El escritor y la muerte (2)
Segunda parte de un reto a muerte donde el erostimo juega a favor de las letras.
() La gitana del Orzán*
Cuenta la historia que ella y él estaban destinados a encontrarse. No importa que fuera lo que hicieran. Terminarían cruzándose. Eso fue lo que empezó a pasar, cuando el buque pesquero en el que viajaba Marco, arribó a La Coruña bordeando el dique del Centenario. La gitana, con los sentidos siempre alerta como un animal salvaje, adivinaba la suerte a los transeúntes que pasaban cerca de la plaza María Pitá. Como un preludio de lo que iba a suceder, se detuvo en sus acciones y levantó la vista hacia el mar. Lo percibió en el aire. Supo que la historia empezaba a desandar su camino.
A bordo del buque, Marco venía con su locura a cuestas, con su bagaje de historias. La pulsera que su madre le regalara, resaltaba en su muñeca derecha como una gema sobre su piel dorada por el sol del caribe; solo su lunar debajo de la oreja izquierda se había salvado a la quemazón en su cuerpo. Cuentan, aquellos que dicen que fueron testigos, que el joven bajo de la nave dispuesto a conocer el lugar. Paseaba mirando todo con su habitual curiosidad cuando el espectáculo de la mujer perdida entre cartas y predicciones le llamo la atención. Al llegar donde estaba se detuvo.
La zíngara llevaba una vestimenta adecuada a su labor. Una blusa que nacía en sus hombros y atravesaba en dos su cuerpo a la altura de los senos, tapando la exhibición justo en la línea donde comienza la imaginación del varón curioso, estaba hecha de una tela que permitía el paso de la luz con toda libertad y al través del sol, la volada vestidura invitaba a un festín de sensualidad. Su cabello rojo oscuro caía como una llama de fuego sobre su piel pálida hasta acariciar la cintura y sus ojos, verdes como la esperanza del mar, vestían con una chispa de irónica tristeza. Las dos esmeraldas que tenia plantadas en medio de su cara bonita miraron al joven por debajo de sus bucles. La blancura de su tez, contrastaba con la del resto de los habitantes del lugar, tostados al influjo del mes de julio.
Marco, se paró delante, pero ella nada vio de él que no fuera su interior. Se perdió en el pozo profundo de su mirada. Percibió su olor a soledad, a nostalgia, a dolor. La luz desesperada que brillaba en el fondo de sus ojos negros. Él, acusó el impacto de esa atención in disimulada de que era objeto, no notó alrededor otra cosa, que no fuera el magnetismo de aquella hada mágica que de repente se había encontrado.
Cuentan, los que dicen que les vieron, que rato largo estuvieron callados para luego estallar en una íntima conversación. Así anduvieron las calles como si se conocieran de años. Él le contó de sus histerias, de sus historias, de sus frustraciones, de todo lo que guardaba dentro de sí y que nunca podía sacar. Del cansancio de su alma y del gusto amargo que te deja el no poder amar. Ella le contó de las leyendas que encierra esa tierra milenaria, historias de amor, como la de Jhon y Esther allá por 1800 y tantos, juntos en la vida y unidos en la muerte con sus tumbas cercanas. De la armonía de esa ciudad, llena de siglos y sucesos. De sus ganas de dar, de volver a su paz.
Él la entendió. Entendió cuando le contó de las nauseas que quedan, luego de una noche de amor y el hueco vacío en la cama de un amante ocasional. Supo lo que rondaba en ella cuando ponía todo de sí y sólo encontraba indiferencia a su lado. Cuando lo que das y lo que esperas nada tiene que ver con lo que recibes.
Así fueron desandando senderos de vida por los caminos de la ciudad, se encontraron tan cercanos, que poco a poco el mundo que los rodeaba empezó a quedar lejano y sólo se pensaban ellos mismos. En esos instantes mágicos, toda la pesada carga que por años se fue acumulando en ellos, generó un vínculo tan fuerte que los inundó con un calor nuevo y placentero.
