El diario del sufrimiento de Jake Moss

Ésta es la historia de Jake, un chico tejano al que su amor se le vuelve en contra.

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Diario de una adolescencia gay

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Un relato del Enterrador

El diario del sufrimiento de Jake Moss

Desde mi más tierna infancia he sentido predilección hacia una persona por encima de todas las demás. Era curioso; le quería más que a mis padres, más que a mis abuelos, más que a cualquier otro, más incluso que a mí mismo. ¿Que de quién hablo? De mi primo, el hijo del hermano de mi madre.

A pesar de que era tres años mayor que yo, de niños siempre estábamos pegados el uno al otro. Venía a mi casa una vez a la semana. ¡Y, diantre, hacía cobrar sentido a toda la misma! Mi vida era plomiza y aburrida: iba a una clase en la que apenas me relacionaba, hacía los deberes de forma mecánica, y luego en casa jugaba a la consola. Pero cuando mi madre me decía que iba a aparecer, todo ese gris se teñía de los colores más variados y alegres.

Vivíamos un montón de periplos imaginarias juntos, ya fuera en videojuegos en el jardín de mi casa, con palos y tablones a modo de espadas y escudos. No hay un solo fotograma en el celuloide de mi infancia que no me haga sonreír, sólo por su presencia. Tenía esa habilidad, ese don intrínseco para traer el júbilo a cualquier situación y momento. Quizás fue por eso por lo que yo, que era tan apagado, me sentía siempre tan atraído a su aura animada y refrescante.

No solamente imbuía mi existencia de júbilo, sino que también lograba sacar de mí cualidades que permanecían ocultas el resto del tiempo. Me explico: yo era un cobarde redomado. De poner un pie fuera del recinto escolar durante las horas de clase, ya me daría un chungo. Me hubieran entrado sudores y hasta taquicardia. No obstante, si él estaba a mi lado, todo era diferente. Los actos de rebeldía a las normas se convertían en pícaras aventuras despojadas de castigos. Allí tenían cabida tan sólo la inocencia y la diversión.

¡Válgame Dios! Me viene a la cabeza una historia bastante curiosa. Yo debía de tener 7 años, y él 10. No podía creerme que estuviera haciendo lo que estaba haciendo, pero allí estaba él, audaz e intrépido, sin miedo ni reparo alguno. Yo, cómo no, temblaba de puro espanto, pero mi primo, con una expresión gallarda en el resto que hasta podría definirse de desafiante, dijo:

─Voy a meterla ya. Verás cómo no pasa nada.

─¡No! ¡¿Y si alguien nos ve?!─repliqué girando la cabeza en todas direcciones.

─¡Pues que vean! No estoy haciendo nada malo. La gente de aquí es muy exagerada con estas cosas, pero no es para tanto.

Antes de que pudiera intentar detenerlo, introdujo la mano a través de la verja del vecino y robó una manzana del árbol y me la entregó triunfante. Señaló que no había pasado nada, que era un exagerado por preocuparme. Yo asentí ya más relajado y le di un bocado a la fruta prohibida, pensando que era razonable ponerse así por un acto que no podía considerarse ni siquiera travieso.

Sin embargo, Texas es Texas, y aquí la gente es irracional por naturaleza. De repente, sonaron un par de disparos, y tanto él como yo dirigimos la mirada a la puerta de la casa, tras la valla y el huerto. El vecino, un hombre ya anciano y harto de la vida, nos observaba con gesto desaprobador, el ceño fruncido y escopeta en mano.

Mira que se lo había dicho. Conocía al señor Norris, y sabía que no era de la clase de persona paciente y gentil que permite que cojas el fruto de su arduo trabajo como si nada.

Palidecí por completo. Creo que si me llegan a enterrar en nieve, un perro me mea encima sin darse cuenta. Me entró tal temblor, que me bailaron hasta las uñas. Mis ojos se abrieron como si me hubiera metido un camión de cocaína en el cuerpo; y me quedé paralizado, rezando para mis adentros, aunque yo ya me daba por muerto.

Mi primo me echó un vistazo de arriba abajo. Ya sabía que correr ahora era como abandonarme, de modo que tenía dos opciones, o bien razonar con el viejo, o bien tirar de mí. Hizo gala de su labia sureña y, zalamero, se dirigió al señor.

