El diario del sacrificio de Mark Twin 12

El final de la historia de Mark y Eric.

Benditos sean el año, el mes, el día,

la estación, la hora, el tiempo y el instante,

y el país y el lugar en que delante

de los ojos que me atan me veía.

—LXI, Cancionero, Petrarca—

Diario de una adolescencia gay

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Un relato del Enterrador

El diario del sacrificio de Mark Twin 12: ¡Se acabaron los sacrificios!

El entrenador descansaba en uno de los bancos del gimnasio con los pies colocados, a su vez, en otro banco. Hacía como que tomaba apuntes sobre sus alumnos en su pequeña libretita azul cuando en realidad garabateaba y pensaba en sus cosas. Aquel trabajo le parecía estupendo. Tenía paz y libertad, o, lo que es lo mismo, no tenía supervisión alguna. Podía hacer lo que le placiera; ¡como si no aparecía por allí! Nadie le diría nada. Su único cometido era llevar a los chicos a algún partido de vez en cuando, comprarles una pizza (decía que era la recompensa por ganar, pero si perdían la compraba igualmente) y al final del curso redactar un informe. Era perfectamente consciente de que nadie leería jamás dicho informe, de manera que no se esforzaba mucho en él. En líneas generales dejaba por escrito que todos se habían esforzado mucho, y les daba una nota del ocho al diez. En las clases de educación física daba su permiso para que los chicos hicieran lo que quisiesen, y en los entrenamientos nombraba un capitán para que los organizara. Si éste abusaba de su autoridad, rápidamente lo destituía. Era perezoso, pero no negligente: los observaba distraídamente.

Ese día iban a ir a recogerle a la salida del trabajo y estaba bastante emocionado. «No me puedo creo que me haga ilusión algo como esto… Bueno, supongo que me estoy haciendo viejo. Y también es cierto que últimamente no ha estado mucho por casa». El plan de esa noche no le hacía particular gracia, pero no le quedaba otra que obedecer.

—¡Mierda, no la he alcanzado!

—¿Cuántas veces te lo he dicho? —le dijo su compañero con tono de burla—. No te molestes en saltar: con tu altura nunca alcanzarás la pelota.

—A ver, anormal, si la pelota viene hacia abajo, en algún momento acabaremos cruzándonos, ¿no crees?

—Verdad. Pero alguien alto tiene más oportunidades de hacerlo que tú. ¿Sabes de qué tienen más oportunidades los enanos?

El otro chico no contestó.

—De comerme los huevos.

—¡Vosotros dos! —los llamó el entrenador—. Venid aquí.

Siempre se estaban peleando… No es que se pusieran violentos o algo por el estilo, pero se pasaban la vida gritándose el uno al otro, y, aunque en cierta forma creaba una atmósfera cómica para el resto, el entrenador no sabía si debía permitirlo. En el camino, el chico bajito le dio un puñetazo en el vientre al otro, y éste se echó a reír diciendo que, debido a su altura, jamás podría pegarle en la cara.

—¿Qué os tengo dicho?

—Que no le rayemos con tonterías y que sólo le pidamos ayuda cuando la cosa sea urgente. Y a cambio usted nos pone buena nota—respondió el alto.

—Aparte. Aunque es bueno que recuerdes eso.

—Sé que nos pidió que no nos peleáramos, entrenador, pero es este gilipollas el que no para de… —dijo el bajito.

—¿Yo? Eres tú el que me provoca con ese cuerpecito minúsculo. Crece un poco y así no tendré material para meterme contigo. Los humoristas tenemos ese defecto (o virtud): siempre que vemos algo gracioso, lo compartimos con el mundo. ¡Es nuestro deber!

—¿Sabéis? —Sonrió con malicia el entrenador—. Sonáis como un matrimonio. ¿Seguro que en el fondo no os gustáis?

—¡¿Qué?! ¡Por supuesto que no! —gritó el bajito.

—¿Y tú qué contestas? Acabas de decir, y cito textualmente, «eres tú el que me provoca con ese cuerpecito minúsculo». Para mí eso es una declaración de amor.

