El diario del sacrificio de Mark Twin 11

Nos acercamos al final de la historia entre Mark y Eric.

Diario de una adolescencia gay

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Un relato del Enterrador

El diario del sacrificio de Mark Twin 11: Sacrificio estigio

Su petición era la siguiente: debía comprar marihuana en un antro llamado «El Dickens». Pero había varios problemas con eso. El primero era que yo no tenía ni idea de dónde estaba ese sitio, el segundo que sería peligroso, y el tercero y más importante que la posesión de marihuana era ilegal. Si me pillaban, podía acabar en la cárcel o algo así.

Por supuesto, el señor Amanti sabía todo eso, y lejos de resultarle una razón para no pedírmelo, era una razón para hacerlo. Espero que exista el infierno. Y espero que se pudra en él. Aunque, por lo visto, yo lo iba a conocer antes.

Tenía una semana para conseguir la mercancía, así que el lunes decidí hablar con Justin al respecto. Era la única persona que no me haría preguntas ni me juzgaría. Además, su novio tendría experiencia y podría ayudar. Después de todo, Axel había dejado esos hábitos hacía bien poco, precisamente por Justin. Eso disipaba algunas de mis dudas. Si estás dispuesto a renunciar a tu estilo de vida por la persona a la que quieres, a darle tu rutina, tu intimidad; entonces debes ser capaz de todo. Y eso hacía por Eric. Le decía que iría al fin del mundo, al más alto acantilado, al mismísimo cielo o al más bajo infierno. Todo por él.

Como es de esperar, Justin se mostró sorprendido al principio. Le preocupaba que me fuera por el mal camino y que entrara en asuntos turbios. Sin embargo, le prometí que debía hacerlo por cuestiones heroicas y que no podía revelarlas, por lo que acabó accediendo.

En uno de esos días en los que Dylan se marchaba antes para reunirse con sus manuales de filosofía, fui con Justin a la azotea. A esa hora, para mi sorpresa, estaba repleta de gente. Todos amigos de Axel, claro, pero aun así me dieron cierto miedo. Estaban sentados en círculo, como en un horrible ritual satánico, contemplando el Sol y exhalando el humo de varios porros. Axel estaba apartado del grupo, apoyado en la pared. Parecía el típico personaje de videojuego.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó con cierta languidez.

—Espero que no hayas vuelto a fumar —dijo Justin inflando los mofletes—. ¡Que lo haga yo que no soy muy listo, vale! ¡Pero tú tienes que atesorar esas neuronas!

Axel respondió con una sonrisita espontánea y le dio a su novio un beso en la mejilla. Algunos empezaron a silbar, pero pararon rápido. Estaban demasiado fumados para interesarse por la realidad. Yo me sentí algo incómodo: es curioso cómo nos resulta tan hermosa nuestra propia ternura y tan horrible la de los demás.

—Necesito que me hagas un favor, Axel —les interrumpí—. Necesito que me indiques cómo llegar a un sitio que se llama «El Dickens».

De repente, uno de los chicos dio un salto del círculo y vino hacia nosotros. Mi corazón se aceleró como loco. Aun estando Axel con nosotros, me sentí extremadamente amenazado. No porque pareciera enfadado o disgustado, más bien parecía indiferente; pero supongo que mis prejuicios hacia esa clase de gente entraron en juego. Con esa carrerita pareció bastante desesperado por enterarse de lo que tramábamos, y aun así luego trató de hacerse el indiferente. Debía de estar bastante colocado.

—Así que este niño lindo quiere ir al Dickens, ¿eh?

—Rex, no sabía que te gustaba meterte en conversaciones ajenas —se burló Axel—. Ya estás como las viejas cotillas.

Ignoró completamente su comentario.

—Tendrás que pedirle a la guarra de Rooney que te lleve. Se conoce el sitio muy bien, ¿sabes? De hecho, desde todos los ángulos. Por eso de que allí se pone de todas las posturas posibles.

Axel se echó a reír, pero Justin y yo fruncimos el ceño. Aunque la fama de ese chico era de sobra conocida en el instituto, tampoco hacía falta meterse con él de esa manera. Me dio la sensación, no sé por qué, de que a Justin le molestó más que a mí. Sus razones tendría… Luego cambió de tema, como si quisiera desviar la atención de Rooney y su promiscuidad, como si quisiera ocultarlas. No tenía muy claro si porque lo consideraba un tema tabú o porque le importaba el chico. ¿Habría sido uno de sus numerosos amantes? ¿Justin? No, no podía ser. Es imposible imaginar ese chico cometiendo la más mínima perversión.

La huida del asunto no duró mucho. Axel nos cazó con la misma facilidad que un coyote caza un conejo. Me aconsejó que le ofreciera dos bocadillos a Rooney para que me llevara. Yo protesté y le supliqué que fuera él quien me llevara, pero se encogió de hombros y aseguró que tenía varios enemigos por allí y que sólo me conseguiría más problemas. Justin le echó una mirada afilada y me prometió acompañarme. Evidentemente, Axel y yo se lo prohibimos. Sería como llevar una tierna paloma a un nido de gavilanes.

—También necesitarás pasta para que el segurata te deje entrar. Ah, y no mires ni hables con nadie. Bajo ningún concepto.

