El diario del sacrificio de Mark Twin 6

Después de lo que pasó entre Eric y Mark, ¿cómo reaccionaría nuestro pequeño héroe? Se ha sumido en el sueño, pero eso es siempre pasajero. Tarde o temprano hay que enfrentarse al despertar.

Y cuando alzo los ojos para observarte

en mi corazón se inicia un terremoto

que suspende en mi alma todos los latidos.

—Vita nuova, Dante Alighieri—

Diario de una adolescencia gay

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Un relato del Enterrador

El diario del sacrificio de Mark Twin 6: ¿El sacrificio se vuelve realidad?

Hicimos el amor por primera vez

bajo los materiales deportivos…

por primera vez…

bajo los materiales deportivos…

Era como un eco en mi cabeza, un eco que rellenaba la oscuridad con un estímulo sonoro. Mi mente estaba aún flotando, pegada a la tela que divide el mundo real del de los sueños, pero aún sin atravesarla. Sin embargo, mi cuerpo ya había regresado, y lo primero que hizo fue activar mi corazón: no como siempre, claro. Trataba de avisarme de que algo había pasado, algo que no recordaba. Lo sentía latir desbocado e irradiar un ardor asfixiante, aunque era una sensación distante, lejana: como si estuviera fuera de mí, o incluso fuera el de otra persona.

Traté de hablar, pero sólo conseguí carraspear un poco. Estaba ronco, de modo que supe que había gritado. Eso fue lo primero de lo que me di cuenta. Lo siguiente que noté fue que había estado llorando, porque tenía las mejillas acartonadas de las lágrimas secas. Eso, en realidad, no me preocupó nada cuando me percaté de lo último: ¡estaba en calzoncillos!

Por fin mis ojos se abrieron y se toparon con la sonrisa de Eric. No la irónica y burlona de siempre, sino una cariñosa. Entonces me acordé.

—Buenos días, bello durmiente —dijo—. Te has puesto a sobar dejándome solo y aburrido.

En esos momentos me quería morir. Y no es una forma de hablar. ¡Me quería morir!

El pánico me invadió de tal manera que no se me ocurrió qué decirle, y, por tanto, callé. Al ver que yo no me dignaba a contestar, continuó:

—Me has puesto en un buen aprieto, Mark. No sabía cuándo diablos ibas a despertar, así que ya estaba pensando en llevarte a lo princesita a mi coche y dejarte en tu casa. No lo he hecho porque he supuesto que me habrías matado al enterarte. Por eso de que alguien habría podido vernos.

Eric también estaba en calzoncillos, imagino que por solidaridad. Mientras hablaba me fijé en que nuestra ropa estaba en el suelo, mezclada y revuelta. Yo estaba seguro de que no llevaba calzoncillos cuando dormí —o me desmayé—, así que estaba claro que él me los había puesto. «Dios, qué vergüenza», pensé, «Y qué miedo. Miedo de él y miedo de mí. ¡¿Por qué hemos hecho eso?! ¡Se suponía que él sólo estaba bromeando! ¡Y se suponía que yo era…! ¡No, que soy…!». Me interrumpí. Eric demandaba una respuesta, y yo tenía que dársela. La cosa es que mi único interés era salir por patas del vestuario y no volver jamás: ni al gimnasio, ni al instituto, ni al pueblo.

No estaba enfadado. Lo intuía; el problema es que ahora intuía otra sentimiento en él. Y eso me aterraba.

—Lo siento —atiné a decir con un hilo de voz.

Desilusionado, agachó ligeramente la cabeza y frunció el labio. Esperaba de mí algo que yo no podía pronunciar siquiera. Y eso me puso triste. Pero es que el hecho de que me pusiera triste me puso aún más triste. ¡Debía salir de ahí!

Me levanté avergonzado y me puse a recoger mi ropa. Dios, ni siquiera podía mirarle a la cara. Él debió de notarlo, porque su expresión se volvió algo sombría. No obstante, no añadió nada más, sino que me observó en silencio. Una vez me hube vestido le anuncié que me iba a casa, porque bastante había hecho esperar ya a mi hermano y estaría preocupado —aquella mentira me hizo reírme un poco por dentro y me sentí algo mejor—. Sucedió lo que me temía: se ofreció a llevarme a casa una vez más. Lo rechacé. El problema es que ya se había hecho de noche, y Eric, escudándose en que era un caballero y toda esa clase de cosas, dijo que no pensaba dejarme solo.

