El diario del sacrificio de Mark Twin 9

Muchos me habéis pedido que suba los relatos atrasados por aquí, ¡así que ahí van!

Hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos;

de los que ven tan cercana la tierra de promisión,

pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles.

—Desquite, Emilia Pardo Bazán—

Diario de una adolescencia gay

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Un relato del Enterrador

El diario del sacrificio de Mark Twin 9: Sacrificio en el trabajo

Mi mayor miedo siempre ha sido el fracaso. Y, en ello, yo siempre he sido mi mayor enemigo. ¿Cómo es esto posible? Muy sencillo: nadie me ha exigido nada en mi vida. En parte porque no era necesario; ya lo hacía yo mismo. Debido a eso, cada vez que alguien me juzga, aunque sea mínimamente, aunque sea un comentario despreocupado o incluso ajeno, pero que me roza de soslayo; aun así, me afecta muchísimo.

Pero hay más: no sólo está la posible decepción que siento conmigo mismo, sino la que puedo causar en los demás. Antes mi única preocupación en ese sentido eran mis padres. Sin embargo, ahora me habían demostrado que me apoyarían bajo cualquier circunstancia. Con la cariñosa acogida que le dieron a Eric, cosa que no haría mucha gente —incluido, probablemente, yo mismo— expresaron un «te quiero» más profundo que cualquier palabra. Supongo que es así, ¿no? Hablar es fácil.

Ahora también estaba Eric. Fallarle a él equivalía a perderlo para siempre, ¡y yo no quería eso! Qué triste que una relación funcione bajo el peso de toda esa presión. Al final quieres creer —y crees— que la otra persona te quiere y jamás te abandonaría, pero nunca puedes saberlo del todo. La gente cambia, las ideas cambian, ¡los sentimientos cambian!

Por supuesto, cada vez que sentía uno de esos pensamientos pesimistas, lo apartaba de mí rápidamente y volvía a mi vitalismo. ¡Tenía que disfrutar de mi relación, y darle vueltas sólo la agriaría! ¡Pensar, pensar, pensar! Y cuando termines de pensar, te darás cuenta de que ya se ha ido. No, el amor hay que vivirlo y no pensarlo.

¿Por qué cuento todo esto de la decepción? Porque llevaba un tiempo haciendo malo, algo que no le iba a gustar. No por gusto, por supuesto, sino por necesidad. Y por él, siempre por él.

Le mentí acerca de mi trabajo. Sí que era chico de los recados. Sin embargo, no había especificado las características concretas de mi empleo ni quién era mi jefe. Eso último era lo peor; ahí residía la traición. Trabajaba para...

—Llegas tarde, ragazzo. Te dije a las 16, y son las 16:05. Si no eres serio con los horarios, no esperes que yo lo sea con el salario –dijo felizmente, recalcando su evidente rima.

—¡Lo siento, señor Amanti! —Casi le hago una reverencia de lo nervioso que me puse—. Es que he venido andando, y están haciendo obras en la calle de al lado, así que…

—Déjate de excusas y empecemos de una vez. Tengo una tarea molto bene para ti.

¿Era yo o las expresiones en italiano que intercalaba eran las típicas que se sabía todo el mundo? Me daba la sensación de que ese hombre, o bien nunca había estado en Italia o no se acordaba. En cualquier caso, no me quedaba otra que obedecer y hacerle la pelota. ¿Que por qué? Pues porque si permanecía cerca de él podía convencerle de que dejara volver a Eric a casa. No es porque molestara en la mía o algo, pero lo último que deseaba es que se llevara mal con su padre por mi culpa. ¡Me sentía responsable, y era mi deber arreglarlo!

