El diario del sacrificio de Mark Twin 5
Después de lo que pasó con David, las cosas están algo tensas en el club de fútbol. Quizás sea hora de que alguien se enfrente a él.
Diario de una adolescencia gay
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Un relato del Enterrador
El diario del sacrificio de Mark Twin 5: Sacrificio deseado
Aun con lo que había pasado el otro día, yo no estaba enfadado con el capitán. Es más, ni siquiera le guardaba rencor; sólo me sentía mal por él y la presión por lo de Manchester, y me culpaba a mí por ponerle nervioso y ser tan torpe. Él es una buena persona: siempre lo ha sido. Y yo no sabía si era apropiado ir a pedirle disculpas, ni cómo iba a reaccionar, pero no quería que estuviera mal.
Estuve un tiempo dándole vueltas a qué debía hacer, y al final me armé de valor para ir a hablar con él. Sin embargo, cada vez que intentaba acercarme a David, Eric aparecía de la nada, me pasaba el brazo por encima del hombro y me decía —u ordenaba como subcapitán si yo me resistía— que entrenara con él. ¡No necesitaba que me protegiera! ¡No era un niño!
Fueron pasando los días y David cada vez se recluía más en sí mismo: entrenaba en solitario, o, como mucho, con Tyler, al que nadie en su sano juicio le metería caña, por eso de que te puede mandar al hospital de un suspiro. Entonces pasó algo que no me esperaba para nada: Mila me pidió que yo me encargara de entrenar a los novatos. ¡¿A mí?! ¡¿Os lo podéis creer?! Dijo que ya tenía nivel suficiente como para admitir bajo mi tutela a los nuevos.
Mi primer día estaba nerviosísimo. Pensaba que iba a pifiarla, como hago siempre; no obstante, me sorprendí a mí mismo. Cuando dejé de centrarme en mis propias inseguridades y me fijé en cómo apoyarles y ayudarles, todo fluyó sin la menor complicación. Como instructor tienes dos posibilidades: si tus alumnos están involucrados, sólo debes responder y, por tanto, ellos llevan el peso de la lección; y si no lo están, da igual que te equivoques, porque no te van a decir nada.
Todos los chicos eran muy inquietos y tenían muchas ganas de aprender, de modo que preguntaban mucho y, por medio de las bromas, pudimos crear un ambiente de buen rollo entre nosotros. ¡Y luego resultaba que eran todos unos cracks! Tenían un nivel buenísimo para acabar de llegar. No sé por qué, pero eso me hizo, de algún modo, feliz.
Resultó que estaba tan ilusionado con los chicos, que no podía pensar en otra cosa y, por tanto, me olvidé de David. Hasta hablé en casa de lo mucho que estaba disfrutando.
—¡Eso es magnífico, cariño! —sonrió mi madre—. Miradlo: nuestro pequeño se ha hecho tan bueno en el fútbol que ya enseña a otros.
—Estoy muy orgulloso de ti, hijo —dijo mi padre con una sonrisa aún mayor.
Me reí como un niño que ha conseguido su primer logro y, de tanta alegría, casi se me salen los espaguettis de la cena por la nariz.
—¡Gracias! Voy a esforzarme mucho para mejorar y para que ellos mejoren, y así estoy seguro de que ganaremos el campeonato.
—Una pregunta —intervino Dylan, que hasta entonces había estado callado.
Verás… Ya tenía que venir a destrozarme la ilusión. A veces pensaba si era por envidia. Me explico: Dylan es mucho mejor que yo en los estudios, de eso no cabe duda, pero es un negado para los deportes, y creo que no puede soportar que yo le supere en algo. O, más bien, no soporta verme feliz. Claro que realmente no tiene motivos para envidiarme. Es más, soy yo el que siempre lo ha envidiado a él, de modo que no estoy seguro de esto. Sólo es una sensación.
—¿No debería ser el capitán el que se encargue de adiestrar a los que acaban de ingresar en el equipo?
—Bueno, igual es que creen que nuestro Mark es mejor jugador que el capitán —habló mi madre antes de que pudiera meter baza.
Su exceso de positivismo era exagerado en ocasiones.