Habría querido gritarle que no era un niño y que podía cuidarme por mí mismo, y más aún que no era una chica, pero en lugar de eso asentí con la cabeza gacha.

Como era de esperar, el viaje en coche fue en absoluto silencio. Yo estaba tenso como un gato en una pelea, y no dejaba de mirar al frente, temiendo cualquier tipo de contacto con Eric. Por otro lado, me aterraba el momento en el que llegara, porque tendría que salir del coche y decirle algo. ¡Qué mínimo que gracias!

A pesar del nerviosismo, conseguí que mi mente volara rápido de allí. Me refugié en una de mis fantasías, aquéllas en las que había conseguido ser al fin jugador profesional. Me veía a mí mismo vestido con la camiseta blanca de la selección estadounidense tras ganar el mundial. Y un periodista se acercaba. Yo le contaba qué tal el partido, cómo había jugado, la importancia del trabajo de todos los jugadores, los nervios que había pasado y… De repente, estaba llorando. El periodista me miraba emocionado, y me dio un momento para recuperarme cambiando de tema. Pero yo no pude resistirme: lo besé. Por supuesto… ese periodista era Eric.

Volví de mi ensoñación e investigué furtivamente su apariencia a través del retrovisor. Parecía relajado, con esa expresión pícara de siempre. Sin embargo, y no sé por qué, algo me decía que no estaba así para nada.

—¿Puedo poner la radio? —dije. Mi voz sonó abrupta, ansiosa, y retumbó en mi cabeza durante varios segundos, tiñiéndome de rubor.

Simplemente asintió. No de forma borde ni seca, pero quizás sí de forma dolida.

Me hice el ignorante y puse la radio para rellenar el silencio con algo de música. A mi toque del botón de play surgió la melodía de

Roses

, de Chainsmokers. «Mierda», solté para mí. Quise cambiar de emisora, pero mi mano ya había vuelto a su pose inicial, y mi inseguridad me hizo creer que quedaría peor quitando la canción que haciendo como que no notaba por qué era inapropiada en ese momento. Me acomodé hacia la ventana y cerré los ojos, muerto de vergüenza. Y la radio recitó como una voz celestial que cantaba para nosotros: “

Oh, I'll be your daydream, I'll wear your favorite things. We could be beautiful. Get drunk on the good life, I'll take you to paradise. Say you'll never let me go


”.


Nota

: Oh, yo seré tu sueño diurno. Yo llevaré tus cosas favoritas. Podríamos ser hermosos. Embriágate de buena vida; te llevaré al paraíso. Di que nunca me dejarás.

Siempre lo he dicho y nunca me cansaré de repetirlo: soy un puto desastre.

Poco después, representé la despedida tal y como la había planeado. En cuanto el coche paró ante mi puerta, me bajé y le di las gracias. Eric buscó mis ojos, aunque no los encontró, porque estaban clavados en el suelo. A pesar de ello, dijo en tono jovial: «Para lo que necesites». Después murmuré un distante «adiós» y él me imitó. Ya de espaldas oí a su coche arrancar de nuevo y marcharse. En ese momento debería haber gritado: «¡Toma! ¡Al fin me he librado! ¡Ahora podré meterme en casa y olvidarme del asunto! Mañana iré a clase y actuaré como si no hubiera pasado nada para que las cosas, poco a poco, vuelvan a la normalidad». Sin embargo, sólo podía pensar en que su última frase había sido un ataque. Yo lo había necesitado, había necesitado afecto y cariño, y él me lo había dado. Pero luego le había respondido con rechazo y vergüenza. ¿Quería decir que él hacía lo que yo necesitaba, pero que yo me negaba a darle lo que él necesitaba?

Saqué las llaves —menos mal que no se me olvidó cogerlas de mi taquilla cuando recogía mi ropa— y abrí la puerta de casa. Inmediatamente me encontré con Dylan, que leía en el sofá del salón.

—¿Qué horas son éstas de llegar? Estaba muy preocupado.

—Ya te veo. —Suspiré irónico.

—Mamá ya ha llegado. Le he tenido que decir que tenías que hacer un trabajo con un compañero para que no le diera algo. De nada.

—Eres muy considerado, sí —espeté indiferente mientras caminaba hacia mi cuarto.

Sus ojos se entrecerraron cuando estuve a su lado, y me agarró del brazo cuando quise girarme.