El chico alto se quedó unos segundos en silencio, mirando directamente a los ojos del entrenador. No está muy claro lo que encontró en ellos, pero de repente se echó a reír. Eso enfureció al chico bajito, que le dio una patada en la rodilla.

Nueva broma sobre no alcanzar la cara. Más discusión. El alto trata de besar al bajo —puede que en broma— y se lleva una patada en los huevos.

El entrenador se tuvo que aguantar la risa al ver cómo el pequeño huía de vuelta con sus compañeros y el otro se quedaba de rodillas, con las manos en su entrepierna. Respiraba para recuperarse del golpe, y aun así seguía partiéndose el pecho.

—Escucha, no sé qué pasa exactamente, ni me importa. Pero está claro que ese chico te cae muy bien; y así no vas a conseguir hacerte su amigo.

—Ay, entrenador, si usted supiera… Me divierte enormemente chincharle, así que no pienso dejar de hacerlo. —Se encogió de hombros y pensó durante un instante—. Quizás sí que me caiga bien, pero yo soy así. No voy a cambiar para gustarle.

Después, se fue.

¿Acababa de hacer de alcahuete de dos adolescentes? Sí que debía de estar ya viejo, o loco, como mínimo. Apuntó en su cuaderno «vigilar a Arion y a Victor. Posibles amantes o posibles amigos. Más que nada por cotillear».

Puede que os preguntéis quiénes son ésos, o quizá incluso los hayáis confundido con otras personas. Bueno, es natural, si hay algo a lo que estamos hechos los seres humanos es a la repetición y la comparación. Voy a dejar que vuestra mente fluya, pero, antes de que os pongáis a divagar, una pregunta: «Si ésos no eran ellos, ¿quién es el entrenador?».

Los chicos ya se habían ido, y el entrenador estaba cerrando el gimnasio mientras pensaba en su juventud, en cómo él también había formado parte del equipo del instituto y había encontrado a su primer amor allí. Supuso que su deseo de que esos dos estuvieran juntos, no era más que un enfermizo traspaso para rememorar sus años de juventud. Él sería un triste y silencioso observador, que se maravillaría, pero que por ello se sentiría más miserable, porque no es lo mismo verlo que vivirlo.

Echó la llave y notó que algo le rodeaba la pierna y se clavaba en su nalga. Al darse la vuelta, vio un brillante cabello rubio coronando unos ojos azules.

—¡Papá! —gritó el niño.

—Elio, hijo, no me des esos sustos. —Se agachó de cuclillas hasta quedar cara a cara con su hijo y le clavó el dedo índice en la mejilla—. Jovencito, espero que no hayas venido solo hasta aquí.

—¡Es que tenía muchas ganas de verte, papá!

—Me ves todos los días, cazurro. —Le dio un golpecito con el dedo—. De verdad, no entiendo el entusiasmo de la juventud. Un anciano como yo, que está para el arrastre, sólo siente deseos de jubilarse y entregarse a la vida apacible.

—Tienes 34 años. ¡Si estás así ahora, no quiero ni imaginarte a los 60!

—Oh, seguramente estaré muerto.

—¡No digas eso!

—Me temo que si quieres evitarlo, vas a tener que cuidar mucho a tu papá. Y darle muchos mimos. —Le dio un beso en la mejilla al niño.

—¡Oye! Que ya tengo ocho años. No me trates como si fuera un bebé.

—Que sepas que yo le daba mimos a tu abuelo hasta que cumplí los treinta y tres. Es este año cuando he decidido cortar el cordón.

—¡Mentiroso!

De repente, se oyeron unos pasos al final del pasillo. Alguien se acercaba, de modo que el entrenador se puso en pie y le revolvió el pelo a su hijo mientras saludaba el recién llegado con la mano. Su pelo rubio, nada mermado con el paso de los años, se ladeó ligeramente junto a su cabeza, y respondió a su saludo.

—Eric —dijo el recién llegado, o sea, yo—, este niño es un torbellino. En cuanto aparqué salí disparado, y ya pensaba que se habría perdido, o que lo habrían secuestrado o algo.

