El diario del sacrificio de Mark Twin 8

Capítulo final de este arco argumentativo. ¿Qué responderá Mark a esa escandalosa oferta?

Y apareció en el cielo otro signo: un enorme Dragón rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y en cada cabeza tenía una diadema.

—Apocalipsis, 12:3—

¡Tigre! ¡Tigre! Luz llameante

En los bosques de la noche,

¿Qué ojo o mano inmortal

Osó trazar tu terrible simetría?

—El tigre, William Blake—

Diario de una adolescencia gay _______________ Un relato del Enterrador El diario del sacrificio de Mark Twin 8: El sacrificio del dragón

Hasta entonces había podido dejarme llevar por la corriente. Pero eso se había acabado. Ese hombre me ofrecía trescientos mil dólares por dejar a Eric, y, aunque estoy seguro de que, si esto fuera una serie o un libro, se me juzgaría: cualquiera se lo plantearía. Incluso yo, que encuentro la caridad como un tipo de desprecio, me lo estaba planteando. ¡Era mucho dinero! Con eso tendría seguridad; todo el miedo por mi futuro se esfumaría de un plumazo. Y qué felices serían mis padres… Incluso era posible que me alabaran como a Dylan. Era posible que me quisieran más que a él, como siempre había deseado.

Debido a que la nube en la que flotaba había estallado y se me obligaba a poner los pies en la tierra, tuve que pensar por primera vez. ¿Qué estaba haciendo? A ver, yo no era gay, de modo que era totalmente absurdo que tuviera sexo con un chico. Aun así, había sido tan fácil, tan sensitivo, tan placentero… ¡No! Eso había sido parte del frenesí en el que me había metido. A menudo lo impulsivo provoca mucha más satisfacción que lo calculado por el simple hecho de que cuenta con el factor sorpresa. Eric había sido para mí como una droga, un anestésico que me había inyectado para olvidar el mundo. Desgraciadamente, era hora de volver a ese mundo, y eso pasaba por dejar la medicación.

Aparte de eso, ¿qué me aportaba? ¡Él me daba el afecto que yo necesitaba y así reforzaba mi autoestima! ¡Nada más! No había amor; me estaba engañando a mí mismo. Yo era un niño jugando, y el experimento había acabado. «Gracias por los recuerdos y nunca te olvidaré». Fin.

¿Y si tenía todo eso tan claro por qué tenía el cuerpo anquilosado? Y, lo que es peor, ¿por qué sentía que mi corazón sangraba lágrimas? Mi cerebro había llegado a una conclusión clara y razonable, pero mi reacción fisiológica no se correspondía para nada con ella. Entonces una voz en mi interior empezó a hablar con un siseo distante. No distinguía las palabras, pero no hacía falta, porque se convertían en imágenes: recordé cuando estaba en el banco llorando y Eric temblaba impotente (igual su impotencia era porque quería abrazarme y no podía), cuando dijo, decidido, que era culpa suya que el adorno cayera sobre Mike (igual estaba decidido porque me amaba y no quería verme sufrir), cuando estaba con los novatos el día después de acostarnos (igual estaba con ellos para cubrirme las espaldas), cuando lo hacíamos en su habitación y no me penetró por completo para no hacerme daño (igual lo hizo porque quería que yo disfrutara a su lado). ¡Nada de «igual»! ¡Estaba seguro!

Ese dinero… ¡Ese dinero estaba sucio! ¡Recubierto con las lágrimas de Eric! Y si había algo que no iba a permitir, era que sufriera por mi culpa. Lo protegería como él siempre me protegió a mí. Coger el cheque era traicionar a la única persona que siempre estuvo a mi lado. Pero es que además era traicionarme a mí mismo: quería ganarme el amor de mis padres, sí, y quería que me quisieran más que a mi hermano —¡por muy feo que suene!—; sin embargo, quería conseguirlo con mi propio esfuerzo y de forma honrada.

Pero eso no respondía a mi pregunta: ¿Eric me gustaba? O sea, me gustaba estar con él, me gustaba abrazarlo y que me abrazara, me gustaban sus besos, me gustaba que me tocara, que me dijera cosas bonitas, que me protegiera, me gustaba protegerle, me gustaba hacerle feliz, su sonrisa, el modo en que me miraba, me gustaba… «Todo. Acabas antes», dijo la voz de mi cabeza. Sonreí ante ante la expresión expectante del señor Lover.

