz de saberla a ella jugando a los amantes sin amante y con su nombre en la mente.

La dama se levantó y giró y en su grácil voltereta una punta de su capa tocó el mar y este cambió de color de verde a negro, de negro a amatista y siguió cambiando y cambiando mientras gruñía.

_ Pase por esta vez, pero el próximo que sea mejor. Casi tan bueno como este que te voy a contar, y sentándose en su silla imaginaria, comenzó su relato...