—En eso ha salido a ti. Tú siempre has sido el inquieto.

No me gustaba que dijera esa clase de cosas, porque destapaba el velo y mostraba la verdad que tanto me avergonzaba. Cuando decidimos tener un hijo, Eric y yo dimos nuestro esperma y pedimos que no se nos dijera cuál de los dos era el que se usaba en la inseminación, pero, claro, con el niño rubio y de ojos azules, es un poco obvio…

Elio me sacó la lengua desafiante, como si quisiera empezar un juego al que yo mismo le hubiese retado. Luego señaló que no tenía derecho a regañarle cuando yo era igual, y decidí no discutirle. Era un poco irónico que se escondiera detrás de Eric para decirlo, pero, claro, ese niño siempre ha estado más apegado a él que a mí: en parte porque yo no he estado tanto en casa como debería y en parte porque a él se le daban los críos mejor que a mí.

—¿Sabes? Verte aquí, en el instituto en el que nos conocimos, me trae tantos recuerdos… Como el cuarto de los materiales. Allí fue la primera que hicimos el a…

—El a… el a… ¡Helado! ¡Sí, me acuerdo perfectamente, jajaja! Robamos la máquina a mis padres. Tú nunca hagas eso, Elio, ¿de acuerdo?

Eric miró al niño y pareció comprender.

—Vamos, Mark, ahora con Internet lo aprenden todo.

En realidad, no tenía claro si había sido buena idea dejarlo solo con el niño tanto tiempo. ¡Seguro que lo había pervertido!

—¿Nos vamos ya? Quiero llegar a casa del abuelo, que siempre me da una propinilla.

—¡Niño interesado del demonio! —gritó Eric haciéndose el indignado—. Pues ahora me quedo yo con lo que te dé. Así aprenderás a querer a ese anciano italoamericano.

—Di que no, hijo —intervine—. Haces muy bien: tú hazle la pelota a tu abuelo, a ver si nos deja una herencia sustanciosa.

—No quiero ni un dólar de ese macaroni. Se os olvida a ambos que el heredero es Michael, ¿o se os ha olvidado mi acuerdo de mozuelo?

—Bueno, el tío Michael es bastante macarra. Podría acabar siendo apuñalado algún día y, aunque fuera terrible para nosotros, no nos quedaría otra que aceptar el dinero. Así no se perdería el patrimonio de los Amanti—dijo Elio con severidad.

—Madre mía lo que estamos criando aquí…

—Mi hijo es todo un italiano… Mi sangre Amanti, sin duda —repuso Eric–. Bien, Padrino, cuando usted diga, nos vamos.

—Lo he dicho hace media hora. ¡Venga, andando!

—Andante! —corrigió Eric.

Si su padre sabía poco italiano, él parecía saber menos.

——

La enorme casa del señor Lover seguía exactamente en el mismo sitio y estaba en las mismas condiciones que la primera vez que la había visto, es decir, unos 18 años antes. No es que tuviéramos muchas ganas de volver por allí, pero ambos creíamos que no podíamos privar a Elio de pasar tiempo con su abuelo. Además, Eric quería a su padre, y yo le solía decir que tenía que verlo a menudo o se arrepentiría cuando le faltara.

Leonard Lover estaba ya en sus 60, aunque era imposible sonsacarle la cifra exacta de su edad. Había envejecido bastante en los últimos años debido a la crianza de Michael, el hijo de Eric. Ese muchacho era muy rebelde, y el deseo de su abuelo-padre era que entrara en vereda, así que siempre estaba pendiente de él.

Nico abrió la puerta y se maravilló de lo mayor que estaba ya Elio. Luego hizo los típicos comentarios que hacía todo el mundo sobre él, que si era extremadamente guapo, que si era como Cupido, etc. Pues mis padres decían que era clavado a mí a su edad, ¡y a mí nadie me decía esas cosas tan bonitas! Igual esos halagos iban todos para Dylan… Bueno, ¿para qué lamentarse por eso? Yo no lo recuerdo, y él, después de aquello horrible que le pasó, tampoco.