—No, es que el capitán no puede estar al cien por cien porque un cazatalentos le ha elegido para ir a Manchester, entrenarse allí y, si demostraba su valía, entrar en el equipo de primera división.
Dylan se me quedó mirando durante unos instantes, sin pestañear siquiera: ¡parecía Hannibal Lecter! Le faltó sonreírme y preguntarme si habían dejado de aullar los corderos. Yo ya espera algo del tipo: «Cuando te quieran a ti en el Manchester, me llamas». Pero en lugar de eso me señaló con el tenedor y soltó:
—Eso es perfecto. Como el puesto queda vacante, ahora puedes aspirar a él. O en su defecto al de subcapitán. No te duermas en los laureles porque te hayan honrado un poco; aprovecha ese ascenso para demostrar que mereces aún más. Aspira alto, Mark, y con esfuerzo lo lograrás.
Inmediatamente después, me levanté de la silla de un salto y le puse la mano en la frente para ver si tenía fiebre. Él me miró con cara de pocos amigos y tanto mis padres como yo nos reímos con la broma. Sin embargo, él bufó y siguió comiendo.
Si hasta mi hermano me estaba dando ánimos eso quería decir que indudablemente lo estaba haciendo muy bien. Pero todo ese buen rollo que estaba recibiendo se vio eclipsado por la mención del capitán. ¡Ahora me acordaba de él! No podía seguir pasando del tema. Tenía que hablar con él, y no sólo por él; también por todo el equipo. Si el capitán estaba aislado y ya no tenía contacto con nosotros, ¿cómo íbamos a jugar? El fútbol es un deporte de equipo y, por ende, la individualidad lo mata.
Al día siguiente llegué un poco antes al gimnasio para evitar a Eric y que no se interpusiera en mi camino. Y, a pesar de eso, allí estaba en cuanto atravesé la puerta: hablando precisamente con David de pie junto a los bancos. No había nadie más. Su ceño se frunció con extrañeza al verme, y dejó al capitán para acercarse a mí.
—Pero si es mi principito. ¿Qué te trae por aquí tan pronto?
—Lo mismo podría decir de ti. De hecho, tú siempre sueles venir a la hora que te da la gana. Verte en el entrenamiento antes de tiempo es como un milagro.
—Ya lo ves: mi amor por ti me está reformando.
Ignoré por completo su comentario y eché a andar hacia donde estaba el capitán. Eric, con toda la tranquilidad del mundo, metió el dedo en el hueco entre mi nuca y mi camiseta, y tiró de mí hacía atrás para detenerme. Me giré y alcé ambas cejas irónico, a lo que respondió con una expresión chulesca.
—¿A dónde vas, pequeña Caperucita? Este lobo tiene mucha hambre, y aún no te ha probado.
—En realidad no te importa. Aunque si insistes en saberlo, voy a hablar con el capitán. Así que deja de interponerte en mi camino.
—El gatito sabe arañar. ¿Y si no quiero?
—¡El equipo se está yendo a la mierda porque estáis aislando a David! ¡Tengo que decirle que le necesitamos! Estoy seguro de que entrará en razón.
Suspiró y me pidió que lo acompañara al vestuario. Al principio me negué, pero su expresión seria y el hecho de que me lo pidiera por favor me conmovieron, de modo que lo seguí. Una vez allí, yo me quedé de pie y él se sentó en uno de los bancos que están ante las taquillas. Entonces dijo:
—Mark, ¿has visto la peli
El exorcista
?
—¿A qué viene esa pregunta? Sí, claro que la he visto.
—Pues David está más o menos igual que esa niña. Su bordería no conoce límites ahora mismo. Mila y yo se lo aguantamos porque somos sus amigos, pero el resto del equipo no tiene por qué tragarse su mierda.
Eso me desmotivó un poco, y ya en un tono de voz más bajo repuse:
—No me importa. Me da igual lo que me diga. Tengo que hacer esto por el equipo.
—Sabes que no podrías soportarlo. —posó su mano en mi mejilla y su forma de hablar se volvió melancólica—. Vamos, no quiero que esos ojos tan bonitos se oculten bajo una niebla de lágrimas.
Le aparté de un manotazo y fruncí el ceño.