«Soy un idiota. Pues claro que me gusta», susurré.

(Tap, tap, tap)

—¿Y bien? Cógelo,

ragazzo

.

—Señor, no puedo hacer eso —sentencié gravemente, de lo más tranquilo—. A mí me gusta su hijo, y a él le gusto yo, así que el único que puede convencerme de que me aleje de Eric es el propio Eric.

(Tap, tap, tap, tap, tap, tap)

—Es la primera vez en mi vida que un joven de tu capacidad adquisitiva me rechaza tal cantidad de dinero. Debes de ser un buen negociador. Estoy dispuesto a ascender la suma hasta…

—Asciéndala hasta la estación espacial internacional si le apetece, pero eso no cambiará nada.

(Tap, tap, tap, tap, tap, tap, tap, tap, tap, tap, tap)

—¿Podría parar de hacer eso? Me está poniendo nervioso. —Fruncí el ceño.

—Mark, ¿hasta dónde crees que está dispuesto a llegar un hombre con mis pudientes? Has visto

El padrino

, ¿no?

Para mi sorpresa, en lugar de achantarme, eso me dio coraje para acometer con más fuerza.

—Usted sabe que es absurdo matarme. Otro ocupará mi lugar. Su hijo es gay y tiene que aceptarlo. Si no está conmigo, será con otro. Tiene la opción de meter a Eric en uno de esos campamentos cristianos que curan la homosexualidad, pero sé que no lo hará. Le quiere demasiado para eso; lo he visto en la forma en la que le habla, en el anhelo que tiene porque sea su discípulo. —Alcé ambas cejas—. Matándome sólo conseguirá que le odie.

—Sólo bromeaba, desde luego —añadió después, dando una palmada al aire—. Sé razonable,

ragazzo

. Yo quiero nietos, y tú eres un obstáculo. Como mucho podrías cuidar con él de algún niño adoptado, pero ése no llevaría mi sangre. ¿Y quién me asegura que si usarais un vientre de alquiler para tener uno propio no usaríais tu semen en lugar del suyo? Tú eres

bellisimo

. Tendría más sentido que fuera así.

Un estruendo nos sacó a ambos de la conversación. Fue la puerta de la habitación abriéndose de una patada. Al otro lado Eric miraba a su padre con cara de loco.

En ese momento sentí dos sensaciones irreconciliables abriéndose paso hasta mi rostro. Por una parte, la sorpresa y el temor —pues no sabía desde dónde y qué había escuchado— quisieron arrebatarme el color, pero, por otro lado, la vergüenza por que hubiera oído lo último quiso teñirlo de rojo. Y, como suele pasar siempre, ganó la pasión ante el miedo. Cómo no, teniendo en cuenta que, por mucho blanco que eches sobre un color, éste lo absorbe, pero siempre sin desaparecer.

El señor Lover hizo una mueca nerviosa y saludó a su hijo con la mano. Sin embargo, éste tenía la cabeza gacha —quizás para no ver el terrible cuadro o quizás para no ver a su terrible padre—, de modo que ni se enteró. Parece que la interpretación del señor Lover fue la de que evitaba cruzarse con el cuadro, lo que le dio confianza para hablar:

—Oh, hijo, no deberías haber entrado. Ya sabes lo que te pasa con el Dragón Rojo. —Pareció fijarse en mí un instante al decir eso—. Y es normal: esa bestia atenta contra la familia.

—Mark —masculló Eric en un tono apenas perceptible—, recoge tus cosas ahora mismo.

El señor Lover sonrió.

—Ah, qué alegría que concuerdes conmigo, mi querido hijo. Sí, el

ragazzo

debe marcharse. De tu casa. ¡De tu vida! Duele, pero es por el bien de tu legado.

El rechazo me arrebató la seguridad recién adquirida de un cruel zarpazo. Una sensación febril se apoderó de mis extremidades, y sentí por un momento que la irrealidad en la que me encontraba adquiría su grado más alto. Si fue él quien me quiso, ¿por qué ahora me apartaba de su lado? ¡Yo no había pedido aquello! Fue él quien me lo impuso, y aun así, ¿por qué me despojaba de sus abrazos? Me imaginé sus fuertes brazos atrayéndome hacia él, sujetándome con fuerza. ¡Ahora ya no era cuestión de deseo o capricho: era necesidad! Yo necesitaba —¡Dios, cuánto lo necesitaba!— acariciarle y notar todos los músculos que me cubrían en ese gesto de amor!

