El Diario de Miriam (11)
El comienzo de unas breves pero ardientes vacaciones en Potrerillos, y un encuentro inesperado...
El Diario de Miriam ( 11 )
Los dos necesitábamos esos días de vacaciones. Sólo serían unos pocos días, pero íbamos a aprovecharlos al máximo posible. Por mi parte me iba a tomar sólo una semana de las vacaciones que me correspondían en la oficina (el resto me lo reservé para alguna otra eventualidad durante el año que se iniciaba); mientras que Gerardo también se había reservado esa semana, y se había liberado de compromisos de estudios y trabajos. Pensábamos pasar algunos días, los dos solos, en una cabaña junto al embalse Potrerillos, en la precordillera, no muy lejos de la ciudad de Mendoza, donde vivimos. Estaba claro que nuestro presupuesto no daba para lujos y vacaciones suntuosas: habíamos conseguido reservar el alquiler de cuatro días en una pequeña cabaña mono-ambiente, bastante retirada del ruido y el movimiento del pequeño poblado (bastante silencioso y tranquilo, por lo demás), que no hacía mucho tiempo se había construído, luego que quedara sepultado bajo las aguas el antiguo caserío junto al río.
Tanto Gerardo como yo habíamos pasado un año intenso, sin verdaderos descansos, salvo el poco de oxígeno y resuello que podía obtenerse de los fines de semana, aunque siempre en casa, sábados y domingos casi siempre rutinarios, donde sólo podíamos alternar un poco más de sueño, alguna salida, y trabajos hogareños pendientes. En verdad, había sido casi nulo el tiempo que nos habíamos dedicado a nosotros, sólo a nosotros, sin pensar en nada más. De modo que estábamos en plena sintonía: esos primeros días de enero, los dos nos íbamos a liberar del agobio del sofocante sol mendocino en la ciudad, y trataríamos de pasarla bien en el clima más benigno que pensábamos encontrar junto a las aguas del embalse en las montañas.
Ese fin de semana los preparativos de la salida nos llenaron de trabajos extras (lavar ropa, prepararla, preparar comida, armas los bolsos, etc.), pero los dos estábamos contentos, ansiando los días que vendrían. Probablemente a otros les pueda causar gracia tanto alboroto por apenas cuatro días de vacaciones, pero cuando se vive con escasos recursos y en el "día a día", y contando las monedas para llegar a fin de mes, poder salir a pasear, aunque sea menos de una semana, ya es mucho.
Al mediodía de ese lunes ya estábamos en Potrerillos. La pequeña villa junto al lago lucía hermosa y acogedora. Pasamos a retirar las llaves de la cabaña y recorrimos caminando la distancia que nos separaba de ella. Estaba alejada más o menos unos mil metros del caserío más cercano. Al mediodía había algo de movimiento en las calles; miramos a nuestro alrededor pero no conocíamos a nadie. Con Gerardo nos miramos y esbozamos una sonrisa, pues ambos estábamos seguros de estar pensando lo mismo: nos encontrábamos en un lugar donde nadie nos conocía, donde no teníamos obligación de saludar a nadie, ni aparentar con nadie, ni rendir cuentas a nadie. Por mi parte, comencé a pregustar una agradable sensación de libertad... Estaba segura que pasaríamos esos días totalmente desapercibidos por todo el pueblo. Era precisamente lo que yo necesitaba; lo que ambos necesitábamos...
El mediodía estaba agradable: caluroso y con un sol radiante que se hacía sentir en la piel; pero una brisa fresca corría de tanto en tanto, haciendo soportable el calor. La cercanía del agua del embalse (por trechos a apenas a cien metros de nosotros) moderaban las altas temperaturas de ese mediodía de verano. Con encantadora caballerosidad, Gerardo no había permitido que yo llevara los bultos, y él cargaba con ellos. Apuramos el paso y pronto llegamos a nuestra cabaña, que sólo estaba acompañada por otras dos en unos cien metros a la redonda, y a unas cinco cuadras de la orilla del embalse. El lugar era precioso, y la intimidad del alojamiento estaba asegurada. Ni bien transpusimos la puerta de entrada, Gerardo dejó caer los bolsos en el piso y me tomó de la cintura, sin darme tiempo a respirar ni articular palabra, y su boca se unió a mis labios en un beso apasionado. Pero pronto logré liberarme de su imprevisto acoso.
