El erizo

Pequeño relato en dos partes.

El erizo

I.

-Todo iba bien, ¿no? Había pagado la cena y nos habíamos reído mucho. Me contó del estudio, pero fue breve, para no aburrirme. Yo le conté de las clases de cerámica y pareció interesado y me dejó hablar. Sólo me interrumpía para hacerme chistes sobre Ghost. Le dije que no era ese tipo de cerámica y le expliqué de la porcelana fría. En fin, cuando empecé a sentir que me estaba aburriendo a mí misma, las cosas se pusieron intensas. Me contó de cómo iban las cosas con su mujer y yo me dio pie a contarle de Gonzalo. Sabés que mi historia es larga. No omití detalles buenos, pero hice hincapié en los malos. Cómo fui una hija de puta. Cómo lo torturé por estar enamorado. Empecé a deprimirme.

-Qué bajón.

-Sí, pero por suerte el chabón se dio cuenta al toque. Por ahí ese fue su plan, hacer que me sienta vulnerable para poder dar él el paso al frente. Cambió de tema; no sé a qué, yo estaba distraída. Ante mi apatía, decidió comerme la boca. Yo acepté. Me sentía ahogada y, su lengua hasta mi garganta fue como una bocanada de aire fresco. Olía a menta, pero no fue gentil. Eso me gustaba.

-Entonces, ¿te cojiste al tipo?

-Más o menos. Pidió la cuenta y me agarró con fuerza del orto para mostrarme el camino. Lo seguía como una nenita, como una víctima sagrada marcha –decidida pero asustada, tímida pero expectante- hacia el misterio del sacrificio. En el auto me dio merca. Antes de que terminara de limpiarme la nariz, me agarró del cuello y me obligó a petearlo. La tenía un poco corta, pero muy gruesa, con varias venas condecorando sus trabajos. Yo tenía que abrir la boca bien grande para envolver su calor, y le lengüeteaba bien fuerte cuando mis labios se cansaban. Tenía un gusto picante, eléctrico, la suciedad de un pito mal sacudido. Él manejaba. Toda la ciudad podía ver cómo esta putita se humillaba para complacerlo. Empecé a tocarme. Corriendo mi bombachita, levantando la cola para que todo el mundo la viera, empecé a tocarme. Me sentí expuesta, pero anónima con mi cara hundida en su sexo.  Y yo con la boca tan pelotuda, chupando, raspando pero sin sentir nada. Era mi lugar seguro. Cuando acabó había tanta leche como para hacer una torta de cumpleaños. Empecé a creerle todo lo que me había dicho sobre su esposa.

-Bueno, entonces tan mal no te fue.

-No, pará: después de eso fuimos a un telo. Me peinó otra línea y me hizo tomar. Estaba tensa y movediza, como una víbora con calambres. Él me besaba el cuerpo, me quitaba la ropita. Me ató las manos a la cama con el corpiño y la bombachita. “Ahora me toca a mí”, me dijo, mientras peinaba una larga línea hasta mi ombligo. Hundió la nariz, sin pituto ni nada, y cuando terminó usó su lengua para limpiar lo que quedaba. Se restregó la cara, lanzó un temerario gruñido de guerra y sus gestos cambiaron a los de un animal ebrio. Sonreía de forma perversa, cómplice consigo mismo. Sacó su miembro dormido, lo acarició un poco y se puso a mear.

-Jajajajaja, ¿qué?

-El chabón peló la pija y me empezó a mear. ¡Mear! Me bañó de pies a cabeza.

-Bueno… así cortejan los puercoespines.

-¡Yo no soy un puercoespín! Soy una persona y, eso, me jode.

-Bueno, pero hay gente a la que le cabe. Ser envuelto por lo líquido, lo cálido.

-Dejame de joder… ¡El olor!

-¡Sobre todo el olor! Hay gente a la que el olor ácido, penetrante, lleva a lo más sucio en sus huesos, a las chanchadas primarias, el corazón sin nombre y cara de la fantasía.

-…

-Bueno, seguí contándome. ¿Qué pasó después?

  • Nada: Me desaté, le di un par de sopapos y me fui. Me vestí rápido en el vestidor y me fui del lugar sin mirar atrás. Un taxista me comentó algo en el camino a casa.

  • Podrías haberte bañado, al menos.

-Estaba muy caliente… ¿Por qué siempre yo me encuentro con estos pelotudos?

II.

Jimena hablaba. Me confesaba los pormenores desastrosos de su última cita. Es imposible hablar de Jimena sin mencionar a Gonzalo. Él la adoró desde el principio y ella tardó dieciocho meses en abrirle la tranquera. Después de eso, siguieron dos años de infidelidades a viva voz, en los que la conocí. Fue en ese momento que la conocí. Pero Gonzalo era duro y podía soportar las espinas de su cuerpo. Eso molestaba a Jimena, la ponía en un lugar incómodo, y fue la razón por la que lo dejó. Jimena siempre habla del daño que le causó a Gonzalo pero, la verdad, lo que más resentía era que la sobreviviera, que siguiera adelante.

Hay animales a los que no podés acariciar sin lastimarte, a los que mientras más te acercás, más daño te causan. Jimena era uno de esos animales. Pero también es cierto que del otro lado de las púas se esconde un vientre blando, suave, siempre virgen e inocente. Y yo tenía la mano en su panza.