No, ya no tenía derecho a desecharme. Eso era muy cruel; tanto como abandonar a un gatito en la calle en un día de lluvia. Pero eso no era lo más difícil. ¡Que me sujetara y me protegiera! Cualquiera puede darte eso. El problema es que ahora yo también quería sujetarlo y protegerlo. No hay nada más duro que tener eso dentro y que no pueda salir porque la otra persona no te deje. ¡No sólo necesitaba a Eric! ¡También necesitaba que él, a su vez, me necesitara!

—Mark —repitió en el mismo tono exacto de antes. El flequillo tapaba le tapaba la cara, así que era imposible conocer su expresión—, ¿a qué esperas? Vamos a por nuestras cosas. Cuanto antes nos larguemos de aquí, mejor.

Mi corazón volvió a latir, y con tanta energía que pensé que debía tener un exceso de sangre en todo el cuerpo. ¡Me quería! ¡Me había elegido a mí como yo le había elegido a él! No pude evitar sonreír, a pesar del hecho de que él estaba sufriendo.

El señor Lover se quedó ojiplático, como un villano Disney que ha sido derrotado. Presa de la desesperación, señaló el cuadro y dijo:

—¡No! ¡¿No lo entiendes?! ¡Él es el Dragón Rojo!

—¡El Dragón Rojo eres tú! —Eric alzó la cara y por fin se enfrentó a su padre—. ¡Por eso odiaba ese cuadro! ¡Porque es un alarde de tu poder y un recuerdo de que me arrebataste de los brazos de mi madre!

—Yo no te arrebaté de nadie. Tu madre y yo teníamos problemas y nos separamos. Deja de culparme por ello y acéptalo. Claro que siempre es más fácil hacer responsable a tus padres de no te guste tu pasado.

—¡¿Entonces por qué sólo me llevaste a mí?! ¡¿Y mis hermanos?! Si tuvieras amor por tus hijos, habrías luchado por todos. ¡Pero sólo lo hiciste por mí! ¡Porque yo era el único que aún podías modelar a tu imagen y semejanza!

El hombre sujetó con fuerza su bastón y volvió a reparar en mi presencia. Después señaló que no era ni el momento ni el lugar de hablar de eso. Yo, por mi parte, había roto a llorar inevitablemente. La tensión de la situación, la sensación de culpa, la pena por Eric: todo se había reunido dentro de mí y daba vueltas y vueltas en mi cabeza.

—¡Mira a esa mujer! —señaló Eric a la del cuadro—. ¡Ésa es mi madre, Beatriz! Tú eres esa cosa que la acecha y yo soy el niño que va a ser devorado. Mark no está por ninguna parte. ¡Y como vuelvas a hacerle llorar, te voy a…!

—¡No! —grité yo—. Basta. No hables así a tu padre. ¡No deberías! Él sólo pensaba en lo mejor para ti.

—Corderito, ¿quién te ha hecho? ¿Aún no sabes quién te ha hecho? —dejó caer el señor Lover como inexpresivo.

Eric sonrió irónico, lleno de cólera contenida y de impotencia. Apretaba el puño y los dientes para controlarse.

—Lo mejor para mí sería que se muriera —cuando me hubo dicho esto, se giró hacia su padre—. ¡¿Me oyes?! ¡Que te murieras! ¡Te odio!

—Sé razonable —respondió su padre con la voz temblorosa. Eso me había dolido hasta a mí, y estaba claro que fue un mazazo—. No puedes tirarlo todo por la borda. ¡Tienes un futuro por delante, y debes pensar en él!

—¿Futuro? Eso son cosas de viejos. ¡Yo vivo en el presente! ¿Y sabes cuál es mi presente? —me señaló—. Él. No me importa nada que sucediera antes o que suceda después de él.

Mientras hablaba me percaté de que su ira le abandonaba momentáneamente para dejar paso a un destello en sus ojos. Esa dulzura iba dirigida a mí, y no pude evitar que una sonrisa me tirara de las mejillas. Creo que el señor Lover también se dio cuenta, porque frunció el ceño de forma apenada y suspiró. Una parte de él, estoy seguro, deseaba dar su consentimiento.

A continuación, volvió a insistir.