Cuenta una camarera del pub, que otrora se llamara Football y que hoy es Limerik, en las orillas de las playas del Orzán, que al salir del local a la madrugada se los cruzó. Eran dos duendes que parecían volar a milímetros del piso, tan fuerte era la sensación de energía que de ellos brotaba que se quedó rato largo mirándolos y aún cuando hubieron desaparecido en la distancia, seguía clavada en el lugar.
Iban tomados de la mano, tan cerca, que a lo lejos semejaban sólo uno. Tan perdidos en su mundo interior, que sin tener conciencia de ello, sus manos se aferraron y sólo se dieron cuenta mucho después de andar de esa manera. Nunca supieron cuando comenzaron a enredarse, a fundirse.
La luna reventaba en todo su esplendor coqueteando con la espuma del mar. Ellos se amaban medio desnudos en la playa. En cuerpo y en alma. La doncella comprendió la soledad de ese loco bohemio y poeta; herido por la necesidad de encontrar su lugar. Pudo sentir los alaridos de su espíritu a través de sus gemidos. Sus manos entrelazadas a las del muchacho pasearon en un tour sin vergüenzas por toda ella. Nada quedó que sus caricias no recorrieran. Como en un juego de títeres lo guió por su cuerpo, experta en el arte de su propio placer. Aquel placer que tantas veces explorara en soledad. Sus bocas se dieron una fiesta de besos y una y otra vez, jugaron al juego del erotismo y el amor. La mujer buscaba su punto máximo en forma desenfrenada, explotando una y otra vez, como queriendo rendirle honores a ese ser que venía en el otoño de su vida a cumplir con un designio. Él, tentaba una y otra vez el límite. Escalaba hasta el borde de su propio clímax para recomenzar el intento. Se dejaba llevar por su curiosidad y así descubrió lo perfecto del hueco de sus manos amoldándose a sus senos y la necesidad salvaje de sentirse marcado por su aroma y su sed. Cabalgaron uno en el otro y recorrieron sin ver los caminos del cielo girando de vértigo en el aire imaginario del momento. La sensibilidad que alcanzaron era tal, que el solo contacto con la punta de los dedos desataba un vendaval de emociones.
Se puede escuchar aún por ahí, como las mujeres reunidas en corrillos, lo hablan. Ella se estremecía al sentir la virilidad encendida del muchacho que poco a poco comenzaba a invadir su interior. Dicen, con un estremecimiento de placer mientras lo cuentan, que deliraba de gozo mientras sus manos se enredaban en su corto pelo y lo volvía a llevar por los lugares mas prohibidos de su ser. Que estallaba de deleite al sentir la áspera piel de Marco rozando su tersa piel. Que llegó al colmo de la felicidad, cuando con las primeras luces del alba fundieron en un pleno estallido común las sensaciones y se supieron en eterna comunión.
Dícese que, como predestinado a quedar en las historias que se corren de boca en boca, él se sacó la pulsera regalada por su madre y con un gesto de infinita dulzura, se la prendió en el tobillo desnudo de la gitana y al instante siguiente se durmieron ambos, uno en el amor del otro.
Lo despertó la risa de los niños que lo miraban divertido, el sol brillaba y a su lado nada había, más que arena. El mar entregaba su arrullo como en toda la noche, pero él recién salía del valle de ensueño que había visitado. Empezó a arreglarse la ropa, mientras su mente confundida hilaba las cosas. No había mucho que pensar. En su boca quedaba el gusto a hembra salvaje y en sus narices el olor a deseo y a mujer.
Sin prisa y lleno de alegría anduvo por los caminos de la noche anterior. Encontró un mesón y comió con el apetito que hace mucho no sentía. Alquiló una habitación en un hotel, se bañó y acicaló reviviendo aquel viejo ritual de los enamorados. Por la tarde, se llegó hasta el lugar en donde el día anterior la gitana se cruzara en su vida. Cayó en la cuenta que nada sabía de ella. Ni siquiera su nombre.