El tono en que lo dijo, autoritario y ligeramente amenazante, me dio algo de esperanza. Significaba que se preocupaba por mí, y que, por tanto, no me mandaría a una situación de problemas asegurados.

Cuando nos fuimos, Justin me preguntó si no podía comprar la maría en algún otro sitio. Amanti había pedido la de ese sitio concretamente, y temía que fuera capaz de identificarla, aunque reconozco que quizás fue una tontería por mi parte. En cualquier caso, negué con la cabeza y nos fuimos a jugar un rato con Hitchcock.

Durante toda la semana intenté ocultarle mis nervios a Eric. Sabía que era algo inútil, porque él conocía cada pliegue de mi cuerpo y mi mente. Con cada contacto de nuestra piel, él sentía lo que yo sentía y leía cada una de mis preocupaciones. Cuando me abrazaba no había barrera entre nosotros, ni física ni emocional: éramos sólo uno. Yo me abría, o, mejor dicho, me rendía a él. Como una ciudad conquistada que deja de luchar. El portón se abre y el invasor entra y dispone como le apetece. Los ciudadanos de la ciudad simplemente se avasallan. ¿Y qué es el amor sino vasallaje? Un vasallaje mutuo, en dos direcciones, pero vasallaje. Dos ciudades conectadas, dos ciudades invadidas, dos ciudades conquistadoras y conquistadas.

Él sabía que algo me inquietaba. Lo notaba en sus caricias, que ahora eran más suaves. Lo notaba en sus ojos, que ahora eran más compasivos. Lo notaba en sus labios, que ahora me abrazaban sin querer soltarme. No obstante, no dijo nada. Me apoyaba desde la distancia. No quería agobiarme; sólo hacerme olvidar, mientras estaba con él, todo el sufrimiento y la presión. Lo que no sabía era que yo amaba ese sufrimiento, porque era por él. Siempre he pensando que un amor apacible es un amor muerto. La llama, lo que llamamos pasión, es dolor. Sin eso, no hay fuego: sólo queda un cariño que se va derritiendo.

O quizás es que soy muy masoquista.

El caso es que llegó el día y él no hizo ninguna pregunta. Mejor así. Quedé con Rooney cerca del instituto y le entregué los dos bocadillos para que me llevara. No podía evitar pensar que había algo de complacencia en él. A ver, si quisiera ocultar algunas cosas turbias, no tenía sentido que se hubiera ofrecido. Si bien se mostró algo extrañado en un principio, su actitud cambió completamente cuando supo que era idea de Rex. No sé, ¿acaso quería demostrarle que no le daba vergüenza? ¿Se estaba exhibiendo ante él de alguna forma? No era de mi incumbencia, en cualquier caso. Pero parecía encantado.

Es curioso, no dejaba de darle vueltas a las cosas. Yo nunca había sido reflexivo: ¡eso era cosa de Dylan! Pero cualquier mínima distracción de mi tarea era apetecible. Así evitaba el miedo y la frustración y lo que más temía, la autoalabanza. Porque sí, me sentía una especie de héroe por hacer eso. ¿Dónde estaba la modestia? Supongo que ese pensamiento era un mecanismo para avivar el amor que albergaba en mi corazón.

Rooney no dijo una sola palabra en todo el camino. Por lo tanto, yo tampoco. Nunca habíamos coincidido ni hablado, así que era normal que no hubiera temas de conversación, pero ni siquiera un mínimo de cortesía nos empujó a fingir. Seguramente no era de las personas a las que eso les importa.

Cuando llegamos al sitio, me pareció de lo más imponente, en el mal sentido de la palabra. La luz del atardecer se esforzaba por darle un aire melancólico, pero no podía ocultar lo siniestro de ese edificio desgastado, pintarrajeado y medio ruinoso. De repente, sentí ganas de llorar. Y no por tristeza, sino por una especie de impotencia que no sabía bien de dónde venía. Tragué saliva y apreté el puño, como si la mano de Eric estuviera allí sujetando la mía, como si fuera un miembro fantasma de mi propio cuerpo que pudiera invocar. Necesitaba su apoyo, aunque sabía que él no me lo hubiera dado. Él habría dicho que nos fuéramos de ese sitio horrible.

¡No quiero ser un Amanti! ¡No quiero ser una expresión rígida en la pared!

¿Y qué propones entonces, Eric?

Busquemos algún parque, uno no demasiado transitado. Luego vayamos a algún rincón apartado para que pueda besarte. Porque eso es lo único que quiero, Mark, besarte. Una y otra vez.

Me refería a tu futuro, idiota.

Yo también. Quiero que mi futuro sea besarte una y otra vez hasta el fin de mis días.

Mierda, esa clase de conversaciones mentales sólo removían mis sentimientos. ¡Y no era el momento! Debía permanecer fuerte, o al menos aparentarlo. Pero ¿qué sentido tenía todo si Eric nunca iba a aceptar el estilo de vida de su padre? ¿Y si estar lejos de él era una liberación y no un cautiverio? Igual estaba siendo egoísta. Yo hacía eso porque pensaba que se había peleado con su padre por mi culpa.

—¿Entramos? —dijo Rooney sacándome de mis pensamientos.

Asentí. Ya era tarde para lamentaciones, y, además, yo sólo le ofrecería la posibilidad de volver. Él sería quien eligiera si quedarse conmigo y mis padres o si regresar a esa espléndida mansión llena de comodidades.