—No necesito que me protejas. Y deja de decir esas cosas. ¡Yo no soy una de esas chicas con las que sales! ¡Yo no me voy a derretir por tu labia!
—¿Ah, no? —se encogió de hombros—. Bueno, soy tu novio; es normal que te hable así.
—Sólo somos eso porque tú me lo has impuesto. ¡Y estoy harto! ¡Estoy harto de que te burles de mí! ¡Ni quiero que me lleves a heladerías en san Valentín, ni que me animes cuando estoy llorando, ni mucho menos que me beses! ¡Estamos haciendo el tonto! Esto no es una relación: no sentimos nada el uno por el otro. ¡Es totalmente artificial! Y estoy seguro de que tú también lo notas. Ninguno de los dos sabe qué estamos haciendo.
Tenía miedo. Puede parecer que mis palabras denotan indignación o incluso ira, pero no era eso lo que yo sentía. Lo que yo sentía era miedo. ¿De qué? Miedo de que mi patológico deseo de aprobación me confundiera y me hiciera creerle. Yo no era gay, pero mi autoestima era tan baja que no necesitaba que me gustara una persona para enamorarme, sino que a esa persona le gustara yo. ¡Habría aceptado a cualquiera, seguro! Sin embargo, tenía que ser fiel a mí mismo. Además, estábamos hablando de Eric. Por mucho que yo sintiera algo real por él, el tío es incapaz de amar.
Necesitaba acabar con eso antes de que me costara un disgusto.
—Mark, independientemente de que tengamos una relación, yo te tengo aprecio. Si lo dejáramos ahora mismo, mi actitud no cambiaría lo más mínimo. No quiero que te hagan daño.
Es injusto, muy injusto. ¿Por qué tenía que ser Eric tan injusto? Esas palabras me habían alcanzado el corazón y habían conseguido ponerme sensible. Cuando alguien está sensible, dice muchas tonterías llevado por sus sentimientos. Por eso me callé. No quería decirle las ganas que tenía de abrazarlo.
De repente se oyó ruido fuera. El resto de compañeros ya había llegado. Entonces Eric me dio una palmadita en el hombro y me mandó a entrenar. Yo seguía sin hablar; sencillamente asentí y salí de allí. ¿Véis lo que os digo? Cualquier muestra de afecto me debilita hasta límites insospechados. ¡Estúpidas carencias afectivas!
Mientras entrenaba se me fue pasando lo de Eric y me centré en pensar por qué diablos tenía yo esas carencias. Mis padres fueron cariñosos conmigo toda la vida. Mi madre, en realidad, excesivamente. Aunque es cierto que jamás hablo de cosas serias con mi padre. Él se limita a preguntarme qué tal en el equipo, e igual hablamos de deportes o alguna peli que hayamos visto en familia. No es por nada; él es así, un hombre callado, y de vez en cuando me abraza con mucho cariño. Estoy seguro que me quiere, pero… ¡A lo mejor debería dar la vuelta a mi razonamiento! Mis padres han sido excesivamente cariñosos conmigo desde la infancia, pero a mi hermano siempre le alababan sus logros y a mí no —que, por otra parte lo entiendo, porque yo no tenía logros—. ¡Por eso todo ese amor que me daban se volvió nocivo a mis ojos! ¡Yo no me creía merecedor de él! Nunca me parecía suficiente, y por eso siempre anhelaba más. Entre eso y que lo más bonito que me ha dicho mi hermano en su vida es «No te preocupes por suspender. Si suspendes, bajas el listón, y así tienes menos presión cuando haces el siguiente examen»; podéis imaginar por qué soy así.
Aun estando algo distraído la práctica de ese día estuvo muy bien, y los chicos me dieron las gracias por enseñarles un par de trucos. Después, ocurrió un prodigio: Eric vino a pedirme perdón por cómo me había tratado y se ofreció a llevarme a casa en su coche. La verdad es que yo, aunque sabía que llevaba razón en recriminarle todo eso, también quería disculparme por haber sido un desagradecido con lo de animarme y eso, de modo que acepté la invitación. Así tendría el viaje para prepararme mentalmente y decírselo antes de salir del coche. De esa manera no habría cursilerías.