A la semana siguiente del incidente fui a ver al señor Lover y le pedí que se reconciliara con su hijo. Me dijo que era Eric el que estaba mal con él y, por tanto, el que debía iniciar la conversación. No obstante, seguía sin querer aceptarme como yerno y se lo haría saber durante la discusión. Al ver que era imposible, le pedí que me diera trabajo para ayudar a Eric con sus gastos. No tenía mucha confianza en que fuera a aceptar, pero lo hizo. «Por el bienestar económico de mi hijo», añadió para tomar distancia conmigo y la idea de que me hacía el favor a mí.

A diferencia de lo que creía inicialmente, sus tareas no eran prácticas. Funcionaban como una larga agonía que me dejaba agotado, tanto física como intelectualmente; en otras palabras, me pagaba por torturarme. ¡Qué crack!

El primer día sus órdenes fueron las siguientes:

—Verás, la última vez que estuve en los establos se me cayó el anillo al heno, y…

—¡No se preocupe! —exclamé, inocente—. No me importa rebuscar entre el heno para encontrarlo.

—No, no, ya no está ahí. El caso es que el caballo se lo ha tragado, y tendrás que rebuscar entre su… Eh… —Se hacía el apurado, pero se notaba que en el fondo lo disfrutaba—. Ya sabes dónde.

No me quedaba otra que obedecer si quería ayudar a Eric, de modo que me armé de valor y acepté. El señor Amanti me llevó en coche al establo y me encontré cara a culo con el caballo. Y digo eso porque es relevante, ya que casi vomito al pensar lo que tenía que hacer y encontrarme de frente esa parte de su anatomía.

—Hemos guardado la deposición de esa mañana ahí, especialmente para ti —Señaló un recogedor.

El mozo de cuadra se estaba tapando la boca para que no viera que se estaba descojonando. No muy bien, como se puede apreciar por el hecho de que ¡lo estaba viendo perfectamente! Le pedí unos guantes para ver si se daba por aludido y así al menos fingía un poco mejor. Sin embargo, me dijo que no les quedaban. Le iba a pedir los suyos, pero entonces me di cuenta de que no llevaba. Cómo no; obra de mi malvado suegro. Lo miré para que notara que yo lo sabía, pero su cara me dijo que él ya preveía que yo lo sabría. ¡Quería mandarme un mensaje!

Cogí aire con la poca dignidad que me quedaba y me acerqué a los restos del caballo. Es una sensación incómoda. No quieres mirar porque es asqueroso, pero sabes que de todas formas no te vas a librar, porque el tacto y el olor ya te van a recordar lo que estás haciendo. En un principio, me aferré a la idea irracional de que sólo manteniéndome allí se abrirían las aguas y Moisés podría pasar. Entonces me di cuenta de que había un montón de hormigas en el recogedor.

Deseé con todas mis fuerzas que fueran apartando esa plasta repugnante hasta dejar el anillo intacto. Quizás podría funcionar, pero eso tardaría mucho, y el señor Lover me metería prisa antes. El espectáculo de las hormigas desfilando con eso a la espalda renovó y aumentó mis terribles ganas de vomitar.

Giré la cabeza y volví a coger aire. Gracias al cielo, a las estrellas y a todos los astros, una hormiguita salió en ese instante con un trozo que dejó al descubierto un reflejo dorado. ¡El anillo! Soplé y hollé la superficie lo suficiente para cogerlo sin tocar los alrededores. Sé que eso no lo libraba de haber estado dentro, pero yo no pensaba en eso y así vencí el asco.

Mi suegro frunció el ceño y farfulló que había tenido suerte de que todavía no se hubiera secado. Rápidamente, coloqué el anillo en su mano como muestra de rebeldía y triunfo. Pero hasta en eso se me había adelantado; había sacado unos guantes de la nada y los llevaba. ¡No se puede subestimar a los mayores!

En cuanto llegamos a casa, pidió a su mayordomo que se deshiciera del anillo. No se molestó siquiera en que yo no lo viera, como un amo que tira el pájaro muerto que trae su gato a la basura. No, él lo hizo delante de mí. Después, me mandó otras mil tareas igual de humillantes y se fue al salón a echar la siesta.

