El Dios del Fuego (Culto al Fuego. Cap 1)

Antes de las grandes religiones nacieran, los hombres adoraban a la naturaleza, a los elementos... al fuego. Esta es la historia de uno de esos pueblos, y sus paganos sacrificios.

La joven sonreía con inocencia, pensando que entregaría su cuerpo al Dios del fuego. Sabia, por los cuentos de su pueblo, que era un ser muy viejo que dormitaba en el subsuelo, creando pozas de agua caliente, como la que esperaba tras el altar, a salvo del inclemente aire. El sacerdote resaltaba entre todos los hombres presentes, por su ropas mecidas por el viento, regio, firme en su mirada, resoluto a hacer la voluntad de su divinidad como estaba ordenado.

En cuanto la joven se detuvo ante él, ambos se miraron. Ella vestía solo con un fresco trapo, él con sus pieles curtidas, ocultando la fuerza de su piel bronceada por los años.

La muchacha ascendió la vista timidamente, mordiéndose el labio, en un gesto sencillo, que denotaba todo su nerviosismo.Por su parte el sacerdote se la devolvía imperrito, visualizando el bello rostro de la niña-mujer.

- ¿Eres tu, quien se presenta ante nuestro Dios? - pregunto el sacerdote, mientras la joven asentía temblorosa, esperando un beso o quizás un abrazo ceremonial.

Mas no. Volviendo la cabeza hacia sus ayudantes y a un gesto suyo, dos hombres se adelantaron. La joven soltó un grito cuando la levantaron del suelo, para tumbarla sobre el frío altar de piedras calizas.Con fuertes manos la sujetaron. Un nuevo ayudante se sumo para hacer igual de sus pies, mientras el sacerdote acudía al cabezal del altar, mirándola con cierto aire de grandeza a consumar.

- Shss, no tengas miedo - le dijo - Ahora vamos a prepararte para él. Nuestro dios -

A una mirada suya, uno de los ayudantes desato los broches que mantenían su liviana ropa. El viento aullo arrastrando por arte de magia, la prenda, dejando a la vista del poblado el cuerpo pulcramente lavado de la joven. Tenia un cuerpo bonito, de largos cabellos morenos, senos pequeños y puntiagudos, por el azote del frío, oscuros en el crescendo de su altivez, mientras que su vientre casi plano dejaba lugar a la generosidad de sus dulces caderas.

La mirada de los ayudantes, así como la misma del sacerdote, viajaron allí, donde una vieja mujer había decidido presentarla aun mas limpia al pagano Dios, precediendo al tesoro de su cuerpo por un pequeño rasurado de moreno bello casi infantil.

La suplica de la joven a que no la mirasen, fue acallada por la intromisión de los primeros besos, aposentados sobre su mejilla, su cuello expuesto, su boca liberada de la mano opresora.

Los ayudantes estaban siendo llamados a atenderla. Mientras continuaba sujeta de manos y pies, otros dos accedían a ella. Desde abajo sintió los considerados besos de un joven rubio sobre sus tobillos. Desde arriba, el explorador de su cuello, lamia, besaba y acariciaba con mesura el nacimiento de sus labios.

Los chicos eran jóvenes y fuertes. Los mismos que hacia escasos minutos la habían acompañado deslumbrando al publico con sus cabriolas. Formados solo para estos momentos, ayudantes curtidos y decididos a acatar todas y cada una de las ordenes del sacerdote, para ayudarle a prepararla.

Una nueva oleada de sentimientos embargo a la joven, cuando el chico de cabellos de ébano, que besara sus mejillas, deslizara sobre ella como racimos... besos desde su cuello, lametones en sus pechos, suaves mordiscos sobre la máxima dureza de su piel.

Ella se revolvía sobre la piedra, mientras se encendía su cuerpo... Uno tras otro, los chicos se compenetraban. Ahora era el rubio quien acariciaba sus piernas. Las yemas de sus dedos, mordían su piel, marcándola con rojizas huellas a medida que ascendían y descendían.

No pudo evitar descubrir, en su joven mirada, la ascendente carrera que se formaba entre las piernas de sus jóvenes captores.