Los dos salimos del gimnasio y justo cuando estábamos en el aparcamiento me acordé de que me había dejado las llaves de casa en la taquilla. Conociendo a Dylan ése no me abriría por mucho que tocara. Siempre se queja de que posiblemente sean los mormones porque una vez les abrió la puerta y les hizo enfadar refutando todas sus teorías teológicas. Le encanta quedar por encima…
En fin, le pedí a Eric que esperara y me volví. Cuál fue mi sorpresa al hallar en la pista de fútbol a David y a Bert, uno de los novatos. Me quedé observando algo parado y de repente me di cuenta de que el chico estaba llorando. Olvidándome de todo, corrí hacia ellos y pregunté qué pasaba. El capitán no decía nada; sencillamente resopló y giró los ojos.
—N-nada —sollozó Bert—. Yo ya m-me iba.
Mi mente ató cabos al instante. Bert era el más pequeño de los novatos y el que era algo más torpe. Se exigía mucho a sí mismo, y por eso yo siempre le estaba animando. Pero aun así le costaban las cosas.
Ladeé la cara hasta el capitán y espeté:
—¿Qué le has dicho?
David dejó escapar un «je» y negó con la cabeza de forma irónica.
—¡Habla! —exclamé furioso—. ¡Este chico se esfuerza a diario el triple que los demás! ¡¿Y qué si falla?! ¡Así tendrá que esforzarse! ¡La gente como tú, la gente perfecta, nunca tiene que esforzarse! ¡Y por eso sois todos unos vagos! ¡Pero la gente como Bert o yo sí que lo hacemos!: ¡luchamos por nuestros sueños con ese esfuerzo!
—Cálmate, fiera. Yo sólo le he hecho una pequeña crítica para ayudarle a mejorar.
—Me temo que has olvidado cómo se hace eso —le recriminé—. ¡Que tu vida sea dura ahora y que esté llena de presión no significa que los demás tengamos la culpa! ¡Todos soportamos presión, capitán! ¡Todos!
—¿Qué sabrás tú? ¿Qué sabrás de mí? No tienes ni puta idea de lo que me pasa. Como todos, en realidad.
—¡Pues cuéntanoslo!
—¡No me da la gana! —ahora fue él el que gritó, en pose agresiva—. ¡Como si alguien pudiera arreglarlo!
—¡Pero Bert no ha hecho nada malo!
—Tienes razón, Mark: tú eres su entrenador. Si este mocoso no vale una mierda es culpa tuya. Pero no me sorprende: ¿cómo alguien que no sirve para el fútbol va a instruir a otros?
Una punzada azuzó mi corazón. Aun así, y aunque con menos fiereza que antes, le contesté:
—Al menos yo lo intento. No como tú, que te alejas del resto del equipo. Creo que esa forma de entrenar es peor que la mía, ¿no crees?
Se carcajeó en mi cara.
—No creo. No hacer nada es mejor que enseñarles como tú lo haces.
Mi cuerpo temblaba de impotencia y de rabia. Pero miré a Bert y su rostro bañado en lágrimas me motivó para seguir adelante.
—Tienes que entrar en razón. ¡Somos un equipo! ¡Los individualismos son nocivos para ganar!
—¡Qué sabrás tú de ganar, que no has ganado nada en tu vida! Eres una vergüenza para el equipo, para el fútbol y para el ser humano. Como ese crío de ahí —señaló a Bert.
—Te has convertido en un capullo —solté al borde del llanto.
—Como es normal: la gente evoluciona. No como tú, que estás estancado desde el primer día. No, espera, es verdad que evolucionas, pero hacia atrás.
—C-capitán…
—Ah, ¿y de verdad creías que merecías ser el encargado de los novatos? ¡Ja! No me hagas reír. Nada más lejos de la realidad. Eric y Mila te pusieron ahí para que estuvieras ocupado y no vinieras a darme por culo. Te quitaron de en medio, vamos.
Se abrió la veda. No pude aguantar más. Se me escaparon un par de lagrimones que había estado reprimiendo todo el tiempo. Y en cuanto lo noté, comencé a llorar más fuerte, porque había fallado a Bert. Derrotado, no había podido defenderle. En el fondo tenía razón en todo, por muy cruel que hubiera sido. Quizás lo mejor era saberlo y me estaba haciendo un favor.
