El efecto Alfa y Omega

Una relación que comienza de forma no imaginable. Una relación basada en la filosofía oriental.

El efecto Alfa y Omega

1 – Introito

Estaba aquella tarde demasiado saturado y, aprovechando que casi todos estaban en clase, di una vuelta por el campus para despejarme y acabé entrando a tomar café en uno de los bares más cercanos a la facultad. No había casi nadie, la música estaba apagada y el camarero estaba al fondo de la barra leyendo alguna revista. Al verme entrar, se acercó a mí, me preguntó y me sirvió el café. Lo cogí con cuidado y fui a sentarme a una mesa junto a la ventana, desde donde tenía una amplia vista al exterior y bastante luz natural para leer, escribir o dibujar algún boceto.

Acababa de sentarme, cuando vi atravesar la calle a otro chico de la facultad que me era conocido de vista y que también entró en el bar. Me pareció que miró a un lado y a otro, como hice yo, para ver si allí no había demasiada gente. Se acercó a la barra y pidió un refresco. Dejé de observarlo y saqué el primer libro que encontré en mi bolsa, lo puse sobre la mesa y me dispuse a leer un rato.

Estaba inmerso en un interesante capítulo de Historia del Arte, cuando me pareció percibir la cercanía de alguien que se había parado en pie a mi lado. Dejé la lectura y observé que el chico que había entrado en el bar, se había acercado a mí y miraba prudentemente lo que yo estaba leyendo.

  • ¡Perdón! – me dijo -, no quería interrumpirte.

  • No importa – le dije -, lo que leo es interesante, pero no estoy estudiando.

  • De todas formas – me sonrió – pensarás que soy un entrometido.

  • No creas – observé su mirada -; no deseaba estar solo, sino descansar un poco de tanta clase. Siéntate si quieres; me da la sensación de que a ti te pasa algo por el estilo.

  • No te equivocas – dijo acercándose a la silla -, aunque es algo más que eso. Gracias por tu atención. Me llamo Gonzalo – me tendió su mano -, aunque todos me dicen «Omega»… porque siempre soy el último.

Le sonreí; no sólo por el sobrenombre que me había dicho, sino porque me habló de una forma muy simpática.

  • ¡Encantado, Omega! – le dije ceremoniosamente -; llámame entonces «Alfa», porque me llamo Alfredo y no es un nombre que me guste demasiado.

Fue entonces cuando se rió él por mi ocurrencia y cuando descubrí que, sin ser un chico muy guapo aunque tenía un cuerpo muy bonito, parecía una persona muy amena y correcta. Tenía el pelo castaño muy oscuro – casi negro – y corto, los ojos no muy grandes pero muy expresivos, la cara fina, la nariz pequeña y unos atractivos pliegues en las comisuras de sus labios. Llevaba puesta una camisa blanca muy bonita con el cuello estilo «Mao» y los botones metálicos con el Yin-Yang en relieve. En su muñeca derecha, llevaba reliado, a modo de pulsera, ese tipo de rosario oriental que creo que llaman «nada», o algo así.

  • ¡Bueno! – le dije -; cuéntame algo de ti, si te apetece, o cualquier cosa que te parezca interesante.

  • ¡Claro! – dijo -, es lo normal, pero sólo puedo decirte que lo de Omega es bastante acertado. Soy muy lento para todo; medito mucho las cosas antes de hacerlas. A veces pienso que soy demasiado… metódico.

  • ¡Vaya! – exclamé -, me parece que has dado con un alma gemela. Jamás doy por terminado algo si no está exactamente como lo quiero.

  • Lo sé – me intrigó su respuesta -. Eres un chico que no hace las cosas porque sí, sino porque tengas un motivo para hacerlas. Eres, quizá, tan meticuloso como yo, pero de ese tipo de personas que tiene su escritorio muy desordenado y sin embargo sabe si alguien ha tocado lo más mínimo.

  • ¡Eh, oye! – me asombré -; ¡sólo yo sé eso!