Es entendible que con esta clase de tareas, llegara a casa como un cadáver andante, ¿no? Se supone que acababa a las 21, pero el señor Lover —o Amanti, o Mierda— me retenía hasta las 22. La puntualidad daba igual a la hora de marcharse, no a la de llegar, por supuesto. Pues eso, que llegaba a esa hora, y Eric ya estaba siempre allí, sentado en el salón con mis padres y Dylan.

Al verlos, lamenté perderme nuestras habituales sesiones de cine de los sábados. Le hice un gesto a Eric y dije:

—Tú. Yo. Cama. Ahora.

—Éramos más felices en la inocencia, hijo —respondió mi padre jovial.

Suspiré y aclaré que no me refería a eso, pero que tampoco tenía ganas de hablar, así que me llevaba a Eric a nuestro cuarto. Dylan permanecía atento a la tele, pero creo que captó el ligero ademán de súplica que le hice, porque no añadió nada más. Eric, por su parte, me dio la mano y me llevó al dormitorio como si nada.

Una vez allí, me eché sobre la cama dejando el cuerpo muerto y le exigí que me hiciera mimos, que había tenido un día durísimo. Con una delicadeza que me hechizó, se sentó a mi lado y colocó mi cabeza sobre su regazo para acariciarme el pelo. En ese momento casi ronroneo como un gatito. Me encanta que me toquen el pelo.

—Oye, Ojos Azules, ya te ha dicho tu padre que no hace falta que trabajes. Entre lo que pongo yo y lo que pone él de sus horas extras, hay suficiente.

—¿Y crees que voy a permitir esa pesada carga sobre los hombros de mi pobre padre? —respondí con los ojos cerrados.

—No quiero que estés mal, ni que te estreses, ni que sufras. Es sólo eso.

—Estoy bien, Eric. Ha sido el primer día. Ya me acostumbraré.

—Eso espero, porque si estás cansado no podremos hacer ciertas cosas, y mi corazoncito morirá de sobrecarga de amor.

—¿Tu corazoncito u otra cosa? —Me reí—. Además, tampoco es que tengamos muchas opciones de hacerlo. Siempre hay alguien rondando por esta cosa. Y cuando digo alguien quiero decir Dylan.

—Ya te he dicho mil veces que nos vayamos a un hotel. ¡Yo lo pago!

—Y yo te he dicho mil veces que me da mucha vergüenza.

Eric puso una cara de desilusión que casi me parte el alma. Le entendía; desde que volvimos de casa de su padre no habíamos podido hacerlo, y ya hacía dos semanas de eso. Pero con mis padres o Dylan en el salón, que era contiguo a mi habitación, era imposible.

Le acaricié la mejilla y él me cogió la mano con la suya. El taco de su piel, por un lado y por el otro… Era tan cálido. Por él no había nada que no pudiera hacer, y trabajar para su padre era por él.

—Estás tan suavito… —susurró, besándome los nudillos uno por uno—. Cuando te veo así, tan adorable, tan entregado a mí, no puedo evitar tener pensamientos impuros. Debería poder conformarme con lo que tenemos, porque sé que no es culpa tuya que no podamos hacerlo, pero… No puedo evitarlo. Eres demasiado sexy.

—D-deja de hablar así, Eric. Me estás encendiendo —dije algo tímido, medio ruborizado.

—Ahora sabes lo que siento. Pero ya paro.

—No, no pares.

De un salto me planté a su altura y le callé con un beso. Me recibió al instante, y llevó su mano a mi nuca para posarme en la cama mientras nos entregábamos a la pasión. Mis movimientos eran ansiosos, desesperados, jadeantes, pero los suyos eran tan calmados, tan suaves, tan tiernos… Lo amaba con todas mis fuerzas, y quería estar siempre con él. Me daba igual que aquello empezara como un juego. ¡Estaba seguro de que lo amaba! Sólo habían pasado dos semanas viviendo con él, pero ya lo sabía.