—Has tenido mala suerte. El matón casi siempre se escaquea. Pero hoy está.

Menos mal que Axel me había prevenido. Tras el habitual juego cinematográfico de preguntar por la contraseña, le entregué algo de pasta y nos dejó entrar. En el último momento, me pareció distinguir una mirada de desprecio hacia Rooney, pero, por supuesto, no mencioné nada. Luego bajamos unas escaleras que estaban prácticamente en la penumbra. Mientras lo hacíamos, se escuchaba música en la distancia. Casi me ahogo al reconocer la canción que sonaba. Rezaba para que no fuera ésa. Después de atravesar una cortina de tiras de plástico, penetramos en el local.

Mis sospechas se confirmaron: era

Roses

, de Chainsmokers.

Qué irónico destino el mío. Yo infiltrándome en un prostíbulo para comprarle droga al padre de mi novio, y tienen puesta nuestra canción. El fantasma de Eric que vivía en mi interior había emanado de la mano que invoqué y ahora estaba en la mesa del DJ. Me gritaba que parara, que me fuera. No merecía la pena ponerme en peligro por algo que probablemente no deseaba. Aun así, quería ayudarlo, aunque fuese un poco. Necesitaba ser útil, sentirme útil. Así ya no sería el inútil que molesta a todos.

Me había encogido casi sin darme cuenta, y mi cabeza estaba gacha, para que nadie viera mis ojos. Debían de estar vacíos en ese momento, porque estaban vueltos del revés, buscando en mi interior la respuesta. Le preguntaban a Eric, que vivía en mí como yo vivía en él, que era lo que él deseaba. Se llevaba bien con mis ojos, después de todo, a él le encantaban ellos y a ellos les encantaba él. Pero antes de que la voz de mi interior pudiera responder, Rooney puso una mano en mi hombro y me sacó de nuevo de mi ensimismamiento.

—A partir de aquí ya vas solo. Si tienes problemas, di que vas de mi parte.

—Gracias. —Fue lo único que fui capaz de articular.

—Probablemente no servirá de nada. —Se encogió de hombros—. Suerte.

Dicho eso, se metió en una de las habitaciones con toda la confianza del mundo y me dejó solo. Entonces tomé aire y eché a andar. La verdad es que era un sitio de lo más decadente, con gente enrollándose sobre las mesas y los sillones. Tenía más el aspecto de un fumadero de crack que de un prostíbulo: paredes descolchadas y agrietadas, bombillas descubiertas que colgaban del techo, cigarrillos esparcidos por el suelo… Sin embargo, lo que más me inquietaba era que todos me miraban. Aunque afortunadamente nadie me dirigía la palabra, o al menos hasta que vi a un tío arrastrándose por el suelo. Se dirigía hacia mí.

—Por favor, ayúdame a salir. Me he caído y seguro que me he roto algo. No puedo mover la pierna.

Tenía los brazos llenos de marcas de jeringuillas y los dientes amarillos. No me gustaba dejar a nadie en la estacada, pero no podía desoír el consejo de Axel. Continué mi camino y él siguió el suyo.

Un poco más adelante se me acercó un grupo de mujeres semidesnudas que serían prostitutas. Como tenía «una cara muy mona», no paraban de repetir que me uniera a ellas. Su intención era venderme como

taxiboy

o como

jovencita con sorpresa

. Las ignoré completamente y se pusieran a insultarme en la distancia, pero eso era lo mejor. Una de ellas había dicho que mi cara me sonaba, y si se daba el caso de que era cierto, no quería que lo fuera contando por ahí.

Por fin llegué a la barra. Le pregunté al camarero que dónde estaba Alex, el chico que Axel dijo que tenía que buscar. Con cero intención de ocultar su mala hostia, señaló el cuarto en el que había entrado Rooney. «La madre que le parió...», pensé para mí. Tuve que esperar como una media hora a que ambos salieran. Cuando mi negligente acompañante se había largado, me acerqué al tal Alex.

—¡Anda, Mark! ¿Qué te trae por aquí?

¡¿Me conocía?!

—Tío, ya te he dicho mogollón de veces que no va a volver por aquí. No con la deuda que tiene. Nosotros también le estamos buscando para darle… —Sonrió— un aviso.

—Oye, no entiendo de qué me hablas. Yo sólo quiero comprar algo de maría, y, aunque sí que me llamo Mark, creo que es la primera vez que nos vemos.

Se me quedó observando con una expresión juguetona, como si yo no supiera mentir y él me hubiera pillado. Sin embargo, se encogió de hombros y me preguntó cuánto quería. Lo cierto es que no tenía nada de experiencia y el señor Amanti no había especificado la cantidad, así que solté lo primero que me vino a la cabeza: 1kg.

Se echó a reír de una forma tan ruidosa que uno de los clientes le llamó la atención. «¡Así no había quien se concentre en el polvo!», dijo. Alex paró de reír instantáneamente, lo que le dio a su semblante un aire aterrador. Se acercó al hombre y le echó el brazo alrededor del cuello. Como estaba boca arriba, con la prostituta besándole el pecho —no describiré su figura para no asquearos—, estaba atrapado.

—Yo me río cuando me sale de la polla, ¿está claro? Si no te gusta, te vas a follar a las calles.