—Conozco la pasión adolescente. Yo mismo estuve enamorado de una chica italiana de nombre Fiammeta cuando estuve allí estudiando. Salimos durante un tiempo, y deseaba casarme con ella. No obstante, poco antes de comenzar los preparativos me di cuenta de que su compañía me restaba horas de reflexión, de estudio, de trabajo. ¡Era demasiado joven y fracasado en la vida como para hacerlo! No, hijo, el amor es un obstáculo, y los amantes sólo sirven para comerse tus sueños ¡y tu corazón!

—Mark puede comerme lo que él quiera —soltó desafiante.

Ambos nos reímos, pero, como es obvio, su padre no. Lo cierto es que en ese momento sí que caí en la cuenta de que éramos dos niños. Y tontos además. Pero, aun así, lo nuestro era bonito. ¿Qué más da que nos fuera a traer fracaso? ¡Eso no lo sabíamos! ¡Había que vivir y probar!

—Te lo imploro. No eches tu vida por la borda. Yo te puedo enseñar todo lo que sé, te puedo enseñar grandes cosas. Sé que te crees inmortal y por eso desprecias el futuro. ¡Que me aspen si no lo sé! ¡Yo también fui joven! Pero la única forma de ser inmortal es dejando un legado. ¡El legado de los Amanti!

—Te respondo lo mismo que antes: mi legado es Mark. Quiero dedicar todos los días de mi vida a él y que así seamos el uno el legado del otro. ¿Y quién sabe si algún día tendremos un hijo? ¡Pues que sea también mi legado, y no una galería que podría tirar abajo un huracán o un libro de crítica que dentro de 20 años no leerá nadie!

—¡Iluso, iluso! ¡No sabes qué error estás cometiendo!

—El error lo has cometido tú, que te has condenado a la soledad. Adiós, papá.

Sin añadir una palabra más, me cogió del brazo y me sacó de la habitación mientras el señor Lover seguía gritando, envuelto en lágrimas, ese «¡Iluso, iluso!» más como un niño pequeño que como un hombre maduro.

Tuve la sensación de que Eric estaba mejor; sobre todo después de la broma de que lo comiera lo que quisiera. Quizás pueda parecer extraño que la risa irrumpiera así en un momento tan peliagudo. Pero no lo es para nada. Somos como cuerdas sometidas a una tensión que tira de nosotros hasta extremos opuestos. Las lágrimas nos templan, hasta que la tensión es demasiada y nos rompemos. Pero la risa llega como el sol y vuelve a rebajar la tensión. Entonces podemos soportar de nuevo nuestras vidas.

La tensión había sido tanta que había creado una salida, como en una olla a presión. No obstante, yo ya sabía que eso no iba a durar mucho, y acerté. Antes siquiera de llegar a su habitación y después de que hubiera tirado de mí colocándose dos pasos por delante —supuse que no quería mostrar su cara—, sentí que temblaba. Paró en seco y su mano languideció; luego se giró y vi que, efectivamente lloraba. Lo más curioso es que vi mi reflejo en sus ojos vidriosos: yo también lloraba.

Se abrazó a mí y me hundió en su pecho. Me dio rabia ser tan pequeño. ¡Tenía que haber sido yo el que lo cubriera a él porque era yo quien tenía que animarle! Sin embargo, no dije nada, ni me quejé. Rodeé su espalda con mis brazos y escuché en silencio sus sollozos. Poco a poco me fui calmando y empecé a acariciarle el pelo y la nuca. Como señal de su aceptación noté que me apretaba más fuerte.

Fui cogiendo confianza, y me separé lentamente de él, sin dejar de estar en el cerco de sus brazos. Su rostro húmedo y tenso me hizo estremecerme, ¡pero debía ser fuerte por los dos! Lo acaricié para limpiarle algo las lágrimas y lo besé. No se me da bien animar con palabras, de modo que lo hice como meramente pude. Una vez me aparté, vi que su llanto se acentuaba y mis labios temblaron. No lo estaba consiguiendo…

—No llores, por favor… No me gusta nada verte así.

Una breve risa compungida se escapó de su interior.

—Sólo he vuelto a llorar porque te has separado. Si quieres que pare, no dejes de besarme.

Incluso en esos momentos no podía dejar atrás sus malas artes. Suspiré y asentí.

Estuvimos besándonos durante un buen rato, sólo separándonos ligeramente para respirar. De él dependía que acabara aquello, y, por lo visto, no quería que acabara. No mentiré: yo tampoco. Y era cierto lo que había dicho: mientras estuvimos así sus ojos callaron.