  • Pues ya ves que no, Alfa ¡Verás! – pareció meditar y continuó -. Tengo esa extraña cualidad ¡No me preguntes por qué, porque no lo sé! Puedo mirar a alguien y decirte cómo es.

  • ¿Hablas en serio o es un farol? – dudé -.

  • Hablo totalmente en serio – dijo -; es posible que si no hubiese notado ciertas cualidades en ti, no me hubiese acercado. Me asusta molestar a alguien. Sabía que no te ibas a molestar; sabía que en ese aspecto eres como yo. Yo hubiese pensado que lo que estaba leyendo lo podía leer en otro momento, pero que hablar contigo, quizá no volvería a ser posible.

  • ¡Joder! – exclamé -, casi me asusta tu intuición. Puedo jurarte que algo así se me ha pasado por la cabeza cuando te he visto.

  • Tienes una buena intuición – aseguró -, pero está algo dormida. Déjame aconsejarte un par de libros para despertarla. Son muy difíciles de entender si alguien no te enseña a interpretarlos. Yo me ofrezco sin compromiso. Toma nota.

  • No podía imaginar conocer a alguien como tú – dije mientras tomaba papel y un bolígrafo -, porque me encanta este tema, pero no llego a profundizar en él por no saber cómo hacerlo. Dime los nombres, por favor.

  • Busca en una librería buena – me advirtió -; son el Tao Te King y el I Ching. Déjame que yo te escriba los nombres.

  • ¡Eso es filosofía oriental! – no entendía aquello - ¿Qué tiene que ver con la intuición?

  • Los orientales no desperdician el tiempo en ciertos aspectos lógicos – dijo – y lo invierten en desarrollar la intuición. Todos la tenemos, pero desde pequeños nos la reprimen.

  • ¡Ah! – me pareció entenderlo -; los compraré, pero me has prometido ayudarme.

  • Y así será – me aseguró -, pero ahora mírame y trata de captar cualquier aspecto de mi carácter, por ejemplo. Nunca tengas miedo a equivocarte; te vas a equivocar muchas veces ¡Vamos, háblame de mí!

Lo miré fijamente. Estaba muy nervioso. Sabía que me iba a avergonzar mucho si me equivocaba, pero empecé a imaginarlo sin apartar mi vista de él.

  • Eres un tío con gran sensibilidad – comencé con pánico -; te encanta todo lo que sea armónico ¡La música! No te asustan los compromisos, pero los eludes. Te conformas con poco si es útil… ¡Joder! ¡Dime algo! ¡No sé si estoy disparatando!

Se echó a reír, levantó un poco sus manos y asió las mías juntas.

  • ¡Ni una! – me desesperé - ¡No has errado en nada! Ahora desarrolla… el primer punto, por ejemplo; eso de que soy muy sensible. Profundiza.

Respiré profundamente y noté que perdía el miedo a equivocarme, así que volví a mirarlo a los ojos y a intuir.

  • Creo que te gusta la belleza masculina más que la femenina – dije impresionado -; podrías ser homosexual. Te gusta cuidar tu cuerpo tanto como tu espíritu, pero no entiendo por qué prefieres estar solo.

  • ¡Perfecto! – se asombró - ¿Sabes por qué no entiendes que yo prefiera estar solo?

  • No lo entiendo – le dije – porque yo no hubiese sido capaz de acercarme a ti como tú te has acercado a mí.

  • Te seré sincero – soltó mis manos -; el hombre feliz es el hombre al que no le falta nada. Para que no te falte nada, lo mejor es no tener nada. En cuanto deseas tener algo, ya te falta; dejas de ser feliz. Me he acercado a ti porque me gustas. Eso me crea, al menos, un deseo; y el deseo es el motivo de la infelicidad.

Creo que me quedé boquiabierto. Jamás había imaginado lo que estaba diciendo y que eso nos llevara a saber, sin hablar más sobre el tema, que los dos nos gustábamos. Así; espontáneamente; sin palabras ni tapujos ni tabúes.

  • Tienes que enseñarme – le dije interesado -; me gustan esos razonamientos.

