El embajador (2)

Comienza la ejecución de la ladrona y asesina. Los ayudantes del verdugo la preparan.

Se hizo un silencio absoluto cuando el alguacil comenzó a leer la sentencia. La cara de la mujer se iba transformando a medida que oía las acusaciones y el castigo que iba a recibir por ellas.

No pudo aguantar mas y comenzó a gritar pidiendo piedad y que la condenasen a prisión, estaba dispuesta a esclavizarse de por vida antes que a sufrir ese castigo. Las lágrimas ya salían de sus ojos a borbotones, pero el alguacil siguió impávido leyendo la sentencia. Hubo momentos en los que los gritos de la mujer impedían oír la lectura del alguacil, en esos momentos el verdugo se acercaba a la mujer y la hacia callar con un par de bofetadas. Otras veces se acercaba a su oído y le susurraba algo, la mujer callaba pero su cara de horror era aun mayor. Probablemente le decía que si no callaba todavía sería más cruel con ella y sufriría aun más de lo que la sentencia ya indicaba.

El rey contemplaba la escena con una ligera sonrisa de satisfacción, sus aficiones sádicas iban a ser ampliamente satisfechas ese día y no iba a permitir que nada ni nadie lo impidiesen.

El alguacil terminó de leer la sentencia y dirigió su mirada al rey, esperando su aprobación para que se iniciase el castigo. Y así fue, el rey hizo un ligero movimiento de cabeza y los ayudantes del verdugo comenzaron con la ejecución. La mujer se resistía cuando la acercaron a los postes, seguía suplicando piedad pero los ayudantes no se inmutaron en absoluto.

La liberaron de la barra que sujetaba sus manos y cuello y la acercaron al poste horizontal comprimiendo sus pechos contra el poste. Extendieron sus brazos a lo largo del madero y ataron sus manos a los extremos. Así quedaba en una especie de crucifixión que de momento no le resultaba muy incomoda.

Cada ayudante agarró un pie y lo ató a la base de cada uno de los postes verticales, quedando totalmente inmovilizada. La mujer podía ver perfectamente a todo el público que se había congregado para contemplar su ejecución. La gente comentaba y opinaba sobre lo que hacían los ayudantes del verdugo, parecía que todos fueran expertos en esa materia.

La sentencia que había leído el alguacil se dividía en dos. Primero iba a ser castigada por el delito de robo, es lo que iba a sufrir ahora. Una vez ejecutado este castigo, el verdugo iba a proceder a ejecutar la segunda parte de la sentencia, que era propiamente la pena capital a la que había sido condenada por el asesinato del guardia.

La mujer respiraba con dificultad debido a su estado de nerviosismo, ya había oído la larga agonía a la que la habían condenado y ello no hacia más que aumentar su sufrimiento.

Los ayudantes preparaban ahora una larga estaca de un metro y medio que en uno de sus extremos tenia forma cónica. La estaca era de unos 7 centímetros de diámetro y a mas o menos un palmo de la punta cónica había un pasador de madera de unos 15 centímetros de largo que atravesaba la estaca.

Uno de los ayudantes se colocó detrás de la mujer y le levanto las nalgas dejando claramente a la vista su ano. Mientras, el otro ayudante se había entretenido en untar el extremo cónico con grasa de cerdo. Evidentemente, se disponían a introducirle ese extremo por el ano.

La mujer gritaba y suplicaba piedad, pero los ayudantes siguieron impasiblemente con su trabajo. Consiguieron introducir el principio del cono en su ano sin mucha dificultad gracias a la inmovilidad de la mujer. Sin embargo, creo que el alarido de la mujer se pudo oír en toda la ciudad. Seguramente no hubiera sido tan doloroso si no se le hubiera abierto alguna de las heridas que sufrió durante las múltiples violaciones de las que fue objeto durante su estancia en la cárcel.

El otro extremo de la estaca fue introducido en un agujero que había en el suelo del cadalso y del que no me había fijado. La mujer estaba ahora semiempalada por el ano y sin ninguna posibilidad de movimiento. Sus pies se mantenían de puntillas en un intento de evitar que la estaca penetrase más en su ano. Estaba todo calculado, el pasador que se había colocado en la estaca tenía por objetivo impedir que la estaca penetrase demasiado en el ano de la mujer. Esto podía provocarle heridas que dificultasen la ejecución de la segunda parte de la sentencia. Como dije, el pasador estaba a un palmo del extremo, por lo tanto la mujer solo iba a estar, como mucho, empalada por un palmo de estaca.

Era más que suficiente como para provocar un dolor atroz, pero no iba a causar la muerte. La estaca todavía no había penetrado del todo, esto iba a ocurrir durante la tanda de azotes que iba a sufrir como primer castigo.

La mujer no paraba de gemir mientras el verdugo se preparaba para azotarla veinticinco veces en las nalgas, tal como había sido sentenciada. No parecía muy grave este azotamiento si no fuera por el tipo de azote que iba a utilizar el verdugo. Se trataba de un látigo de cuatro colas. Cada cola era de cuero trenzado de un metro de longitud, con la particularidad que se habían introducido pequeños clavos en el trenzado.