Si soy sincero, no se me pasó por la cabeza ni un solo instante que alguien pudiera aparecer y sorprendernos cuando era perfectamente posible. Estaba tan absorto en calmarlo que mi mente se llenó de él.

Eric se retiró con una sonrisa juguetona y susurró: «Podría estar besándote toda mi vida. Pero es mejor dejarlo ya, ojos azules». Me guió de nuevo a su cuarto y se puso a hacer las maletas en un silencio solemne que me pareció irrespetuoso romper. En lugar de eso, volvieron mis habituales pensamientos negativos. Lo típico: que si Eric se había peleado con su padre por mi culpa, que si nunca nada me salía bien, que si le había pegado mi mala suerte, que si no era lo suficientemente bueno para caerle bien a mi suegro…

¿Y si ese hombre tenía razón? ¿Y si le robaba un futuro prometedor por mi egoísmo? Ya me imaginaba, a cada paso que daba, con una cola puntiaguda danzando a mis espaldas como una serpiente. El señor Lover dijo que su herencia para Eric era el arte. ¡¿Cuál iba a ser la mía?!

—Amar y ser amado —murmuró Eric soñador.

—¿Qué?

—Amar y ser amado es lo mejor del mundo.

Pasó a mi lado y me dio un beso en la frente. Además, me dio una palmadita en el culo; probablemente porque me vio cabizbajo y pretendía animarme. Y por muy absurdo que parezca, lo consiguió.

Poco más tarde íbamos bajando las escaleras cuando nos topamos con una mujer. Su pelo largo era rojo como un atardecer; sus ojos verdes como un silencioso prado y su cuerpo era largo y con unas proporciones milimétricamente perfectas. Parecía sacada de un cuadro. Al verla, Eric se mostró muy alegre, y corrió a abrazarla.

—¡Laura! Hacía mucho que no te veía. Creía que te habías hartado de aguantar al gilipollas de mi padre.

—Oh, cariño —respondió ella risueña—, la verdad es que nos peleamos. Ya sabes lo terco que es: como le lleves la contraria se pone insoportable. Llevé un vestido de noche escotado a la inauguración de la galería Bernini y me discutió por ello. Yo le respondí que llevaría lo que me diera la gana, que para eso era mi cuerpo, y me marché. Lleva varios días mandándome flores, así que he venido a verle.

—Ni se te ocurra perdonarle. No tiene ningún derecho a censurarte. Cada cual viste como quiere, y si le dan celos, pues que se los trague. Eres guapa. ¿Y qué? Eso no significa que vayas mostrándote para que te miren. La gente tiene un concepto equivocado de las mujeres. Generalmente, os ponéis guapas para vosotras mismas. Y eso no tiene nada de malo.

—Oh, pero qué mono que eres, cielo. —Revolvió un poco el pelo de Eric, y sólo entonces se percató de mi presencia—. ¡Anda, pero si eres Mark! ¡Qué sorpresa!

—¿Me conoce usted?

—¡Claro! Eric no para de hablar de ti. Todo bueno, claro. Es un chico muy dulce.

Bueno, lo de dulce es discutible. Sobre todo cuando se pasa los entrenamientos llamándote enano de todas las maneras habidas y por haber, lo que, por otra parte, en realidad roza el

bullying

.

—¿Y sabes qué? Ahora somos novios —aclaró Eric triunfal.

—¡Oh, te dije que era cuestión de tiempo! Con esa relación que tenéis y ese encanto tuyo, era sólo cuestión de tiempo. —Fruncí el ceño, porque ese comentario no me hacía mucha gracia—. Oh, no te enfades, guapo. Conozco a Eric desde que era un niño de doce o trece años, y jamás lo había visto entusiasmado hasta que empezó a hablar de ti.

—Ella es mi madrastra malvada —reveló Eric—. Sólo que no es malvada.

—Te quedarás a cenar, ¿no, Mark? Nicco prepara unas napolitanas de muerte.

—Lo cierto es que…

—Me voy de casa, Laura. Mi padre ha intentado sobornar a Mark para que me dejara, y ha sido la gota que colma el vaso.

—¡Hijo de mi vida! ¡¿Pero a dónde vas a ir?!

—Me da igual. Lejos de aquí.