De pronto, sin responderme a lo que había dicho, comenzó a hablar como si recitase:

  • Es propicia la necedad juvenil. No soy yo el que busca al necio; el necio me busca a mí. A la primera pregunta doy razón; la segunda pregunta es molestia. Si me molestan, no contesto.

  • ¿Qué? – exclamé -; no entiendo nada de lo que dices.

  • ¿Ves? – unió sus manos -; así está escrita la traducción del I Ching de Richard Wilhem, la que vas a comprar. Parece difícil de entender lo que dice, pero ahora te repetiré lo mismo con palabras muy sencillas y aplicadas a nuestro caso:

  • Es buena la ignorancia de los jóvenes. El que no sabe y quiere aprender, llegará a ser sabio. Yo no te he buscado a ti para enseñarte, pero veo tu interés por aprender. Si me preguntas, yo te responderé. Si vuelves a preguntarme otra vez lo mismo, es que no te interesa demasiado el tema y la repetición de explicaciones molesta. Por eso, si me preguntas más de una vez lo mismo, entenderé que no pones atención y no te contestaré.

  • ¡Joder! – no sabía que decir -, en realidad eso es más que razonable, pero el lenguaje es muy complejo. Intentaré aplicarme.

  • Eso espero – dijo -, aunque no soy tampoco tan rígido. No podemos vernos aquí. Hay sonidos y cosas que distraen nuestros sentidos.

  • Quiero estar contigo solo y aprender eso y conocerte

  • ¡De acuerdo, de acuerdo! – me interrumpió -; puedes venir a casa por las tardes. Estoy solo. Nadie nos va a interrumpir.

  • Nadie nos va a interrumpir en nada – le dije bromeando -.

  • ¡Exacto! – contestó sonriente -; huelgan más palabras.

2 – El maestro

Entramos en su casa, que mantenían sus padres siempre con luz tenue, y pasamos directamente a la cocina. Cuando iba a preguntarle lo que iba a hacer, intuí que iba a preparar alguna bebida; así que cerré la boca. Me pareció obvio.

Se agachó y abrió la puerta de un mueble. Sacó primero una pequeña bandeja con el fondo de esterilla hecha de cañitas coloreadas. Volvió a agacharse un poco y sacó primero una taza y luego otra; esas tazas de estilo japonés sobre un platito cuadrado. Luego sacó una extraña tetera y la colocó exactamente en el centro de la bandeja. Agachándose otra vez, sacó un paquete parecido a los de café, pero de color negro con una etiqueta blanca con filete rojo y caracteres orientales en negro. No dije nada. Abrió el paquete y sacó varias cucharillas de hierbas poniéndolas en la tetera.

  • Es te negro «bo» con canela. Despierta todos los sentidos.

No hubo más palabras. Hirvió agua y la puso en la tetera empujando hasta el fondo un filtro que separaba el agua de las hierbas con pequeños orificios. Tomó la bandeja y le seguí hasta una habitación donde casi no había nada, pero todo lo que había era oriental y de un gusto exquisito. Puso dos cojines grandes, pesados y cuadrados sobre una alfombra de tatami – los llamó «zabutón» - y me hizo un gesto para que me sentase, pero se sentó él antes a sabiendas de que yo no sabría cómo hacerlo.

  • ¡Espera! – me dijo -; traes un pantalón demasiado ajustado. No es bueno para la respiración.

Sin decir otra cosa, se quitó sus zapatillas sin cordones, se desabrochó el pantalón y se lo quitó dejándolo con meticulosidad sobre una pequeña banqueta. Hice lo mismo y le entregué mis pantalones. Los colocó sobre los suyos y fue entonces cuando se sentó. La postura no era cómoda al principio, pero acabé acostumbrándome.