—¿Otra vez has…?

—Sí, otra vez he llorado. ¿Algún problema?

Mi actitud desafiante despertó en él cierta cautela que jamás le había visto. Aun así preguntó por qué. Como yo contesté que no era asunto suyo y me fui al dormitorio, me siguió algo preocupado —imagino. Aunque en realidad es más probable que por dar por culo—.

—¿A dónde vas? La cena estará lista en nada.

—Voy a la cama. Dile a mamá que me he muerto o algo. Me da igual.

—¡Mark! —gritó.

Me ardía el pecho. Tanto que si se me acercaba no habría podido pegarle, aun siendo consciente de que estaría pagando con él mi enfado. Y ni siquiera sabía a quién iba dirigido. ¿Acaso a Eric? ¿O a mí?

—Por favor —mascullé tratando de canalizar mi ira—, déjame dormir. Sólo quiero que este día se acabe.

Silencio. Yo ya estaba enterrado en la almohada, de modo que sólo intuí que se había ido cuando oí la puerta cerrarse. Podía decir sin miedo a equivocarme que eso era lo único que me había salido bien ese día. Estuve dándole vueltas a lo de Eric durante unas horas, y hasta tuve conversaciones imaginarias con él, pero al final conseguí dormirme. Mientras, oía en la distancia que Dylan me excusaba ante mis padres. Dijo que me había acostado sin cenar porque tenía cagalera. «Capullo...», fue mi último pensamiento antes de desvanecerme.


La rabia se había evaporado a la mañana siguiente, y hasta le pedí disculpas a Dylan. Él no le dio importancia, porque, según dijo, la mayoría de las personas no pueden controlar sus emociones y se dejan llevar por ellas. Esto se debía, a su parecer, a que no reflexionaban y actuaban impulsivamente. Me recomendó que leyera filosofía, que aclara mucho la mente. En resumen: la culpa era mía, como siempre. Y era un loco, una bestia salvaje incapaz de controlarse. Pero me daba igual. Yo sé que actué mal y ya le había pedido disculpas, de modo que lo demás sobraba.

Pasé el día dándole vueltas a cómo actuar ante Eric. Y las únicas ideas que se me ocurrían eran exageradas o absurdas. —Al final mi hermano iba a tener razón…—. Aunque sí que tomé una resolución, y me pareció muy madura: no iba a huir. Me enfrentaría a él, y, como no sabía qué hacer, no haría nada. Actuaría como si nada hubiera pasado. Así, aquello que desearía que fuera un sueño se iría transformando poco a poco en uno a manos de mi memoria.

Abrí y atravesé la puerta del gimnasio en un movimiento rápido, como el niño que se lanza al agua sin pensar para aprender a nadar. Mi mayor enemigo era mi propio pensamiento, y si iba tan deprisa que no me diera tiempo a pensar, evitaría enfrentarme al problema.

Una vez dentro la normalidad de la escena me sobrecogería un instante, como un presagio, y después me tranquilizaría. Los novatos practicaban pasándose el balón en círculo, Sony jugaba a su consola en un lado, absorto; Mila y Tyler trataban de meterle goles a David, que hacía de portero. Estaba tan preocupado por encontrar a Eric que en ningún momento reparé en David —ni lo que nos hizo ni lo que le habíamos hecho—. Tras fijarme bien, vi que Eric estaba ayudando a los novatos con su entrenamiento.

De repente, Bert protestó.

—¡Ya era hora, Mark! Llevamos un rato esperándote. Menos mal que Eric se ha ofrecido a ponerse con nosotros mientras tú no estabas.

Vale, no había dudado ante la puerta, pero sí que había estado una media hora dando vueltas por todo el instituto, tratando de reunir el valor suficiente para entrar.

—Lo siento mucho —respondí—. Es que me he entretenido hablando con…

¿Mi hermano? No, no podía decirles eso. ¡Eric lo sabría! ¡Eric sabía que mi hermano se iba a casa en cuanto acababan las clases!

—¿Con…? —inquirió aún más Bert.

Algo había cambiado en su forma de tratarme. ¿Acaso creía que le iba a temer porque presenciara lo que hice? A lo mejor sólo me estaba tanteando para comprobar si era así. De cualquier modo, no me gustaba nada.

—Venga, basta ya —interrumpió Eric dando dos palmadas—. Ahora que Pulgarcito está aquí ya podéis entrenar en serio. Os dejo, que tengo que hacer cosas de subcapitán.