—Ay, te acogería encantada en mi piso, pero es enano. Apenas cabe mi perro Francesco. Imagina otra persona.

—No te preocupes, tengo pasta. He ahorrado para emergencias. De momento me quedaré en un hotel y después ya veré.

—Eric, cariño, tu padre te quiere mucho, a pesar de su obsesión con el legado Amanti. Estoy segura de que será razonable; sólo tienes que acostumbrarlo poco a poco. Es un señor de la vieja escuela, pero lo entenderá.

—Lo siento, pero no. Me largo. Y ya. No puedo quedarme más a charlar o aparecerá Drácula a gritarme que soy un necio. —Me cogió de la mano—. Nos vamos.

—Promete que me llamarás si necesitas algo.

Eric asintió. Luego nos fuimos.

Mientras íbamos en el coche de camino a mi casa, Laura llamó a Eric para decirle que su padre estaba muy afectado y arrepentido, pero él se desentendió argumentando que ya era demasiado tarde.

Lo cierto es que la tal Laura me ponía nervioso. A ver, no es que yo sea celoso. Sin embargo, ¿qué clase de chico se lleva bien con su madrastra? ¡Y tan atractiva además! ¿Seguro que no se la había…? No. No. El propio Eric me dijo que no podía ponerse «viento en popa, a toda vela» con una mujer. ¡Debía borrar esos celos! ¡Por Dios, si confiaba en Eric! ¡Confiaba tanto que se lo iba a demostrar!

Mientras pensaba en éstas y otras cosas, Eric se había parado delante de mi casa. Permanecimos un rato así: tan ociosos como un barco pintado sobre un pintado océano. Eric esperaba a que me bajara, pero yo le daba conversación con temas triviales y ajenos a toda nuestra situación. Creo que lo permitió porque él tampoco quería separarse de mí: mis razones eran el miedo —o la vergüenza— a entrar, no a que no confiara en él.

Laura volvió a llamar, y me sentí menos molesto porque posponía mi entrada. Ahora contó que le había dicho al señor Lover que si ella quería vestirse provocativamente estaba en su derecho de hacerlo, que el problema lo tenían los otros, que se recreaban la vista con ella —¡las quejas a ellos!—. Además, bien que a él le gustaba que las señoronas de las fiestas lo miraran para subirle la moral. ¡No tenía nada que recriminarle! A todo el mundo le gusta que le alaben, y eso no es malo.

Su charla me dio qué pensar. Eric tenía derecho a tener amistades y yo no tenía ninguno a conspirar. Si lo miraban, pues que lo miraran. ¡Si es que estaba bueno: eso era inevitable! Y también era bueno para él, para subirle la moral. Pero del mismo modo lo sería para mí, pues significaba que tenía buen gusto.

Dieron las 22:30 y ninguno de los dos había cenado. Eric me dijo que sería mejor que me marchara, porque debía de tener hambre. Supe que había llegado el momento y ya no había marcha atrás. Cerré los ojos con fuerza y suspiré. Después, abrí la puerta del coche y observé el aire espectral que le daba a mi casa la luz de la cocina abriéndose paso por la ventana. Esta vez no necesité que una voz en mi cabeza me dijera lo que tenía que hacer: estaba claro.

——————

Mis padres parecían perplejos, y no era para menos.

—A ver, a ver. ¿Desde cuándo dices que estáis saliendo? —preguntó mi padre recolocándose en el sofá del salón.

«Un día», pensé. Pero eso no era exacto. ¡No hacía ni un día! Bueno, realmente ninguno de los dos se había declarado ni nada de eso. ¿Se podía decir realmente que estábamos saliendo? No lo tenía muy claro; lo que sí tenía claro era que si le decía la verdad iba a quedar fatal, de modo que decidí identificar como principio de nuestra relación el inicio de aquel pacto infantil.

—Un par de meses o así.

Mi padre frunció el ceño y le echó una mirada a mi madre, que sencillamente me observaba con pena. Ella me apoyaría. Es más, estaba seguro de que él también lo haría. Por mucho que no lo hubieran hecho perfectamente conmigo, lo hicieron lo mejor que pudieron, y eso ya debería ser perfecto.

—Cariño —dijo mi madre suavemente—, lo que nos estás pidiendo es un imposible.

Decir eso delante de Eric la ruborizó. Y la culpa era mía, por ponerlos en semejante situación. Pero ¿qué puedo decir? Así era más fácil convencerlos y también me daba fuerza.