─Serénese, señor Norris. ¿No va a matarnos por una manzana, verdad? Yo se la pago. Le pinto la valla si hace falta. Pero guarde el arma, por favor.

─¡Alimañas!─gritó fuera de sí─. ¡Si me agravias, debes pagarlo! ¡Os voy a quitar las ganas de entrar en mi propiedad!

─No hemos entrado en su propiedad. Sólo he metido la mano.

─¡Rezad lo que sepáis! ¡Cacos! ¡Tunantes! ¡Canallas!

Entonces mi primo me agarró del brazo y susurró burlón: “Podría insultarnos con alguna palabra de este siglo, ¿no?”. Acto seguido, tiró de mí y echamos ambos a correr. Entre sonidos de disparos y gritos, él seguía bromeando y quitándole hierro al asunto. No obstante, su mano temblaba. Estaba tanto o más aterrado que yo, y aun así, sacó fuerzas de flaqueza, para que yo no me sintiera tan mal. Hasta consiguió sacarme alguna ligera sonrisilla al final, una vez nos metimos en mi casa.

─¡Dios, qué miedo he pasado! ¿Pero sabes qué? ¡Que volvería a hacerlo!─declaré eufórico.

─Eso es por la adrenalina.

Los dos nos echamos a reír, y fuimos al cuarto a jugar, dando el tema por zanjado. Su risa es la más hermosa que he oído en mi vida. Era como un hipo gracioso que se contagiaba muy fácilmente. Era dulce y armoniosa.

Hoy en día, pienso que el viejo Norris sólo quiso darnos un susto, aunque no lo tengo muy claro. Estaba bastante loco, o al menos eso se comentaba en el barrio.

Si bien es cierto que atesoro con mucho cariño todos mis momentos con él, he de decir que también hubo situaciones agridulces. Cada vez que nuestro primo George venía de Washington a pasar unos días en Austin, mi primo no sólo me ignoraba, sino que además se metía conmigo. Todo porque George tenía un año más que él, y era más enrollado. ¡Dios santo, se volvía todo un imbécil cuando él aparecía!

Una de sus visitas es bastante destacable. Estábamos todos almorzando en casa de la abuela, y, como de costumbre, ellos iban a subir a los dormitorios de arriba a jugar con el ordenador, pero aquel día, no sé por qué, me envalentoné y me acerqué a ellos justo antes de que subieran las escaleras. Yo debía de tener unos 10 años, y él 13.

─¿Puedo ir con vosotros?─inquirí sin más. Tenía la cabeza gacha. No me gustaba verlo comportarse como sabía que iba a hacer.

─Ni de broma. Tú te quedas aquí, que molestas─respondió mi primo.

─Eso, nos aburrirías con tus gilipolleces de niño pequeño. Seguro que no sabes ni hacerte una paja─agregó George.

Iba a preguntar qué era eso, pero eso me hubiera dejado más en evidencia, de modo que me alejé sin agregar una palabra más. Entonces mi primo volvió a hablar.

─Pues claro que debe de saber. ¿Quién va a querer a esto? Tiene que hacérselo él sólo, porque dudo que jamás una chica se acerque a su “colita”.

La impotencia me envolvió de arriba a abajo. Iba a hablar, pero no podía. Iba a gritar, pero no podía. Iba a llorar, pero no podía. Me sentía fatal. Toda la rabia de mi interior pugnaba por tomar forma, pero no le permitía ascender del pecho, y se quedaba ahí, oprimiendo mi corazón.

Me sentía tan pequeño, tan insignificante, tan… tan nada. ¿Por qué no era suficiente para ellos? ¿Por qué era un estorbo? ¿Por qué no podía crecer? ¿Por qué no podía ser digno de ellos? ¿Qué tenía que hacer? Demasiadas preguntas. Y yo era incapaz de decir nada, y de moverme. Mi atención estaba clavada en el suelo, con la inexpresión reinando en mi rostro.

No entendía, y sigo sin entender, por qué en aquel momento odiaba a George, y sólo a George, con todas mis fuerzas. Ya… es curioso que a él no pudiera odiarlo. Simplemente deseaba que George se volviera a su ciudad y nos dejase en paz para que todo volviese a ser como antes, para que pudiera ver su sonrisa, y así fuera amable conmigo de nuevo.