Casi instintivamente había fruncido el ceño. Sin embargo, no podía mirarle a la cara. Habló como siempre lo hacía, sin un ápice de rencor —molestia quizás, pero no rencor—, y eso me hizo estremecer. ¿Por qué me había ayudado?

Cuando quise darme cuenta ya se había marchado, y algo vengativo hice a Bert dar diez vueltas al campo. Como si ya lo esperara, asintió y lo hizo. Una parte de mí dedujo que todo era obra de Eric, pero no me lo planteé mucho, puesto que en realidad no quería saber la respuesta. Simplemente di las gracias a que la situación no hubiera sido tensa y me concentré en los chicos, que aceptaron encantados la idea de que hiciéramos una pachanga con la portería que había quedado libre.

Durante el juego desvié mi atención a Eric en varias ocasiones —furtivamente, claro—, Y parecía el mismo de siempre: se había unido a Tyler y Mila contra David, y de vez en cuando soltaba alguna broma y se reía. Mila le seguía, y hasta Tyler sonreía un poco —¡con lo serio que era!—, pero David sólo se quejaba. En cierto momento le soltó: «Será mejor que te calles, viejo amigo. Ya sabes que mi novio es muy fuerte, y que no dudará en atizarte si me maltratas». Fue en tono jocoso, y creo que sólo lo entendimos los implicados, pero aun así me puse rojo como un tomate. Para empeorar las cosas, Eric me pilló espiándoles en ese momento y me guiñó un ojo.

A lo tonto mi equipo perdió 4 a 6. No está tan mal, y seguro que los chicos lo achacaron a que no quería favorecer a ninguno de los dos bandos, ¡pero no podía dejar que los novatos me dejaran en ese lugar! ¡Yo tenía mi orgullo, y ese día me lo estaban hiriendo por demasiados flancos! En la segunda pachanga ganamos 8 a 3. Noté su desaprobación; no obstante, me dio igual. ¡Lo necesitaba! Casi grito un «¡Toma! ¡Os he demostrado que no soy un inútil! ¡Que merezco la victoria! ¡Que merezco que…

(Eric me quiera)

me respeten!».

Mis ojos se agrandaron. ¿Por qué ese pensamiento fugaz?

—Mark —oí.

Esa voz me sacó de mis pensamientos. Estaba solo en ese lado del campo. Los novatos se habían ido al otro extremo, y estaban hablando con Eric y David.

—¿S-sí?

—David ha dicho que vais a jugar un partido entre todos para ver cómo andamos para el campeonato. ¿No lo has oído? —dijo Mila.

—Ah, perdona. Estaba pensando en algo.

—O en alguien. —Elevó ambas cejas.

Le pedí que no dijera tonterías y me fui tras ellos.

Mila, que haría de árbitro, distribuyó los equipos de la siguiente manera: en un lado estaban David, Tyler y 5 novatos, y en el otro 4 novatos, Sony, Eric y yo. No me quedaban fuerzas ni para quejarme de mi mala suerte. Ni siquiera cuando Eric me echaba el brazo por el hombro presumiendo de la buena suerte que había tenido de caer con el «amor de su vida». Su contacto era suave y cálido, y no me refiero a su piel. Lo sentí con algo que no era el tacto, con algo que estaba dentro de mí, algo que no sabría explicar.

Lo aparté de un manotazo y protesté por tener que aguantarlo en mi equipo. Allí estaba: su sonrisa traviesa de siempre. Y yo experimenté la indignación de siempre porque bromeara con eso, aunque seguramente por otra razón.

Mila, tan astuta como siempre, puso a David de portero de su equipo para que no se metiera con nadie. Yo tuve la ligera esperanza de que a mí me hiciera lo mismo y así me apartara de él, pero puso a Sony. Era lo lógico: él siempre era portero. No le gustaba moverse, lo que me llevaba a preguntarme muchas veces por qué se había apuntado al club. En realidad, todos lo sabíamos: por Tyler. Estaban muy unidos; tanto, que en el instituto se bromeaba con que eran unos amantes incestuosos. Cuando un chico se lo dijo a Tyler a la cara, éste le pegó un puñetazo que le saltó un diente. Desde entonces sólo se habla de ellos así a sus espaldas, y con mucho tiento.