—El señor estará en el salón. Pasen.

Cuando entramos en la casa vimos bajar las escaleras del fondo a Michael. Laureado por unos enormes cascos, movía la cabeza al ritmo de una música que no podíamos oír, y, por tanto, ignoraba totalmente los cuadros de la pared, los cuadros que su padre-abuelo tenía tanto interés en que mirara. Llevaba esa ropa tan 2032 que llevaban los jóvenes de esos tiempos. Ahora los pantalones se tenían que llevar por donde acababan los calzoncillos: así estaban bajos, pero no revelaban nada. Aun con la indumentaria ridícula, Michael era un chico muy guapo, parecido a su padre cuando tenía su edad, pero con una expresión más aniñada.

Elio le hizo un gesto con la mano y él, que lo vio en la distancia, se quitó los cascos para ignorarlo más patentemente.

—Vaya, mi hermano marica y su novia. —Sí, los comentarios homófobos siguen en 2032. ¿Qué esperabais?— ¿Y cómo olvidar al niño probeta?

Qué irónico que dijera eso, dado que él también lo fue.

—¡Hola! —respondió Eric—, ¿cuántas veces te han detenido desde la última que nos vimos, hermanito?

—Oficialmente, ninguna. Ya sabes, es lo bueno de tener pasta. Vosotros, los muertos de hambre, nunca lo entenderíais.

—Traducción. —Se agachó y puso la mano a un lado de la boca, como para contarle un secreto a Elio—: su papi le ha sacado de la cárcel.

—Bueno, al menos no pasé allí el tiempo suficiente para que me convirtieran a la fuerza en uno de vosotros.

—Oh, corazón, eres tan normativo —dijo Elio de forma afectada, haciendo de diva.

—¿Véis? Hacéis esas cosas delante del niño y ahora os ha salido sarasa.

—Por esa regla de tres yo sería hetero, porque mis padres se besaban delante de mí—dije yo.

—Y lo eres. Fue mi hermano el que te metió en todos esos rollos homosexuales.

—Oh, cariño, eres tan, tan cuco. Tu desconocimiento de la vida y la sexualidad es tan encantador… —Ahora era Eric el que hacía de diva—. Porque, claro, la homosexualidad es algo en lo que te pueden «meter».

—¡Que me da, que me da! —dijo Elio llevándose la mano a la frente en plan diva y fingiendo estar a punto de desmayarse—. Que todavía haya alguna troglodita como ésta me supera. Hasta el coño me tienen.

—¡Esa boca! —le regañé.

Eric y Elio se echaron a reír, y Michael se tuvo que aguantar para no hacerlo también. En el fondo no era mal chico; ni siquiera pensaba lo que decía. Sólo estaba en esa etapa de odio hacia todo y hacia todos. De hecho, en su infancia nos llamaba a Eric y a mí papá y mamá. Seguramente era algún tipo de broma de mal gusto del señor Amanti.

—Aún recuerdo cuando me llamabas mamá —añadió Eric.

Michael se puso totalmente colorado y frunció el ceño.

—Y a mí me confesó en más de una ocasión que sus planes de futuro eran casarse con el señorito Mark —dijo Nico alzando una ceja.

—¡Mayordomo chismoso! ¡Cierra la puta boca!

—Pues la verdad es que no me importaría el cambio. El modelo viejo ya empieza a fallar; es hora de buscar uno nuevo.

—No digas eso. Si los dos hijos le salen maricas, al señor Pedanti le dará algo —señaló Eric—. Bueno, vamos a verle antes de que te ofrezca 30.000 dólares para que no vuelvas a hablarle a Michael.

—Yo me piro —dijo Michael.

—Qué desagradecido es el delincuente juvenil éste. —Eric le clavó el dedo en la mejilla, de la misma forma que lo hizo con Elio un rato antes—. Deberías saber que te llamas Michael gracias a mí. Si fuera por tu padre, te llamarías como una de las Tortugas Ninja.

—¿Quiénes?