Mi tía, presente en la conversación, le dio un bofetón a mi primo que le puso los mofletes encendidos, y le obligó a llevarme con él. No es que me apeteciera ir, porque sabía que no me iban a recibir con los brazos abiertos. Sin embargo, prefería eso a quedarme con los adultos, aburriéndome.

Nuestro forastero primo traía consigo un ordenador portátil, y nos mostró una película bastante aburrida en la que una mujer, con su marido ausente, pedía una pizza. Lo cierto es que me distraje pensando en mis cosas. Me estaban haciendo el vacío claramente, pero por lo menos no se metían conmigo.

Estaba bastante celoso. No podía hacer nada para competir con George. Era un rival inabatible, y por ello lo odiaba, y mucho. Encima, ya estuviese mi primo o no, era malo conmigo. Parecía disfrutar de arrebatarme lo que era mío, lo único que tenía realmente. Ahí va la Virgen, cómo me hubiera gustado que hubiera podido ver cómo era mi primo cuando él no estaba. ¡Así vería que era a mí a quien quería de verdad!

En ese momento me di cuenta de algo. Él era la persona que yo más quería del mundo, pero ¿era yo la persona que él más quería? Y si no era así, ¿qué conllevaría tal cosa? Mi cabeza era un nido de dudas, dudas que se disiparon cuando la mujer de la pantalla empezó a gritar.

Volví a prestar atención a la película y vi cómo el pizzero le hacía cosas raras a la señora de la casa. Fue la primera vez en mi vida que vi porno. Mi primo y George guardaban silencio y observaban con atención. Nadie me explicó nada. De aquella escena recuerdo tan sólo el silencio y la excitación. Ahí fue cuando me di cuenta de que ya no éramos unos niños.

Ése fue el principio. ¿De qué? Muy sencillo. Para responder a eso hay que remontarse a una tarde de invierno en la que estábamos en el segundo piso de la casa de la abuela, dentro de uno de los dormitorios. Yo ya tenía 13 años, y él 16.

Teníamos la costumbre de encerrarnos allí para poder jugar tranquilos a la consola, y, al parecer, los adultos captaban la indirecta, puesto que nunca jamás fuimos molestados. Es cierto que había pestillo, pero nunca lo habíamos utilizado. ¿Qué niño hace eso? Es sospechoso. ¿Y si estás jugueteando con petardos? ¿Y si has cogido la pistola de tu abuelo para disparar a los pájaros? ¿Y si te estás drogando? Nada sórdido había ocurrido en el interior de esas paredes hasta ese día.

No recuerdo qué juego teníamos puesto; sólo recuerdo que a raíz del diálogo de un personaje mi primo dijo que estaba cachondo, y ambos nos echamos a reír. Fue inocente. La típica carcajada infantiloide con tintes cómplices. Sin embargo, mientras yo seguía ensimismado en la ingenua melodía que emanaba de mi propio cuerpo, él se levantó de la cama y echó el pestillo.

La imagen de sus ojos sigue grabada en mi memoria. Brillaban con chispas ardorosas, furiosas, que chocaban las unas contras las otras, como la lava que batalla en la superficie de un volcán. Me estremecí, y eso que no sabía qué estaba pasando. Su sonrisa… Dios santo, la huella de su sonrisa aún sigue clavada en mis entrañas. Amplia y traviesa, hermosa y límpida, pícara y malvada. Era como una escalinata que nos encaminaba al pecado más oscuro y reprobable.

Dio un paso. Le pregunté que qué iba a hacer.

–Quiero sexo.

Dio otro paso. Le dije que no bromeara.

–Quiero sexo–repitió, como si de un mantra se tratara, como si estuviera poseído.

Un paso más. Estaba a mi lado. Mi cuerpo temblaba.

–Para. Me estás dando mal rollo.

No hubo más conversación. Se abalanzó sobre mí y restregó su cuerpo contra el mío. Supongo que no es para tanto. Y menos teniendo en cuenta que una llama incendió mi pecho con una potencia tan sólo comparable a la del Sol. Ni una cascada que coronara un acantilado y se nutriera en fuerza de su altura, ni todos los ríos de la tierra devastando con sus corrientes, ni el amplio océano apoyado por la bravura de sus fieras olas: nada sería suficiente para apagar la fogata cuyas brasas se extendieron a todos los rincones de mi anatomía.