Palpó mi pecho a través de la camiseta y un ligero temblor me recorrió dando paso a un calor asfixiante. Pero nunca sabré si aquello hubiera dado pie a más, porque Dylan entró en el cuarto tapándose los ojos con la mano.

—Seguid como si no estuviera. No miro.

Casi se da contra el escritorio, así que quizás lo decía en serio. En cualquier caso, no me sentó bien y me puse de mal humor. Eric se le quedó mirando con una media sonrisa y me revolvió el pelo. Habría que dejarlo para otro momento. Una vez más.

El tiempo fue pasando y, poco a poco, mi nuevo trabajo mermó mi ya de por sí endeble autoestima. No tiene mucho sentido, la verdad. ¡Como si tuviera que ver con mis habilidades! Eso era lo que pensaba al principio; sin embargo, me empecé a cuestionar mis capacidades físicas. Un chico como yo, que pretendía ser futbolista, no podía alcanzar esos grados de cansancio. ¿Acaso iba a dejarme caer en mitad de un partido si no pudiera continuar? Es verdad que hasta ahora había aguantado bien, pero los límites de mi cuerpo se iban haciendo más y más visibles.

Cada vez que tengo un pensamiento negativo, trato de compensar con uno positivo. «¡Mark, no tienes resistencia ninguna!». «¿Y de verdad crees que los futbolistas, por muy cracks que sean, aguantarían ese ritmo inhumano? ¡No, aguantan entrenamientos y partidos! ¡Punto!». Aun así, debía de haber algo mal en mí, porque no funcionaba. Estaba claro que el problema era yo, mi predisposición negativa. Y era algo de lo que no me podría librar y que me acompañaría toda la vida. Eso y el peso de la mediocridad.

Mediocridad… Qué palabra más horrible, ¿eh? Tiene connotaciones despectivas, y por eso cada vez que la oigo me siento muy triste. O mejor dicho, cada vez que me la digo a mí mismo. Nadie más lo hace. Sólo yo. «Mediocre, mediocre, mediocre».

Mark Twin no era especial, era tan sólo uno de tantos. Es lo justo: para que haya alguien que sobresalga debe haber una superficie de la que sobresalir, y esa superficie la conforma la gente como yo.

Una parte de mí pensaba que no debía contárselo a Eric. Y no por las típicas cursiladas, como que no quería molestarlo con mis problemas o que quería solucionarlo solo, sino porque, por mucho que me quisiera, no podía ayudarme. Nadie puede. Cuando le cuentas a alguien tus problemas, te escucha, pero la resolución corre de tu cuenta. No te vas a sentir ni mejor ni peor; como mucho algo peor porque la otra persona acabará cambiando de tema y tú seguirás igual.

Aun así, decidí comunicarle mis inquietudes.

—Eric, ¿tú crees que soy mediocre? —lancé a bocajarro.

Estábamos en su coche, regresando de uno de los pocos entrenamientos a los que su trabajo le daba tiempo a ir.

Me miró interrogante durante un momento y después regresó su vista a la carretera.

—¿A qué viene esa pregunta tan de repente?

—No tienes que responder si no quieres…

—Vale. No, no lo eres. Pero quiero saber por qué piensas eso.

—Tonterías mías…

Agaché la mirada y de repente me pareció muy ridículo haberle respondido a la alfombrilla de debajo del asiento y no a él. Pero a veces me cuesta enfrentarme a este tipo de situaciones. Otra de las razones por las que me siento así: soy débil.

De repente, el coche se paró. Había aparcado, ¡y la alfombrilla no me había avisado! Bueno, por otra parte, era lógico. Eric me estaba hablando, de cara a mí, y yo seguía anclado a esa estúpida cosa. Porque era eso, una cosa, nada más. Una cosa como otra cualquiera. Una cosa que era, por definición, no Eric. Por eso la miraba.

