El Diario de Miriam (13)

Fue un beso, nada más que un beso; pero yo sentí que un muro se derribaba, y en ese beso le dí la bienvenida a mi hijo... como mi hombre...

El Diario de Miriam ( 13 )

Los lectores que han leído todos mis relatos quizás recuerden que dejé trunca la narración de lo sucedido con Oscar, mi hijo mayor, que por el año 1991, cuando ocurrieron nuestros primeros encuentros, contaba él con 15 años. No resulta fácil para mí seguir una cronología de lo sucedido hace ya tanto tiempo, pero sí están bien fijos en mi memoria algunos sucesos de aquellos años: momentos importantes que marcaron para siempre mi vida y la de mis dos hijos varones.

Necesitaba tranquilidad para seguir escribiendo de todo aquello, tranquilidad que no tuve estos últimos meses, y que ahora de a poco voy recuperando, retornando a mis tareas habituales, en casa y en mi oficina. Como saben, actualmente en el departamento que habito en Mendoza, en Argentina, ha quedado ya solamente mi hijo menor, Gerardo (que ya va por sus 25 años, hace poco cumplidos al momento de escribir estas líneas). El está ocupado ahora en sus estudios, y pasadas las pequeñas vacaciones, hemos retornado a nuestras respectivas rutinas diarias. Pero no siempre dispongo para mí de la única computadora que hay en casa, y unido a esto está el hecho de escribir estas notas siempre ocultándome de él, y por eso no me es del todo fácil encontrar tiempo para hacerlo. Pero mi necesidad de escribir es grande: me gusta hacerlo, ante todo por placer mío, personal, y también porque -a juzgar por los comentarios y algunos mensajes que he recibido- mis relatos pueden hacer bien a otras madres que quizás puedan verse envueltas en situaciones similares a las que yo he vivido. Y aquí me tienen, entonces, otra vez escribiendo sobre lo sucedido hace ya tanto tiempo...


Si me pregunto a mí misma qué era lo que sentía y qué era lo que quería cuando me mostré por vez primera desnuda ante Oscar, ahora puedo decir que no lo sabía realmente: me había dejado llevar..., simplemente eso: una vez más me había dejado llevar. Es cierto que la timidez y el encierro de mi hijo, su falta de amigos, su ignorancia completa del cuerpo de una mujer, y sus primeras masturbaciones (cuyas huellas descubría en su ropa interior y en su ropa de cama) me preocupaban, y ante la obsesión que él parecía tener por observarme ligera de ropas, y espiarme a cada momento, no encontré mejor "remedio" (digámoslo así) que hablar con él y decirle que lo quería ayudar, y que si necesitaba conocer el cuerpo desnudo de una mujer, pues bien, que su mamá se lo iba a mostrar. Y así fue, así lo hice, como ya les conté con todo detalle. Pero también es cierto -y esto también lo relaté- que ya la posibilidad del incesto había invadido mi imaginación y mis deseos. Y lo digo de esa manera: "incesto", con todo el contenido moral (o in-moral) que la palabra encierra, porque en ese momento de mi vida yo aún vivía sujeta a pautas y principios morales que si debía seguirlos con fidelidad debían haberme hecho rechazar al instante esas inclinaciones.

Y así fue: comencé a convivir en ese torturante vaivén de tratar de ser fiel a mi educación de toda una vida y mis incontenibles deseos de estar con mi hijo... Y no parecía haber solución a mi secreta batalla interior, y debo volver a decirlo con toda claridad: me moría de ganas de ser la primera mujer de Oscar... En realidad había una solución, y bien que me había dado cuenta de ella: la solución era buscarme lo más rápidamente posible una pareja, para dejar de pensar en mi hijo como un hombre para mí. La separación de mi marido (en España, y ya casi sin recibir noticias de él, y con evidencias cada vez más notorias de que él no quería ya saber nada de su mujer ni de sus hijos), me hubieran permitido, si lo hubiera querido y decidido, buscar un hombre, y saciar al menos mi apetito sexual, que dada mi larga abstinencia de entonces, ya se había convertido en un deseo difícilmente controlable. Lo pensé, claro que lo pensé; pero recuerdo bien que mi decisión fue clara en ese momento: no quería saber absolutamente nada de otro hombre. Al menos no, mientras no se produjera el divorcio definitivo. ¡A tal punto eran fuertes en mí mis viejas pautas morales!... Pero de modo ridículo, esa estúpida fidelidad a mi esposo, a un hombre que hacía ya casi dos años se había ido de casa y era obvio que hacía su vida, esa estúpida fidelidad sin sentido, convivía con un deseo, cada vez más ardiente, por mi hijo Oscar... No había salida: o seguía esforzándome en abstenerme de todo tipo de relación sexual, o... me dejaba llevar y me brindaba a mi hijo, como su primer mujer...