Mis pensamientos convergieron en su perfecta figura, en su delicioso roce, en sus masculinos jadeos. Podía sentirlo todo de él en aquel momento. Y me estaba encantando; tanto, que no pude evitar que sonoros gemidos escaparan de mi garganta. Cuando los oyó, me tapó la boca rápidamente y me siseó. Mi energía flaqueó, y llegó un momento en el que cerré los ojos y me dejé llevar. A pesar de que era un juego de críos, para mí fue muy intenso; tenía la sensación de que iba a hacérmelo encima–¡Diantre, era un crío! ¡No me juzguéis!–, de modo que iba al baño a cada rato. A la vuelta cambiábamos de posición y nos íbamos turnando para gozar de ese dulce pecado.

Cuando se dio por satisfecho, se quitó de encima de mí y se puso a hablarme del juego de nuevo, como si no hubiera pasado nada. Yo, obediente, le seguía la corriente. Y ahí había acabado la cosa. No obstante, y que Dios nos perdone, aquello solamente fue el principio.

Lo que hicimos en esa ocasión se convirtió en costumbre a partir de ese día. Al principio me quedé algo impactado, y llegué a pensar que lo que habíamos hecho era repugnante, pero después me di cuenta de que lo deseaba. Anhelaba tenerlo sobre mí, sentir su respiración, que me tocara, que me calentara. Nuestros encuentros fueron evolucionando, y apareció en ellos alguna tímida exploración al interior de los pantalones del otro. Yo creía que acabaríamos llegando al final, y estaba muy emocionado por ello. Lo quería con todas mis fuerzas.

Una de aquellas tardes de lujuria juvenil, cuando dio por finalizado nuestro mutuo restregón, unas palabras que sus labios moldearon enfriaron mi corazón. Mirando al techo, sin siquiera dirigir sus ojos o su cabeza hacia mí, declaró solemnemente:

–Parecemos maricones.

Ya. Fue lo más cruel que me habían dicho en mi vida, y que viniera de parte de él hizo que se revolviera la marea de mi interior y se agitaran los dos mares que circundaban mi corazón. Me agarré a la sábana y respiré hondo. El silencio era más poderoso que el estruendo más atronador. Su presencia era más sólida que nuestras propias posiciones.

No sabía qué responder a eso. Él no añadió nada más; se limitó a seguir con la misma pose: las manos detrás de la nuca, observando el techo.

–No…

Eso fue lo único que atiné a decir. Después él, como recién salido de una ensoñación, zanjó el tema sacando el de los videojuegos de nuevo, y yo lo seguí como si nada, pero sin poder dejar de darle vueltas a sus palabras y a las connotaciones de aquel acto que ahora se presentaba ante mí como antinatural.

Durante los meses siguientes mi primo me estuvo evitando. Venía cada vez menos a casa de mi abuela, y, cuando lo hacía, me ignoraba por completo. Se sentaba con los mayores y hablaban de cosas que, o bien no entendía, o bien me parecían demasiado aburridas. No sabía muy bien qué hacer, de modo que me quedaba allí también con todos ellos y oía sin escuchar, haciendo de esponja indirecta.

En esos momentos en los que buscaba su atención y no la obtenía, pues él hacía todo lo posible por apartar sus ojos de mí, yo me sentía muy triste. Pensaba que la culpa no había sido mía. ¡Fue él quien inició esos juegos! ¡¿Por qué lo estaba pagando conmigo, si yo sólo le había seguido el rollo?! Si él me hubiera dicho que no podíamos hacer eso nunca más, yo hubiera obedecido inmediatamente.

En lugar de eso, él me repudió, me apartó de su lado como si yo estuviera endemoniado y mi sola presencia fuera una oscura tentación que le arrojara al pecado más ignominioso. Y, por Dios, hasta yo acabé por creérmelo. ¿Y por qué no? Puede que él pusiera la primera primera, pero seguramente yo lo disfrutaba más que él. Para mí esos retazos de infierno eran como el cielo, como la gloria divina, como el éxtasis espiritual que me hacían creer en que la vida merecía la pena.

Era normal entonces que temiera a la criatura lujuriosa e insaciable en la que me había convertido. Quizás él lo hizo sólo como una broma, quizás sólo estaba jugando, quizás se le fue de las manos, y yo, como el execrable pecador que era, me aproveché de eso y lo embutí en mis redes.