—Imposible —intervino la mujer—. Ya me cuesta encontrársela aquí; imagina con el frío que hace fuera.

Eso hizo que volviera a reírse, y se le pasó el cabreo. Le dio una palmadita en el culo a la prostituta y les dejó continuar a su aire. Después volvió a mi lado y se pasó la mano por la nariz. «Cocaína», pensé.

—Escucha, monada, —recalcó lo de monada—, esto no es la carnicería de tu barrio, ni yo soy la vieja gorda que te atiende allí. Esto no se compra por kilos, sino por gramos.

Le dije simplemente que me diera una cantidad razonable y ya está. Pero ahora debí de resultarle sospechoso, porque primero exigió ver el dinero. Por un momento me aterró la idea de que me robara y no me diera el material; sin embargo, tampoco tenía otra opción. Era enseñárselo o que no me vendiera. Lo contó rápidamente, con desgana, y regresó con una pequeña bolsita, que me lanzó para que capturara al vuelo.

—¿No tenéis una bolsa más discreta para llevármela? Una grande.

—Claro, ahora mismo voy a por tu bolsa de Mickey Mouse. En todas las tiendas Disney las tenemos.

Dicho eso, me sacó el dedo y se fue. Sería demasiado peliculero, porque yo me imaginaba un maletín o una bolsa de la compra. ¡Al menos una cajita, joder! Bueno, qué más daba… Si me lo metía en el bolsillo sería menos sospechoso que si lo llevaba a la vista en algún recipiente.

Al salir del Dickens metí mi dirección en

google maps

para que me llevara a casa. Pero aun así me imponía respeto vagabundear por

Homer’s Street

, de modo que me quedé un rato en la puerta, pensando. No en algo particular; más bien dejé que mi imaginación volara hacia donde quisiese. Fue contraproducente, como era de esperar, aunque era mejor que echar a andar. Me sentía como cuando estás ante la piscina. Sabes que una vez dentro todo dará igual porque te acostumbrarás rápido, y aun así temes el primer paso. Nada más que eso: ni al agua, ni a nadar —¡lo has hecho cientos de veces!—, sólo al primer paso.

Casi me da algo cuando vi un resplandor en la otra esquina de la calle. Fuera lo que fuera, apareció un par de veces y después se esfumó. Estaba demasiado oscuro como para vislumbrarlo, porque venía de una zona de la calle donde no había farolas. Nuestro maravilloso ayuntamiento pensaba que esos barrios no eran una inversión necesaria.

Aquello renovó mi inseguridad. Mierda, le tenía que haber pedido a Rooney que me esperase para reemprender el camino de vuelto. ¿Eso habría sido humillante? ¿Un chico de mi edad pidiendo escolta, como si fuera un bebé? Lo era. Mi excursión al infierno había sido un acto de inmadurez, no un acto heroico. Me sentía estúpido. Una parte de mí se rió porque sabía que esperaría hasta que amaneciera para salir de allí; eso si antes no me habían matado de un navajazo o algo peor.

Movido por la desesperación, escribí al señor Amanti para que enviara un coche a recogerme. En lugar de aceptar ayudarme o de ignorarme discretamente, decidió dejar patente que me estaba abandonando: el doble check azul brillaba en mi pantalla en señal de mofa. Ambos lo sabíamos: él había ganado, y yo presentaría mi dimisión el día siguiente. Ahora no sería el único que supiera que no era digno de Eric, ahora lo sabría también su padre. Eso le tranquilizaría, pues ahora bastaba con esperar pacientemente a que Eric se diera cuenta y me dejara.

¿Me estaba rindiendo demasiado rápido? Todavía quedaba Justin, que se traería sin duda a Axel. Él no me fallaría, eso estaba claro. Sin embargo, Axel no me perdonaría que lo pusiera en esta situación, ni yo tampoco me lo perdonaría. ¡Era asunto mío y debía resolverlo por mi cuenta! Si no, no serviría de nada.

Era el final.

Espera, ¿Dylan? No, entraría en pánico y se lo contaría a mis padres.

Apoyé ambas manos en el suelo y me incliné hacia atrás para elevar la vista al cielo. Una sonrisa cansada se reflejaba en mis lágrimas como un túnel iluminado tras una cascada. Sólo era un crío estúpido, y ahora lo había estropeado todo. Metí la mano en el bolsillo y saqué la bolsita mientras pensaba: «¿Me daría esto confianza en mí mismo?». Metí la mano dentro y olisqueé un poco de hierba. Ésa no era la pregunta, sino «¿Sería digno de Eric si tuviera más confianza en mí mismo?».

Entonces vi una sombra dibujarse en uno de los callejones y me di cuenta. Estaba apretando la mano; de hecho, no había dejado de hacerlo desde que había entrado a ese tugurio. La mano fantasma de Eric no me había abandonado en ningún momento, a pesar de que había intentado detenerme. De nuevo obraba un milagro, pues la figura que se acercaba hasta mí era, sin duda, la de Eric. Si esto fuera una peli o un libro o algo así, seguro que los espectadores estarían diciendo: «¡Venga ya! ¡Qué casualidad, ¿no?! ¡Qué conveniente!». Si esto fuera una novela me diría lo mucho que me quería y me besaría sin dejarme responder.

—Te daba una hostia que te mandaba a dormir.