Se le formaba ante sus ojos, la innata y cercana presencia del falo que escondía el chico de ébano. Sus miradas se encontraron, él rió y ella trago saliba cuando este dejo caer su prenda, descubriéndose ante ella, todo marcado de pequeñas venas rojizas, desde el nacimiento de su vello a la cúspide de su hinchado cabezón.

A una orden del sacerdote, el ayudante acerco su miembro a ella, acaricio su boca, empujo suavemente sobre sus labios. Ella nunca había besado una y menos la había lamido, como le pedían que hiciera. Asintió con el rostro turbado, pensando que así era como el Dios lo querría y era a este a quien no quería decepcionar.

Empezó con pequeños lametones alrededor de aquel latiente cabezón. A esas alturas media docena de hombres adultos, ya buscaban las caricias de las mujeres reunidas también, en torno al altar.

Sintió que el joven rubio no quería abandonarla solo al disfrute de su amigo. Le prodigaba besos prolongados en sus muslos internos, caricias con la palma de la mano, apretando sus piernas, hasta el punto de hacerla arquearse para poder deslizar una mano bajo su cintura y mantenerla en un apoyo mas firme.

-Uuuuuh - gimió, cuando sintió el primer beso sobre su monte de venus.

El joven de ébano protesto, agarrándola por los cabellos, empujo su rostro en torno a la propia dureza de su entrepierna. La joven profirió otro gemido, esta vez ahogado, por la intervención de aquellas carnes que se hundían poco a poco en su boca. La obligaba a sentirle dentro, a besarle, sus manos apretaban su cabello, demandando la atención de su boca, mientras salia y entraba, penetrandola y procurándole aire.

La boca del joven rubio la empujo a la locura, cuando sus labios formaron una gigantesca "S" sobre su piel, en cada beso, se apretaba contra ella, en cada caricia de sus labios, prendía la mano de su espalda, alzándola hacia el, hasta que la boca del joven se hundió hacia sus muslos.

Lametones insistentes, risas del sacerdocio, cabriolas de su propio cuerpo y aquel gemido de mujer, al liberarse su boca lo suficiente, cuando su coñito fue contundentemente agasajado por aquella boca golosa.

Los cálidos labios sabían besar de abajo a arriba, de abajo a arriba. Una lengua nerviosa pedía acceso cada vez con mas ahinco, manos que hacían por atraerla hacía el festín de la boca, para que se derritiera contra ella, dandole cada vez mas facíl acceso.

La joven se asaba de calor sobre el altar de su pagano Dios, ignorante del viento que aullaba sobre el mismo. Había escuchado historias, si, pero jamas las había creído hasta ahora... Así pues esto era la preparatoria de lo que estaba por venir. Acudiría al encuentro de su señor, húmeda de pasión, encendida en inocencia que crecía rojiza en sus mejillas. Sus ojos se abrieron como platos, cuando el joven de ébano se aparto de su lado, dejando al descubierto la visión del sacerdote. Un hombre esculpido para ser la presencia de su Dios en la tierra. Suyas eran las palabras que obraban su misericordia, suyo el cuerpo que se asemejaba a las historias.

En su joven estomago se acrecentaba un revuelo. Se extendía por su cuerpo y se sentía morir, cada vez mas, con cada beso del rubio. Sintió sus dedos, nerviosos, introduciéndose en su cuerpo, despacio palpando su piel. Lo observo mientras los sacaba, los mojaba en un ungüento que resulto fresco y pegajoso a su ardiente coño y aquellos dedos, se hundieron nuevamente, una y otra y otra vez. Con cada penetración le donaba generosamente aquella crema... que le provocaba tantos escalofríos.

Cuando su boca rozo apenas su clítoris, estallo. No pudo por mas contenerse, ni habría podido de quererlo. Su cuerpo se alzo unos palmos de la fresca piedra, mientras sus captores frenaban un poco aquel levantar, empujándola de nuevo sobre la tarima del altar. Las risas y exclamaciones de jubilo se extendían entre su pueblo, había llegado el momento.