Ésa fue una de las conclusiones a las que llegué en ese periodo. La otra consistía en que él había obrado mal al hacerme aquello, y lo sabía, por lo que se había alejado de mí para no perpetuar ese horrendo crimen, o sea, que lo había hecho por mí. Ya… Seguro que nadie más estará de acuerdo conmigo. La gente pensará que me utilizó, que se sirvió de mí como un mero juguete sexual, que sólo era un medio para bajar el calentón momentáneo hasta que encontrara otra cosa mejor. Bueno… A mí me gusta más verlo a mí manera.

Nuestro alejamiento duró muchísimo tiempo, y durante meses me pasaba las noches llorando en mi cama, maldiciéndome a mí mismo por amarlo. Porque sí, me enamoré de él, de mi propio primo, de sangre de mi sangre. Y eso era una maldición que me consumía como si del fuego del infierno se tratase. ¿De dónde había nacido ese abominable sentimiento? ¿Del sexo? ¿Cómo va a germinar una flor tan lozana en una tierra tan yerma? Eso me hacía dudar un poco de que fuera amor. Aunque yo sabía lo que sentía. Cuando deseas estar con una persona sobre todas las cosas, te excitas con cualquier mínimo indicio de su presencia o cuando piensas en ella; eso es amor.

Fui a misa con mi abuela un par de veces, pero cuando me acercaba al confesionario para contarle al sacerdote mi repugnante pecado siempre pensado: “¡Ahí va la Virgen, qué vergüenza! ¡Me va a excomulgar!”. También era posible que se me insinuara, porque estos curas católicos no son muy castos al tratarse de jóvenes.

A veces flaqueaba en la Iglesia y llegaba a olvidarme de mi deleznable conducta para suplicarle a Dios que mi primo volviera me amara como yo lo amaba a él.

–Señor, ¿por qué es pecado sentir esto que siento? ¿Por qué es reprobable estar con alguien? ¿Qué importa que sea hombre, mujer, perro, gato o comadreja? ¿Qué importa que sea de mi familia o de la familia de otro? Dime, señor, ¿por qué colocas este anhelo en mi pecho y me prohibes el único elixir que puede apagarlo? ¿Por qué está mal ser como soy? ¿Por qué creaste a ese pequeño grácil y burlón que lanza sus flechas desparejadas? ¿Por qué él ya no me mira? ¿Por qué él ya no me quiere? ¿Por qué él no me ama? ¡Cuando yo lo amo tanto!

Generalmente terminaba mis rezos temblando y sollozando, arrodillado ante el altar como estaba.

–Nunca será mío, ¿cierto? Da igual lo mucho que lo desee o lo mucho que luche. De todas formas no me lo merezco. Soy un impío, un hereje, un pecador, ¿verdad? Cristo se sacrificó para salvarme, y yo se lo agradezco deseando a uno de mis hermanos como si fuera carne y no alma. ¡Soy repulsivo, pero, por favor, por favor, no me importa arder en el infierno por toda la eternidad si a cambio puedo estar con él! ¡Pagaré con el sufrimiento eterno si es preciso! ¡Pero haz que se enamore de mí! ¡Te lo suplico! ¡Sé que ésta es una oración maldita, señor, pero escúchame, te lo ruego! ¡Déjame tener lo único que quiero tener! ¡Por favor!

Al final, cuando me calmaba, juntaba ambas manos a la escultura de Jesús en la Cruz y me retractaba.

–Olvida lo que he dicho. Ha sido de nuevo una desesperación declamada con los ecos del diablo, señor. Mi única petición es, en realidad, que todo vuelva a ser como era antes entre nosotros. El resto son lloriqueos de un espíritu lánguido.

Recuerdo que el siguiente contacto que tuve con mi primo fue en el cumpleaños de su padre, mi tío. Yo debía de tener 14 años, y él unos 17. El caso es que llegamos a su casa los últimos, como solía ser tradición entre mis padres, pues la señora de la casa se tenía que arreglar con un cuidado y detallismo propio de los tronos cristianos. Y, cuando lo hicimos, nos encontramos con una escena que se quedaría marcada en mi memoria para el resto de mi vida.