—Hola a ti también. —No, por lo visto no lo era—. Bonito

deus ex machina

.

—Me vas a contar ahora mismo qué coño está pasando aquí. ¡Pero antes…!

Se abalanzó sobre mí en un abrazo que desautorizaba por completo su tono anterior. Pude sentir la incertidumbre, el miedo y la felicidad, mezcladas confusamente en una única emoción. Quizás sí que era una peli, después de todo. O, lo más probable, un sueño. ¿Acaso me quedé dormido con la cabeza apoyada en la pared del Dickens? No, aquello era demasiado real. Que todo fuera tan inverosímil era lo que lo hacía tan real, curiosamente.

Eric estaba llorando.

—Ahora sé por qué todas las chicas del instituto iban detrás de ti. Eres todo un héroe —dije—. Mi héroe.

A esto último le di una entonación en plan novia de una peli de Marvel. Estaba intentando rebajar un poco la tensión y que se tranquilizara.

No habló. Ni tampoco me soltaba.

—Si seguimos así, nos van a ver…

—Me da igual —contestó secamente—. Tú me defenderás, ¿verdad? Como hiciste con David.

—No, si al final va a resultar que el héroe soy yo.

Yo no era un héroe. Si algo me había convencido del todo de ello era verlo llorar en mis brazos. Había sido extremadamente cruel con Eric: le había ocultado mis emociones, había actuado a sus espaldas y me había puesto en peligro sin avisarle. Y aun así él había venido a salvarme.

Junté mi mano con la suya y se la agarré. De ese modo se fusionaría con su fantasma y yo con el mío, y seríamos uno físicamente. Por un momento, me sonrojé ante lo infantil de esa idea, pero no me importó demasiado. Si soy sincero, ni siquiera quería pensar por qué estaba allí, porque así se me permitiría pensar siempre que fue su fantasma el que lo advirtió.

—Si las cosas estaban siendo demasiado duras, hay otras salidas. ¡Drogarse no es la solución!

Abrí los ojos incrédulo y lo empujé despacio para que se pusiera de pie. Eric miraba hacia abajo, sin poder parar de llorar. Tenía los ojos rojos y se agarraba del hombro como un niño pequeño que no se atreve a enfrentarse a ti.

—Uno: No me drogo. Dos: ¿Podemos ir a algún lugar privado?

Me llevó a su coche, que estaba aparcado a un par de manzanas.

Tuve que conformarme con estar dentro del coche, porque Eric aún no había parado de llorar. Yo sí había parado; estaba de lo más calmado, quizás más de lo que lo he estado en toda mi vida. Él había venido, así que ya no tenía ninguna excusa para derrumbarme. En lugar de eso, lo llevé a los asientos traseros y dejé que posara su cabeza sobre mi regazo, para que pudiera acariciarle y calmarle. Sus sollozos se hacían más pausados, pero al mismo tiempo sus brazos me apretaban la espalda con más fuerza, como si quisieran aprisionarme, como si fuera a marcharme en cualquier momento y ellos no pudieran evitarlo. Me encantó no ser el inseguro por una vez.

Durante ese silencio en el que estuvimos un buen rato, me dediqué a ordenar mis ideas para decirle claramente lo que estaba haciendo y por qué. Ya era hora de que estuviera al corriente. No merecía más secretos, y no los habría. Me prometí a mí mismo que jamás volvería a ocultarle nada.

Pero primero: ¿cómo me había encontrado?

—Mi padre llamó a tu casa y dijo que sabía dónde estabas. Tus padres le preguntaron con mucha insistencia, y el muy mamón les aseguró que sólo lo hablaría conmigo. Me pasó el teléfono y me contó que te había puesto un detective privado. Resumiendo: estabas agotado últimamente por el instituto y el trabajo duro y el fútbol y habías empezado a drogarte. Tenía una foto tuya en un lugar llamado «El Dickens», y de esa misma noche. No esperé a que se regodeara en que no eras digno de mí ni mierdas del estilo. Colgué inmediatamente, dije a tus padres que iba a buscarte —no adónde— y prometí a Dylan que te traería sano y salvo.

—¿Dylan?

—Fue la única forma de que me dejara ir sin él. Tuve que prometérselo un millón de veces, y si te ha pasado lo más mínimo, me hará responsable. —Alzó la cabeza y me miró a los ojos—. Te quiere mucho. Mucho más de lo que crees.

—¿Y qué me dices de ti?

—No seas cruel. Ya lo sabes.

—Quiero que lo digas.

—Mark, ¿es culpa mía que estés aquí? ¿Te he presionado de alguna forma? ¿Es porque estoy en tu casa gorroneando a tus padres? Si es así, me iré esta misma noche. Pero, por favor, no sigas este camino.

Despegué una de sus manos de mi espalda y la besé. Me sentía raro; lo único que deseaba era idealizar ese momento, comportarme como en una película. Cosas de críos, supongo.

—Di que me quieres, Eric.

—No sólo te quiero: me gustas, te idolatro, te amo. Todo en uno. Eres la única persona que puede hacerme el chico más feliz del mundo o el más desgraciado. Tienes absoluto poder sobre mí.

—Haces que suene como un tirano —dije con un deje de burla para luego ponerme serio—. ¿Te he hecho desgraciado ahora?