Me rendí por completo. Lo miraba en silencio, sumiso, y él seguía resoplando, como si le agotara que estuviéramos lloriqueando delante de él. Seguramente buscaba satisfacción en aquello, y seguramente se sentía peor. Se lo notaba en la cara. Pero aun así no se disculpó ni hizo nada. Yo empecé a sollozar y Bert, al ver que empeoraba, también empeoró. Nuestros sollozos debían de ser lamentables. No es para menos: eran los patéticos sollozos de dos personas patéticas.
Repentinamente vi que las pupilas de David se dirigían a la derecha durante una milésima de segundo, y sonrió. Entonces oímos unos pasos muy fuertes y fuimos testigos de cómo Eric se abalanzaba con el puño levantado para pegarle al capitán. No obstante, éste lo esquivó con facilidad y le pegó tal puñetazo en el pecho que Eric cayó de espaldas al suelo.
Lo que ocurrió en ese momento pasó ante mis ojos de forma muy difusa. Ambos intercambiaron una mirada, la de Eric cargada de ira y la de David de superioridad. Aprovechando esta situación, me dirigí rápidamente ante el capitán y le metí un golpetazo en el estómago que le hizo doblarse. Los ojos de Bert y de Eric se abrieron como platos, y el primero decidió salir huyendo ante semejante situación. Creyó que se avecinaba una pelea, y se quitó de en medio —muy acertadamente, la verdad—.
No me di cuenta de lo que había hecho hasta que no pasaron unos segundos. Mi cuerpo se tensó en el acto y mis lágrimas se agudizaron. ¿Qué había hecho? ¿Y por qué? ¿Por Bert? ¿Por mí? ¿O por Eric?
El corazón me iba a mil por hora y estaba aterrorizado. Iba a disculparme con David, pero éste, antes de que tuviera tiempo, se incorporó con el rostro apretado, nos miró a ambos y se puso a caminar hacia la salida. Yo grité su nombre e iba a detenerlo; no obstante, Eric me agarró del brazo y negó con la cabeza.
Llorando a mares como estaba, me agaché y le pregunté si estaba bien. Frunció el ceño con una ligera sonrisa y dijo: «Eso debería preguntarlo yo. No hay más que verte para saber que hay que preguntártelo. ¿Qué te ha dicho ese imbécil?».
—¿Me disteis el puesto de entrenador sólo para apartarme de David?
Agachó la vista. Eso quería decir que iba a decirme la verdad. Y en ese momento lo único que quería era que me mintiese.
—Sí… No queríamos que esto pasara. Pero ni Mila ni yo pensamos en ningún momento que lo fueras a hacer mal. Igual era un poco pronto, eso sí.
—Ya veo… —apreté los labios.
—¡Hey! Que nos has sorprendido, y mucho. Los nuevos te han cogido mucho cariño, y los estás entrenando muy bien. Mila estaba encantada; decía que aunque se arreglara lo de David pensaba dejarte en ese puesto.
—Eric.
Puso una expresión interrogante y me dirigió un «¿Qué?».
—¿Qué sientes por mí?
—Mark…
—Dijiste que me tenías aprecio. ¿Cómo es eso posible? Soy un desastre, una deshonra para el equipo.
—¡Eso no es verdad!
—Las únicas personas que me quieren son mis padres, y porque no les queda otra. Me han traído al mundo —sonreí melancólicamente mientras me limpiaba las lágrimas con la manga.
—Escúchame —se levantó y me cogió la mano—. Tú eres la persona más increíble que he conocido jamás. Nadie se esfuerza tanto como tú, ni tiene tanta determinación. Te ganas tus logros tú solo, y con esfuerzo. Y admiro mucho eso de ti.
—Sólo lo dices porque estoy llorando. ¡Sólo lo dices para ser amable!
Su mano era tan cálida… La más cálida que había sentido. En su expresión se leía preocupación, pero trataba de disimularlo con una sonrisa. Yo volví a subir la intensidad de mi llanto. Me sentía fatal. Una auténtica mierda. Las palabras del capitán tienen ese efecto sobre mí.