Continuamente volvían a mí las imágenes de aquella tarde en que me había mostrado completamente desnuda ante él, muriéndome casi de hacerme la seria, e incendiándome de calentura por dentro, y encerrándome luego en mi cuarto a masturbarme como una desaforada... Pero a la vez, cada ocasión en que esto sucedía, enseguida los remordimientos de mi conciencia me atormentaban. Y sólo podía tranquilizarme volviendo a recordar las justificaciones que yo misma había encontrado a mi proceder: que Oscar necesitaba ser educado sexualmente, que a falta de su padre la responsabilidad era mía, y que si bien podía parecer socialmente escandaloso que una madre se haya mostrado desnuda a su hijo, ésa era la solución que habíamos encontrado con Oscar para tratar de satisfacer su curiosidad...

Debo relatar ahora lo que sucedió en los días siguientes. Y empezaré por decirles que fueron un verdadero tormento... Peleando con sentimientos encontrados: por un lado dejándome atormentar por los reproches de mi conciencia que no terminaba de aceptar lo que había hecho, por más que trataba de encontrar argumentos que justificaran mi actitud. Por más que me pusiera a mí misma los más razonables argumentos, como la necesidad de educar sexualmente a mi hijo, el hacerlo salir de esa timidez y encierro interior en el que estaba, y un largo etcétera..., mi conciencia seguía reprochándome lo que había hecho. Pero por otro lado, me moría de deseos y de ganas de estar con él, sabiendo que era mi cuerpo el que lo encendía, y no era mera curiosidad por ver el cuerpo desnudo de una mujer cualquiera: no, de ninguna manera... Lo que sucedía era que él se sentía atraído por su madre!...

Hoy, que han pasado tantos años de aquello, me sonrío al recordarlo... Me sonrío de haber sido tan vacilante, y de haber perdido tanto tiempo... Pero así fue... El caso fue que puse un muro a mis deseos, y durante bastante tiempo asentí a los reproches de mi conciencia. Recuerdo que los primeros días después de aquella tarde en que me había mostrado desnuda a Oscar, no podía ni siquiera mirarlo de frente. Y él parecía un patito mojado, apenado e intimidado, sintiéndose seguramente culpable de vaya a saber qué crimen... Mientras yo permanecía en total indiferencia, o aparentándome como tal. Lo trataba como siempre, por supuesto sin dejar de atenderlo y de preocuparme por su vida, al igual que lo hacía con Marina y Gerardo; como siempre, como madre preocupada por ellos, y viviendo casi exclusivamente para ellos. Pero de lo que había sucedido aquella tarde con Oscar, ni rastros... por mi parte no daba señas de nada, como si en realidad no hubiera ocurrido absolutamente nada.

Claro que yo sabía que en cualquier momento Oscar volvería a la carga, o al menos me preguntaría por las razones de mi actitud. Y ese momento no tardó en llegar. Creo que ocurrió como a los diez días. Y como siempre pasaba, la ocasión propicia fue cuando ambos quedamos solos en casa, poco después del mediodía, al marcharse sus hermanos al colegio. Yo estaba terminando de limpiar la cocina, después del almuerzo, y Oscar yendo y viniendo detrás mío, ayudándome, secando la vajilla y acomodando todo, con ese aspecto -repito- de cordero llevado al matadero sin saber por qué. Y yo... en la más absoluta indiferencia. Hasta que sobrevino la pregunta esperada: -Mamá, ¿qué te pasa?... -¿Por qué, Oscar?- fue mi respuesta seca, cortante, aparentando naturalidad e indiferencia. -No sé... estás rara. No me mirás, apenas si me hablás. Desde lo del otro día parece que estuvieras enojado conmigo y yo no hice...