En el salón, que preludía al patio donde se celebraba la fiesta, estaban los jóvenes, mi primo entre ellos, que se había quedado ahí para recibir a las visitas. Nos dio la mano a mi padre y a mí y le dio un beso a mi madre; entonces ocurrió. De detrás de él apareció una chica de unos 16 años, maquillada con una sencillez elegante que denotaba que no necesitaba areglarse para ser guapa. Llevaba una chaqueta vaquera con unos pantalones a juego, y he de decir que los llevaba con bastante gracia. Su cabello, moreno y lacio, reposaba en sus delicados hombros; sus ojos eran azules, y tenían un aire místico y hechicero que me sobrecogió; su piel estaba ligeramente atezada, con un bronceado típicamente tejano; y y su sonrisa era, sin duda, mucho más bonita que la mía.

–Ésta es mi novia–anunció.

Sonreí. Y mientras el mundo a mi alrededor se paró. Sentí en mi pecho como si algo hubiera estallado en mil pedazos, y pensé que es cierto eso que dicen de que da igual en cuántos pedazos se parta tu corazón, el mundo no se detiene para esperar a que lo recompongas.

Ese momento deambula en mi memoria de una forma algo difusa y extraña. Le di dos besos a la joven y le dije que estaba encantado de conocerla, de eso estoy seguro. Lo que no tengo claro es lo que hablamos después. Creo que bromeé acerca de lo cabeza de chorlito que era mi primo, y le pedí que lo cuidara bien.

Hay quien pudiera pensar que yo a esas alturas odiaba a esa chica. Y yo también pensaba que la odiaría, pero, para mi sorpresa, no sentí ningún tipo de recelo hacia ella. Es más, me cayó bastante bien. Estuvimos hablando de cine y de videojuegos, y resulta que tenía unos gustos parecidos a los míos. Ahora en frío me doy cuenta que mis gustos en videojuegos son los de mi primo mayormente, porque él me enseñó todo lo que sé, por lo que es normal que sus gustos se parecieran a los míos si salía con él. A pesar de que yo llevaba en mis entrañas el peso de mi disgusto, fue una velada muy agradable, y la chica me pareció muy simpática.

Válgame Dios... soy un masoquista empedernido. ¡Hasta me alegraba por ellos! En fin, supongo que no es para tanto.

Dos semanas después de aquella noche mi primo dejó a aquella chica, según oí, porque ésta no quiso acostarse con él. No voy negar que me alegré, porque lo hice. Es más, pensé que yo no habría dejado sin sexo a semejante dios. Pero daba igual; esos pensamientos eran, obviamente, en vano, porque al poco ya estaba con otra.

Curiosamente, a raíz de aquello, mi primo y yo volvimos a tener contacto. Venía a mi casa–menos que antes, eso sí, pero venía–, jugábamos juntos a la consola, íbamos juntos al terreno de nuestros abuelos a practicar con los caballos… Poco a poco mi deseo se cumplió y volvimos a tener la relación que teníamos de niños.

A lo mejor aquí iría bien preguntarse si lo perdoné. No. Y no lo perdoné por una sencilla razón: él nunca me hizo nada, o, si el mundo lo prefiere, yo nunca consideré que me hiciera nada. Jamás pude odiarlo, y eso que lo intenté. Nunca sentí el más mínimo rencor hacia su persona, y en cualquier momento que él me hubiera llamado, ya sea para sexo o para tener una relación, yo habría corrido a su lado. ¿Bajo autoestima por mi parte? Puede ser, porque me hubiera dado igual que tuviera novia, con tal de estar con él.

Pero todo eso estaba en un segundo plano. Lo importante es que volvimos a ser lo que éramos y nunca debimos dejar de ser: primos y mejores amigos.

No puedo expresar la felicidad que sentí a mis 14 años cuando lo más preciado que tenía en mi vida volvió a ella. Me liberó de la culpa y el estigma del pecado, y, además, me aceptó en su seno, como si yo no hubiera mancillado aquello tan idílico y puro que tuvimos en nuestra niñez.

Pasemos ahora al último episodio de esta historia, y el más decisivo para entender mi situación. Transcurrió el día de mi decimoquinto cumpleaños. Lo celebramos en casa de mi abuela, como teníamos costumbre desde siempre, y toda la familia estaba reunida. El abuelo ya estaba borracho e insultando a todos los presentes, de modo que mi tía le echó un somnífero en el ron y se quedó tranquilito el resto de la fiesta. Aprovechando esta calma, mi primo se alzó de su asiento y propuso un brindis por mí.