Eric y yo éramos los centrocampistas, y mientras todo se disponía y ya estábamos en nuestras posiciones me soltó con su habitual desparpajo:

—Voy a intentar dejar la pelota todo lo bajo que pueda cuando te la pase, ¿vale, Mark? Para que puedas alcanzarla con la cabeza.

¿Por qué estaba actuando como siempre? ¿No sentía nuestra relación enrarecida, manchada? Sin levantar la vista del balón, repliqué:

—Y yo intentaré darte instrucciones sencillas, de una sílaba o dos. Para que que tu cerebro pueda procesarlas.

—¿Vas a darme instrucciones? Eso suena muy bien.

—Lo que tú digas.

El partido se sucedió con toda suerte de chascarrillos del tipo: «¡Mark, tienes que saltar para quitarle el balón!», «Mark, protege la portería. ¡Y levanta los brazos para parecer grande!», «Mark, cuélate entre sus piernas y róbale el balón».

Mark…

Mark…

Mark…

Su voz resonaba en mí, pero no como hubiera sido de esperar. No era una repetición de sus palabras tal cual las decía, sino que era una respuesta de mi propia mente, una equivalencia: cuando pronunciaba mi nombre sobre mí al masturbarse.

Corrí y corrí (Mark…), corrí todo lo que pude para alejarme de (Mark…) ese sonido y de Eric. Pero me perseguía (Mark…), porque no salía de él, sino de mí. Mi cerebro necesitaba huir de eso. No podía aceptar que estaba empezando a sentir algo por él. Por eso dejé de cuestionar su reacción y a centrarme en la de él. Según la forma en la que me trató y lo que hicimos, cualquiera pensaría que le gusto. ¿Entonces por qué me estaba tratando como si nada? La única referencia al día anterior fue al puñetazo de David, pero aquello a mí no me interesaba nada. ¡Si yo le gustaba, ¿qué menos que tratarme bien?!

Era cierto que mi actitud con él fue muy seca en el viaje de vuelta a casa, pero ésa no era razón para rendirse. ¡No estaba bien que se rindiera tan fácilmente! ¡Yo, por muy inseguro que fuera, tenía mi orgullo! ¿Cómo se atrevía a tratarme así? Por supuesto, no pedía que habláramos del tema —eso me daba pánico— ni mucho menos que volviéramos a hacerlo. No obstante, esperaba algo de duda o rubor en él. Y no es que ni coma ni deje comer, como dice el dicho; es que aquello era raro, desconcertante.

Cuando quise darme cuenta el partido había terminado, y yo había estado pendiente a mis propias ideas. Mila se acercó a darme la enhorabuena. ¡Habíamos ganado 2 a 1! Pero yo sabía que no había sido por mí, sino por Eric.

Por eso, fue una humillación que él mismo me diera una palmadita en la espalda y dijera que lo había hecho muy bien. En un tono cariñoso pero distante: un tono amistoso. Asentí y esta vez pude mirarle a la cara. Le respondí; sin embargo, era como si no hablara yo, como si la sonrisa no fuera mía, como si mis ojos no apuntaran donde yo quería. Todo era falso. Y eso me revolvió las tripas, porque me di cuenta por primera vez en mi vida de que el sexo arruina la amistad. Nada volvería a ser lo mismo, y creo que él lo sabía: ésa era la razón por la que actuaba así.

No sé cómo llegamos a esa parte de la conversación; sólo sé que oí a Eric:

—Si te montas sobre mí podemos ser el mejor portero del mundo. Como eres tan bajito, no abultarás mucho. Te meteré en una chistera. Así, si no alcanzo la pelota puedes pegar un brinco y…

—Eric —le interrumpí—, ¿podemos hablar en privado cuando se hayan ido todos?

Ni yo mismo entiendo por qué dije eso. Había estado queriendo evitarlo todo el día: ése había sido mi único pensamiento. ¿Acaso mi orgullo, o algo más, necesitaba que hablara con él?

Su expresión cambió.

—¿En los vestuarios?

Me estaba tanteando, o quizás es que quería repetir. Pero yo no. Le propuse que fuéramos al patio. A pesar de que no habría nadie allí a esa hora, era terreno neutral. ¡No creo que intentara nada al aire libre!

