El emigrante

Era un buen trabajador: su cuerpo lo demostraba. Emigraba a Barcelona y tuve la fortuna de llevarlo en mi coche, aunque sus gruesos muslos me dificultaban el cambio de marcha.

EL EMIGRANTE

Me dirigía en coche hacia Barcelona. Mi mujer e hijos se habían ido a Granada de vacaciones y yo decidí no acompañarlos. En su lugar, quise hacerle una visita a mi primo del alma, afincado en Cataluña y a quien no veía desde hacía años.

Salí por la tarde y, a la altura de Valencia, me sorprendió la noche. Me detuve en una venta a tomar café, pues quería estar bien despierto al volante. Allí se me acercó un chico de unos veinticinco años, moreno y ancho, con barba de tres días, que me preguntó si yo iba a Barcelona. Le dije que sí y quiso saber si podría llevarlo hasta allí.

Lo miré de arriba abajo intentando deducir qué clase de persona sería. Llevaba un jersey de lana hecho a mano y una camisa blanca de cuello inmaculado, unos vaqueros gastados y muy ajustados. Era grueso de muslos y sus manos regordetas mostraban callosidades propias de la gente del campo o de la construcción. Sus pies estaban calzados por botines más bien viejos.

Dudé un momento antes de decidirme a llevarlo. Me miraba con una expresión de pena y sus ojos marrones y grandes parecían corresponder a un alma sincera. Le dije que sí y sonrió abiertamente. Pagó mi café, a pesar de mis protestas, y, cogiendo su macuto, me siguió hasta el coche.

Íbamos saliendo a la autopista cuando, al cambiar de marcha, mi mano rozó su muslo izquierdo. Él cerró las piernas, pero las tenía tan gruesas y apretadas que debía resultarle incómodo, así que las volvió a abrir. De reojo observé que entre las piernas lucía un hermoso bulto. Sí, definitivamente era un macho bien dotado por la naturaleza.

Me contó que iba a Barcelona a buscar trabajo, que estaba harto de la huerta de Valencia, que en Cataluña tenía unos tíos que podían ayudarle. Luego, al cabo de un rato, la conversación se hizo más personal. Me contó que tenía novia y que ésta se había enfadado con él porque no quería que se fuera de Valencia.

Siguió contándome que estaba muy buena, que tenía un par de tetas enormes y, sonrojándose, me dijo: --Y me lo hace muy bien. --¿El qué? –pregunté yo. –Pues... eso –dijo él --¿El amor? –No, hombre... eso... –y, tras un silencio azaroso, añadió: --...mamármela. Yo me sorprendí de su sinceridad y, tras unos segundos le pregunté: --¿Y tú se lo haces a ella? --¿El qué? ¿Bajarme al pilón? --¿El pilón? –le pregunté. –Sí, hombre, bajarse al coño. --¡Ah, el pilón! –y me reí. –Claro que se lo como, pero no me hace mucha gracia el sabor, prefiero que me lo haga ella. --¡Qué listo! –le contesté.

Al reducir a cuarta mi mano volvió a rozarse lentamente contra su muslo y pude ver que su paquete había aumentado sensiblemente de tamaño. La conversación lo había excitado.

Serían las doce de la noche y dije: --Voy a parar para mear. –Pues muy bien, -dijo él- yo también estoy que reviento. Me desvié de la autopista y detuve el coche en el arcén. La oscuridad era casi absoluta. No había a la vista nada donde refugiarse para orinar, así que ambos nos la sacamos allí de pie, directamente contra la oscuridad de la noche. Meamos y meamos un buen rato y, de vez en cuando, los faros de un coche lejano nos iluminaban. –Vaya meada –decía- ya no podía aguantar más. Y se la sacudía mientras hablaba.

En una de ésas pasó otro coche y miré hacia su polla: era verdaderamente gorda y latrga, tenía el capullo fuera y me di perfecta cuenta de que estaba medio empalmado. Me atreví a decirle: -Vaya instrumento que gastas Él se volvió hacia mé, meando aún, y me dijo: ¿Te gusta? La verdad es que no me puedo quejar. Yo también empecé a excitarme y él me miró el pene y dijo: -Pues la tuya tampoco está mal. Terminamos la gran meada, pero él se entretenía más de la cuenta sacudiendo las últimas gotas allí, frente a mí, bajo el cielo estrellado.