-Espera, Ger, veamos cómo será nuestra casita de estos días- le dije, y me separé de él dando algunos pasos para contemplar la sala de estar o ambiente general, bastante amplio, por cierto, para tratarse de un pequeño alojamiento. Un juego de sofa-camas (uno de dos plazas y dos de una plaza), cubrían el sector más destacado, con un ventanal con vista al embalse; y enfrente una pequeña cocina, pero con todo lo necesario para cumplir con todos los quehaceres: horno microondas, heladera, alacena..., en fin, no faltaba nada. Y cerca el baño, suficientemente amplio para ser cómodo, y con un buen duchador. Todo muy agradable. -Bueno, a deshacer las valijas!, y a comer algo, que supongo tendrás tanto apetito como yo!- le dije, encaminándome a donde habían quedado los bolsos. Pero Gerardo salió a mi encuentro y me detuvo. -¿Adónde vas?... ¿Vos tenés apetito?... Yo también... Pero yo tengo apetito de algo muy especial...- me dijo insinuante, mientras su mano derecha se posaba suave y a la vez firmemente sobre mi bajo vientre, en mi entrepierna cubierta por una simple bermuda... -Mmmmm, Ger... ¿Tantas ganitas tenés?... -Ya habrá tiempo de almorzar, no te parece?...- y volvió a besarme con esa manera suya que me volvía loca; pues sus labios apresaban de tal manera los mios que me era imposible separarme si él no me lo permitía. Claro que tampoco quería separarme, porque cuando Gerardo me besaba de ese modo yo sabía muy bien lo que venía después...
Me gustaba que fueran así las cosas, y lo dejaría hacer... Ya había decidido de antemano, antes de viajar, que esos días le dejaría hacer cuanto quisiera, y yo me dejaría llevar... ¡Esa sería la esencia de mis vacaciones: dejarme llevar!... Me calentaba irresistiblemente esa furia casi de adolescente que le sobrevenía, y me hacía sentir a mí también una adolescente. Por cierto, yo ya no tenía veinte años... ¡claro que no!... Hacía rato que había doblado esa edad, y por lejos!..., pero presa del torbellino de su pasión juvenil, yo me transformaba y me sentía también adolescente, sin importarme nada, y me dejaba llevar... Sonreí...
-Bueno... Ya habrá tiempo de almorzar... ¿Y vos qué querés hacer?...- le susurré insinuante. -Ya vas a ver...- dijo en voz muy baja, mientras volvió a acercar sus labios a los míos, y sus manos rodeaban mi cintura fuertemente, atrayéndome hacia sí.
Bastaba que Gerardo me abrazara para que yo me sintiera transportada a otra dimensión. ¿Qué era lo que hacía que sus brazos y sus manos me hicieran sentir así?... No lo sé explicar, pero era así... y no podía resistirlo. Su magia ya se había apoderado de mi. Mi robusto cuerpo, el mismo que a veces me hacía lamentar por tener algunos kilos de más que nunca lograba reducir del todo, se transformaba en una pluma dejándome llevar en la danza de esas manos mágicas... Esas manos que iban y venían desde mi cintura a mis nalgas, y desde mi espalda hasta mi pecho... Mientras sus labios no dejaban de apresar los mios, sin descanso, sin interrupción... ¿Y quién podía acordarse de kilos de más en ese momento?... ¿Que yo estaba demasiado gorda?... Quizás sí, pero... ¿qué importancia podía tener ello cuando Gerardo me hacía sentir que amaba cada una de mis curvas y redondeces?... Si hasta parecía que su pasión se encendía más cuando me encontraba más "llenita" en las partes adecuadas... Atrapada en sus manos y en sus labios, él me convencía que yo le gustaba así, tal como físicamente soy. Su boca, que me devoraba toda, sin dejar centímetro de mi piel por explorar, me aseguraba que yo era su manjar más apetecible... Y yo no me resistía: me dejaba llevar..., me dejaba comer...