—Antes te he dicho que no quería ver lágrimas en esos preciosos ojos. Pero, ¿sabes qué? Es imposible estropear su belleza. Aun cuando estás así, estás guapísimo.
—Calla —agaché la cabeza.
—Eres precioso, Mark. Tu pelo rubio, tus ojos azules, tu cuerpecito: tan atlético y suave… ¿Cómo es posible que seas tan adorable?
Mis mejillas se enrojecieron y mi corazón, ya disparado por el disgusto, empezó a latir de forma diferente. Más que con tristeza, con ansia… Ya estaba pasando otra vez. Volví a aterrarme.
—Para, por favor…
Puso ambas manos en mi barbilla y me alzó para verme la cara. Yo no pude hacer otra cosa que mirarle; estaba paralizado.
—¿De verdad quieres saber lo que siento por ti?
Supongo que no esperaba respuesta, porque llevó sus labios hasta los míos y me envolvió en un beso que me derritió por completo, y que habría derretido a cualquiera que estuviese alrededor, porque fue el más hermoso que he visto jamás.
No sé qué pensaba en esos momentos. Creo que mi mente se desconectó; sólo recuerdo ver su cara separándose de la mía con suavidad.
—Eres cruel. Te aprovechas de mi necesidad de afecto para burlarte de mí… —susurré con un hilo de voz.
—Hey, ¡hey! ¿Necesitas cariño, Mark?
—Sí… —solté, ahora que lo pienso, de un modo muy irresponsable.
—¿Y crees que eso te haría sentir mejor ahora?
—No lo sé. Supongo.
Me dio la mano con mucha dulzura y me encaminó al vestuario. Yo me dejé llevar, como flotando en una nube. Una vez allí, nos colocamos junto a uno de los bancos y volvió a besarme. Y yo sentí un calor que parecía acariciar todo mi cuerpo por dentro.
—Eric, esto…
—Shhh… No te agobies. Sin presiones: esto no significará nada si tú no quieres.
Me abrazó y se puso a darme pequeños besitos por todo el cuello. Aquello provocó un pequeño gemido escapara de mis labios, cosa que pareció complacerle, porque noté cómo sonreí sobre mi piel. Entonces se pegó a mí y noté algo más: pero no fue lo único de lo que me di cuenta en ese momento: ¡lo que noté en él también lo noté en mí! ¡¿Pero cómo?!
Sus manos se infiltraron por dentro de mi camiseta y me palparon el vientre y el pecho; todo esto sin dejar de lamerme el cuello. Tan pronto como se cansó de pasear sus dedos por mi pecho, pellizcó ligeramente mis pezones y mi cuerpo vibró de tal manera que me dio un escalofrío. Sin embargo, no por ello paró, sino que al mismo tiempo sacó una de sus manos y la llevó hasta mi nuca para acariciarme el pelo de allí. Yo a estas alturas ya estaba ronroneando como un gatito.
—Eres tan dulce… —susurró—. Me gustaría poder acariciarte así todos los días.
Dicho esto, me retiró la camiseta y me lamió un pezón mientras jugaba con el otro. Yo giré la cabeza hacia arriba y cerré los ojos, dejando escapar a la vez algún que otro jadeo. Pero Eric no perdía el tiempo. Cuando me quise dar cuenta ya me estaba acariciando la polla por fuera del pantalón deportivo. Me dio bastante vergüenza, porque se daría cuenta de que la tenía dura desde hacía un buen rato. Sin embargo, estaba en tal estado de abstracción mental, que no me importó.
Luego se levantó e hizo algo que no esperaba para nada. Como es obvio debido a lo bajito que soy, para besarnos yo debía estirarme y él agacharse, pero él lo facilitó de un movimiento: me cogió en brazos. Yo rápidamente rodeé su cintura con las piernas y su cuello con los brazos. Mientras nos besábamos, él recorría mis piernas y cuerpo con caricias, y yo hacía lo propio con su cuello. Qué bien besaba… Con una delicadeza ansiosa, es decir, no era un beso salvaje, pero sí muy erótico, porque jugaba con nuestras ganas.
