Él en ella. O de cómo fue mi primer squirt

Una confesión de una chica veinteañera sobre un hombre treintañero y su deseo inexorable de poseerla.

Él en ella. O de cómo fue mi primer squirt

Me dijo que lo había esperado por años; cuatro, para ser exactos. La verdad es que no soy buena para ese tipo de detalles, para mí el tiempo se asemeja más a una colección de instantes en lugar de una línea temporal. Lo cierto es que no me había imaginado que, desde que comenzó a hablarme por Twitter, hubiese pasado tanto tiempo, y sobre todo que él hubiera llegado hasta este punto: desnudos sobre una cama de un hotel en el centro de la ciudad.

Eres mi fantasía hecha realidad. Y yo, por no llevarle la contraria, solo asentí con una sonrisa, la misma sonrisa que siempre le había dedicado aunque él se empeñara en decir que cada una de éstas era distinta. Decidí entregarme, o más bien, liberarlo de esa prisión cruel que era mi indiferencia, mi nulo interés en su persona. Decidí que por un momento, quizás de diez minutos o quizás de veinte, él podía estar dentro de mí; porque así y sólo así terminaría su pesar.

Afuera de la habitación podía escucharse, desde una de las ventanas abiertas, el sonido inconfundible de la gente, personas que estaba haciendo algo mejor o por lo menos de mayor urgencia que le hecho de estar desnuda en una habitación. Él me besó con toda la parsimonia posible, como queriéndome enamorar desde el primer beso (porque no hubo ningún beso previo). La escena se me figuraba como un coleccionista de juguetes que limpiaba con toda pulcritud a su muñeca favorita, como si fuera de porcelana. Durante el besó, llevé mis manos hacia su cuello, para rodearlo mientras nuestras lenguas, de forma sutil, se reconocían en un baile por demás cauteloso; como queriendo que la mezcla de saliva nos permitiera conocer los secretos del otro.

Porque, era una realidad, no lo conocía lo suficiente. Sólo recuerdo que cuando empezamos a hablar me platicaba de muchas otras cosas, de hecho muchas y ninguna conducía al sexo (como la mayoría de los hombres); me habló de política, de literatura, de religión y si mente no me traiciona de lo primero que me habló fue del baile, de la salsa en especial. Me decía que le encantaba bailar ese ritmo musical porque era como un acto de cortejo, como una prueba de que si los cuerpos se sincronizaban significaba entonces que en la cama también lo harían. Yo no sabía bailar y aquella falta mía fue el pretexto idóneo para que el me invitara a salir. Pero, por supuesto, sólo le di largas.

Rodrigo, porque es su verdadero nombre, comenzó a tocar todo mi cuerpo mientras me miraba cada uno de mis poros y de mis venas que sobresalían a simple vista. Me reiteraba cada que podía que nunca se imaginó estar haciendo lo que hacían sus dedos en ese momento. Decidí adelantarme y tomé una de sus manos para llevarla a uno de mis senos. Cabía completamente, el calor de su mano y el calor de mi pecho parecían tener la misma temperatura, de hecho creo que sus manos eran algo pequeñas (alguna vez me dijo que intentó aprender piano). Él comenzó a dar un pequeño masaje a mi seno, rodeándolo, descifrándolo, como queriendo que las yemas de sus dedos tuviesen memoria para no olvidar nunca el suave tacto que, a su parecer, tenía mi pecho. Tocó el pezón y la presión provocó de inmediato un aumento de temperatura en todo mi cuerpo, incluso parecía que mis mejillas se habían sonrojado.

Recargados sobre la cama, Rodrigo decidió recorrer el resto de mi cuerpo con su otra mano, no negaré nunca que cuando pasó sus dedos sobre mi cadera, la reacción biológica, por no decir animal, de mi cuerpo fue el mecerse, es decir, menear la cadera, como si ya lo estuviera montando. Podré no conocer muchas cosas de él, como su comida favorita o cuál país era su favorito si pudiera viajar. Por suerte él tampoco sabía eso de mí. Nuestras pocas pláticas eran sobre temas generales, noticias de último momento o cómo había sido nuestro día en la escuela (en mi caso) y el trabajo (en su caso). A veces tardábamos días o semanas en escribirnos, por suerte de ninguno de los dos hubo rabietas o enfados por no contestarnos de forma inmediata. Se trataba, más bien, como aquellas relaciones epistolares de la antigüedad donde los amantes (si es que podemos usar ese término para definir lo que nosotros teníamos), escribían cartas y esperaban pacientemente meses para recibir una respuesta. Lo cierto es que no ayudaba las mil actividades en las que andaba involucrada (además de la escuela), apenas si tenía tiempo para leer o simplemente ir a la estética. Y bueno, tampoco ayudaba que Rodrigo tuviese novia.