Cuando veía esas acciones de su parte no podía evitar pensar que lo hacía para compensarme por todos los años malos, y siempre se me ponía una sonrisa boba en los labios.

–Hoy me gustaría alzar esta copa de lo que sea esta mierda–se rió señalando el licor casero de mi tío–por una persona que siempre ha sido y siempre será muy especial en mi vida. Esa persona representa para mí mi infancia feliz, mi inocencia perdida, aquellos ratos en los que no tenía que preocuparme por nada y era libre–en ese punto se giró hacia mí y me sonrió–Gracias por darme una niñez perfecta. Que sepas que para mí tú no eres un amigo o un primo; para mí tú eres mi hermano.

Aquellas palabras ahondaron en lo más profundo de mi ser, y se arraigaron en mi corazón con una violencia tempestiva. Me había llamado “hermano”, y mi condición de hijo único no consideraba esas palabras una tontería precisamente. Arranqué a llorar y me abracé a él sin ningún tipo de reparo por la posible reacción de los demás. Él también me abrazó y me dio un beso en la frente. Fue un gesto tan recatado, tan exento de connotaciones sexuales, que no pude sino aumentar mi llanto.

Y así fue como volvió la culpa. Yo seguía envenenado con el deseo impuro cuando él me consideraba simple y llanamente su hermano. ¡Cielo Santo! ¡¿Qué clase de bestia sedienta de podredumbre me había poseído?! ¡Me daba náuseas a mí mismo! Era evidente que yo era un monstruo que se interponía en la felicidad de mi primo. ¿Que él me hizo aquello primero? Sí. Pero no merecía que la sombra de su desliz se paseara a diario entre sus sueños.

Yo era la serpiente, esa criatura ruin y vil que le ofreció a Eva la manzana en tiempos del Génesis. Yo era la tentación, el mal, el diablo encarnado. Y no podía desligarme de una marca tan profunda en mi garganta, porque ya se había convertido en parte de mí. Mi amor por él era ya inherente a mí, y si me lo arrancaba, me arrancaba también a mí mismo.

¿Cómo superas algo así? Rezar no sirve de nada. A veces se te concede lo que has pedido, pero nunca te quitan el anhelo; eso se agarra a tu espíritu con la fuerza de mil hombres, y lo corrompe por completo.

Estaba corrupto, endemoniado, poseído por la lujuria más execrable que puede haber, y no había salvación. Tal y como ya había pensado: Cristo no murió para que yo deseara a uno de mis hermanos. ¡A mi hermano! Porque lo era. Eso yo también lo sabía.

Le estuve dando vueltas al tema varios meses, y llegué a sopesar incluso contárselo a mi primo para que fuera él el que se alejara de nuevo de mí.

Una mañana de primavera, toqué a la puerta de su casa con una expresión calmada. Oí gritos al otro lado. Parecían mi primo y Samantha, su nueva novia. “Peleíllas de enamorados. Qué envidia”, pensé. Me abrieron y me encontré con mi primo al otro lado, con cara de no estar de muy buen humor.

–Pero bueno, ¿tú qué haces aquí tan temprano?–respondió forzando una sonrisa.

–Mi padre me ha mandado para que el tuyo le preste las pistolas de caza, que ha llevado las suyas a arreglar–sonreí.

Me miró algo extrañado, pero me revolvió el pelo en actitud cariñosa y sentenció que iba a por ellas. Yo se lo agradecí y me quedé en el salón con Samantha, charlando. Era muy buena chica. Me caía incluso mejor que la otra. Cuando mi primo volvió, le prometí que se las llevaría al día siguiente y me marché.

–Cuídalas bien. Y ten cuidado, que tú eres muy torpe.

–Por Dios, si no están cargadas.

–Con lo patoso que eres, no me extrañaría que te cayeras sobre la culata y te abrieras la cabeza.

–¡Hala, no seas tétrico!–solté una carcajada.

Él también rió.

–Bueno, capullo, mañana nos vemos. Y dile a tus padres que un día de éstos pasaré la tarde con vosotros, ¿vale? Que hace mucho que no os veo.

–Como quieras–susurré con aire distraído.

Me volvió a remover el cabello y me fui.

Estuve un rato caminando por la ciudad. Austin estaba preciosa en esa época del año.