Cada una de las colas de este instrumento podía ser perfectamente un látigo por si misma. Como iban a golpear sobre las nalgas de la mujer las cuatro a la vez durante veinticinco veces, en realidad la mujer iba a sufrir cien azotes de lo más terribles. La dureza del castigo se agravaba por la presencia de los pequeños clavos en el trenzado de las colas. Cada uno de los clavos penetraría en la carne de las nalgas en cada uno de los golpes, provocado pequeños cortes que aumentarían el dolor y sufrimiento de la condenada.

El dolor seguiría aumentando debido a la inmovilidad de la condenada. No había escapatoria para cada uno de los golpes, debiéndolos sufrir uno tras otro sin poderse mover ni un ápice para intentar mitigar el dolor. Para mayor castigo, cualquier ligero movimiento que hiciera la condenada, durante un golpe o para calmar el dolor, provocaría una mayor penetración de la estaca en el ano, con lo cual el dolor la torturaría cada vez más.

Y el verdugo descargó el primer golpe. Se oyó un trallazo seco que retumbó en la plaza sumida en silencio, pasaron un par de segundos que parecían una eternidad hasta que un grito desgarrador salió de la garganta de la condenada. Ahora que conocía realmente lo que le venía, volvió a suplicar piedad chillando desesperadamente. El segundo golpe le cortó las palabras y solo salió un segundo alarido de dolor.

El culo de la condenada mostraba ya ocho rayas enrojecidas de las que salían pequeños puntos carmesí, eran la obra de los clavos que tenia el látigo. La experiencia del verdugo era total, sabia que los primeros golpes debían ser dados con la mayor dureza que sus brazos permitiesen para infligir el máximo de dolor. A cada golpe la mujer se iría debilitando, y el verdugo sabía que los últimos no podrían ser tan fuertes si no quería arriesgarse a causarle daños irreparables para la segunda parte.

Por otro lado, sabia que cualquier muestra de debilidad o de piedad con la condenada podía provocar la ira del rey y eso no estaba dispuesto a permitirlo. No era una profesión muy bien vista, pero si que estaba muy bien pagada y gozaba del respeto de la población. Por lo tanto no iba a perder sus prerrogativas por una condenada sin importancia.

Siguieron los golpes, uno tras otro. La condenada cada vez gritaba menos, su garganta ya no podía emitir mas sonidos mientras la agonía seguía apoderándose de su cuerpo. A los quince azotes, sus nalgas ya estaban completamente ensangrentadas y la estaca ya había llegado a su máxima penetración. Los ojos de la condenada solo se abrían cuando recibía un nuevo golpe para volverse a cerrar con la cabeza caída durante los pocos segundos que separaban un golpe de otro.

A los veinte golpes el cuerpo de la mujer ya no estaba gobernado por su cerebro y eso hizo que su vejiga derramase todo su contenido, Es así como la mujer se orinó lentamente, cayendo un ligero chorro de orina durante un rato. Los espectadores comenzaron a reír al ver a la mujer orinándose delante de todos, era una humillación mas de la que posiblemente la condenada no era consciente.

Hilos de sangre comenzaban a deslizarse piernas abajo durante el golpe veintidós y así siguieron hasta terminar la tanda de veinticinco azotes a los que había sido condenada.

Al terminar el verdugo, el populacho aplaudió fuertemente como si hubieran asistido a un espectáculo artístico. El verdugo, satisfecho por las muestras de aprobación saludó al rey y a los consejeros presentes.

Mientras tanto, los ayudantes terminaban el trabajo correspondiente al primer castigo. Agarrando a la condenada por los pelos, le levantaron la cabeza para comprobar que aun seguía consciente, así era. La mujer solo farfullaba palabras que no entendía nadie. Su voz había desaparecido casi por completo, no era un problema, puesto que a nadie le importaba lo que podía decir una condenada a muerte durante su ejecución.

Tras realizar esta comprobación de consciencia, los ayudantes se dirigieron a las nalgas de la condenada y acercando un cubo con vinagre se dedicaron a limpiarle las heridas. Le restregaron un trapo empapado en vinagre por las nalgas con el único objetivo de facilitar la cicatrización de las mismas. Se trataba de impedir que perdiese mucha sangre para poder afrontar la segunda parte.

Por supuesto, los ayudantes no tenían ninguna precaución cuando restregaban el trapo, la mujer solo movía la cabeza convulsivamente al sentir el intenso dolor añadido del vinagre.

Una vez limpias las heridas le quitaron la estaca del ano sin ninguna contemplación. El cono que había estado dentro de su cuerpo salio totalmente ensangrentado, prueba de la dureza de los golpes que había recibido, ya que por si misma no se había podido mover mucho. Tras consultar con el verdugo, decidieron meterle en el ano un trapo empapado en vinagre para facilitar la cicatrización de las heridas internas. La tortura seguía para la condenada, el castigo era atroz, prácticamente cualquier acción que hacían el verdugo o sus ayudantes era una tortura añadida para la condenada.