Otra vez rompió a llorar. Estaba comportándome como un capullo, pero necesitaba hablar así para capturar toda la belleza del momento. Como he dicho, debía ser perfecto, y para ello los sentimientos tienen que brotar.

—¡Pensaba estarías herido! ¡O muerto! No podría soportarlo, no podría soportar la vida sin ti.

—No quería que sufrieras —repliqué triste—. Lo único que pretendía conseguir con esto es que arreglaras las cosas con tu padre.

—¿A qué te refieres?

—¿Tú le crees cuando me acusa de drogadicto?

—No le creería en situaciones normales, pero has estado raro últimamente y…

—¿Me querrías aun si fuera drogadicto?

—Te querría aun si fueras el jodido Johnny Deep.

De repente, los dos nos echamos a reír.

—¡Eso no vale! Johnny Deep es guapo e interesante.

—Ahora desde luego no lo es. Parece que lo han chupado como si fuera un zumo.

—Bueno, pues no me drogo. ¡Vamos, si fui yo el que colgó por todo el gimnasio esos carteles de «Si te dopas, no molas»! Lo que ha pasado es que he estado haciendo recados para tu padre. Ése ha sido mi empleo todo este tiempo, y el último recado era ir a comprar marihuana a ese lugar horrible. Aunque veo que todo era una trampa.

Ahora venía cuando se enfada. Otra vez esa cabeza gacha ocultando su rostro y ese gesto rabioso en su cuerpo, con todos sus músculos en tensión. Otra vez esa sensación de culpabilidad. Después de todo, si yo no le contara lo de su padre, no tendría por qué enfurecerse. ¿Por qué no era capaz de aguantar por mi cuenta para que él no sufriera? Eso era lo que debía hacer. ¡Pero no! ¡Había decidido que no habría más secretos!

Un fuerte estruendo me puso en alerta. Después, sentí algo en la mejilla, una extraña humedad. ¡Un beso! Y no sólo uno, uno tras otro. Me estaba besuqueando toda la cara mientras me apretaba de nuevo contra sí. Y no de forma suave, provocativa, sino como una abuela cuando lleva varias semanas sin verte. ¡Dios, me iba a dejar marcas por toda la cara! ¡Qué frenesí!

—¡Gracias a Dios! ¡Me alegro tantísimo!

—¿No estás enfadado conmigo?

—¡Muchísimo! Pero eso me da igual ahora. Lo importante es que no te estás drogando y que tampoco es por mi culpa. Estoy tan feliz que podría morirme ahora mismo.

—Traducción: me espera una bronca cuando lleguemos a casa.

—Sí, pero antes vamos a ver al señor Amanti.

—Son las tres de la mañana.

—No me importa. Voy a arreglar esto de una vez por todas, para que nos deje en paz y tú no tengas más ideas locas.

—¡No son ideas locas! ¡Te peleaste con él por mi culpa!

—¡Me peleé con él porque es un impresentable, un intolerante y un prepotente! Que es una forma fina de decir que es un hijo de puta egoísta.

No hubo más discusión: nos plantamos en la casa en unos 15 minutos y Eric tocó el timbre mientras me echaba el brazo por encima del hombro. Durante la espera estuvo besándome sin importarle nada más que yo. Y yo no fui menos; a esas alturas el señor Lover me resultaba más que indiferente. Aunque no sabía qué pretendía Eric con todo aquello.

Nico abrió la puerta y nos pilló en pleno morreo. Al parecer, nos estaban esperando, porque estaba perfectamente vestido. Quizás brilló una sonrisa en sus labios, quizás no, cuando Eric le sonrió.

El señor Amanti nos esperaba en su habitación, de pie ante el imponente dragón que William Blake había ideado para ilustrar la Biblia y no sus dramas familiares. Pero para él era un símbolo de la amenaza de su estirpe, para él esa bestia tenía pelo rubio y ojos azules.

Benvenuti!

Tengo que seros sincero. ¡No esperaba que fuerais tan testarudos! Eric, ¿no le dejarás ni tras descubrir su drogadicción?

—Drogadicción que

te has inventado.

—¿Eso te ha dicho? Suena a la típica excusa de yonki.

—Vamos, papá, esto es desesperado hasta para ti. Agotarlo para que pareciera drogado y luego llevarlo a un fumadero o lo que fuera eso.

—No quieres aceptar la verdad. ¡Ese chico es indigno de ti! ¡Te ciega su belleza y no ves la horrible persona que es! ¡Como Venus con Adonis!

—Deja de meter a Venus en todo, papá. En esta conversación sólo hay personas reales. Pongamos las cartas sobre la mesa: tú me arrebataste de los brazos de mi madre.

—Yo no…

—¡Está bien, está bien! Te perdono. Querías un heredero para los Amanti. Bien, yo te lo voy a dar.

—¿Eh? —dijo el señor Lover.

—¿Eh? —dije yo.

—Te propongo un trato: yo te doy mi semen para que insimines a una experta en arte o algo así, y tú a cambio le das a los Twin… Mmm… —Se acercó a mí y me susurró—. ¿Cuánto querría tu familia, Mark?

—¡A cambio, dejará que su hijo vuelva aquí y prometerá tener un trato cordial con él!

Eric sonrió.

—¡Y tampoco te opondrás a nuestra relación!