Noté su mano en mi hombro. Temblé, pero esta vez no iba a llorar. Otra de las cosas que odiaba de mí es que era muy llorón. Estaba fallando a Eric, y eso me asustaba. Lo que no sabía era que él también tenía miedo, tenía miedo por mí.

De repente me acordé de una de sus frases de una forma tan lívida, que fue casi como un flashback. Sus labios hablando, el sonido de sus palabras, el rubor de mis mejillas… Me dijo: «Hoy apenas he visto esos ojos tan bonitos que tienes». Y entonces reuní el valor para encararlo. Él también parecía a punto de llorar y, no sé por qué, eso me pareció muy hermoso. O sea, no sólo el hecho, su cara. Su cara era tan hermosa…

—Cuéntame por qué, por favor. Quiero ayudarte.

—Pero no podrás. Sólo compartirás mi dolor.

—Eso es lo que quiero. No quiero que sufras solo, Mark. Dios, te quiero tanto que hasta me duele. De verdad, me duele aquí. —Cogió mi mano y la posó en su pecho—. Y sé que dolerá más al verte sufrir sin saber por qué que al sufrir por qué.

Lo abracé con todas mis fuerzas. No mentiré: el dolor no desapareció, pero ahora sentía, también, el placer del amor.

—Compartiré tu dolor, Mark. Puede que eso no haga que el tuyo decrezca, pero al menos no te sentirás solo.

¿Cómo podía saber exactamente qué decir? ¿Cómo podía ser capaz de reconfortar mi corazón de esa manera?

—Verás, me cuesta mucho hacer las cosas. Concentrarme en el juego, los exámenes, trabajar… Y, por mucho que me esfuerzo, el resultado nunca es el que espero.

—Ya hemos hablado de esto. Eres la persona que más se esfuerza del mundo.

—¡Pero no es suficiente! ¡Nunca es suficiente! ¡Cada día que pasa me siento más presionado! ¡Y los fracasos se van acumulando, uno tras otro, en mi vida y en mi cabeza! ¡Siento la marca de la mediocridad grabada en mi frente y siento que todo el mundo puede verla cuando me ve a mí! ¡Somos inseparables! ¡Y luego veo a la gente, tan talentosa, con tantos sueños y esperanzas, que, aunque no se cumplan del todo, sí lo hacen de algún modo! ¡Y ES MUY FRUSTRANTE! ¡MUY FRUSTRANTE!

De pura impotencia, hasta le di un puñetazo al asiento. Me hice mucho daño, pero no me importó; sólo lamentaba no poder destrozar el coche entero en mi arrebato de ira.

—Tú no eres los demás, Mark. Cada cual tiene su ritmo. Además, eres muy joven.

—¡LO MISMO DE SIEMPRE! ¡¿Y POR QUÉ TENGO QUE SER TAN LENTO?!

—Mark…

—¡Y NO SOY TAN JOVEN! ¡A MI EDAD MUCHOS JUGADORES DE FÚTBOL YA HAN SIDO RECLUTADOS Y SE PREPARAN PARA DEBUTAR!

—Cálmate.

—L-lo siento…

—Mira, sé cómo te sientes, pero tu destino no está decidido ni hay nada perdido. Mientras haya esperanza, no debes desesperarte. Pero te diré otra cosa: el primer paso hacia el éxito es el inconformismo, cosa que tú ya tienes. Los conformistas no llegan a ninguna parte, porque no tratan de prosperar. Tú, al frustrarte, ya demuestras que puedes llegar a más.

—Tienes razón.

—¿Te sientes mejor?

—Sí, muchas gracias —Sonreí.

Pero no lo estaba. Ni tampoco sentía ganas de sonreír, sino de gritar. Seguramente, él también lo notó y decidió callar también. Así son esta clase de situaciones. Me dio un beso en la frente y me dijo que me quería, que podía contarle lo que quisiera y que siempre me apoyaría. Mi fracaso, añadió, era su fracaso, y mi éxito sería su éxito. Estaba seguro de que llegaría; mucho más de lo que yo llegaría a estarlo jamás.