Hubo un momento, tras gran cantidad de morreos, en que nos quedamos callados, mirándonos fijamente, y yo pregunté algo tímidamente:
—¿Y ahora qué?
—Ahora lo que tú quieras —susurró en tono seductor.
Eso hizo que me sonrojara aún más.
Al ver que yo no me atrevía a pedirle nada más, tomó la iniciativa. Me tumbó a lo largo del banco y se dispuso a bajarme los pantalones. Eso me puso bastante nervioso; no sabía qué pretendía exactamente. Al quedar al descubierto mi polla, se la llevó a la boca sin vacilación alguna. Sentí cómo la apretaban unas paredes húmedas y blanditas y me estremecí de puro placer.
Era la primera vez en mi vida que experimentaba algo como eso, así que flipé muchísimo con todo lo que puso en práctica conmigo. Comenzó a subir y bajar su boca por el tronco y sentí una fricción más satisfactoria de lo que habría imaginado. No había color entre la mano y ese tacto húmedo. Después, me la agarró y paseó la lengua por la punta mientras me miraba. Si no estaba ya lo suficientemente motivado, esa expresión lasciva terminó por hacerlo. Eso sí, me deprimió un poco pensar en a cuántas chicas les habría puesto esa misma cara.
Como cuando se la metió entera en la boca se me escapó un gemido muy largo, lo repitió todas las veces que pudo. Por alguna razón, le gustaba darme placer y verme disfrutar. Teniendo en cuenta que era la primera vez que alguien me hacía algo así, creo que aguanté bastante. No obstante, no fue mucho.
—E-eric, voy a correrme.
—¿Y dónde quieres correrte, Mark? —preguntó sacándose de la boca y lamiendo el tronco.
—N-no sé.
—Apunta al suelo, no vaya a ser que manches esa piel de porcelana que tienes —me guiñó un ojo y, tras sentarme en el banco, se puso frente mí a morrearme y a acariciarme los pezones. Pero antes de dejar escapar todo ese semen, me di cuenta de que estaba siendo muy egoísta.
—¡Oye! ¡Tú me has hecho un montón de cosas, pero yo no te he hecho nada a ti! —No te preocupes, cosa bonita. Esto es para animarte, así que es normal que nos centremos en ti.
Casi le digo que había notado antes su polla tiesa y que eso significaba que él también deseaba estimulación, pero me dio vergüenza. En su lugar, le pedí un último favor presa de la excitación.
—Lo que sea por ti.
No hablaba yo; era la lujuria, que ascendía por mi garganta desde el mismo fondo de mi pecho.
—¿Te pondrías sobre mí, desnudo, y te masturbarías mientras me…?
—¿Mientras te…? —alzó una ceja.
—¿Mientras me besas?
—Dalo por hecho —se rió.
Y así lo hicimos. Ya lo había visto sin camiseta, como es obvio, en los vestuarios y eso, pero ésta fue la primera vez en que me fijé en lo bueno que estaba. No os mentiré: mi cuerpo no está mal por eso del fútbol, pero el suyo estaba más definido que el mío. Qué biceps, Dios mío… Cuando me rodeó con ellos casi me da algo.
Sus besos fueron pasando de un tranquilo jugueteo a cada vez más ansiosos hasta que se volvieron salvajes y nuestros resoplidos fueron pasando de boca en boca, señal de que nos acercábamos al orgasmo. Eric cogió mi mano y la llevó a su polla; él se puso a pajear la mía —más despacio para que llegáramos a la vez—. Así estuvimos, uno encima del otro, hasta que nos ladeamos y nos corrimos sobre el suelo. El semen de Eric cayó sobre el mío en una cantidad mucho más abundante. Acto seguido volví a mi posición inicial: tumbado con Eric sobre mí.
—Joder, creo que no había disfrutado tanto de una paja hasta ahora —dijo justo después.
Pero no hubo respuesta de mi parte, y esta vez no porque no quisiera o no tuviera nada que decir, sino porque después de todo el deporte, la llorera y el sexo estaba tan agotado que me quedé dormido. Juraría que en sueños pude oírlo decir:
—Descansa, mi principito. Yo me encargo de todo.
CONTINUARÁ...