Eric, por su parte, tenía el cuello flexionado hacia abajo. Debía de sentirse tan abochornado que no era capaz de unirse a la conversación.

—¡Pero es que…!

—No nos malinterpretes —continuó mi madre, recuperada de su ataque de vergüenza—. Nos alegramos muchísimo por ti, y nos sentimos muy orgullosos por que tengas la valentía de salir del armario. Sin embargo, no podemos permitirnos otra boca más que alimentar.

—¡Trabajaré! —exclamé decidido—. Traeré el dinero suficiente para que podamos mantenerle.

—¿Y qué pasa con el club de fútbol? —dijo mi padre—. No vas a tener tiempo para él si trabajas.

—Bueno, puedo buscarme algún trabajo para el fin de semana.

—No sé si eso será suficiente, hijo.

—¡En ese caso, yo…! ¡Yo…!

—De eso ni hablar. Seré yo el que trabaje —interrumpió Eric—. No me importa si tengo que dejar el instituto. Me parece un precio bajo por la libertad.

Había dicho esto en la misma posición de antes, pero se le notó una endereza en la voz que hizo que me estremeciera. No obstante, no iba a permitirle que se sacrificara por mí. Empezamos a discutir sobre quién trabajaría y quién no. Mis padres, mientras tanto, nos observaban con una sonrisa boba. Paulatinamente la intensidad de nuestra pelea empezó a bajar hasta que se desvaneció y dio paso a que mi padre hablara.

—¿Y por qué no hacemos lo siguiente? Tú —señaló a Eric— puedes trabajar por las tardes, y Mark los fines de semana. Lo que falte ya lo pondré yo haciendo horas extras, ¿de acuerdo?

—¡¿En serio?! —Eric y yo no podíamos creerlo—. ¡¿En serio, papá?!

—Tampoco tenemos otra opción. El chaval no tiene ningún sitio a donde ir, y ahora es parte de nuestra familia.

Inmediatamente me lancé a los brazos de mi padre, y le abracé como jamás le había abrazado. Mi madre, emocionada, se unió, y tanto ella como yo no pudimos evitar que se nos escaparan unas lagrimitas. Eric se quedó atrás, rascándose el brazo como hace quien está en una situación algo incómoda. Pero, cuando liberé a mi padre, él dijo con una sonrisa:

—Muchas gracias, señor.

—Llámale papá —le corregí burlón.

Todos nos echamos a reír, y creo que eso nos hizo liberar muchas tensiones. Soy muy consciente de la suerte que tengo: nadie habría acogido a un desconocido en su casa por mucho que fuera el novio de su hijo. Pero mis padres sí, porque mis padres eran los mejores del mundo. El problema —en el fondo lo sabía— siempre había sido yo. ¡Bueno, no me iba a martirizar por eso! Con ese gesto mi corazón ya no albergaría dudas nunca más. Ellos me querían y yo a ellos.

Mientras Eric iba a por su maleta al coche, me advirtieron de los riesgos de la convivencia con tu pareja.

—Ya es difícil con alguien con el que llevas saliendo 3 años —dijo mi madre. Iba por mi padre—. Imagina con alguien con el que sales desde hace un par de meses.

O un día…

—También está el problema de la edad. Sois aún muy inmaduros para saber llevar esta situación, de modo que os la vais a dar seguro —continuó mi padre, suspirando—. Aun así, sé que nada de lo que diga te convencerá de posponer lo de vivir juntos. Y haces bien: él te necesita ahora mismo.

—Otra cosa, cariño. ¿Qué pasa si cortáis? Vas a crear una situación de lo más incómoda, ¿no crees? Tendrás que echarlo de casa, porque (y no tengo nada en contra de él) sería algo absurdo que siguiera viviendo así si no estáis juntos.

—Me estáis agobiando. —Fruncí el ceño.

—Nosotros hemos cumplico nuestra parte —concluyó mi padre—. El trabajo de un padre a tu edad ya pasa de ser el de controlar al de aconsejar. Debes ser dueño de tus propios errores para aprender de ellos. Te toca vivir a ti, Mark. Pero, pase lo que pase —sonrió—, nosotros siempre estaremos aquí para apoyarte.