Obsevaba con curiosidad a la gente, y, mirara donde mirara, veía parejas de hombres y mujeres, ya cogidos de la mano, ya charlando amistosamente, ya ignorándose con descarado desasosiego. Y pensé que aquello era hermoso, que el mundo era hermoso, y cruel. Pero su crueldad me pareció hermosa.

Llegué al puente con pensamientos idiotas en la cabeza, y miré al río, en cuyas aguas se reflejaba mi imagen cansada. Sonreí. Sentía que todo era tan poético, que la realidad se había vuelto artística de repente, y sólo para mí.

Pensé en mis padres, que jamás comprenderían lo que yo sentía; pensé en mis tíos, que me odiarían por haber hecho “así” a su hijo; pensé en mis abuelos, que seguramente me repudiarían; pensé en mi primo, y antes de que pudiera ahondar en el pensamiento sonreí. Porque su imagen me hacía sonreír.

Y con esa sonrisa gratuita cargué el arma que disparé contra mi cabeza sobre el filo de aquel puente. Después sólo hubo oscuridad. Pero estoy seguro de que la suavidad y delicadeza con la que mi cuerpo inerte se arrojó al río Colorado para perderse en sus maternales profundidades fue muy bella.

Ahora mi cuerpo sería llevado a los mares y daría lugar a una nueva vida, exenta de la ponzoña que había tenido yo en ésta. Ésa era mi penitencia.

Ya no sería un obstáculo ni un problema para él, para la única persona que me importaba. Podría estar con Samantha sin mi abyecto recuerdo deambulando por su alrededor.

Después de todo aquello, encontraron las pistolas en el puente y se las devolvieron a mi tío. Mi cuerpo jamás fue encontrado, y por ello en mi tumba sólo hay varias posesiones personales mías que nadie tuvo quedarse. No tuve funeral. Los curas no entierran suicidas, y menos en Texas. Tan sólo tuve una pequeña ceremonia en el terreno de mis abuelos, con mis padres, tíos y primos, pues mis abuelos se negaron a velar a un suicida, a alguien que despreciaba la vida, el mayor regalo de Dios. Me velaron, por ello, como a una mascota.

Queda añadir, ya sí en última instancia, la carta que envié a mi primo, y que le llegó unas horas después de que yo apretara el gatillo. Decía así:

Querido, primo. No, hermano:

A estas alturas quizás sepas lo que me ha pasado, o quizás no. No tiene importancia. Te explicaré mis razones igualmente. Debería remontarme a cuando éramos niños. Como ya sabes, siempre he sido un crío débil y llorica. ¡Válgame Dios, la de veces que te he sacado de quicio! Pero aun así tú siempre me llevabas contigo en tus aventuras y me enseñabas esos mundos tan mágicos y maravillosos que me han acompañado siempre. Tú me enseñaste a imaginar y a soñar. Me enseñaste que los débiles también podemos ser héroes en nuestros propios mundos de fantasía. Dijiste que yo te di a ti una niñez perfecta, cuando fue al revés. Tú fuiste el que me diste a mí una niñez perfecta. Yo sólo te seguía.

Pero, como sabes, luego sucedieron cosas malas entre nosotros por razones que tú ya conoces y que no vienen al caso. Cuando sucedió aquello, una llama maligna se quedó atrapada en mi interior y acabé enamorándome de quién no debía. Supongo que entenderás más o menos por dónde van los tiros.

He tratado por todos los medios de librarme de esos pensamientos oscuros, pero no puedo. Es tan grande el poder de ese amor, que jamás me libraré de él, de modo que debo dejar mi apariencia corpórea para que Dios me acoja en su seno y me libre de estas llamas pecadoras que abundan en mí, si es que me perdona por la forma de llegar hasta él…

En fin, espero que seas feliz con Samantha. Ya no hay nada que pueda interponerse en vuestro precioso amor. Cuídala bien, ¿quieres? Es una chica fantástica, y sé que te hará muy feliz.

Y con eso me despido. Jamás te culpes por mi desafortunado destino, pues el único culpable soy yo. Y recuerda siempre que tú no sólo me has dado una infancia feliz, sino una vida feliz a tu lado. Gracias, gracias, gracias. ¡Gracias por todo, Axel!

Te quiere

Tu primo Jake.

Lo que yo no sabía era que Axel había cortado con Samantha esa misma mañana, justo cuando me fui.

FIN