El señor Lover torció el gesto. Se notaba la idea de que empezar de cero con otro niño no le agradaba: si no habría propuesto esa opción desde el principio. Sin embargo, miró al pasillo durante un instante y se dejó caer en la cama. Se había rendido.

Bene

. ¿Pero el

ragazzo

está de acuerdo? —Me señaló.

—Lo criaremos como mi hermano. Nunca le diremos que soy su padre. ¡Algo parecido a lo que le pasó a Jack Nicholson!

—Por mí está bien —intervine—. Tampoco es que yo pudiera darte un hijo, así que no puedo ponerme celoso. Un cuñado-hijastro suena guay.

—¿Crees que Laura se ofrecerá a ser la madre?

—Nunca lo sabremos. Me ha dejado porque dice que te he tratado injustamente. ¡Qué sabrá ella!

—Viejo cabezón, ¡ella era la mujer perfecta!

Vieni con me

, os daré algo de comer, que seguro que estáis hambrientos. Luego te llevaré a casa personalmente,

ragazzo

, y diré que te perdiste haciéndome un encargo y se te acabó la batería. Así quedará todo arreglado. Eric,

amore

, alcánzame mi bastón.

Eric echó un vistazo en la habitación y se dio cuenta de que no estaba. Se lo habría dejado en el salón o algo, de modo que se ofreció a llevarlo cogido del hombro. Yo me quedé algo atrás observándoles complacido, hasta que Nico me paró en mitad del pasillo.

—Señorito Mark, —¿Ahora era señorito?—, tengo que contarle algo. El señor Lover no es tan malo como pueda parecer. Mandó a uno de sus hombros a vigilarle en todo su periplo, aparte del camaro que le fotografió, claro. —La luz que vi, me imaginé—. Si hubiera estado en peligro, habría intervenido inmediatamente.

—Oh, bueno, pero aun así…

—Hay más. El plan inicial era llevar al señorito Eric hasta el Dickens y que lo viera con sus propios hijos, sin dejarle acercarse a usted. Se suponía que cuando quisiera ir a su lado, una prostituta (a la que pagó una nimia suma) se acercaría a usted y le besaría. Ésa sería la señal para que arrancara el coche y volviera.

—Eso tampoco habría funcionado. Él confía en mí, y habría querido hablar conmigo igualmente.

—No lo niego, señor. Pero debo confesarle que su padre se sintió culpable desde el principio del día, y ordenó que sólo se hiciera una foto. Si el señorito Eric decidía cortar, se alegraría, pero si no, al menos no se sentiría culpable. No obstante, cuando usted le mandó el mensaje de texto casi se muere del disgusto. No esperaba que su orgullo le permitiera recurrir a él. ¡Se dio cuenta al instante de lo desesperado que debía de estar! Llamó de inmediato a su casa para que Eric fuese cuanto antes.

—O sea, que se lo jugó todo a una carta en vez de trazar un plan perfecto.

—Creo que una parte de él desea la felicidad de su hijo, y sabe que él ya la ha hallado en usted.

—Yo nunca lo consideré una mala persona. ¡Pero me trató fatal cuando trabajé aquí!

—No se lo tome muy en cuenta. Meras travesuras de un hombre con la crisis de los cincuenta.

—¡Y lo de su madre! ¡Le apartó de ella!

—¿Su madre? Eso no fue lo que pasó. Aunque… —miró a ambos lados— no puedo contarle la verdad.

—Eres un chismoso de primera, Nico, como todo buen criado italiano. Vamos, cuenta.

—Si promete no revelárselo jamás al señor ni al señorito. Es por el bien del último.

Lo prometto

.

—El señor escogió a la señora Beatrice porque era modelo. Era muy guapa, y con su vida atareada y frívola pensaba que no le robaría mucho tiempo. Él no estaba demasiado enamorada de ella, y ella sólo se casó por el dinero. Como es de esperar, dado que el señor no es ningún Adonis, la Venus se tuvo que buscar otros amantes —¿No habíamos dicho que bastaba ya de Venus?—. Fíjese que toda la descendencia de la señora Beatrice era ajena al señor Lover, excepto el último hijo. Esto se debió a que ya estaba cansada de tantos viajes y amantes. Pero la liebre acabó saltando, y todo se descubrió por un escultor que no había conseguido olvidarla y se enfrentó al señor por ella. Beatrice ni siquiera lo negó; se encogió de hombros y dijo que si quería el divorcio, se lo daría. Después de todo, no habían hecho separación de bienes, y ella se libraba de él manteniendo parte de su dinero. Lo único que exigió el señor Lover fue a su hijo, Eric. Sin embargo, ella lo anhelaba para poder pedirle una pensión vitalicia. Al final no consiguió nada, gracias al cielo.

—¿Y qué es de los hermanos de Eric?

—Los mandó a todos a internados en su momento. Y creo que ahora casi ninguno tiene trato con su madre, que se mantiene como puede a base de matrimonios de conveniencia.

—Es terrible…

—El señor Lover nunca ha querido que tuviera contacto con esa terrible mujer, para no llevarse una terrible decepción. Quiere que idealice a su madre.

—Lo entiendo, y guardaré su secreto.

Grazie

, Nico.

—Mírese. Ya hablando en italiano. Es uno más de los nuestros, y me alegro mucho.

Asintió con la cabeza y volvió con sus tareas.