—Por muy grande que sea la presión, no olvides nunca que me tienes a tu lado, ¿vale? Y ahora vamos a casa, que te voy a preparar algo rico de cena. ¡Hoy has entrenado duro, así que te lo has ganado!

Me reí —esta vez de verdad— y le dije que le quería. Mucho. Muchísimo —las dos últimas palabras no las añadí; sólo las sentí—. Por supuesto, Eric no tenía ni idea de cocinar, de modo que acabamos pidiendo de un chino. Eso me hizo reír más y durante aquella noche pude olvidar mis problemas mientras hacía el tonto con la persona a la que más quería en el mundo.

———

—¿Entonces tú no tienes aspiraciones, sueños que quieres cumplir? —pregunté abatido.

—La verdad es que no me lo planteo. Yo soy feliz ahora, y eso es más que suficiente —contestó Justin con la mayor naturalidad del mundo.

Hacía unas semanas que mi hermano y yo habíamos hecho amistad con ese chico, y ahora se sentaba con nosotros. Era muy buena persona y bastante alegre, pero tenía la sensación de que era… Bueno, corto de miras. ¡Que no es nada malo, por otra parte! No soy nadie para decir que otra persona es simple —ya he dicho que soy mediocre—, pero me chocaba un poco.

—No te preocupes, hermano —dijo Dylan—. Llegaré a ser catedrático de una prestigiosa universidad. Así no te tendrás que preocupar de tu futuro: yo os mantendré a mamá, a papá y a ti.

Fruncí el ceño y apoyé la cabeza en la mano. Justin le hizo ver que eso había sido un comentario grosero, aunque su intención fuera buena. Sorprendentemente, Dylan me pidió disculpas y aseguró que no era su intención. Al final iba a resultar que nuestro nuevo amigo iba a ser una buena influencia para él.

—Mira, Mark, si yo le dijera algo de ese estilo a mi hermano, me diría (Ejem): «¿Cómo te atreves, subcriatura, a desear siquiera algo que está tan fuera de tu alcance? —Imitaba su voz y sus gestos de una forma muy graciosa, y no pude evitar reírme—. ¡Bah! ¡Quédate en tu agujero, gusano, y no pretendas compararte con la élite como yo! Qué asco… ¡Tu arrogancia me asquea! ¡Desaparece de mi vista!

Dylan le puso la mano en el hombro y esperaba que le soltara alguna bordería, pero en lugar de eso, le dijo muy teatralmente:

—¿Tu hermano es un villano de anime?

Los dos estallamos en carcajadas, y Dylan, aunque en un primer momento se quedó algo parado, nos acompañó justo después.

Justin y Dylan se quedaron al entrenamiento. El primero porque decidía que Axel —su novio— le había dejado al pequeño Hitchcock y no podía irse a casa hasta que regresara, y el segundo por acompañar al primero. Nunca antes se había quedado a verme, y confesaré que me hizo algo de ilusión. No es que no fuera a mis partidos… ¡Iba! Pero siempre se quejaba por ello.

Antes de meter al gato en el gimnasio pedí permiso a Mila, que no puso pegas. Ese día estaba el entrenador; sin embargo, se llevó a David a su despacho. La ausencia de esos dos hacía aún más propicio que estuvieran allí. ¡Genial!

Al principio, todo el mundo fue a ver al gatito, que se negaba a abandonar el regazo de Justin. Al cabo de un rato tuve que poner orden yo mismo. Si no, no hubiéramos aprovechado el entrenamiento.

Mientras jugaba observaba de vez en cuando a los dos chicos, que charlaban risueños con el gato dormido en las rodillas de Justin. Vi a mi hermano bromear y sonreír, y eso me hizo de algún modo feliz. Lo de que no tuviera ningún amigo era algo preocupante. A ver, si él estaba satisfecho, yo no iba a meterme. Pero, al fin y al cabo, me sentía aliviado.