A nuestra izquierda había un pequeño estante con algunos libros y otras cosas que aún no sabía para qué se usarían. Quedamos uno frente a otro dejando un espacio donde colocó a pulso una pequeña mesa donde había puesto la tetera con las tazas. No esperamos demasiado. Subió el filtro de la tetera y volvió a bajarlo. Luego, con movimientos armoniosos, sirvió el té en las dos tazas, pero llenó primero la mitad de cada una y, al poco tiempo, la otra mitad. Tomó la taza caliente entre sus dos manos con mucha delicadeza y esperó a que yo hiciese lo mismo. Me sonrió brevemente y se llevó la taza a la boca sorbiendo ruidosamente.

  • ¡Ahhh! – exclamó cerrando los ojos -; es un placer que nunca has probado. Sorbe despacio y saboréalo.

Di un pequeño sorbo ruidoso, saboreé aquella deliciosa mezcla caliente y la tragué. Seguimos mirándonos atentamente y sin sonreír bebiendo un sorbo de vez en cuando y sin cruzar palabra alguna. Cuando se acabó el té, tomó la bandeja y la dejó en un sitio libre junto a él, tomó un libro del estante envuelto en tela de seda blanca atada con un lazo, lo colocó sobre la mesa, desató el lazo y, al quitar la seda, apareció el I Ching. Tiró del marcador y lo dejó abierto. Yo saqué mi libro de la bolsa y lo puse sobre la mesa cerrado mientras que él encendía dos varillas de incienso.

Noté que leía pero no hablaba y mi intuición me hizo romper el silencio:

  • Estoy preparado, maestro – le dije -.

Comenzó entonces a darme las primeras lecciones y leímos algunos párrafos del libro. Al cabo de un buen rato, cerró el suyo y lo envolvió en la seda atándolo con un curioso lazo.

  • Ponlo siempre a un nivel más alto que tu cabeza – dijo dejándolo en el estante - y nunca lo uses si no te es necesario. Un día, quizá, dejemos de necesitarlo.

  • Así lo haré, maestro – le contesté -, pero quisiera saber si debo envolverlo como el tuyo.

  • Trátalo con el máximo respeto – dijo -; el maestro es él, no yo. Te regalaré el paño para que lo envuelvas, pero déjalo así de momento ¡Guárdalo!

Cerré el libro y lo guardé con sumo respeto en mi bolsa mientras él retiraba la mesa hacia su lado y, sin levantarse, se acercó a mí, me miró sin expresión y, haciendo un movimiento suave con su brazo derecho, colocó la palma de su mano en mis entrepiernas. Iba a decirle que si hacía aquello me iba a poner muy caliente, pero inmediatamente pensé que eso ya lo sabía él ¿Para qué decírselo? Con la otra mano, acarició mis cabellos desde la frente hasta la nuca y tiró con dulzura de mí hasta besarme. Le sonreí y me sonrió. Moví mi mano derecha despacio intentando imitarle a él hasta agarrar su miembro. Cerramos los ojos y nos acariciamos hasta estar totalmente erectos. Nos abrazamos y nos besamos largamente. Todos los movimientos eran lentos. Nuestras lenguas se acariciaban como si paseasen por un jardín.

3 – La unión

Comenzó a besarme intermitentemente mientras desabrochaba mi camisa; y le seguí. Cuando estuvo abierta, tiró de los hombros y la dejó caer hacia atrás; y le seguí. Se la quitó y la dejó en el tatami a su lado; le seguí. Entonces, me tomó por los hombros y me fue dejando caer sobre la alfombra boca arriba tumbándose a mi lado y quitándose los calzoncillos. No pude evitar mirar su miembro. Me pareció precioso y sentí grandes deseos de cogérselo y de mamárselo, pero me quité los calzoncillos y los dejé a un lado. Volvimos a sonreírnos sin palabras y nos besamos. Noté que abarcaba mi miembro con su mano y comenzaba a moverla arriba y abajo muy despacio y con la presión justa. El placer era inmenso.

Antes de agarrar la suya, no pude evitar romper el silencio y, mirándole fijamente a los ojos, hablé:

  • Maestro; ¿debe masturbarse a esta velocidad? Puede durar mucho esto hasta el orgasmo.