Mientras caminábamos en silencio al exterior me sentí orgulloso de mí mismo por tomar la madura resolución de hablarlo allí y ahora. Para mi sorpresa, no tenía dudas; tan sólo nervios. Lo normal. La cosa es que ni siquiera sabía qué iba a decir o hacer. Pero presentí que tenía que ir. Ya era hora de poner las cartas sobre la mesa. Era hora de acabar con los jueguecitos.

Cuando llegamos se sentó en el banco, expectante ante lo que tuviera que contar. Yo me quedé de pie tratando de ordenar mis ideas, y como me di cuenta de que era imposible, empecé con una pregunta acusadora, para exponerle y así nivelar nuestra diferencia de poder en la conversación.

—¿Qué sientes por mí?

—Qué directo —rió—. Te lo digo constantemente, y aun así me lo preguntas. ¿No te parece que eso es cruel?

—Buen contraataque, pero no has contestado a mi pregunta. Lo que paso ayer…

—Te dije que no significaría nada si tú no querías.

—Ya, pero ¿tú qué quieres?

—¿Acaso no lo sabes ya?

No había vacilación alguna en voz. Ni en su rostro. Y eso me aterraba, aunque no sabía por qué me aterraba. Sólo deseaba saber lo que él sentía. «¿Y luego qué», pensé para mí. Ese «luego» era lo que más miedo me daba en el mundo.

—Dilo.

Say you’ll never let me go

—canturreó girando levemente la cabeza, como un niño que revela su travesura.

Le pedí que hablara en serio, y él se limitó a encogerse de hombros. No entiendo por qué; ¡él parecía muy dispuesto a la conversación! En ese caso, ¿por qué me negaba su respuesta? Yo no iba a dar el primer paso porque yo no tenía ningún paso que dar.

—¡Te estoy diciendo que me digas de una puta vez qué es lo que quieres de mí, joder!

Mi boca se abrió ante la sorpresa que me acababa de dar yo mismo. Él seguía tranquilo, en la actitud pasiva del que aguarda pacientemente a que pase un autobús. Eso me estaba enfureciendo. ¿Por qué? ¿Por impotencia, por miedo o por orgullo? Quizás era una mezcla de las tres cosas, las tres cosas que me perseguían desde que lo conocí.

Se creó un silencio muy pesado: hasta pedí que la suave brisa que acariciaba nuestras mejillas y jugueteaba con nuestro pelo se convirtiera en un viento furioso. Pero Eric lo quebró con unas palabras que no olvidaré mientras viva.

—Hoy apenas he visto esos ojos tan bonitos que tienes.

Sentí una opresión en el cuello, unas ganas de llorar tremendas. ¡Y tampoco sabía por qué!

—Te contaré una historia —prosiguió—. Érase una vez un niño que era demasiado pequeño para el mundo. —Fruncí el ceño y me pidió que esperase—. Ese chico nació en una familia adinerada, y se supone que estaba destinado a dirigir un modesto imperio de galerías de arte. ¿Ves la ironía, no? Un imperio de galerías de arte no puede ser modesto.

»El caso es que a ese niño no le interesó jamás el arte. Cuando se está tan lleno de vida como él lo estaba, se desprecia lo estático, lo muerto. Él veía el mundo en movimiento, el mundo cambiante, y encontraba en la vida la belleza que su padre encontraba en los cuadros. Por eso nunca congeniaron. Por eso y porque había abandonado a su madre por una señorita 20 años más joven. El matrimonio tenía 4 hijos, y ese hombre vanidoso no había podido refinarle el gusto —como él decía— a ninguno. Entonces decidió quedarse al pequeño, al chico del que te hablo, porque era el único que no era un caso del todo perdido. A sus 10 años aún era moldeable. Su abogado, un hombre de negro que daba al chico una moneda de chocolate cada vez que le veía —llegó a acumular 30—, ganó fácilmente el caso y despojó al niño de su madre. Nunca más volvió a verla ni a ella ni a sus hermanos.

»Voy a avanzar un poco en la historia. Se mudaron lejos, y allí el chico empezó a asistir a un colegio de pago hasta que, un buen día, harto de ese ambiente hipócrita y cerrado, le exigió a su padre que lo cambiara a un instituto público. Pelearon, pero lo consiguió a cambio de tener un profesor particular los fines de semana. «Para rellenar las carencias que deja una educación pública», dijo.