Era raro que el gato se mantuviera tranquilo con tanto movimiento de pelota, pero al parecer con Justin se sentía protegido. Y era muy familiar con Dylan, porque ya habíamos estado los tres jugando con el animal —junto a Axel, claro—. No sé qué pensar de él, por cierto; de ese Axel. Hay muchos rumores sobre él en el instituto, pero con nosotros pareció amable.

Siempre me pasa lo mismo. Me pongo a pensar en tonterías y pierdo la concentración. Por culpa de estar dándole vueltas a lo de Axel, le di un petardazo al balón y fue directo al pobre animal. Grité «¡cuidado!», y algo se removió en mi interior, algo que me recordó lo que le pasó a Mike por mi culpa. Esta vez Eric no podría protegerme: me iban a odiar. Y no les podría reprochar nada. Yo también lo habría hecho. Cerré los ojos con fuerza y pedí perdón una y otra y otra vez.

Oí el sonido de un golpe, y luego el balón botando. «¡¿Estás bien?!», decían algunas voces. No me atrevía a mirar. ¿Había hecho daño a Justin? Qué mal me sentía, de verdad. Me sentía fatal. ¡Era un torpe, un maldito torpe! Un torpe y un mediocre que sólo sabía cagarla.

El silencio sepulcral que vino a continuación se rompió por una carcajada.

Abrí los ojos y vi que Justin estaba perfectamente, con el gato entre los brazos, como para protegerlo del balonazo. Pero no había sido necesario, porque Dylan se había puesto de pie y había recibido el golpe. ¡Dylan! Pero lo más surrealista de todo es que él era el que se estaba partiendo de risa. Y se la contagió a todos.

Obviamente a todos menos a mí. Corrí hasta él y le pedí disculpas nervioso mientras le tiraba del brazo. Él, con una expresión de lo más complacida, dijo que no fuera tan dramático, que ésas eran cosas que pasaban todo el rato.

Al acabar el entrenamiento lamenté que Eric no estuviera, porque así podría haber llevado a Justin a su casa, pero él dijo que Axel le acompañaría después. Le dejamos en la biblioteca de la escuela al cuidado de ese chico raro de los bocadillos que tenía fama de promiscuo. ¡N-no es que lo supiera porque lo hubiera hecho con él! ¡Eran rumores que se escuchan por los pasillos!

Cuando nos quedamos solos pensé que me esperaba la bronca del siglo. Ya no tenía que fingir más. Sin embargo, no dijo nada. Caminamos en silencio hasta casa, y, aunque no fue en realidad un silencio pesado, a mí me lo resultó un poco.

———

Ese fin de semana el señor Amanti me pidió que le sacara los pelos de la nariz. Sí, puede parecer fácil, pero era una de las cosas más asquerosas que me habían pedido en mi vida. Aunque no superaba lo del anillo… Brrrrr…. ¡Aún tenía pesadillas con eso!

—Debo advertirte, ragazzo, de que es mejor que tengas cuidado. Suelo dar patadas y puñetazos.

—Es usted ya adulto, señor. Contrólese.

—Duele mucho; no puedo evitarlo, lo siento —dijo con una sonrisa que parecía ser inocente, pero que era en realidad de una maldad sobrecogedora.

Cogí las pinzas y me coloqué delante de él. Miré el bastón con el corazón encogido y tragué saliva. Con eso podía darme un buen cocotazo y no me apetecía nada.

—¿P-puedo dejarlo para después? Seguro que tiene tareas prácticas más importantes. Eso no es prioridad.

—Está bien, pero posponerlo sólo alargará tu agonía. Hoy no te irías sin dejarme la nariz bien despejada, capisci?

Ahora se creía el padrino. Estupendo.