—Me hago viejo… —Eric suspiró—. Su idea era llamarte Michelangelo, así que le dije: «Relaja la raja o vete a Omaha»; americaniza el nombre si no quieres que le den de hostias en el patio del colegio.

Michael bufó y se abrió paso entre nosotros para salir por la puerta.

Eric se le quedó observando unos instantes, como hipnotizado. Me pregunto qué pasó por su cabeza en esos instantes… Sólo despertó cuando Elio le cogió de la mano y tiró de él hacia el salón. El mayordomo y yo nos quedamos atrás.

—Nico, me siento muy culpable. No es justo que Elio sea sólo hijo mío.

—No retome viejos hábitos, señorito Mark. Esa manía suya de culparse por cosas absurdas es totalmente improcedente en esta situación. El señor Eric adora al señorito Elio precisamente porque es su hijo y no el suyo. Él odia su propia estirpe, los Lover; por eso jamás tendrá recelo contra él.

—Bueno, en eso tienes razón, pero…

—No hay más que verlos. Mírelos cómo juegan y bromean; tienen mucho más que una relación padre e hijo, también son amigos.

Me quedé sin argumentos de momento, así que eché a andar. Antes de reunirme con los demás quería ver el cuadro de Eros y Psique: tengo que reconocer que despierta en mí toda clase de emociones y recuerdos, y de todas esas horribles escenas congeladas, es la única que me gusta.

———

Un rato después me dirigí al salón. El señor Amanti estaba sentado en el sillón, con el bastón apoyado en uno de los brazos, y Eric y Elio estaban en el sofá. Nadie había pensado en guardarme un sitio.

—Ah, ragazzo, cuánto tiempo. ¡Le decía a mi hijo y a mi nieto que ya no venís a verme!

Se levantó y me dio dos besos, cosa que siempre me perturbaba, por mucho que fuera una costumbre europea.

—También comentaba que esperaba que no fuera por cómo te traté cuando trabajaste para mí. —Emitió una risita—. Elio se ha divertido mucho con el relato de tus aventuras.

—¡¿De verdad metiste la mano en mierda de caballo?!

—¡Esa lengua! —exclamó Eric dándole un flojo coscorrón.

—Lo siento… Ah, papá, siéntate aquí, no estés de pie. ¡Yo me subiré en tus rodillas!

Es una tontería, pero me conmoví. Que mi hijo pensara en mí de esa manera, y se ofreciera a perder su comodidad en favor de la mía… No sé, me pareció muy bonito.

—¿Dónde estará Michael? ¡No podemos empezar a cenar sin él! —dijo el señor Lover sentándose otra vez.

—Se ha ido, papá.

—¡¿A dónde?!

—A drogarse.

—¡Mio dio! Pero si esta noche teníamos la presentación escatológica de esa nueva promesa, el señor Nose Ducha. ¿Lo pilláis? —Suspiró sin darnos tiempo a contestar—. Se lo ha puesto por Duchamp.

—Ese tío se llama Nose, o sea, nariz en inglés, y a ti lo que te llama la atención es su apellido. —Ahora fue Eric el que suspiró.

Nadie, al parecer, se dio cuenta del verdadero chiste. Cambiamos de tema y el señor Lover estuvo contándonos que Michael no mostraba el menor interés por la excelsa historia del arte. Por muchos manuales que le compraba, él no los leía; por muchas exposiciones a las que él le llevaba, él no las miraba (una vez, borracho, meó en el orinal del tal Duchamp); por mucho que le insistía, él no le escuchaba.

La última oportunidad de la raza Amanti se había echado de perder. Con Eric de entrenador de instituto y Michael o bien muerto por conducir borracho o encarcelado por cualquier gamberrada, el destino quedaba sellado.

—¡Oh, Fortuna! —dijo Amanti.

—Velut luna —canturreó Elio.

—No es el momento, pero es una broma muy fina y acertada —le susurré.

—Papá, deja de quejarte de Micheangelo y felicita a Mark. Este año ha jugado su última temporada y el equipo ha decidido ficharlo como entrenador.

—En ese equipo de segunda, ¿no? Enhorabuena —dijo sin mucho entusiasmo.

