El encuentro (beso I)

Nunca me había permitido experimentar aquello, porque no sabía dónde terminaría...

Fue al sentir sus labios rozar los míos, cuando fui verdaderamente consciente de lo que estaba pasando. Muchas veces me había contenido, pero lo había prometido, iba a ser su regalo, pero nunca llegaba el momento adecuado, y ahí estábamos.

En otras ocasiones ya me habían besado apasionadamente, pero era ahora cuando por primera vez yo sentía cada papila gustativa disfrutando de distintos sabores enfrentados. Primero fueron sus labios. El roce tímido al inicio y casi violento enseguida de su boca sobre la mía. La saliva que acude de repente y llena todo de un asombroso dulzor. Me estaba comiendo poco a poco, desde una comisura a otra, recreándose con la punta de la lengua en lamer toda la superficie rosada de mis labios. Su aliento ayudándome a respirar a mí.Y entonces, sin reservas, la embestida de su apéndice, blando y mojado. Buscando, rebuscando dentro de mi boca.

Yo le había comentado alguna vez que un beso era sólo eso, un beso y que no había sido nunca besada al punto de estremecerme, o de permitirme perder el control. En mis relaciones, sólo un hombre en mi vida, hubo siempre prisa por pasar a mayores y hacer el amor. Bastante conservadora en ese punto, no me permitía ir más allá de los límites de lo mal llamado convencional. Y no había sido malo, por supuesto. Pero nunca nadie había transgredido esa línea, nunca me permití experimentar si había otras “cosas” que pudiesen llevarme al clímax.

Y me había negado sistemáticamente a ese beso, sabiendo que eventualmente mi tan desarrollado autocontrol caería como un edificio de naipes ante el menor soplo de su contacto. Se lo había dicho, con tan sólo una mirada era capaz de romper esa coraza impenetrable y conseguirlo todo de mí.

Y estábamos ahí. En el medio de la nada. Besuqueaba despacio mi boca, como si fuera una gran superficie inexplorada, por descubrir, por probar, por saborear. No me dejaba responder, no quería que yo respondiera. Debía dejarme hacer, dejarme llevar. Y yo me dejaba. Con los ojos cerrados, acurrucada en el asiento, las manos muertas a lo largo del cuerpo y empezando a desear algo más que besos. Pero no eran nada más que besos, sólo eso.

Lamía despacito los huecos entreabiertos para respirar, para recibir. Y deslizándose suave se abría paso, para rozar los dientes. Luego sorbía sutilmente mi labio inferior mordisqueándolo, primero, el superior después, cada vez con más énfasis, como queriéndolos desgastar. Y con un gesto tenue, imperceptible volvía a adentrarse en mi guarida cálida, inquieta, anhelante de su lengua.

Mis pechos, mis pequeños pechos ya empezaban a sentir un hormigueo que iba en aumento. Mi cuerpo comenzaba a emanar un cálido aroma, y podía sentir el calor subiendo por la entrepierna. Pero yo intentaba mantener toda mi sensibilidad concentrada en la boca. Que no se distrajera a las terminaciones nerviosas de ninguna otra zona. No me permitía ni siquiera acariciar su cabeza, ni tocar su cuerpo, no podía dejarme llevar, el autocontrol que siempre orgullosa exhibí me frenaba, aunque estaba incendiada por dentro.

A veces se detenía y manteniendo su cara sobre mí, muy cerca, respiraba pausado, liberando rítmicamente un vapor tropical, abrumador, abrasador. Mis labios completamente mojados se ahogaban de placer y mi lengua, buscaba la suya. La metía en su boca, dura y combativa, y me trenzaba en una lucha despiadada al encontrarla, y en esa batalla de labios, saliva, dulzores y alientos iba yo, luchando con todo mi ser en un denodado esfuerzo por no tocarlo.

Y aquél beso continuaba, interminable, inagotable, perpetuo. ¿No era eso lo que yo quería experimentar? Un beso incansable, vehemente, fogoso, ardiente, ruidoso.

Y volvía a la carga. Ahora con una boca agresiva y pendenciera. Aplastando mi intención, derrocando toda iniciativa de correspondencia con deliciosos mordiscos y lametones. Una avalancha de deseo mojado y febril. Su contención por utilizar únicamente aquella boca insaciable lo hacía respirar cada vez más deprisa. Libraba él también una lucha encarnizada por poseerme, y a la vez por contenerse y esa batalla feroz nos llevaba lenta e inexorablemente a una tensión en la que era muy difícil mantener el cuerpo a raya, sin intervenir.

Mis otros sentidos necesitaban experimentar también aquel cúmulo de sensaciones que estaba a punto de llevarme al descontrol. Pero aún no. Todavía no. Le faltaban besos que dar.

Lento, pero seguro, mi respiración fue incrementando su compás. La conjunción de negarme a sus instintos, pero a la vez percibir mi sexo húmedo y dispuesto, mezclado con aquella lengua que no cesaba de humedecerme y la intriga de no saber cuál sería el verdadero final de aquel encuentro, confluyeron irremediablemente en un clímax incontenido e inesperado. La lubricación de mi sexo, mojando mi entrepierna, la agitación de mi pecho fueron el desenlace tan frenéticamente buscado. Pero ni siquiera en ese momento nos permitimos tocarnos ni tampoco dejar de besarnos.

Sólo después, tras liberar varios gemidos y suspiros entre los huecos que su boca me concedía, se apartó suavemente y al abrir mis ojos me encontré con los suyos. Un silencio eterno inundó despacio la cabina, una mano entrelazó la mía, mientras la otra recorría con su dedo lentamente desde el hombro hasta mi vientre. Me estremecí cuando lento rozó mi pezón por encima de la ropa sólo con pensar lo que podía seguir, pero nos fuimos de allí. Y no sería el final