Mis ojos permanecían clavados en aquella herramienta que iba creciendo entre sus dedos hasta convertirse en un mástil coronado por un glande reluciente el cual el joven tapaba y destapaba. Mi pene reaccionó también y se puso erecto. Él rompió el silencio y, bruscamente dijo: --Chúpamela. Me sorprendió su rudeza, pero me acerqué y se la cogí. Tenía ganas de hacerlo desde que le rocé el muslo en el coche. Estaba caliente y dura como una barra de pan recién cocida. Él me cogió la cabeza y casi me obligó a agacharme. Me la metió en la boca y saboreé aquel enorme capullo que aún sabía a meado, pero no me molestó sino que, por el contrario, me excitó más.

Yo quería ver más de su cuerpo y, rápidamente, le desabroché los vaqueros y se los bajé hasta los tobillos. Inmediatamente, con su polla en mi boca, le agarré las nalgas. Eran velludas y suaves, regordetas y muy calientes.

Él me follaba la boca metiendo y sacando su verga y soltando unos suspiros de placer que me ponían cada vez más cachondo. Y yo, sin soltar sus nalgas, le puse un dedo en el ano. Lo tenía como sudado y resbaloso, y noté que se abría y cerraba ante el empuje de mi dedo. Me saqué aquel pepino de la boca y, cogiéndolo de las caderas, le di la vuelta hasta encararme con su culo. Y le pregunté: --¿Tu novia te hace esto? --¿El qué? –Esto. Y le lamí la raja que separaba sus hermosas nalgas. Él se agachó y me presentó el culo entre gemidos. Lo apretaba contra mi cara y decía: --Oh, sí, así, así, qué bien, ay, qué gusto. Y yo, abriéndole las mollas velludas le puse la lengua en el orificio, el cual olía un poco a mierda seca, pero, dada mi excitación, no me importó lo más mínimo. –Aay, qué gusto. Esto nunca me lo habían hecho, sigue, sigue, cómete mi culo.

No tuvo que decírmelo dos veces. Hundí mi cara entre sus nalgas y mi lengua le recorrió la raja de arriba abajo, con la punta golpeándole el esfínter que se abría y cerraba como una medusa. Él jadeaba y se agachaba, apretándose contra mi cara. Con una mano le agarré la polla y él dijo: --Ay, que me voy a correr. –No, -le dije- párate un poco, vamos a disfrutar un poco más antes de corrernos. --¿Qué quieres hacer? –dijo entre jadeos. --¿A que esto tampoco te lo hace tu novia? Y, levantándome, le coloqué mi pene en toda la raja del culo. Oh, qué caliente la tienes –decía el muchacho, restregándose contra mi inflamada polla. Así estuvimos unos minutos hasta que, llevado por una excitación animal, le coloqué el capullo en la misma entrada de su culo.

--¿Qué vas a hacer? –Tranquilo –le dije- no te va a doler. Fui empujando lentamentwe mientras lo masturbaba con la mano y, cuando él se agachaba, yo le empujaba más y más. Repentinamente, su ano se aflojó y mi glande entró glorioso en aquel palacio de carne húmeda y caliente. –Ay –se quejaba. –Tranquilo –le contesté, y me quedé inmóvil mietras le seguía masturbando. La excitación se apoderó de él de nuevo y la cercanía del orgasmo hacía que se retorciera de placer, cosa que yo aprovechaba para meterme más y más dentro de sus entrañas. Llegó un momento en que mis cojones quedaron apretados contra su culo. –Te siento dentro, tío, no te muevas, no me hagas daño. –No, no te lo haré –pero, al masturbarle con la mano, se la saqué para hundirla de nuevo con más fuerza. –Que me corro. –Yo también. Y nos corrimos los dos, él en mi mano y yo dentro de su culo. Fue apoteósico.

Saqué unos kleanex del coche y nos limpiamos de semen y mierda. Nos vestimos y seguimos nuestra ruta. Durante unos kilómetros ninguno dijo nada. Pero al cabo él dijo: --Tengo ganas de mear otra vez.