El esclavo del profesor (1.0 Drogado sin saberlo)

Este es el relato de cómo un muchacho se convierte en el esclavo abyecto de un hombre depravado y sin escrúpulos, que lo someterá a la humillación hasta doblegar su voluntad y convertirlo en un ser sumiso, ansioso de complacer a su dueño con tal de sentir su cuerpo, todo gracias a la diabólica ciencia de su captor.

El esclavo del profesor

1.0 Drogado sin saberlo

El protagonista de esta historia se llama Diego. Lo describiré en general, para que ustedes le pongan los detalles que más les exciten. Él es un apuesto adolescente heterosexual de 19 años, delgado pero de buenos músculos y estatura promedio (1.70 m). Estudia ingeniería en la universidad, practica voleibol ocasionalmente y vive sólo en un departamento. Este es el relato de cómo llegará a ser el esclavo abyecto de un hombre depravado y sin escrúpulos, que lo someterá a la humillación hasta doblegar su voluntad y convertirlo en un ser sumiso, ansioso de complacer a su dueño con tal de sentir su cuerpo, todo gracias a la diabólica ciencia de su captor.

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La historia inicia un día a principios de semestre. Diego se dirige a su primera clase de química orgánica. Poco después de entrar él, llega al salón el profesor, Luis Rivera, un hombre de unos 30 años, bastante reconocido en la universidad a pesar de ser tan joven, debido a su ascenso vertiginoso: Había sido capitán del equipo de basketball en sus tiempos como estudiante, cuando la universidad logró el campeonato por primera y única vez, toda una hazaña ya que además se graduó con honores y entró a trabajar inmediatamente a una importante empresa farmacéutica. Al cabo de un año ya era gerente de la misma y tres años después no sólo era accionista, sino que dirigía su propio laboratorio en la universidad, patrocinado por la propia empresa. Físicamente, sobresalía con su estatura de 1.93 m, delgado y rígido como un látigo. Sus ojos grises contrastaban con su cabello negro y su tez blanca. Su fría sonrisa, sus manos largas y su cuerpo huesudo causaban miedo entre los estudiantes de sus clases, que eran objeto constante de sus burlas y críticas. Diego, en realidad, había tenido mala suerte en escoger la clase de Rivera, como comprobaría en breve. Ese primer día, Rivera puso sus ojos en él, cuando fue incapaz de contestar una pregunta que le hizo.

-¿Se llama usted Diego Soto, verdad? Bien, Soto, deberá usted esforzarse en contestar correctamente a preguntas tan simples, de lo contrario, le sugeriría que se retirara de mi clase, no, mejor de la carrera, y se dedicara a algo más acorde a su intelecto… quizá nudista en algún bar.

A los pocos días, Diego volvió a ser amonestado por Rivera, quien esta vez le espetó su incompetencia para la química y en cambio lo invitó a ser modelo de revista.

-Total, ya tiene el cuerpo, sólo le hace falta ser puto… tal vez.

Podría pensarse con razón que Diego estaba molesto por esta actitud, pero no era el único al que Rivera trataba así y por otro lado, tampoco recibía los peores insultos. En realidad, Rivera tendía a ensañarse con las mujeres, a quienes trataba de rameras, gatas y putas. De hecho, al cabo de un mes sólo quedaban 2 mujeres en la clase, las únicas suficientemente inteligentes, tal vez, para merecer algo del respeto de Rivera. Por otro lado, Rivera tenía fuertes influencias en la universidad y cuando alguien intentaba quejarse de él, no encontraba ni el menor apoyo. Diego, sin embargo, no tenía un carácter sumiso, antes bien, odiaba que lo criticaran y más que lo insultaran. Pronto aborreció a ese profesor presumido y prepotente.

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Pues bien, pasada la evaluación del primer trimestre, Rivera mandó llamar a Diego, quien tuvo que acudir al laboratorio de aquel y aguadar en una oficina mientras el otro atendía un "experimento demasiado importante para interrumpirlo sólo porque un idiota había fallado un examen para niños". Diego tuvo que esperar en la oficina, un lugar aséptico, limpio y ordenado hasta la obsesión, con los libros en los estantes ordenados y extraños cuadros de arte abstracto en las paredes. Hacía calor, pero el lugar no tenía ventanas. En el aire flotaba una fragancia dulzona, similar a las gardenias, bastante desagradable precisamente por ser tan ligero. Diego se sentía cada vez más incómodo en ese viciado ambiente y se disponía a irse cuando Luis Rivera entró a su oficina y le habló en los siguientes términos:

-Diego, has venido, pedazo de mierda. Tengo malas noticias para ti: Obtuviste una nota muy baja en tu primer examen. Tendrás que esforzarte más, puto –y sonrió con su sonrisa afilada, como cuchillo-.

En ese momento, Diego no supo qué pasó, ya que estaba listo para responder a los insultos de su profesor, pero por alguna razón se quedó callado. Sintió un ligero mareo y por un instante su visión se puso borrosa. Cuando se recuperó, Rivera ya estaba hablando:

-Este es tu primer aviso, la segunda vez tendré que tomar medidas más estrictas. ¿Entendido? Ahora lárgate, maricón.