Fui a ver al mayordomo, Nicco, y le conté mi plan para reconciliar a Eric con su padre. Éste siempre me había hablado muy bien de su sirviente; le guardaba un gran cariño. No obstante, tuve que contarle que tendría que dejarlo, porque mi agradable suegro me daría de tortas hasta que me rindiera y presentara la dimisión.

Nicco negó con la cabeza y trazó un plan perfecto. El señor solía echarse la siesta todos los días —costumbre muy mediterránea— y yo aproveché para sacarle esas lianas mientras estaba roque. Cuando despertó, farfulló algo de mal humor, derrotado, y me dejó marchar. ¡Un día superado! Pero estaba seguro de que quedaban muchos malos tragos.

Su venganza llegó a la semana siguiente, y se notó la sorna. Me dijo que le gustaba bañarse con agua salada y que fuera a la playa —¡A LA PLAYA!— con cubos para llenarle la bañera. ¡Caradura! ¡Ni yo era aprendiz de brujo ni Mickey Mouse, ni él era tampoco el mago con malas pulgas!

—Siempre puede usar sales de baño, señor Amanti.

—Eso no es natural. Venga, no pierdas el tiempo o no te dará tiempo; presto!

Con la resignación de un pobre esclavo, asentí y fui a por los cubos. La cosa es que la playa estaba a 500 metros de su propiedad. No muy lejos en coche, pero andando un pequeño paseo… No me quedó otra que obedecer y ser diana de las risas burlonas de la gente. ¡Ten suegros para esto!

De vez en cuando se me acercaban algunas gaviotas, no sé por qué. Tuve la fantasía de que querían ayudarme a conseguir el agua, y que, al hacerlo, acababa en un santiamén, pero la realidad no es la película de Blancanieves, así que chillé:

—¡Putos pájaros! ¡Fuera!

Tardé muchísimo tiempo en llenar la bañera, y sospecho que porque, de vez en cuando, mi suegrito querido quitaba el tapón y la vaciaba un poco. Pero, bueno, terminé. Cuando llegué al salón para comunicárselo y despedirme, me invitó a que me tomara un té con él. ¡Un té! ¡En pleno julio, con el calor que hacía y yo sudando! Hice un gesto con la mano como negación, pero me señaló la taza humeante. El maldito viejo ya me lo había servido…

—¿Vas a rechazarle el té a tu patrón?

¿Patrón? ¿Qué será lo siguiente, que lo llame «amo»?

Me senté y me puse a soplar como un loco a ver si así se enfriaba mínimamente.

—¿Qué tal mi hijo? ¿Está comiendo bien?

—No —dije desafiante—. Le damos las sobras, como al perro.

—¿Te parece apropiado hablarme así?

—¿Le parece apropiado sugerir eso? Que, como somos pobres, Eric no come bien.

Suspiró y se acercó el té. Cómo no, el suyo tenía un cubito de hielo dentro, mientras que el mío ardía como el mismísimo infierno.

—Yo no he dicho eso. Lo has dicho tú.

—Eso da igual. ¿Cuándo piensa dar su brazo a torcer y permitir que su hijo vuelva?

—Ya te he dicho que tendría que ser él quien hablara de eso conmigo.

—Conseguiré que venga, pero debe usted prometer ser comprensivo con…

—¿Con que esté en una relación infértil?

Asentí en silencio. Y él cambió de tema como si tal cosa.

—La semana que viene necesitaré un favor especial. ¿Podrás hacerlo?

—Claro, ¿de qué se trata?

Pensaba que si era algo especial, igual después estaba más receptivo para que me hiciera el favor de hablar con su hijo; aunque una parte de mí me decía que estaba en un laberinto infinito, en un callejón sin salida.

El señor Amanti dejó el té en la mesita, se retrepó hacia delante y con los dedos de las manos junto a sus homónimos contrarios, dijo:

—Tendrás que bajar al Inframundo.

CONTINUARÁ...