Encontró una dama que parecía ser parte de la zona desde la fundación de la ciudad. Con la entusiasta esperanza de los locos idiotizados por el amor, preguntó por su amada fugaz y fue en ese preciso instante cuando el mito empezó a edificarse dentro de la historia. Allí, dijo la anciana, nunca existió mujer alguna así descripta. Tan sólo el ánima de Morelia, que por siglos esperaba a su amado, muerto en circunstancias difíciles de explicar.
Está loca, pensó Marco y se quedó rondando el lugar esperando juntar la joven con sus ganas de verla. Anduvo el día entero buscando y preguntando, pero era inútil. Nadie sabía de ella. Tenía el alma tan llena de esa pasión que dolía. Tanto era lo que había dejado esa noche en su compañera, que el recuerdo le hacía sonreír y tal su deseo, que le generaba una automática respuesta física.
Noches y días de desesperación se acumulaban en su terror de no encontrarla, cuando llegó a sus oídos un relato varías veces escuchado.
Hace un par de siglos, habitaba en la región un clan de gitanos en donde se destacaba una bellísima muchacha hija del jefe de la familia. Su belleza y personalidad trascendía los límites de su círculo a punto tal, que un joven noble, con un vago pretexto se acercó una tarde para verla. Desde aquella vez nunca más saco de sí la imagen de la hermosa vestal y su vida se convirtió en una tortura infinita. Algún Dios piadoso, le otorgó la gracia de mellar de igual manera el alma de la niña y al tiempo, ayuda de primos mediante, se encontraban cada noche cerca de la aldea. Se destrozaban a besos, castos y púdicos. Por dentro su pasión ardía y se consumía como el fuego más potente. Regresaban a sus lechos doloridos y sedientos pero llenos de un amor incontenible.
Dos meses duró el romance. Sesenta días tardaron los padres de ambos para darse cuenta que, el atolondramiento de sus hijos se debía a ese mal tan conocido desde principios de la vida. Saberlo y desatar la ira fue uno sólo. En su morada de sangre real, el progenitor prohibió terminantemente a su hijo que continuara cortejando a una mujerzuela de casta menor.
En el humilde hogar de la muchacha, las cosas no eran muy distintas. El patriarca gritaba y tronaba improperios contra cualquiera que se cruzara en su camino, amenazando con llegar a desterrar a la mala hija, mandándola de sus parientes más lejanos.
Una semana pasó del episodio, cuando el joven loco de amor y ansiedad logró hacer llegar un mensaje hasta las manos de su adorada niña, con tan mala suerte que en el camino se confundieron las fechas y mientras el joven esperaba en el lugar de la cita, la moza dormía plácida en su lecho esperando ver a su príncipe veinticuatro horas después.
Toda esa noche estuvo el joven en cuestión esperando y al amanecer, en una reacción propia del ímpetu loco de las pasiones alimentadas en medio de conflictos, se marchó pensando que había sido olvidado y rechazado. La mañana lo acoso con imágenes de demencia. Veía a la zíngara riéndose de su amor en compañía de su gente, mofándose de haber arrebatado el orgullo de un caballero. Ideas sólo nacidas de una mente enferma de pasión reprimida. Camino sin rumbo y se perdió a tal punto que nadie lo encontró durante toda la jornada.
Cuando la luna rompía la oscuridad en el profundo negro de la medianoche siguiente, y la chica esperaba ansiosa el reencuentro, el mar devolvía el cuerpo sin vida del muchacho a las playas de la región.
Hablan las comadres que todo lo saben, que loca de pena, la dama se encerró lentamente en sí misma y se escuchaba por las noches el dolor de sus gemidos cuando entre sueños trataba de recobrar las caricias de su fugaz amor. Cuentan que despertaba empapada en sudor y arrasado el cuerpo de fiebre y espasmos y que su vida se fue extinguiendo quemada por la llama de su pasión y de un falso sentimiento de culpa que nunca pudo superar.
