El escondite y la mesa camilla

Recordando mis primeras experiencias sexuales, lo que encontré bajo una mesa camilla me hizo adentrarme en el excitante mundo del sexo con una edad muy temprana.

Pero no fue hasta que llegó el final del verano que volví a tener contacto con una mujer que me permitiera saciar mi deseo. Fue por casualidad, que jugando al escondite en casa de Julio, que tenía la casa más grande de todo el vecindario, gracias a que su padre camionero viajaba constantemente al extranjero y ganaba un sueldo descomunal.

En su casa, entre las cuadras, el enorme huerto y las grandísimas habitaciones que rodeaban un patio central era el sitio ideal para jugar al escondite durante horas. Una de las veces fui a parar a una habitación que solo tenía una mesa camilla en el centro y unos butacones a su alrededor. Se me ocurrió esconderme bajo la mesa.

Al cabo de un largo rato alguien entró en la habitación, yo por supuesto no sabía quien era. Noté que se sentaba en uno de los butacones y deslizaba el faldón para posarlo encima de sus piernas. El faldón era semitransparente ya que era de los que se ponían en verano, dejando entrar ligeramente la luz.

Cuando mis ojos se habituaron a la nueva iluminación, mi cerebro no procesaba lo que veía. Allí frente a mí, había un par de piernas entreabiertas y al final de los muslos, en penumbra, estaba la maraña de pelo más espesa que yo jamás había visto. Ella volvió a meter las manos por debajo de la mesa y se subió el vaporoso vestido más por encima de los muslos y abriendo estos un poquito más, hicieron que la visión de su vello púbico fuera más clara y excitante para mí.

El calor bajo la mesa hizo estragos en mí, volviéndome loco y obligándome a hacer cosas que jamás hubiese pensado. Lo normal hubiese sido permanecer quieto como hice bajo la cama de mi vecinita, pero el impulso de tocar el pelo ensortijado y de descubrir por qué aquello tapaba las rajitas femeninas me hizo alargar un dedo. Con sumo cuidado acerqué el dedo para tocar el pelo. Lo hice de forma imperceptible para ella, pero yo no hacía más que pensar en todas las pajas que me había hecho pensando en tocar debajo de ese pelo.

Poco a poco deslicé el dedo por entre el ensortijado pelo. Como una tenaza, velozmente cerró los muslos y dejó atrapada mi mano entre ellos. Me había descubierto, ahora me sacaría de debajo de la mesa y me daría una azotaina.

Para mi sorpresa estuvo así con los muslos prietos hasta que me di cuenta que lo que realmente quería era que su presa no se escapara. Volví a mover el dedo índice que aún llegaba a ensortijar el pelo de su pubis.  Cuando notó que su presa no volaría, aflojo la presión sobre mi mano, que con más libertad se dispuso a tocar más allá del pelo, buscando el contacto carnal.

Mis inexpertos dedos buscaban torpemente la rajita. Una vez tocaron la entrada a la cueva instintivamente introduje los dos dedos. Me sorprendió lo blandito y húmedo que estaba. Moví los dedos dentro como buscando algo y entonces ella me cogió la mano, sacándome los dedos de la vagina y haciendo que estos húmedos apéndices se posaran encima de un pequeño bultito que apenas se distinguía entre el espeso pelo.

Guiándome ella con la mano, me enseñó a frotar hábilmente ese órgano totalmente desconocido para mí. Masajeando primero de lado, luego en pequeños círculos y luego arriba y abajo. Con los movimientos el órgano se fue haciendo más grande llegando a alcanzar el grosor de mis dedos y una prominencia que sobresalía ya muy por encima del vello púbico.

Descontrolada soltó mi mano, yo continué haciendo lo que me había enseñado mientras ella alzaba las caderas tanto que hubo un momento que levantó la mesa en peso. Un fuerte olor entre desagradable y excitante se había apoderado del interior de la mesa camilla.

El órgano se había puesto tan duro que me costaba menearlo con dos dedos, así que dediqué toda la mano a la vibración que tanto excitaba a mi vecina. Aumenté la velocidad de masajeo, ella abrió las piernas todo lo que pudo, las estiró, volvió a levantar las caderas, de los continuos jadeos pasó a un mudo grito. Había asistido al primer orgasmo de una mujer.