Eric y yo acordamos que ésa sería la última noche que pasaría en mi casa y que después volvería a la suya.

Cuando llegamos, mis padres y Dylan estaban despiertos. El señor Lover me excusó admitiendo toda la culpa, por lo que mi madre se enfadó y le dijo que yo no iba a volver a trabajar más para él. No importaba que necesitáramos dinero; ¡la seguridad de su hijo estaba por encima de todo! Mi padre estuvo de acuerdo, de modo que despedimos al señor Lover y ya después Eric reveló que era su padre. Mi madre se puso pálida y, dispuesta a disculparse, iba a salir a la puerta. Sin embargo, Eric dijo que no lo hiciera, porque llevaba toda la razón.

La noticia de la marcha de Eric era una de cal y otra de arena para mi familia. Era un alivio económico, pero la casa jamás estuvo tan animada como durante su estancia. Mientras mis padres le dedicaban palabras de agradecimiento y de buena suerte, Dylan me pidió —¡con aire de súplica!— que no le diera esos sustos. Luego miró a Eric y dijo que a él tampoco, que era una buena persona, aunque fuera un gorrón y un provocador. Si no añadía lo último, no era él…

Luego me abrazó y me concedió un regalo: por ser el último día, saldría de la habitación cuando nuestros padres ya durmiesen, y pasaría la noche en el sofá del salón. Yo no pude contener la emoción y le di otro abrazo, al que respondió con una calidez suave.

Esa noche Eric y yo hicimos el amor en mi cama. Suena cursi decirlo así, pero fue lo que hicimos.

Y en el postcoito estuvimos hablando un poco sobre lo que nos esperaba de ahora en adelante.

—Tú conseguirás alguna beca deportiva para la universidad, y yo acabaré, con suerte, siendo el mugriento profesor de gimnasia de alguna escuela —dije mirando al techo. Los dos estábamos desnudos, sólo tapados con la sábana.

—Si te soy sincero, nunca me ha interesado demasiado ir a la universidad. Aprender no es lo mío.

—Pues yo iría sin pensármelo dos veces. Puede que me costara mucho y que no llegara a sacarme una carrera, pero iría.

—Así que mi pequeño quiere ser universitario, ¿eh? Moviendo un par de hilos…

—Gracias, pero prefiero entrar por mis propios méritos. Y no me llames «tu pequeño»: suena a algo a medio camino entre el incesto y la pedofilia.

—No me extraña, dada tu estatura bien podrías ser mi pequeño hijito. Dime, ¿no te da morbo? —Empezó a darme mosdisquitos en la oreja—. ¿Eh, hijo mío?

—¡Para! Jajajaja. Me haces cosquillas.

—Llámame papi. O, mejor, papaíto.

—Sí, claro. Papasote, ya que estamos. —Le di un manotazo y le aparté riéndome—.

—Pues puede que algún día tengamos un hijo, tú y yo —Echó la cabeza sobre mi pecho, soñador.

—Por Dios, tenemos 15 y 16 años. ¿Crees que es el momento de hablar de eso? Pídeme matrimonio antes, ¿no?

—Y yo que quería que fuera una sorpresa… Pues nada, tendré que devolver el anillo y dejarlo para otra ocasión.

—¡Idiota! —Le di un golpecito en el hombro.

—¿Odiarás al niño que tengo que darle a mi padre? Ahora ya no está delante; puedes decirlo.

—Al contrario, lo querré porque tendrás tus genes, y porque será parte de tu familia.

—Mi familia eres tú. Nadie más.

—¿Ya estamos en plan Robert Pattinson?

—Lo digo en serio, Ojos Azules. Ese niño llevará mis genes, pero no significará nada para mí. Será un Amanti, no mi hijo.

—¡Eric! —grité enfadado—. ¡No digas cosas tan horribles y egoístas! ¡Serás un buen hermano para ese chico, o te meteré tal patada en el culo, que te mandaré a Rusia a ver el mundial!

—Para poder llegar a mi culo con tu pie tendrías que subirte en un taburete. ¿No sería demasiado aparatoso?

—Que te den.

—Dame tú.

—Estás muy gracioso hoy, ¿eh?

—Estoy feliz. Porque estoy contigo, en tu cama, planificando un futuro. Eso es que tenemos algo serio, ¿verdad?

—Eso parece. Pero no creas que por esto seré más indulgente contigo en el club. ¡Ahora que vuelves a tu casa, te quiero en todos los entrenamientos para ganar el siguiente campeonato!

—Joder, ni que fueras tú el capitán…

—Ya que David no quiere…

—¿Sabes? Me ha pedido que yo sea el capitán. No muy amablemente, ya sabes como se ha vuelto, pero me lo ha pedido. Así que ahora tendrás que rendirme cuentas a mí. ¡Ni se te ocurra ponerte chulo o te echo!

—Sí, mi capitán. —Sonreí.

—¿Obedecerás todas mis órdenes?

—Sí, mi capitán —repetí.

—Entonces bésame.

¿Quién sabe qué nos depararía realmente el futuro? No sabíamos si la universidad, la posible distancia o el paso del tiempo acabaría con nuestra relación. Pero en aquel momento lo nuestro era eterno. Y por supuesto que lo besé, lo besé con todo mi amor, dejando que mi alma entrara en su cuerpo y la suya en el mío.

CONTINUARÁ...