  • ¿Tienes prisas?

Le sonreí y tomé su miembro como él lo hacía y comencé aquellos movimientos lentos. Los dos respirábamos profundamente.

De pronto, noté que ponía su pulgar en la punta de mi glande casi rozándolo. Jamás había sentido aquella sensación ni había respirado tan profundamente. Intenté hacer lo mismo y estuvimos besándonos y sintiendo un largísimo placer durante bastante tiempo hasta que notó que comenzaba a llegarme el placer final. Entonces, se puso sobre mí, colocó la punta de mi miembro en su ano y apoyó con suavidad las palmas de sus manos sobre mis hombros apretando suavemente mi cuerpo contra la alfombra. No sé cómo supo que estaba llegándome la hora de correrme, pero dejó caer su cuerpo uniformemente hasta que sentí que estaba completamente dentro de él.

  • ¡Grita! – me dijo - ¡No te reprimas nada!

Comenzó un orgasmo muy largo. Una mezcla de suave dolor y placer que me duró casi un minuto. No podía creerlo. Por fin, mi cuerpo descargó en su interior gran cantidad de chorreones de leche mientras yo gritaba y, sin apartar las manos de mis hombros, se corrió brutalmente y sin tocarse, gritando, sobre mi pecho y dándome uno de sus chorros un golpe en el cuello.

Dejó caer su cuerpo lentamente sobre el mío restregando con cuidado su pecho y sus partes con las mías y besándome con más tranquilidad. Se incorporó luego y me tomó de las manos para que me levantase. Pasamos al baño, que tenía una ducha a ras del suelo cerrada con una mampara, y abrió el grifo que dejó caer agua a una temperatura muy agradable sobre nosotros. No usó el gel para enjabonarnos, sino que comenzó a frotar mi cara y mi cabeza con sus manos para quitarme el sudor y así siguió luego con el pecho y la espalda, con mis partes íntimas y, finalmente, con las piernas y los pies. Sentí un relax enorme que casi me indujo al sueño y se hizo él mismo los mismos masajes en su cuerpo. Me secó muy bien con una toalla de baño grande que me puso a modo de capa y me abrazó por la espalda besándome el cuello.

El primer día de clases había acabado.

4 – Naturaleza viva

  • La ciudad no es buen sitio para meditar – me dijo mientras estacionaba el coche en una zona de campo solitaria -. Abunda en la Naturaleza; eso no hace a la ciudad peor, sino que cada zona es útil para una cosa. No puedo enseñarte lo salvaje dentro de lo civilizado.

  • Sí, maestro – le dije mientras cerraba el coche -. Me gusta la naturaleza.

  • Lo sé, Alfa – comenzamos a caminar despacio -, pero la visitas poco.

Miramos el paisaje bellísimo que nos rodeaba y cuando iba a manifestarle que me gustaba aquella vista, cerré la boca. Era evidente que a él también le gustaba. Hubo un gran silencio mientras recorríamos una vereda rodeada de árboles. Entonces, instintivamente, di una patada a una piedra pequeña. Omega se paró y me miró extrañado. Supe que al patear la piedra había cometido algún error.

  • ¡Ay, amado Alfa! – inclinó la cabeza -. Quien es capaz de dar una patada a una piedra, es capaz de dar una patada a un hombre.

Se agachó y tomó una en sus manos alzándola hasta la altura de nuestros ojos y comenzó a rotarla.

  • ¡Mírala! – dijo -; nos es útil porque forma parte del suelo que nos permite estar en pie, pero además, aunque creas que no es más que una piedra, está viva. Yo te diría que cada cosa, por nimia que te parezca, es fundamental para nuestro mundo. Si tu mente no se avergüenza de darle una patada con desprecio, es que puede despreciar cualquier cosa. Ama a una piedra y te será muy fácil amar.

  • Eso lo entiendo, maestro – le dije -; si elimino el deseo de dar patadas de mi mente, nunca las daré.

