El Don

De vez en cuando, la naturaleza caprichosa nos proporciona capacidades fuera de lo común. No siempre, pese a las apariencias, resultan del todo gratas...

EL DON

Mi nombre es Alonso, y tengo un don. Lo descubrí exactamente el día 27 de agosto. Recuerdo el día porque fue cuando cumplí los veintiuno.

Al levantarme, me dirigí a la cocina. Mi madre -sexagenaria ya, la buena mujer- se acercó y, con dos besos, me dijo: "feliz cumpleaños". Yo la abracé y en ese momento comenzó a actuar el don: a mi madre la atacaron sudores, se sonrojó su cara, le apareció una extraña sonrisa en los labios y perdió la tonicidad en las piernas. Al vencerse sobre mí, asustado, no pude hacer otra cosa que sujetarla con fuerza. Al aferrarla, su respiración se aceleró, casi entrecortada, casi sin resuello, y más calores, y más sudores, y un rostro desencajado, y las piernas temblando sin control.

La llevé a una silla y fui a buscar a mi padre que, como buen jubilado, estaba viendo en la televisión uno de esos programas de mañana que son, francamente, más absurdos que aburridos. Por culpa de su sordera y del alto volumen del aparato, no me oyó cuando le llamé "¡señor Alfredo, señor Alfredo!".

"- Yo es que a mi padre le llamo de usted, ¿sabe?

  • Pues sí que es raro.

  • Ya, pero qué quiere. ¿Continúo?

  • Bueno, si se empeña...".

Tuve que llegarme hasta su butaca y tocarle en un hombro para llamar su atención. Al instante lo vi: un enorme bulto en su entrepierna. Miré a la televisión y, realmente, no me expliqué la razón de ser de la erección de mi padre que, por otro lado, siempre pensé que ya -por la edad- era imposible que las acanzase. Cuando comprobé que en la pantalla había un tipo calvo hablando de las propiedades del ácido acetil-salicílico y que, por tanto, aquella no podía ser la causa del mástil que había aparecido en el cuerpo de mi padre, volví a mirar su pantalón para comprobar que, realmente, no había sido una ilusión óptica.

Donde antes se alzaba orgullosa una erección, ahora se marcaba claramente un manchurrón. "Joder...", pensé. "Mi madre muriéndose y mi padre corriéndose...".

"- ¿Pero su madre se moría?

  • Bueno, yo que sé... había tenido aquellos extraños ataques...

  • Vale, vale...".

Volví a tocar en su hombro y de su boca salió un suspiro ahogado, al mismo tiempo que se reproducía el fenómeno erección-eyaculación. Empecé a atar cabos, y volví a la cocina. Mi madre andaba arreglándose un poco la ropa porque, con su caída y mi sujección, ya no presentaba el aspecto aseado y digno que a ella siempre le ha gustado tener. Le toqué en una mejilla.

Piernas que tiemblan, sonrisa de felicidad, mirada perdida... Tenía un don, y lo descubrí esa mañana de mi vigésimo primer cumpleaños: provocaba orgasmos con sólo tocar a la gente.

"- Interesante, tener un don así, ¿no?

  • Yo también pensé eso al principio. Si me deja seguir...

  • Soy todo oídos. Siga".

Fui comprobando mi recién adquirido don en el camino a la facultad. Al subir en el autobús conseguí, en menos de medio minuto, que lo que era una lata de sardinas compuesta por semi-aturdidos ciudadanos respetables, se convirtiese en lo más parecido a una estancia del Palacio del Emperador Calígula después de una orgía de aquellas suyas (qué pena no haber sido romano en esos tiempos).

En la facultad, me divertí proporcionándole placer a una profesora al borde de su jubilación con un único y relajado apretón de manos, suave, sin casi presión.

"- Ya: lo que se denomina 'dar la mano blanda', ¿no?

  • Exacto.

  • Mira que me da a mí asco cuando te dan la mano así...

  • A mí también. Pero a la anciana no le podía apretar la mano: igual le rompía algún hueso.

  • Se comprende. Continúe".

Lo cierto es que llegó un momento en el que evité tocarme con nadie, porque tampoco era cuestión de humillar a los amigos (la polución de semen es bastante escandalosa), ni acalorar a las amigas. Así que pasé el resto del día con las manos en los bolsillos.

"- ¿Y usted no se corría al tocarse?

  • Yo no. Se conoce que era inmune, como las cobras a su propio veneno".

Por la noche, mi novia había preparado una cena especial, en un buen restaurante, y había reservado una habitación en un hotel (nada del otro mundo, tres estrellas) del centro. Iba a ser una noche especial, desde luego. Pero durante la cena, ni la abracé ni la toqué. Permanecí con guantes mientras estuvimos en la calle y en el restaurante evité siempre que acercase su mano a la mía. Para que no se molestara por mis rechazos, intenté que no tuviera opción de ver mi mano relajada: me pasé todo el rato sin parar de comer, de beber, de lo que fuera con tal de tener las manos ocupadas. Me comí tres solomillos, doble de natillas y dos tablas de ibérico, y lo regué con dos botellas de Burdeos y tres cafés. Ella me decía que me notaba raro.

"- Hombre, un poco raro sí que fue el menú.