No lo dejé terminar, y con un gesto de mi mano le indiqué callarse. -Mirá, Oscar. No me pasa nada, no estoy enojada con vos, y lo de la otra tarde ya lo hablamos. Y ya pasó. Y todo está bien. -No mamá, no hay nada bien. Que yo sepa no hice nada malo, y sin embargo desde hace más de una semana casi ni me mirás, me hablás poco y nada, apenas lo necesario, y me habías prometido tantas cosas que... -¿Qué te prometí?... Te dije que te iba a ayudar y te ayudé. Querías saber cómo era una mujer, y lo supiste. Ya está. Te ayudé. Ahora tenés que comportarte como corresponde y ser un chico normal, como los demás, como tus amigos, en fin... Yo te ayudé...

Pienso hoy en aquella pequeña charla que tuvimos en la cocina ese mediodía, y me río de mí misma. ¿Cómo es posible que una pueda ser tan falsa y aparentar tanto como en ese momento lo hacía?... Y recuerdo que se lo decía convencida de lo que le decía, afirmándolo con todas mis fuerzas... Y sin embargo... ¡cuántas habían sido las noches en que no había podido conciliar el sueño pensando en Oscar y en sus deseos! ¡Cuántas habían sido las noches en que me deshacía en masturbaciones interminables recordando aquella tarde en que me había mostrado desnuda a mi hijo mayor!... ¡Y cuántos habían sido los días y días, en que estando en casa o en mi oficina, no hacía más que pensar en él, recordando que él me miraba no como a su madre, sino como mujer, y me deseaba!... Desconozco los misteriosos resortes de que se compone la psicología humana; pero sólo puedo atestiguar que en mí convivían, en aquel tiempo, esas dos actitudes: por un lado la mujer que se deshacía en deseos incestuosos, y por otro lado la madre que quería conservarse fiel a las normas y principios morales establecidos... Sí, me río de aquella ingenuidad de mi parte, y de mis vacilaciones de entonces, pero también me doy cuenta del tremendo peligro que corría mi salud mental si hubiera seguido viviendo esa doble condición... Aunque demoré mucho en decidirme, y así y todo, a pesar de que tiempo después me decidí a vivir en libertad mis sentimientos, de tanto en tanto retrocedía a mis cuitas morales, a mis reparos éticos... Ya les contaré...

Aquellos no fueron días agradables. Fueron ciertamente días de tormento... En la oficina no me podia concentrar en mis obligaciones, pensando en mi hijo, imaginándomelo solo, en su cuarto o en el baño, masturbándose por mí... Hoy recuerdo con cierta ternura la curiosidad que por entonces vivía: sentía enormes deseos de poder volver a ver su pene. No recordaba bien la última vez que había visto a Oscar desnudo... Habría sido a los ocho años, a los nueve, o a los diez... No lo recordaba con seguridad. Hacía tanto tiempo!... Y estaba ahora bien fija en mí imaginación la escena del bulto enorme en su entrepierna aquella tarde en que me vió desnuda... ¡Cómo hubiera deseado entonces arrodillarme a sus pies y bajarle el pantalón, para poder contemplar ese tesoro, verlo de nuevo, acariciarlo, tocarlo, hacerlo mío... íntimamente mío!...

Ocurría que si llegaba al punto de esos pensamientos, entonces... ya no me podía controlar: de allí a imaginarme su pene dentro mío, era un solo paso... Y entonces muchas veces (en casa o en el baño del lugar de mi trabajo) me dejaba llevar por mi imaginación... Me moría de ganas de tener relaciones con Oscar... Muchas veces me he preguntado cómo podía haber llegado a ese estado de cosas... Yo, que jamás había tenido semejantes pensamientos y deseos... y que ahora no pasaba un sólo día sin soñar con tener relaciones con Oscar... Pero era invariable: al cabo de estos pensamientos, siempre un atroz sentimiento de culpa, que me dejaba tremendamente deprimida... Y bastaba estar de vuelta frente a Oscar para mostrarme fría, indiferente, o peor aún, evasiva, intratable... ¡Pobre Oscarcito!, todo lo que sufrió por mí...