Desde su muerte, cada vez que la luna anuncia su máximo esplendor, su espíritu traspasado de martirio, cruza la ciudad de un lado a otro buscando almas que contengan en su interior el don de la pasión incontenible de su noble muerto de tristeza, para calmar sus ansías con un bálsamo de amor y poder así unir su esencia más allá del tiempo. Cuentan que la tumba de la gitana está perdida en la región y que solo aquel que lleve en sí la semilla de la historia, la encontrará la noche más clara y serena.
Tiempo largo rondó en la cabeza de Marco el relato, mientras su ser se consumía de amor por la mujer de la playa, hasta que una madrugada, nunca supo como, ya que andaba borracho y perdido, se encontró de frente contra un mausoleo oscuro y cerrado. Era noche tranquila y las nubes impedían el paso de la luz. Con la leyenda en su mente el joven se fue acercando hacía la construcción. El velo del cielo se corrió de repente y la luz plateada bañó el lugar en el instante que sus ojos se cruzaban con el cuerpo de la zíngara que con sus ojos cerrados y en perfecto estado de conservación, descansaba dentro de un féretro de cristal por debajo de donde estaba el muchacho. Sus bucles rojos rodeaban el cadáver como una mortaja de rubíes. La palidez de su piel marcaba aún más su insoportable belleza. Los contornos eran perfectos y la luz de luna que acariciaba su imagen la revelaba rebelde y salvaje mas allá de su quietud de muerte.
Sobre su tobillo izquierdo brillaba, como una señal demente, la pulsera dorada que el chico prendiera con gesto fatal en la playa del Orzán.
Sin fuerzas ni ganas, sus piernas cedieron a su pavor y cayó rendido de miedo, de estupor y de delirio.
Cuentan, que al despertar, estaba tirado en el mismo lugar donde días antes se destrozará a besos con la roja muchacha, sintió en su boca el mismo sabor, en sus narices aquel olor conocido y en su alma la paz que nunca conoció.
Aquella tarde se embarcó de regreso a su tierra. Volvía a los afectos y a sus costumbres, llevaba dentro de él una dulce sensación. Haber sido parte de una historia que cruzó su vida con la fuerza de los siglos. La convicción de seguir buscando su lugar en el mundo, con el inmenso caudal de su ser interior y la certeza que el amor trasciende las fronteras de la muerte más allá del tiempo. Al espíritu de Morelia, nadie más lo volvió a ver.
Historias que se cuentan...
Mi mirada extraviada veía aún la imagen de la zíngara muerta en su féretro de cristal y pensé que debía contestar con alguna historia que tuviera vida en sí misma.
La muerte, me miró encantada por la locura de la situación y musito a mi oído con un mordisco sensual.
_ Es livianita, para que vayas degustando, ahora dame el tuyo.
_ Veo que es livianita dije está llena de fallas, la estructura del relato es débil y no tiene consistencia literaria.
La muerte me miró asombrada y levitó quedando por encima de mi recortada contra un cielo de cambiantes nubes. Con un gesto de paciencia estiró sus brazos hacia mí y acercó su boca a mi oído.
_ Piensa, las historias están formadas de sensaciones y sentimientos. Siente. Siente la locura del joven que se encuentra envuelto en la pasión del amor y se da cuenta que es parte de una burla del tiempo. ¿Has amado? No pienses desde lo técnico, siente desde lo humano, desde el dolor, desde el deseo, desde la necesidad que se torna física pero es espíritu y no materia.
Se alejó danzando hasta un rincón del paisaje que otra vez cambiaba y se sentó en un taburete que apareció en el momento que posaba sus reales en el aire.
_ Dame el tuyo
Dubitativo y temeroso comencé mi relato mientras mi cuerpo flotaba en un universo de imágenes..
(*) La gitana del Orzan es la libre adaptación de una leyenda urbana que durante mucho tiempo cautivó a este humilde escritor y que luego de haberme topado con varias versiones, decidí imprimirle mi propio sello