  • Así es, amado Alfa – continuamos el paseo -, pero no debes olvidar cómo dar patadas, pues nos son útiles para la defensa y para el ocio. ¡Ven aquí! Acerquémonos a este árbol. Dime de qué te habla.

No entendí muy bien lo que quería decir, pero hice un esfuerzo durante un rato.

  • Maestro – le dije -, estoy seguro de que me habla porque tú me lo dices, pero no puedo entenderlo.

Me sonrió y, tomándome de la mano, nos acercamos al tronco.

  • ¡Escucha, amado Alfa! – dijo - ¿Qué oyes?

  • Oigo un suave murmullo de las hojas, maestro – le respondí -, pero no entiendo ese lenguaje.

  • Es el lenguaje de la Naturaleza – dijo mirando arriba -; el suave murmullo de las hojas te dice que corre un suave viento, pero no has oído los pájaros. Te está diciendo que ahí arriba tienen su nido. Te dice que es feliz; es un árbol frondoso.

Se echó sobre el tronco, que estaba levemente inclinado hacia atrás, y dejó caer en él su cabeza.

  • Le he pedido permiso para usarlo para descansar – musitó -; eso también te enseña a no causarle molestias. Si no molestas a un árbol, no molestarás a nadie. Sé que es feliz por darnos cobijo y nos conocerá si venimos a verlo otro día.

Se abrió los anchos pantalones y los dejó caer al suelo con los calzoncillos. Estaba empalmado. Me acerqué muy despacio a él y pedí permiso mentalmente para tocarlo. Agarré su miembro y lo acaricié un rato mientras lo besaba. Luego, me puse de rodillas y metí el miembro en mi boca. Oí una suave expiración de Omega y comencé a darle placer. Sé que no quiso alargar la situación y noté que le llegaba el placer. Seguí hasta el final y se agachó sobre mi cabeza a besarla.

  • Puedes echarlo al suelo – dijo - y una parte viva mía lo alimentará siendo entonces útil.

Me puse en pie y nos miramos en silencio un rato.

  • No lo has dicho, maestro – le dije -, pero es distinto escupirlo que verterlo. Lo he entendido.

  • Mejoras. Ponle ahora un nombre al árbol, dale las gracias y volveremos a verlo.

Pensé sólo un poco mientras Omega se ponía los pantalones. Pensé que debería llamarse Beta y le agradecí mentalmente su utilidad para nuestro juego erótico y didáctico.

  • Creo que sé ya su nombre – me dijo sonriendo -, porque está detrás del tuyo.

Me asusté ¿Cómo sabía eso? Me acarició los cabellos y me dijo que le esperase unos minutos. En un rellano pequeño junto al árbol, le vi respirar erguido y comenzó una serie de movimientos muy armónicos. Estaba haciendo Tai-Chi. Permanecí en silencio observándolo y, cuando terminó, hizo una leve reverencia y se acercó a mí.

  • Te enseñaré – dijo -; lograrás el equilibrio entre tu mente y tu cuerpo, pero en sólo dos días has aprendido mucho. No he sembrado en ti nada más que una pequeña semilla, como la de la mostaza, pero si la riegas y la cuidas, se convertirá en un gran árbol y entonces, vendrán los pequeños pájaros a pedirte cobijo ¡Volvamos a casa!

5 – La tercera clase

Tomamos el té en silencio y retiró la bandeja.

  • Maestro – le dije -, si el sexo es malo como dicen ¿por qué lo hacemos nosotros como parte de las enseñanzas?

  • Esos que dicen que el sexo es algo malo – respondió -, están negando a la Naturaleza una de sus cualidades. Están equivocados. El sexo sólo sería malo si las personas que lo hacen no han llegado antes a un mutuo acuerdo, pero si yo te amo ¿cómo voy a reprimir mis sentimientos? ¿Conoces una forma mejor de placerme que usando el sexo?

  • No, maestro – respondí dudoso -, me parece que igual que se unen las mentes y los sentimientos, deben unirse los cuerpos. Si no hay amor, sólo hay sexo, pero ayuda a esas dos personas a gozar, aunque sea durante un rato.