Pero aquella situación no podía prolongarse en el tiempo, y de la manera más inesperada, una tarde en que ni yo ni Oscar habíamos planeado nada, se dió el comienzo de lo que ambos más deseábamos... Y es notable lo que puede la fuerza del deseo: lo que se dió aquella tarde fue un beso. Sí, nada más que un simple beso, uno solo. Pero distinto... Yo supe que él me dió ese beso con toda la fuerza de su pasión viril, y estoy segura que él supo su beso había encontrado los labios no de su madre simplemente, sino de la que se le ofrecía como su mujer...

Es curioso que nada había presagiado aquel momento. O al menos nada me había hecho presentir que algo fuera a ocurrir esa tarde... Los días habían pasado, con su habitual rutina; tensos sí, por todo lo que ya conté: esa doble actitud mía, mis deseos y mi intransigencia; y mi frialdad frente a Oscar, tratando de aparentar una normalidad que no existía... Y aquél día había sido uno más, como tantos. Volví de la oficina, almorzamos todos juntos, y pronto Marina y Gerardo se fueron al colegio, y Oscar ayudándome a mí con las cosas de la casa. Y yo apenas mirándolo, apenas, evadiendo el diálogo mientras sentía a cada momento el filo agudo de sus miradas... Y dándome pena por verlo así, tan apenado, tan víctima inocente de mi indiferencia sin sentido... Recuerdo que lo dejé en el living, con el televisor encendido y recostado en el sofá. Mientras yo me fuí a descansar un poco durante la siesta. Recuerdo mi cansancio de aquel mediodía y que me dormí tranquilamente... Y recuerdo sobre todo lo que sucedió después, claro que lo recuerdo, y jamás lo podré olvidar...

Salí del baño, serían las cuatro de la tarde, cuando aparecí en la cocina para hacerme un té. Y apareció él, con una pila de libros en su mano izquierda, a punto de salir. -¿Te vas Oscar?...- pregunté sin mirarlo, mientras ponía la tetera al fuego. -Vuelvo al colegio, porque tenemos tarea extra.- y se acercó a saludarme. Cuando sucedió lo inesperado...

Su mano derecha, su mano libre, me tomó suavemente el brazo. Ese gesto me hizo mirarlo a los ojos (hacía rato que trataba de evitar su mirada). El también me miraba fijo, y por unos segundos permaneció en silencio, con una actitud dulce, y una muy tenue sonrisa parecían traslucir sus labios..., cuando dijo simplemente: -Suceda lo que suceda mamá, y hagas lo que hagas, recordá que nadie en el mundo te va a querer como yo te quiero.- Y cuando acercó sus labios para darme un beso en la mejilla, como siempre, ocurrió...

Yo quedé paralizada por su frase, sin saber qué decir o hacer. Y ni siquiera atiné al gesto instintivo de girar mi rostro para ofrecer mi mejilla al beso de mi hijo, como siempre lo hacía. Y fue que Oscar pareció vacilar por una fracción de segundo, pero sus labios se posaron en los míos... Nunca nos habíamos besado en los labios... Nunca, hasta entonces... Y lo recuerdo claramente: bastó eso para que yo sintiera que caían todos los muros, y que una gigantesca pared de hielo quedaba derretida al momento. Y no fueron sólo sus labios los que se posaron en los míos, sino que también fueron los míos los que se posaron sobre los suyos... Fue un beso, nada más que un simple y sencillo beso, pero al instante tuve la convicción que nos lo dijimos todo con ese beso. Sentí todo el fuego de su tierna virilidad besándome como hombre, no tan sólo como hijo; y fue instintivo, incontenible, irrefrenable: en ese breve instante en que mis labios se posaron en los suyos le transmití sin palabras todo lo que yo, su madre, sentía por él como mujer. Y estoy segura, completamente segura, que Oscar pudo advertir en mi beso la bienvenida que le daba a mi vida, la bienvenida que le daba, como mujer... a su hombre...

Y Oscar se fue..., en silencio.