-Sí, ya me voy, trataré de esforzarme más –dijo Diego totalmente confundido y salió en el acto.

El resto del día, se pasó preguntándose lo que había pasado, pues todavía sentía esa rabia contra Rivera y no entendía por qué razón no le contestó como merecía. Al día siguiente, sin embargo, descubrió que estaba enfurecido contra Rivera pero que no podía encontrar la causa de su enojo. La cita con Rivera era nebulosa y a penas recordaba nada de lo que había pasado ahí, salvo esa sensación de resentimiento. Una semana después, Rivera lo volvió a llamar. Una vez más, lo hizo esperar en la encerrada y aromática oficina durante un buen rato antes recibirlo.

-He estado pensando sobre tu situación, Diego. Me parece claro que eres un estúpido y que no importa lo que hagas, vas a reprobar la asignatura. ¿No crees?

Una vez más, Diego sintió el vértigo producido por esa extraña contradicción entre ira e impotencia y no pudo articular palabra.

-¿No lo crees, maricón? ¿Acaso no eres un estúpido? ¡¡Contesta!! –gritó Rivera enérgicamente. Diego sintió que el vértigo aumentaba, confundiendo sus sentidos. Apenas atinó a balbucear:

-Perdón… Si

-¿Si? ¿Si, qué?

-Si… si soy… estúpido

-Vaya, al menos lo reconoces. Es un avance. Ahora quiero que escribas en este papel tu dirección… Eso, muy bien. No eres tan imbécil después de todo… Ahora dame las llaves de tu casa… Bien. Ya puedes irte, puto y recuerda que este es el segundo aviso, a la tercera me conocerás en verdad.

-Sí, señor… lo recordaré –y salió de la oficina. Sólo eran las 11 de la mañana. El resto de la jornada, Diego fue incapaz de hacerse una idea de lo que había pasado donde Rivera hasta que en la tarde tomó clase con él. Apenas lo vio entrar, se apoderó de Diego una sensación de furia que le hizo crispar las manos y contraer la mandíbula y tuvo que controlarse al máximo para no golpear a Rivera cuando éste se acercó a él y le entregó sus llaves:

-Parece que olvidó sus llaves, Soto. Debe tener más cuidado o tendrá que dormir en un hotel de paso. A menos que sea cliente asiduo de esos lugares, o más bien trabajador de ahí, ¿verdad?

Esa noche, Diego la pasó mal. Llegado a su domicilio, se tomó una cerveza del refrigerador e intentó dormir. Conforme pasaba la noche, sin embargo, se sentía más y más afiebrado. Se desnudó completamente pero su cuerpo sudado no encontraba alivio al calor. A la mañana siguiente, se sentía exhausto, pues apenas había logrado dormir. No pudo poner atención en clases y prefirió no asistir al partido de voleibol que tenía ese día. La noche llegó nuevamente. Diego cenó ligero y vio televisión un rato antes de ir a la cama. Al principio empezaba a conciliar el sueño, mas pronto sintió nuevamente ese extraño calor. Una vez más, se despojó de sus ropas, tiró las colchas y se revolvió en su cama, tratando de encontrar una posición más cómoda. Con el movimiento, su verga se frotó contra las sábanas y pronto tuvo una dura erección. Su cuerpo estaba empapado, caliente, especialmente su verga, que le quemaba como un hierro. Se levantó y tomó un regaderazo con agua fría, pero ni siquiera así consiguió disminuir ese calor que manaba de su pene. Finalmente, empezó a masturbarse frenéticamente hasta eyacular. El semen brotó a chorros y en unos momentos, el calor había desaparecido y Diego por fin pudo dormir un poco.

Así pasaron algunos días, durante los cuales se hizo presente el mismo fenómeno; Diego sentía un calor insoportable cada vez más potente, que se concentraba en su falo erecto y que sólo se disipaba al eyacular. Como si eso no fuera extraño, ocurría que cada vez más tardaba más en venirse, sin importar cuán rápido y fuerte se jalara la verga, de forma que al cabo de dos semanas podían transcurrir más de tres horas antes de que finalmente llegara la ansiada eyaculación que le permitiría aliviar el calor que le quemaba las entrañas. Diego se masturbaba con obsesión, llorando de desesperación y al venirse, jadeaba por el alivio concedido. Para entonces, Diego se había transformado, estaba pálido, agotado, ojeroso, acudía a clases pero su atención estaba en otra parte. Se sentía débil y vulnerable. Cada noche llegaba a su casa a tomar algún líquido para intentar controlar los inicios de su bochorno, ignorando que de este modo ingería la droga que su profesor Rivera colocaba diligentemente todos los días, como parte de su plan maquiavélico para convertir a Diego Soto en su siguiente (porque no era el primero) esclavo sexual

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Aquí acaba este primer episodio de la serie El Esclavo del Profesor. Espero continuarlo pero primero quiero recibir sus comentarios.