»Por fin su vida iba a cambiar. Por fin se alejaría de ese ambiente rígido, de esas caras rígidas que tanto se asemejaban a las de los cuadros que tenía su padre por toda la casa. La pobre criatura le tenía miedo a los rostros de las pinturas, ¿sabes? Para él eran enigmáticos a más no poder. No decían nada. Y eso se traducía en que no podía saber en qué pensaban. Como tampoco sabía en que pensaban los niños de su colegio pijo, que sonreían, siempre sonreían, rígidos como estatuas.

»Pero para su sorpresa también había gente así en su nuevo instituto. Chicos que sólo se acercaban a él para aprovecharse de su pasta, y chicas que conspiraban para hacerse las herederas de su fortuna. Todos sonreían, sonreían con esas sonrisas rígidas.

»Claro que también hubo quien lo ignoró, y esa clase de personas le gustaban, porque eran sinceras. No obstante, que pasaran de él significaba que no lo querían en su mundo. Vivían dentro de un marco en el que ese chico no podía adentrarse, como un cuadro.

»Y aquí está el plato fuerte, Mark: al final encontró a un chico y una chica cuyas expresiones eran sinceras.

—¿Y se enamoró de esa chica?

Dejó escapar una pequeña risotada.

—Lo intentó; esto te lo puedo asegurar. Pero no funcionó. El chico era de ésos, ya sabes, a los que les atraen otros chicos. Después de salir con la chica y darse cuenta de lo que era, conoció a ese otro muchacho.

—¿Y se enamoró de ese chico? —repetí con el corazón acelerado.

—Casi desde el primer momento en el que lo vio. ¿Sabes? Una vez lei en uno de esos sobres de azúcar con citas célebres que, cuando amamos, buscamos un reflejo de lo que queremos ser. Y aquel muchacho era un reflejo de lo que él quería ser. Lo primero es que, aunque él no se creía mucha cosa, luchaba por sus objetivos con una nobleza desbordante. No aceptaba nada que no se hubiera ganado, y admiraba y apoyaba sinceramente a sus compañeros.

»Sin darse cuenta, nuestra héroe quiso probarlo. Es muy posible que el amor y el odio vengan de la misma parte del cerebro, Mark, porque algo oscuro salió de su amor. Sin embargo, sus intentos de ser un obstáculo para el chico de sus sueños siempre quedaban como zarpazos de cachorro de gato: que más que arañar hacen cosquillas. Porque lo amaba, lo amaba con todas sus fuerzas.

»En sus preciosos ojos azules veía brillar su nobleza, en sus quejas y enfados oía rugir su fuerza, y en su sonrisa, aquella que siempre deseó que le dirigiera a él, la sinceridad más grande que jamás había visto. Estaba vivo. Ese muchacho está vivo.

Mi cuerpo se me dibujaba como una cámara ligeramente desenfocada de lo tembloroso que estaba. Y, aunque había perdido toda la valentía, le pregunté:

—¿Ese muchacho era…?

Pero no me respondió. Se levantó prácticamente de un salto y me besó. Fue un gesto bruto y algo torpe, pero eso me complació mucho, porque fue la primera vez que lo notaba nervioso en toda la conversación.

Me rodeó con sus brazos y me apretó con fuerza, y yo, presa del momento, hice lo mismo. No hizo falta que hablara. En mi cabeza ya resonaba la respuesta: «Ese muchacho eras tú».

Cuando se separó se quedó clavado en mis ojos. Me sonrojó la idea de que tuviera algún tipo de fetiche con ellos.

—No deberías hacer cosas así. ¿No has oído hablar de la cultura de la violación? Ya nos han dado varias charlas en clase —dijo algo divertido para tratar de romper un poco la tensión.

—Lo siento —se disculpó arrepentido—. Lo último que quiero es forzarte. Después de tu reacción de ayer en el coche pensaba que odiabas lo que habíamos hecho, y por eso pretendía dejar las cosas así. Que todo volviera a ser como antes. Sabía que no lo conseguiría, pero no tenía otra opción que intentarlo. Aunque como ahora has insistido tanto en saberlo, yo… Bah, en realidad no tengo excusa.

—Dime una cosa. Todo el asunto del trato de ser novios y eso: ¿para qué era?

—Bueno, yo estaba consumiéndome en los celos porque tú no parabas de alabar a David y de querer estar con él. Por eso mi primer plan fue llevar todos los días a una chica diferente, para ver si conseguía ponerte celoso. Y, créeme, tus berrinches cuando las llevaba me hacían muy feliz.

