El electricista
Vi su sexo y una premonición me arrojó a gozarlo.
Estaba sentado en el suelo arreglando un enchufe. Ella se agachó a recoger una moneda y vi su vulva por primera vez. Los labios mayores carnosos apenas dejaban asomar el borde de unos pétalos entre una alfombra espesa de vello oscuro. Instintivamente, acerqué mi dedo corazón y lo deslicé desde el pubis hasta el ano siguiendo la línea de su raja. Ella se quedó inmóvil, como si la escena se hubiese congelado en el momento en que cogía la moneda.
Acaricié la vulva varias veces muy lentamente esperando alguna reacción. Introduje la punta del dedo hasta la entrada de la vagina buscando su lubricación natural. Estaba mojada y su aroma intenso llegó hasta mi. Busqué el clítoris con mi dedo y lo acaricié hasta sentirlo inflamado.
Atraje su cuerpo orondo y la hice arrodillarse para colocar su pelvis a la altura de la mía. Sus glúteos voluminosos desprendían una sensualidad excitante. Extraje el pene rosado y brillante por la erección. Coloqué el glande entre sus labios y lo deslicé para frotar su clítoris. Los jadeos indicaban su grado de excitación. Desplacé la punta del pene hasta la entrada de la vagina. Los labios lo abrazaban cálidamente. Sólo se introducía la punta y la volvía a sacar. Con una de sus manos acariciaba alternativamente su clítoris y mis testículos. La visión de mi pene aprisionado entre sus labios vaginales me excitaba tanto o más que las cálidas caricias que le propinaban.
El contoneo de sus caderas y la melodía de sus jadeos me llevaron hasta el clímax. Sentí como el semen se acumulaba en el glande y me abrasaba por dentro exigiendo su huida. No quise soportar más aquel exceso de placer convertido en dolor. Empujé hasta penetrarla completamente y dejé escapar lo que para mí fue un caudal inmenso de esperma. Su vagina atrapó entonces con fuerza mi falo y el movimiento de sus caderas se aceleró al compás de sus fricciones en el clítoris. Mis ojos contemplaban sus nalgas pegadas a mi pelvis; el orificio de su ano rodeado de algunos vellos oscuros; y el valle que separaba sus nalgas como una línea oscura.
Unos segundos más tarde sus jadeos se convirtieron en gemidos y sonidos guturales. El interior de sus entrañas apretaba con fuerza mi sexo y lo modelaba a su antojo. Se convulsionó unos segundos y poco a poco sus vaivenes fueron perdiendo intensidad hasta quedar inmóvil.
La flacidez liberó el semen y un caudal de flujo que llenó mi pelvis y bajó por mis testículos y mis ingles. Quedé empapado de las fragancias del sexo.
En aquel momento llegó el sonido de una llave en la cerradura. Se levantó precipitadamente y yo me subí los pantalones con rapidez.
Continué colocando los cables del enchufe. Ella salió a recibir a su marido. Traía los billetes para unas vacaciones en las Canarias que organizaba el gobierno para la tercera edad.