El Diario Sexual de James

Mi primera vez haciendo cruising

La primera vez que hice cruising desconocía que lo estaba haciendo. Ni siquiera sabía que existiera tal práctica. Me quedaban unas semanas para empezar las vacaciones cuando me fui a pasar un día de playa con la familia. Día soleado, mar en calma, y gente semidesnuda tostándose al sol. No sé si solo me pasará a mi, pero los días de playa me ponen especialmente cachondo.

Decidí ir a dar una vuelta a la playa de al lado, una pequeña cala rocosa con poca gente. Me apetecía probar el nudismo, sentir el calor directamente en mis huevos, y por qué no, pajearme bajo la luz del sol. Hasta entonces nunca lo había probado, y la idea me ponía bastante.

Coloqué la toalla usando una piedra lisa como espaldar. A mi izquierda una gran montaña desembocaba en un inmenso acantilado tan desierto como intransitable. A mi derecha se repartían apenas cinco personas: una pareja heterosexual, un chico muy atractivo, probablemente de origen árabe, de al menos veinticinco años, y dos extranjeros mayores luciendo penes cortos, flácidos y lorzas voluminosas que mostraban sin ningún complejo. La pareja, tumbados boca abajo y desnudos, parecían en otra dimensión. Por el contrario, el árabe no me había quitado la mirada de encima, pero cómo yo me había encargado de observarlos a todos con detenimiento, me preocupó que pudiera haberse sentido excesivamente acechado.

Intimidado, centré la atención en el horizonte.

Tardé unos minutos en animarme a desprenderme de los slips y quedarme bajo el sol tal y como había venido a este mundo. Que el árabe tuviera puesto el bañador me cortaba bastante, pero qué cojones, los demás estaban desnudos, y yo había venido a desnudarme.

El calor no tardó en fundirse con la excitación de estar en bolas al aire libre, con gente que girando la vista hasta mí podrían verme sin nada más que la pelusilla que cubría mi cuerpo. La verga se me estaba poniendo dura a la misma velocidad que cuando comparto pajote con los colegas.

Ruborizado, me puse boca abajo, pero tener la polla tan grande presenta algunas desventajas.

Volví a darme la vuelta y flexioné la pierna derecha para que tapara mi erección. Por un momento pensé que con la mano izquierda y un movimiento lento y calmado, podría masturbarme con discreción.

La idea me revolucionó.

Atrapado por mis instintivas ganas de vaciarme llevé la mano hasta el prepucio. Despacio, muy lentamente, lo deslicé hacia abajo dejando fuera el cabezón del rabo. Luego, de la misma manera, lo deslicé hacia arriba hasta dejarlo nuevamente cubierto. Y otra vez hacia abajo, y otra vez hacia arriba.

El corazón me latía a toda velocidad. Podía sentir sus latidos en la polla, en el pecho y hasta en la cabeza.

Eche la vista hacia a la derecha por dos motivos: uno, comprobar si podía seguir con la maniobra de masturbación encubierta; dos, excitarme sabiendo que estaba pajeándome en público. Pero él caminaba cerca de la orilla. Se dirigía hacia mí.

Con gorra negra ajustada y gafas de sol cubriendo sus ojos, su andar chulesco me hizo entrar en un estado cardíaco sin precedentes. Su cuerpo, moreno y con poco vello, lucía una complexión atlética perfectamente definida. Con barba cuidada de una semana y labios gruesos, el árabe de brazos y pecho tatuados, cada vez estaba más cerca.

Intenté, inútilmente, disimular mi erección mientras hacía que centraba la atención en el horizonte, pero su presencia me atraía como la fuerza de la gravedad.

Él, cada vez más cerca, conseguía confundirme y confundir sus intenciones. ¿Me estaba mirando? ¿Se dirigía a mí? ¿Tal vez su intención es caminar de punta a punta y yo solo estoy en medio? ¿Cómo saberlo? ¡Cómo averiguarlo! Mi corazón latía cada vez con más intensidad, y lejos de provocar que mi erección menguara, estaba consiguiendo que fuera más y más rígida.

Entonces llegó a estar frente a mí, eclipsando el sol que se empeñaba en encandilarme. No se detuvo, pero su andar sufrió una notable reducción. ¿Estaría observando el alzamiento desproporcionado de mi rabo? La negrura de sus gafas de sol me impedían resolver mis dudas, y sus gestos faciales tampoco se pronunciaban.

Su bañador, unos bóxers negros de licra, insinuaban el bulto de su rabo.

Con mis ojos tan desnudos como yo, me sentí más intimidado que nunca.

Yo no sabía qué miraba, ni qué pensaba. Pero él lo sabía todo de mí ¡Todo! Y controlar mis instintivas ganas de observar todos los detalles de su cuerpo me estaba resultando imposible.