—No estaba celoso. Estaba molesto porque eso perjudicaba al equipo —aclaré.

—De cualquier modo, como veía que no llegaba a nada y seguía celoso de David, quise tenerte, aunque fuera de mentira. E ideé toda esa tontería infantiloide para ver si poco a poco te enamorabas de mí.

«Pues lo has conseguido», me gritaba una voz desde el alma. Pero la hice callar.

—Ahora que ya no hay más secretos ni tonterías, te lo diré oficialmente: ¿quieres salir conmigo, Mark?

Era la primera vez que había visto el miedo anidado en Eric. No podía negar que su historia me había conmovido, y que había sentido muchas cosas con ese beso. No obstante, yo no podía salir con él. Y no por mí, sino por él.

—Eric…

—Estoy enamorado de ti —me interrumpió—. Soy consciente de que son palabras muy fuertes y que lo más prudente sería decir que me gustas, pero me da igual. Yo lo siento así y sé que es así: te quiero.

—Pero es que yo no puedo aceptarlo. ¡Sí, siento cosas por ti! ¡Pero es debido a mi necesidad de afecto! ¡Y eso no sería justo para ti! ¡Ni tampoco para mí!

—No me importa. Ya acepté una vez que estuviéramos juntos aunque fuera de mentira.

—¡No seas crío! Eso sólo te daría falsas esperanzas y a mí me crearía una dependencia tóxica.

—Sí, Mark, soy un crío, y tú también. ¿Por qué hablas como un adulto? ¿Dependencia tóxica? Así es el amor adolescente. ¡Y somos adolescentes! Que los psicólogos hayan venido a darnos un par de charlas no significa que sepamos amar. ¡No sabemos! Y es intentándolo y equivocándonos como aprenderemos.

—Ahora eres tú el que habla como un adulto —agaché la cabeza con un gesto melancólico—. Y suenas muy tentador.

—Mark, quiero hacerte mío. Pero para conseguirlo tienes que entregarte a mí. Si no lo intentamos, nunca lo sabremos. Sé que tú también lo deseas. Vamos, déjame ayudarte a superar tus carencias afectivas con mi amor.

—En ese caso tu amor será una cadena de la que jamás podré desprenderme.

—A mí me suena bien. ¿A ti no? —sonrió.

¡Claro que sí! Era un adolescente, un niño. Aquello de saber que te lanzas al vacío de la mano de alguien suena tentador, aunque sepas que te vas a dar de bruces contra el suelo. Había anidado mis miedos en palabras de adultos. Pero a mi edad debían ser un aliciente, no una prohibición. ¡Tenía que dejar atrás el temor! ¡Tenía que intentarlo! Una parte de mí quería probar.

De repente, imaginé que el patio se convertía en un bosque. Yo echaba a andar hacia atrás, como huyendo de Eric, pero éste me seguía decidido, con paso firme y unos aires de depredador que me atraían y repelían al mismo tiempo. Su boca se abrió y dijo: «Quiero que dependas de mí, que me necesites. Quiero que seas mío». Vi el peligro tan claro como quien ve sus manos cuando las levanta. Y sonreí. Sentí una felicidad que jamás en mi vida había experimentado. Yo había nacido para enfrentarme al peligro, no para huir de él. Tal y como había dicho Eric, me sentía vivo.

Su mano acariciando mis labios me despertó de mi alucinación.

—Estás vivo —susurró, como si hubiera estado dentro de mi cabeza—. Dios, es la sonrisa más bonita del mundo. No las habré visto todas, pero lo sé. Simplemente lo sé.

—¿Eso es lo que le decías a las chicas para que quisieran estar contigo? —alcé una ceja, burlón.

—Que les den a las chicas. Ellas no son reales: tú sí.

—¿Sabes cómo podría ser aún más real?

—¿Cómo?

Y lo besé. Fue el primer beso que yo empecé, y fue como saborear el cielo.

No me importó que nos estuviéramos equivocando, o que aquello fuera a ser tóxico y destructivo para mí. Sólo me importó que Eric y yo estábamos allí y los dos nos sentíamos bien el uno con el otro.

Cuando nos separamos y nuestras pupilas se clavaron en las del otro pensé que no me costaría mucho enamorarme de él. Mientras tanto, en mi cabeza resonaba la canción que había puesto en la radio cuando Eric me llevó a casa:

We could be beautiful

We could be beautiful

”.

CONTINUARÁ...