Con un poco de fuerza, recargué su cuerpo sobre la cama y me coloqué encima de él. El largo de mi cabello cubría mis senos y mientras lo tomaba con mis manos para jalarlo hacia atrás, él me tomó de la cadera para acomodarse mejor, apoyar su cabeza sobre las almohadas y tenerme la mejor de las vistas. Yo descendí un poco sobre su cuerpo al punto que mi cabeza estaba cerca de su entrepierna. Por la mirada suya, a través de esos lentes desgastados, noté que jamás iba a dejar de mirarme así, con un deseo tan profundo como el mar. Seguramente estuviese intentando ordenarle a su cerebro, o a su pene, de que no se le ocurriera correrse, de que era verdad que ahí estábamos, que era cierto que la mujer que más deseaba estaba a punto de darle una buena mamada.

Sin dejar de mirarlo (quizás después de dos años sin escribir, ya me había hecho escuela para esto de la felación) saqué mi lengua para palpar, con suavidad y lentitud, el glande, el cual ya se encontraba impregnado de líquido preseminal y totalmente erecto; me apoyé con una de las manos para sujetarlo y comenzar a introducirme aquel pedazo de gloria (porque, cabe decir que tenía buena proporción) a mi boca. Antes de comerlo por completo, y llevarlo a la profundidad, le soltaba pequeños besos que no hacían más que volverlo loco, no paraba de mirarlo porque me dijo en ese momento que una de sus mayores debilidades es que la mujer en cuestión lo viera fijamente mientras le mamaban la verga (el estereotipo del porno). También recorría con mi lengua todo el tronco y de vez en cuando lo masturbaba con cierta brusquedad para que perdiera totalmente el control. Habíamos llegado hasta este punto y ninguno de los dos ahora podía arrepentirse. Aunque dudo que él llegara a arrepentir. Después de todo, parecía un buen trato, una cogida a cambio del olvido.

Rodrigo se había empecinado en mi persona al grado de que logró descifrar dónde estudiaba; al punto incluso de estar a fuera de mi casa. Sí, pude haberlo denunciado por acoso, pero la realidad es que en todo ese tiempo siempre se mantuvo comunicado conmigo y por más cerca que estuviese de mí nunca intentó levantarme la mano… o la falda. Ese mismo día (cuando se apareció a  las afueras de mi casa) me dijo que lo único que quería era saber que de verdad existía, que no era un producto fabricado por su imaginación; no quería lastimarme y tampoco hacerme daño, sólo quería estar cerca y esperar con toda la fe del mundo, que un día cualquiera le escribiera no para comentar alguna banalidad sino para pedirle ayuda, o tal vez para una cita. Se declaró a mi completa disposición y voluntad. De hecho, cuando entramos a la habitación del hotel, y una vez que nos quitamos la ropa (uno lejos del otro, sin mayor preámbulo que el simple hecho de mirar de soslayo para asegurarse que se desvestía el otro), Rodrigo se acercó a mí lo suficiente para después arrodillarse ante mí. Mi voluntad a tus pies, dijo, y por más extraño que fuera ya el hecho de estar a punto de tener sexo con lo que bien podíamos declarar el caso más enfermo de stalkeo y friendzoneo, me sentí conmovida y por demás halagada de sus palabras y su acción. No tenía la menor duda de que nunca me haría daño, y que podía pedirle lo que fuera. Entonces, podía suceder.

Una vez que su verga estaba completamente ensalivada, que su cuerpo milagrosamente no había sucumbido a la desgracia precoz de correrse involuntariamente y a destiempo, volví a posarme encima suyo. No resultaba complicado, él me rebasaba en dimensiones y yo (que era delgada y pequeña) podía maniobrarme bien por sobre su cuerpo (más alto y esbelto). Sus ojos suplicaban, su garganta parecía entrecortarse, como no creyendo que aquello había sucedido y aún faltaba lo mejor. Decidí calentarlo y castigarlo un poco más cuando levante una de mis piernas sobre la cama, y con ello mi vagina quedara por encima de su pene. Con una de mis manos sostuve su tranca sedienta de mi cuerpo y con el mayor de los cuidados fui descendiendo hacia él. Pero no me penetró, sujeté su verga para poder tener el control y poder llevar su glande a mis labios vaginales. Hacía un recorrido suave, para que él notara que mis labios se habían hinchado por la excitación y también se había humedecido como pocas veces en mi vida. Si hubiésemos quedado en esa posición por unos minutos más, seguramente Rodrigo hubiera sido protagonista, en primera fila y a todo color, de cómo un líquido descendía de mis labios y caía en la punta de su glande. Mi vagina estaba más que ansiosa por probarlo, por comerlo, por agregarlo a mi colección de placer efímero, y por efímero: satisfactorio.