Volví a abrazarles bendiciendo mil y mil veces mi suerte por nacer en esa familia. Después, mi madre confesó que ya había tenido sospechas de mi homosexualidad, porque, y cito textualmente, era demasiado «entusiasta». No sé qué quiso decir con eso, pero le tuve que explicar que yo no era gay, sino que era, al menos, bisexual. Realmente no lo tenía muy claro, pero tampoco me importaba. Quería estar con Eric, y eso era todo.

Ellos se mostraron conformes con lo que sea que yo fuera o quisiera ser, y volvieron a incidir en que me apoyarían siempre. ¿Y qué más daba si Dylan sacaba mucha mejor nota que yo? Su amor no estaba condicionado por mis éxitos. ¡Su amor era incondicional! No tenía que preocuparme por ser o no un fracaso. En esta vida es mejor tener alguien que te quiera a tener éxito. Porque esa persona te puede consolar del fracaso, pero el éxito no te puede consolar del desamor.

Eric entró de nuevo y se disculpó vehementemente por no haberse presentado apropiadamente. A mí también se me había olvidado con los nervios y las prisas, de manera que los presenté a los tres de manera adecuada y fui a ayudarle con las maletas.

—Lo único malo es que no tenemos ninguna habitación libre. Aunque este sofá es sofá-cama.

—Cariño —dijo mi padre con un deje de ironía—, no hace falta tanto puritanismo. Ni que nuestro Mark fuera una colegiala.

Eric se tapó la boca para que no se notara que ese comentario le hizo reír, y yo, como es obvio, le eché una mirada de las que derriten el hielo.

—O sea, que si fuera una chica no lo permitirías, ¿pero como es un chico sí?

«Papá, la estás cagando», pensé.

—No, no... Yo sólo digo que… Dylan duerme en la otra litera. No podrían hacer nada.

—¿Y si fuera una chica eso cambiaría que Dylan durmiera abajo?

Mientras discutían de una manera pasivo-agresiva, nos escabullimos. Luego mi madre revelaría que propuso el sofá para que Eric no se sintiera violento. No sé cuánto habría de verdad en eso, pero tampoco me pareció de lo más trascendental.

Y hablando de Dylan, sabía que mi conversación con él sería dura. En cuanto entramos en mi cuarto lo encontré en la cama de abajo —¡mi cama!— leyendo uno de sus libros de filosofía. «¿Ya habéis terminado esa charla tan importante en la que no puedo participar?». Puro sarcasmo. Encantador.

—Sí. Mira, te presento. Éste es Eric. Es mi novio y se va a quedar a vivir con nosotros.

Lo observó con tan destacada indiferencia que sólo podía ser deliberado.

—¿Cómo que se queda a vivir con nosotros? Normalmente la gente se casa primero, o al menos espera unos años.

—Sigues molesto por lo de esta tarde, ¿no?

—Nunca me cuentas nada. ¿No te da por pensar que igual estaba preocupada por ti?

Me eché a reír. ¡¿Él?! ¡¿Preocupado por alguien que no fuera él mismo?!

Dylan puso mala cara y ahora sí que decidió prestar atención a Eric, que estaba de pie detrás de mí.

—¿Sabes lo fácil que sería para mí ponerme tu ropa y hacerme pasar por ti? De niños solíamos hacerlo para burlarnos de papá y mamá. ¿Qué te hace pensar que no podría engañar a tu novio para tirármelo?

—Di que sí, Dylan. Todo para ti siempre. ¡Nada para el pobre Mark! Arrebátame, una vez más, algo que pueda llamar mío.

Aquellas palabras, no dichas en un tono especialmente agresivo, parecieron afectarle de alguna manera, porque se cayó y volvió a enterrar la cabeza en su libro.

—Puede quedarse. Mientras no me moleste. Eso sí, si vais a hacer algo sexual id a un hotel o al instituto.

—Siempre es un placer hablar contigo —sonreí irónicamente.

Le indiqué a Eric, no muy alto para no molestar a su Majestad, donde estaba todo, donde guardar sus cosas y donde íbamos a dormir. Mi cama no era muy grande, pero mejor: apretaditos es como mola.

El chico no supo cómo agradecérmelo. Me estrujó con fuerza una y otra vez y me llenó de besos silenciosos. Podía ser que nuestra situación no fuera la mejor del mundo, pero era nuestra y sólo nuestra, y, ya por ello, era perfecta.

A partir de ese día Eric y yo empezamos a vivir juntos.

CONTINUARÁ...