Si no decía que era de segunda, no se quedaba a gusto. Eso me recordaba a Dylan. Antes del accidente era tan… Mierda, no quería pensar en eso.

—¡Oye! ¡Ni se te ocurra menospreciarlo! Mark se ha podido dedicar a lo que le gusta, y ha obtenido muchos logros en su carrera. Ha llegado a ser el máximo goleador tres temporadas seguidas, y ha conseguido un montón de trofeos.

—De Segunda División —recalcó Amanti.

—Señor Lover, no me afectan sus provocaciones. No todos podemos ser David Ripley, que hizo ganar a Inglaterra un mundial. Yo sólo quería jugar y hacer de ello mi profesión. Si no pude llegar a la cima, al menos lo intenté. Y no tengo nada que lamentar, he disfrutado mucho. Además, tengo mi carrera, por si surge algún problema.

—Carrera que yo pagué —dijo el señor Lover frunciendo el ceño.

—Sí, gracias por eso, papi —canturreó Eric—. Y gracias por pagar la mía.

—¡Tú calla, que ni la acabaste! ¡Sólo te metiste ahí para mudarte a Colorado con él y estar en su misma clase!

—Yo no necesito carrera. Tú moviste hilos para que me dieron un puesto fijo en el instituto de aquí.

—¡Será posible! Os ha tocado la lotería conmigo… Y a ese otro chico también. En comisaría ya me conocen y todo. «Hola, señor Lover. Esta vez ha tirado huevos a una casa. Cosas de críos, ya sabe. Pero tiene que darnos un buen pellizco para que cerremos el pico».

—El karma por lo que le hiciste a Mark.

—¿No tenía derecho a disentir con tus elecciones?

—Sí, pero te exponías a que te culpabilizara si te equivocabas. Así es como funciona ser padre.

—Ay, soy demasiado transigente con todos vosotros. Elio, dime que tú no le darás tantos desvelos a tu pobre abuelo.

—¡Claro que no, abuelito! —Corrió a su lado y le dio un beso en la mejilla.

—Oye, me da a mí que su peloteo ha quedado un poco evidente —bromeó Eric hablándome al oído.

—¡Pero qué niño tan precioso! Aún tengo por ahí los bocetos que te hice cuando eras un bebé. Sin embargo, tengo que pintarte otra vez, si es posible.

—¡Con la supervisión de un adulto, viejo verde!

—Yo no soy como tú, hijo. ¡A mí me gustan las mujeres! Sólo aprecio la belleza juvenil.

—Oye, abuelito —dijo Elio señalando la pared—, ¿cómo se llama ese cuadro?

—¡Oh! Pues se trata de El rapto de Ganímedes, de Correggio. Aunque me gusta más su título original, Ganimede e l’aquila (yo no lo considero un rapto). El mito cuenta que Zeus se enamoró del pastor Ganímedes y mandó a su águila a que lo capturara. Cuando ascendió al cielo lo hizo su amante y lo nombró copero de los dioses.

—¿Por qué no lo consideras un rapto? —dijo Elio sentándose en sus rodillas, como si fuera Santa Claus.

—¡Me alegra que me hagas esa pregunta! Ganímedes era, evidentemente, un mortal. Que Zeus le permitiera ascender al cielo era una bendición.

—Ya empezamos… —exclamé.

—Un joven sin linaje al que la bondad de los dioses convierte en uno de ellos, ¡pues claro que no es un rapto! ¡¿Quién no se agarraría al águila!? De hecho, éste es mi cuadro favorito acerca del mito porque parece más bien que el niño se sujeta al pájaro, y no que éste lo agarra.

—Si se me presentara una oportunidad como ésa, ¡yo no la dejaría escapar!

—¡Elio!

—¡Pero qué listo que es mi nieto! —El señor Lover le besó los cabellos—. Fíjate, fíjate. El perro los mira, probablemente ladra, pero Ganímedes está muy tranquilo, mirando al espectador, como quien presume de una hazaña.

—Parece que abraza al pájaro… Es muy bonito.