Yo continuaba masajeando pero ella cogiéndome de la mano me indicó que ya podía parar. Me volví la mano hacia la nariz, percibiendo aquel ocre olor en toda su intensidad. Mi curiosidad me hizo ver que el pelo ya no dominaba su pubis sino que unos babeantes labios asomaban por entre el pelo y destacado en su punta había una especie de micropene que más tarde descubrí era el clítoris o botón mágico.

Pensé, joder las mujeres también tienen pene y eyaculan. Antes de poder reaccionar a todo, ella se marchó. Yo, absorto en la maniobra, no había reparado en la enorme erección que me había producido la nueva experiencia.

Ni corto ni perezoso me la saqué del pantalón y poniendo los dedos en mis orificios nasales, me masturbé pensando en lo suave y humedito que tenían las mujeres ese agujerito. Acabé enseguida y volví al juego que por mi culpa se había alargado más de la cuenta.

Al día siguiente, volví a repetir la operación, me escondí debajo de la mesa camilla. Ella ya conocedora de que había alguien debajo, lo dispuso todo para repetir la experiencia. Pero a los pocos segundos, alguien entró y pregunto:

-        Señora R. ¿ha visto usted a Pedrito?

Ella mintió y la visita se marchó. Hasta entonces no me había dado cuenta que realmente ella no sabía quien era yo. Y que yo solamente intuía que era ella. Ahora los dos éramos cómplices.

Comencé la faena, pero esta vez mi mano izquierda no se estuvo quieta. Mientras la masturbaba a ella con la derecha, la izquierda no paraba de manejar mi manubrio.

Yo eyaculé antes de que ella se corriera, así que cuando terminé mi mano izquierda se deslizaba por debajo de ella para introducir los dedos en la caliente vagina mientras con la otra mano seguía masajeando el clítoris con la habilidad que ella misma me había mostrado. Siempre era igual, en cuanto ella acababa de correrse marchaba sin esperar que yo saliera de debajo de la mesa.

Lo repetimos durante bastantes días con pequeñas variaciones. Una de las veces ella estaba tan excitada que bajó la mano por debajo de la mesa, me cogió del pelo y me restregó toda la cara por su babeante coño. Me restregaba arriba y abajo, a mí apenas me dio tiempo a agarrarme de sus muslos para no caer.

El olor era muy fuerte, me pasaba la nariz y la boca desde los labios vaginales hasta el clítoris, con más violencia que delicadeza. Hubo un momento que pensé que me metería la cabeza dentro porque su raja ocupaba desde mi nariz hasta mi barbilla y con lo dilatada que iba poco faltaba para poder hacerlo.

Saqué la lengua para ver a que sabía ese pegajoso líquido, desde luego, sabía mejor que olía. Cuando ella notó mi lengua la dirigió hacia su clítoris y ya me dejó que se lo chupara y absorbiera. Este micropene hacía sus delicias cuando se le tocaba.

Hice un rapidísimo movimiento con la lengua en lo más alto del órgano mientras lo absorbía con los labios. Esta vez el mudo grito que solía dar cuando se corría dejó de ser mudo. Fue como un estertor, una descarga de toda su tensión corporal. Me hubiese gustado ver su cara después de correrse.

En otra ocasión en vez de masturbarme con la mano, empecé a frotarme con su pantorrilla como hacen los perros, ella intentó zafarse pero con la habilidad que había adquirido, desistió cuando mi masaje empezó a hacerla gozar. Me corrí encima de su pierna. Después hice lo habitual con ella. Pero ahora se levantó en cuanto su orgasmo hubo terminado.

Fue la última vez, ella se dio cuenta de que yo cada vez querría más y más y probablemente ella no estuviera dispuesta a follar con un menor de edad.

Yo volví en muchas ocasiones debajo de aquella mesa camilla pero en ninguna hubo la visita de las dos piernas junto con el agujerito del placer.

Tres meses después se marcharon a vivir a un chalet en una urbanización de lujo. Nunca supe más de aquella enorme vulva y su tieso clítoris que fueron mi obsesión durante las pajas de mi juventud.

Jamás he vuelto a encontrar un clítoris tan grande como tenía aquella mujer, que la enloquecía tanto que convertía a aquella tranquila madre en una convulsiva zorra que meneaba sus caderas al ritmo que yo le imponía.