Eso explicaba el sacerdote, mientras se acercaba al borde del altar, allá donde liberaban sus piernas, solo para dejarla aun mas sujeta por las fuertes manos de el. El sacerdote le explicaba como ahora seria empalada por la firme voluntad de su Dios, igual que sus piernas eran sujetas por la fuertes garras de sus manos. La joven sintió, tanto como vio, como sus piernas eran alzadas hacia la bóveda celestial. Unidas, se las reposaron sobre el pecho del sacerdote, quien ahora, con un solo brazo las sostenía contra si.

Del otro brazo hacia uso, tomando su miembro, insurto de cabellos oscuros, su piel ascendía vigorosa por encima de ellos, descubriendo carnes generosas, tanto como su cuerpo profiriendole bajo el juego de sombras, la vista de un gigante sobre su presa. Una joven indefensa y expuesta ante el avatar de su divinidad.

Con su miembro acaricio su coñito, provocandole un latigazo de placer. Arriba y abajo, arriba y abajo, el sacerdote froto su cálida vara sobre la chiquilla, que se debatía a cada nueva sensacion. El joven de ébano, la beso en las mejillas y le sonrió, susurrandole ordenes para que cerrara los ojos y se dejara llevar por las emociones. El sacerdote sonrió al ver que la joven aceptaba de tan buen fe y la recompenso, golpeando suavemente sus nalgas, una, dos, hasta tres veces, antes de que su boca besara sus pies y decidiera que ya era tiempo.

El sacerdote empujo firmemente, poco a poco, introduciéndose entre sus piernas. La empujaba sobre las lozas de piedra, llevándola a sentir como la hacia suya, para gloria de su dios, con semejante polla. Se abría paso, debatiéndola a luchar entre el frescor que se agolpaba en su espalda y el calor que crecía en su cuerpo, aquel que hacia que su boca se abriera para gemir el nombre de su dios, aquel que hacia que su pecho se alzara y sus pezones desafiaran al cielo, aquel que hacía que sus tobillos temblaran chocando contra aquel pecho masculino.

Aquel hombre le concedió la gracia de ser mimada por los ayudantes, cuando a una mirada suya, rubio y ébano se volcaron sobre ella. Ébano besaba su boca, tiraba de sus cabellos llamándola, Rubio pellizcaba la dureza de sus pezones, la volvía loca, con su boca y sus manos.

Y él, su señor, el sacerdote. Empujo, salio, empujo, salio y empujo hasta el fin... Hasta que sus caderas chocaron contra sus nalgas y allí se detuviera lo justo para que ella dejara de gritar, de suplicar, que no se moviera... Que la envolvieran en aquellas caricias y mimos. Que mordieran si era necesario su pecho y tirasen de su cabellos.

Suplicas que por supuesto no fueron atendidas.

¿O si?. Como si de un solo cuerpo se tratase. Ébano la acallo obligandola a sentir su lengua, rebatida por la de la joven, lamida y besada. Rubio acallo el lloriqueo de su cuerpo, acariciando sus hombros, brazos, torso y vientre.

Y él, se movió. Primero despacio, alternando a aquellas sentidas intrusiones, el bálsamo de sus dedos sobre su clítoris. La frotaba, la acariciaba, salia de ella y entraba. La pellizcaba suavemente, frotaba, salia de ella y entraba... hasta que el dolor se convirtió en un rio de flamante placer. Se había sentido partida en dos, por aquel hombre y ahora el mismo hombre la estaba transportando al cielo. Ese era el poder del sacerdote, del dios del fuego.

Se sentía tan dichosa que ni siquiera tuvo problemas en tragarse el miembro del rubio, cuando lo alzo ante su rostro. Le gustaba la sensacion de su cuerpo siendo apoderado por aquellos hombres, su coñito expuesto a sus caricias, liberándose en forma de vaporosos gemidos e inusitados alzamientos y declives de su cadera, mientras el sacerdote la hacia engullir su virilidad, una y otra, y otra vez. Le encanto que le soltaran las piernas y poder con ellas, ella misma, atarle contra si, envolviéndole la cintura. Reteniéndole y empujándole contra si, hasta que su cuerpo desfalleció al sentir un ardor nuevo, a cada suspiro hondo de aquel hombreton, acudía a ella la sensacion del fuego, una lava tan ardiente que salia de el, para estrellarse dentro de ella, haciéndola estallar en un mar de llamas, rendida y extasiada de haber podido servir a su dios.