Después de aquella tarde noche, jamás volvimos a hablar. Ha pasado cerca de tres semanas y él cortó todo tipo de comunicación. Me bloqueó en Facebook y en Whatsapp, su Twitter (donde nos conocimos) había sido dado de baja y su cuenta en Instagram también. Nunca supe donde vivía y dejó de aparecerse afuera de la universidad y de mi casa. Para este punto, quizás pienses que fui utilizada, pero yo no me siento así, descubrí que era lo único que el quería; cierto, aunque también una parte de mí lo deseaba. Muchas de esas citas plantadas y de reuniones sin futuro se debieron a que en el último de los momentos me arrepentía; prolongando más su deseo insatisfecho. Recuerdo inclusive una ocasión en la cuál debía de ir a un museo por el centro de la ciudad y él se ofreció a acompañarme. Quedamos de vernos en la entrada y cuando llegué y lo vi, me dio tanto miedo que, estando en la esquina del museo, regresé a casa. Ahora me doy cuenta que ese miedo no era otra cosa sino saber que en el momento en que pasara más tiempo con él, nuestras vidas se cruzarían de forma íntima.

Un calor indescriptible, acompañado de una humedad sin precedente, se fueron apoderando de mis sentidos conforme su verga entraba en mí. El placer indescifrable de sentir su piel, sin condón de por medio, de sentir cómo satisfacía cada uno de mis sentidos y llegar a descubrir que sus dimensiones parecían encajar perfectamente me hizo pensar que aquel encuentro tenía una razón de suceder. En aquel preciso instante sabía que no lograríamos nada intentando algo, pero que sería quizás la mejor experiencia para ambos, porque no hay un después, porque no hay un antes tan estrecho como muchas otras personas, porque no me era un completo extraño ni tampoco un amigo al que le cuento mis secretos.

Una vez dentro en su totalidad, apoyé mis manos en su pecho, con la idea de que, al juntarlas, mis pechos se vieran mucho más grandes, frondosos y antojables a su vista; y también el tener el apoyo suficiente para comenzar a montarlo. Era la única posición que me había pedido, era la única que deseaba ofrecerle. Rodrigo tomó mi cadera con sus manos, me decía que me amaba, que me quería para siempre, que quería hacer esto toda su vida, que era el hombre más afortunado del mundo, que siempre lo tendría y que nunca me faltaría nada. La verdad es que no le creí ni una palabra, por suerte el vaivén de mi cadera y la notable excitación de mis senos y gemidos, le provocó (después de un buen rato) el irrefrenable deseo de correrse. Y no era el único, la fuerza de sus manos, que se intercalaban entre mis caderas y mis senos, así como la posibilidad garantizada de ser una mujer tan deseada como para lograr hacerlo venirse, provocó una explosión de deseo carnal fuera de toda dimensión. No había vuelta atrás, mientras le decía que continuara, que aguantara un poco más, que él se había nombrado mi esclavo y que no podía desafiar mis órdenes. Entonces me descubrí como una domadora sexual, y ese deseo y el estar ahí, y el pensar en lo que sucedía me hizo darle la orden de venirse. Y al venirse, con todo ese líquido espeso, me provocó una corrida monumental, era como si estuviera orinando y no podía evitarlo. Mi cuerpo se contorneaba involuntariamente, temblaba por todas partes, incluso mis uñas se aprensaron a su cuerpo como una gatita sacando las uñas para que su presa no se moviera. Había logrado mi primer squirt.

Salimos del hotel sin tomarnos de la mano, abrazados o alguna otra ridiculez romántica. Sólo abandonamos aquel lugar en dirección a la avenida principal. Él tomó la decisión de pedirme un Uber, acepté porque ya se había oscurecido y en teoría a esa hora ya tendría que estar llegando a casa. Al llegar el automóvil me alejé de Rodrigo lo vi y le sonreí. Él, con un gesto cortés, unió las palmas de las manos y con ese mismo gesto me dio las gracias; gracias porque había sucedido, y al suceder podía estar en paz. Claro, en ese momento no lo supe, pero ahora cobra sentido. No sabré nunca si su pareja se enteró de lo que sucedió, lo único cierto es que durante aquel momento no hubo mayor complicidad, que aunque me llevara nueve o diez años, al momento de unir nuestros cuerpos la edad era lo de menos. Lo único que sabré de toda esta confesión es que mi primer squirt será inolvidable, y que en alguna parte del mundo tengo la completa voluntad y obediencia de alguien. De él.

Viany