—¡Oh, pues si éste te gusta…! Ah, no os importará que retrasemos la cena un poco más, ¿verdad? Me gustaría mostrarle a Elio algunos cuadros.

—¿No ibas a ver al Bañera ése? —Fruncí el ceño.

—Anullato! Decidle a Nico que os ponga la cena si os impacientáis. Yo voy a enseñarle unos cuadros al niño.

—Pero Elio no debería cenar tarde…

—Déjales que vayan, Mark —me susurró Eric.

Asentí.

El pequeño Elio se fue cogido a la mano libre de su abuelo, la que no llevaba bastón, y nos dejó a Eric y a mí solos en el salón. ¡Se podía tener más descaro! No sé de dónde había sacado esa faceta interesada. Desde luego de mí no, y tampoco creo que de Eric. La madre… ¡Debería haberlo esperado de una mujer que alquila su útero por dinero!

—¿Te lo puedes creer?

—No. Por fin solos… —murmuró Eric retrepándose hacia adelante en el sofá para besarme—. Esta temporada, que has tenido que entrenar tanto, me he sentido muy solo. Si no fuera porque tenía a Elio, me habría muerto de pena.

—Me refería a que nuestro hijo intente desplumar a tu padre. —Traté de cambiar de tema, porque me sentía culpable por haber pasado tan poco por casa.

—A mí su interés en el tal Gónada me ha parecido sincero. No pienses mal de él. Bueno, ni bien ni mal: no pienses en él. Céntrate sólo en mí un ratito, ¿quieres, Ojos Azules?

Dieciocho años después, y aún seguía encantándome que me llamara así.

—Claro que quiero. Sabes que lo de esta noche es sólo hoy. Mañana dejaremos a Elio con mis padres e iremos tú y yo solos a cenar por ahí. ¡Vamos a celebrar que me jubilo, y que eso significa que somos un par de ancianos!

—Prometí amarte hasta el final de nuestros días, así que me es un poco indiferente envejecer. Lo único que lamento es que me quede menos tiempo que pasar contigo.

—Shhh. No digas eso. No pienses más en el futuro: esto es lo más futuro que vamos a alcanzar hoy.

—¿Es un juego metaliterario o una frase de Paulo Coelho?

—Calla y bésame otra vez.

Mientras nos acariciábamos en aquella sala, apareció Nico con uno de esos cacharros de reproducción de audio tan 2022 (el señor Amanti era un anticuado). Según dijo, Eric le había pedido que lo trajera si conseguíamos quedarnos solos. Nico accionó el MP345 con una sonrisa y se marchó.

Ahora sonaba Roses, de Chainsmokers.

—Cada vez que oigo esta canción sigo acordándome de aquel incidente del coche.

—Yo no —dijo él—. Sólo recuerdo tus ojos azules brillando.

—¿Y?

—Y nada más. Tengo que confesarte que a veces hablas y no te escucho. Sólo te miro los ojos.

—¡Idiota! —le empujé.

—Bueno, y debo confesarte otra cosa: los primeros años de Elio, me sentía mal embelesándome con tus ojos, porque son los tuyos. Me sentía como un pedófilo...

Guardé silencio. Eran mis ojos porque era mi hijo. Con la cabeza gacha traté de ocultarme de él, pero me la alzó con un dedo en la barbilla.

—Yo pedí que fuera tu hijo. Pagué cien pavos a esa enferma para que fuera tu esperma el que usara y para que me guardara el secreto.

—¡¿Qué?! ¡¿Por qué?!

—Porque te quiero con todas mis fuerzas, y sabía que me sería muy fácil querer a tu hijo. Querer a mi hijo. Mark, para mí Elio es más hijo mío que Michael.

—He visto cómo le mirabas…

—No puedo evitarlo, supongo. Hay algo primario que me une a él, y es verdad que lo quiero. Pero para mí es como un hermano. ES mi hermano. Y Elio mi hijo.

—Dios, ¿por qué eres tan maravilloso? —Le abracé con ternura.

—No sé, ¿de vez en cuando Dios hace algo bien?