  • Ya lo sé. Me inflé como una vaca, pero es que tenía que tener las manos ocupadas en todo momento. Al pobre camarero lo llevaba loco, porque antes de acabar un plato ya había pedido el siguiente, para no tener que esperar con las manos ociosas y darle pie a mi chica a que las tocara".

Cuando subimos a la habitación, volví a llevar mis guantes. Allí pude abrazarla, acariciarla... De todos modos, me lo dijo al llegar al cuarto:

  • Estás un poco raro, ¿no?

  • ¿Yo? No.

  • El numerito del restaurante...

  • Es que venía con hambre.

  • Y ahora esa tontería que te ha dado con los guantes... ¿Vas a follarme con los guantes puestos? ¿Qué es, una perversión nueva, una fantasía? ¿Tú te quedas con los guantes y yo me pongo unos calcetines, o qué?

Había mucha ironía y cabreo en su voz. Así que se lo dije sin más. Le dije que le iba a proporcionar un placer único.

"- Oiga, eso no es 'decirlo sin más'. Usted no le dijo nada.

  • Hombre, algo sí que le dije.

  • Bueno, pero no le confesó lo del don.

  • Ni lo iba a hacer. ¿Qué quería? ¿Que me tomara por loco o, peor, por gilipollas?

  • Pues también es verdad.

  • Pues eso."

Le dije que esa noche se iba a correr como nunca lo había hecho. Me miró y me dijo que a ver qué me creía, que si los veintiuno daban la potencia sexual de Supermán, o algo así. Yo me quité un guante y, con la mano desnuda, la empujé sobre la cama.

Mientras caía sobre el colchón, sus piernas comenzaron a temblar y apareció el sudor por su pecho. Cayó y calló: ya no ponía en duda nada.

  • ¿Qué has hecho?

  • Aún te voy a hacer más.

Rocé la punta de su pie. Fue como un pelele que se desmadeja, en un "ahhhh" ahogado que salió desde lo más hondo de sus entrañas. El vestido se le había subido, y la humedad de su sexo había bañado de tal forma sus bragas que eran prácticamente transparentes. Veía claramente su vulva abultada, el vello mojado pegado a la tela... Yo andaba ya con una erección reseñable, y decidí que era el momento de entrar a matar.

"- ¿Cómo que a matar?

  • Hombre, a clavar el estoque... a penetrarla... Es una expresión.

  • Ah... Ya creía yo...

  • Cállese, que pierdo el hilo.

  • Vale, vale...".

Me desnudé rápidamente y fui a bajarle las bragas. Tal y como la rocé, volvió a correrse. El problema fue que, en mi precipitación por desnudarla, enganché los laterales de sus bragas y estiré con fuerza hacia sus pies. Mis manos recorrieron sus piernas y cada milímetro de piel que tocaban era una nueva descarga de placer que le provocaba a mi chica. Pronto hubo un charco de fluido vaginal empapando la ropa de la cama.

"- Y ella, ¿qué decía?

  • Apenas podía hablar... De su boca sólo salía algún gemido, algún suspiro, algún jadeo...

  • Vaya."

Me acerqué e intenté situar la punta de mi miembro en la entrada de su sexo. Lo logré y entró con tal facilidad, debido al absoluto exceso de lubricación que allí había, que me vencí hacia delante, yendo a apoyarme, para evitar la caida, en sus pechos. Con las manos.

"- Ops...

  • Pues eso."

Tenía los pezones a punto de rasgarle la parte de arriba del vestido lo cual, realmente, daba igual, porque se había empapado tanto de sudor que ya era una especie de segunda piel. Cuando me apoyé sobre sus pechos noté como se clavaban en la palma de mi mano esas piedras que tenía coronando la cima de sus senos blandos y suaves. Mi pene recibió una descarga orgásmica de su vagina. Y dos. Y tres. Y cuatro. Le provoqué once orgasmos seguidos.

"- Tenga en cuenta que me vencí sobre ella. Mientras conseguía recobrar el equilibrio, tuve que tocarla. Pero no serían más de veinte segundos.

  • ¿Veinte segundos, once orgasmos?

  • Aproximadamente.

  • Ya."

Cuando pude apoyarme en la cama y dejar de tocarla, ella era una muñeca de piel y sudor y flujo. Ya ni gemidos roncos. Ya ni jadeos. Comencé a cabalgarla y sus pechos acompañaron mis embites, moviéndose de arriba a abajo. Le dí y le dí, pero ella ya no reaccionó. Cuando me corrí me separé de ella y esperé que se recuperase. Fue entonces cuando les llamé. No la toqué más, eso se lo juro.

"- Bueno, bueno... Realmente, es una historia digna de no ser creída.

  • Todo lo que he dicho es verdad...

  • Ya. Bueno... ¿asegura usted que eso es la verdad?

  • Lo aseguro.

  • Bien. Pues entonces, le condeno a veinte años por asesinato y a una multa de veinticinco mil euros por perjuro. Caso cerrado.

  • Señoría, por favor...

  • He cerrado el caso. ¿Qué quiere?

  • ¿Podría decirle a los agentes que me quitasen las esposas? Me encantaría estrecharle la mano... sin guantes".