A mí me costaba concentrarme en las palabras de Jimena y en el largo camino de sus piernas. Ella las movía, las cubría y descubría con su pollera negra porque sabía que me distraían. Jugábamos a este juego que escondía el silencio con palabras. La técnica siempre era distraerla, llegar a donde ella quería estar sin que se diera cuenta de que uno estaba avanzando. Apoyar la mano cálida, primero, sobre su pancita y continuar la charla. Hacer círculos alrededor de su ombligo, detenerse y volver arrancar. Ir abajo hasta sus muslos, si tenía pollera, o buscar una entrada si tenía pantalón. Jugar con el elástico de su bombacha. Enredar los dedos en sus vellos. Encontrar lo más suave, tocarlo y dejar de charlar. Entonces, sí, Jimena se abría como una flor.

Esa noche, quizás, habíamos ido demasiado profundo. Atrapó mi mano entre sus piernas y me dio la espalda. Era su forma de obtener lo que quería y dejarme afuera, de pedir que manchara mis dedos con sus jugos, que bordeara la plástica suavidad de sus labios, de que palpara el suave rosa de su clítoris e ignorarme a la vez. Le seguí el juego.

Besé su espalda y mordí su cuello, y deslicé mi cara por entre las espinas de su piel. Estaba cerrada a un depredador, pero ansiosa por ser devorada. Seguí con mi respiración pesada, aspirando las sales de su cuerpo. Hasta que su señal llegó: bastó un leve movimiento de sus piernas, una pequeña traición de su cuerpo, para que mi acecho paciente se transformara en ataque.

La tomé del pelo y eché su cabeza hacia atrás. Todavía me enfrentaba a la dureza de su nuca, pero tenía la garganta expuesta. Tiré más y, cuando fue suficiente, la tomé por las tetas. Abrazándola de atrás, con una mano en su conchita hambrienta y otra en su pecho, empujé su cuerpo hacia el mío. La mordía con la boca, pero quería que sintiera el excitante terror del colmillo que apretaba contra sus nalgas. Cuando ya mi hambre la invadía, cuando ya las ganas de darse vuelta eran demasiadas y su cabecita estaba a punto de buscar la mía, la volví a tomar del cuello y la empujé. Le ordené que se pusiera en cuatro.

Clave los dedos en sus nalgas y las separé. Mi hocico buscaba furtivo aquella carne tierna. Sabía que todo su cuerpo gozaba con cada caricia que la punta de mi lengua imprimía sobre su carne blanda, con cada pequeño mordisco que le daba. Pero no me interesaba su placer. En ese momento, para mí no era más que un medio con el que ella se entregaba entera. Levantaba la cola, huyendo del éxtasis absoluto, abandonándose a la frágil piel de su deseo. Se elevaba, como una perra que expone sus cuartos traseros a un macho. Y cuando estuvo suficientemente alta, cuando ya las púas retraídas la dejaban expuestas, me bajé el pantalón.

  • No, ahí no. Es el agujero equivocado.

  • Estoy justo donde quiero.

  • Basta, que duele.

  • Pero si te gusta, puta.

  • Ay, más despacito, dale. Andá despacito.

Yo entraba con paciencia. Si conocía a alguien con quien podía entrar en su cola sin lubricar, era a Jimena. Ella estrujaba entre sus manos los almohadones del sillón donde estábamos y apretaba los dientes para soportar todo aquello. Ella quería que le rompieran la cola. Ella quería preguntarse al otro día por qué había dejado que un hombre la dejara con ese dolor. Ella quería entregar lo más blando de su cuerpo, aunque hubiera que atravesar el mar de espinas.

  • Es muy grande. Sacala, que no va entrar.

  • Callate, que ya estoy casi adentro.

  • Ay, sí, dale, entrá. No, no… no tan fuerte.

  • Ya casi, ya casi…

  • ¡AAY! ¡Dios!

Había logrado meter la cabeza. El agujero estaba seco y resultaba algo áspero. Bombeé un poquito, y dolía, pero también era deliciosa la sensación de estar penetrando en un terreno sagrado. De a poco, iba deslizándome más profundo adentro de ella.

  • ¡Qué hijo de puta, qué grande que es! Me estás haciendo mierda…

Sonreía. Con los ojos cerrados, sonreía a medida que iba más profundo. Ya podía sentir la humedad y elasticidad de sus adentros, pero la entrada era un anillo de fuego que mordía mi miembro. Empecé a sacarla, hasta que nuevamente quedó sólo la cabeza adentro. El cuerpo de Jimena pareció respirar por un instante. Dejé que tomara aire antes de volver a penetrar. Iba cada vez más profundo y cada vez más rápido. El fuego se iba apagando y supe que tenía que tomar medidas para no dejarlo extinguir. Entonces, tomé fuerte sus caderas y empecé a cojerla como un verdadero animal.

  • ¡Uy! ¡Uy! ¡Ay, no! ¡Ay, no! ¡Ay, sí!

Cómo te cojí esa noche, Jimena. Cómo te rompí el culo. Como te hice sentirte una putita cuando te dije que tenías que ir arriba, pero ponértela por atrás. Y cómo me obedeciste. Y cómo te gustó cada segundo y querías más y más. Y cómo desbordó tu culo, lleno de leche, cuando me hiciste explotar. Y cómo, cuando por fin te animaste a sacártela de adentro, la limpiaste toda con tu lengua hambrienta, sabiendo exactamente dónde había estado. Y cómo pediste más.

A partir de esa noche, Jimena empezó a ser muy cariñosa. Pasó de ser un erizo a un cobayo asustadizo. No importa; todavía no perdió del todo sus hábitos. Sé que si le digo que la amo, va a dejar de llamar.