—Te quiero tanto, Eric. Y a Elio. Ahora que estaré más en casa, haremos muchas más cosas juntos. ¡Te lo prometo!

—Pediré que insonoricen nuestra habitación, ya que quieres que el niño crezca puro e inocente.

—Basta con no hacerlo —dije afiladamente.

—Siempre puedo forzarte mientras duermes. Así no harás ruido. —Sonrió.

—No tienes que esperar a que esté dormido, ni tampoco tienes que forzarme.

Le acaricié la oreja con la mano y empecé a darle besos en el cuello. Eric dejó escapar un resoplido de placer y pronunció mi nombre una y otra vez mientras yo exploraba su cuerpo. El resto está difuso en mi memoria: sólo imágenes mezcladas de nuestras pieles la una contra la otra, la humedad de su lengua, Eric vigilando mientras profanaba mi boca, yo vigilando mientras se la profanaba a él… Y un amor tan fuerte que mi cuerpo temblaba, incapaz de contenerlo.

En el coche, camino de vuelta a casa, Elio estuvo contando cosas de los cuadros del señor Lover, y dijo que le encantaron. Quizás era pronto para determinar si ése sería su futuro, pero su amor por la pintura de aquel día parecía sincero. Eric me echó una miradita condescendiente y yo, mientras conducía, alcé ambas cejas.

Michael acabó encontrando en la música un contenedor en el que volcar todas sus frustraciones adolescentes y, poco a poco, se fue reformando. Con el paso del tiempo, no se deshizo de los conocimientos que el señor Lover le proporcionó mediante un montón de profesores particulares y las clases del conservatorio. Acabó siendo profesor de música y tuvo su propio grupo.

Elio, por su parte, repite una y otra vez que él creció bajo las miradas de los cuadros de su abuelo. No hay mucho de verdad en ello, pero a él le gusta decirlo. Con el paso de los años se dio cuenta de que esas caras, a pesar de ser increíblemente estáticas, le decían mucho. Era fascinante cómo le hablaban sin necesidad de moverse en absoluto. ¿Cómo le transmitían esas emociones? El arte le obsesionó desde que aquel día. Su maestro falleció a los 83 años, y en su tumba de Florencia reza el nombre de Leonardo Amanti.

Años antes, el señor Lover había tenido una conversación con el joven Elio, cuando acababa de sacarse el doctorado en historia del arte en la universidad de Florencia, a los 23 años. Su abuelo le prometió toda su fortuna y Elio la rechazó. Sólo le pidió, si es que quería darle algo, todo su legado cultural: cuadros, museos, etc. Así se hizo: su fortuna se partió en dos (una mitad para Eric y otra para Michael) y lo demás fue para Elio.

Eric y yo vivimos una vida de lo más tranquila y alegre desde que yo me jubilé —seguía trabajando de entrenador—. Elio nos dio algún que otro sobresalto, cosa lógica en los hijos, pero no pasó nada de especial interés. Cuando se casó con Frida, él nos presentó con orgullo, a pesar de que ella era de buena familia, y nosotros unos pobretones, así que estoy muy orgulloso de él.

¿Qué más debería contar? No sé. Supongo que esto ya ha dado mucho de sí. Sólo me queda revelar mi situación actual y la causa de este diario:

Eric y yo ya tenemos una edad, y quería escribir toda la historia para no olvidarla jamás, para leerla con una sonrisa en los labios cuando algunas partes se desdibujen. Y nunca se sabe, si esperaba un tiempo, uno de los dos podía estar muerto o con alzheimer o Dios sabe qué. ¡Pero no! ¡Estamos felices y sanos! De hecho, ahora me está esperando para cenar. «¿Qué haces, Pulgarcito», me ha preguntado hace un rato. Es adorable que aún me llame así cuando soy un viejo canoso.

En fin, quería escribir esto antes del final, para que así no muramos nunca, para que vivamos siempre para todo aquel que lea esto. Y ahora me voy con Eric, el que siempre fue y siempre será el amor de mi vida. Ah, qué feliz pensamiento.

El diario del sacrificio de Mark Twin

—FIN—