  • Ese brillante hay que pulirlo, pero es un brillante.

Tomó entonces un papel bastante alargado que parecía tela o tenía esa textura y lo colocó sobre la mesa. Me limité a observarle curiosamente. Cogió del estante una cajita lacada y la puso a un lado. Al abrirla, vi con asombro muchas barritas de colores al pastel muy bien ordenadas y que parecían fabricadas por él mismo. Tomó un trozo de color verde vejiga y comenzó con rapidez, destreza y armonía a hacer unos trazos quebrados, algo curvados y apuntados.

Dejando esa barrita, eligió con rapidez varios colores: ocre, amarillo indio, verde cobalto y azul. Los puso en una mano y los fue tomando uno a uno con la otra haciendo trazos adicionales. Los trazos verdes que ya estaban en el papel, comenzaron a tomar relieve hasta que aparecieron dos cañas de bambú con sus hojas, curvadas un poco por su peso. Dejó las barritas en su sitio exacto.

  • Son dos cañas verdes que crecerán, amado – dijo -; somos tú y yo.

No dije nada, aunque tuvo que ver en mi rostro la mezcla de admiración y sorpresa que afloraba.

Cerró la cajita lacada, la puso en el estante y tomó otra forrada de tela verde adamascada. La colocó a un lado en la mesa y la abrió con delicadeza. En su interior había un conjunto de escritura china. Conté hasta tres pinceles de caña corta y regular, un tintero chino y una barra de tinta ya usada a su lado, pero sacó un tintero de tinta china convencional, lo abrió y volvió a dejarlo en su sitio. Tomando un pincel verticalmente con sus dedos índice y pulgar, mojó en la tinta varias veces y luego escribió en la parte izquierda (desde donde partían las cañas) un símbolo oriental. Limpió el pincel con gran primor y lo dejó en su sitio mirando lo escrito.

  • Es un ideograma japonés – dijo -. Este signo significa muchas cosas dependiendo del contexto, pero estando solo significa «dos unidos, unión, pareja).

A continuación, cerró y guardó la cajita. La tinta se iba secando entretanto. Tomó una tercera cajita de plástico azul y sacó una pequeña aguja de las que se usan para pinchar en el dedo para medir el nivel de azúcar de un diabético. Miró su mano izquierda con los dedos entreabiertos y pinchó con rapidez junto a la yema del dedo corazón en su parte derecha (junto al dedo anular). Apretó un poco el dedo hasta que salió una pequeña gota de su sangre y, poniendo el dedo bajo el signo de la unión, lo arrastró hacia abajo dejando una mancha degradada en el papel. Me hizo un gesto y pinchó la aguja en un trozo de corcho. Sacó otra y extendí mi mano diestra hasta él. Pinchó con rapidez en el mismo sitio de mi dedo corazón sin que sintiese nada. Apretó en la yema hasta que salió la gotita de sangre. Yo ya sabía qué tenía que hacer y lo que aquello significaba. Puse el dedo como él sobre el papel y lo arrastré hacia abajo muy cerca de su mancha.

  • Es nuestro compromiso de unión – dijo -; sé que no queremos quedarnos el uno sin el otro. Un papel no dice nada, pero este momento sí dice que deseamos unirnos.

Me levanté mirándolo y comencé a quitarme la ropa. Él hizo lo mismo. Luego, totalmente desnudos, nos fundimos en un abrazo y en un beso sin fin. Nuestras caricias nos llevaron al sexo. Desde entonces, lo hacíamos a diario en posturas que me serían muy difíciles de describir con palabras. Sólo puedo decir que las posturas, la velocidad de los movimientos y los sentimientos que había en nuestros corazones, producían unos orgasmos que los occidentales desconocemos.

  • Volveremos mañana a la Naturaleza, amado Alfa – dijo -, y visitaremos a Beta para decirle que ya no somos dos. Uniremos nuestros cuerpos bajo sus ramas y de nosotros nacerá la felicidad, pues nada más necesitamos ni deseamos.