Y todo se sucedió como siempre, pero también de manera siempre original... ¿Hace falta volver a escribirlo?... Mis prendas que fueron cayendo una a una, como caen malezas y alimañas de la selva ante un explorador decidido a llegar hasta su tesoro. Y su tesoro fueron enseguida mis senos, palpitantes y temblorosos primero ante sus iniciales besos y los primeros roces de sus dedos, turgentes y firmes luego, coronados por erectos pezones, ansiosos de cada caricia de su lengua hambrienta y golosa. Claro que yo no me quedé inactiva, por cierto, y a la vez fui descubriendo los tesoros que a mi vez buscaba; y mientras él hacía lo suyo yo también hacía lo mío, y si yo fui quedando desnuda para ofrecerle todos mis tesoros, también él quedó completamente desnudo para darme los suyos. Y pronto, muy pronto, porque lo necesitaba con presteza impostergable, tuve su varonil instrumento, su precioso juguete... en mis manos..., en mi boca... y por fin... dentro mío...
Ahora no recuerdo bien cuántas veces pude llegar en ese primer encuentro en la cabaña; sólo puedo decirles que fueron varias hasta que finalmente llegamos juntos, cuando él ya no pudo resistir y se derramó volcando en mí su amado elixir... Hacía casi una semana que no lo hacíamos, y por eso los dos lo hicimos con ansiedad, con devoradora pasión, como queriendo atrapar cada pequeña porción de placer que nos deparara ese primer encuentro íntimo... Por cierto, con Gerardo ya habían quedado lejos, muy lejos, para mí, los días en que me era difícil orgasmar. Ya no tenía esa dificultad que había sido recurrente hacía años, en medio de las dificultades de mi matrimonio con mi ex, o en las relaciones esporádicas, muy esporádicas, con algunas parejas transitorias que había tenido. Con Ger no había dificultad: podía tener varios orgasmos, tres, cuatro, cinco... dependía de lo que él era capaz, y del fuego que poníamos juntos... Y aún más: aunque él se derramara, era posible volver a encenderlo en el mismo fuego, y aún mayor. Si había algo que particularmente gozaba con Gerardo era que conversáramos después de amarnos, y en medio de nuestro amoroso coloquio no dejar de jugar con su pene fláccido en mis manos, y limpiarle con mi lengua los restos de semen, y darle dulces e interminables besitos, con la punta de mis labios, y de a poco, muy de a poco, ir convirtiendo esos besitos en chupaditas, pequeñas chupaditas primero, y más intensas después, hasta sentir que su adorable instrumento volvía a la vida, firme y erecto, gracias a mi amorosa artesanía...
De tantas experiencias juntos, ya tenía mis secretos y mis armas escondidas: sabía que había ciertos jueguitos que le eran irresistibles. Por ejemplo, con su pene fláccido, trataba de introducirle suavemente la punta de mi lengua entre su glande y su prepucio, sin descubrir del todo su hermosa cabeza. Y mientras iba limpiando los restos de semen, mi lengua le hacía un repetido cosquilleo, siempre manteniendo el prepucio cubriendo la mayor parte del glande, para lo cual me ayudaba con una mano. Y siempre resultaba muy agradable (y muy excitante) para mí comprobar el efecto que esto causaba en Gerardo: de a poco su pene adquiría grosor, sus venas comenzaban a hincharse, su glande a amoratarse y agrandarse, haciendo presión para que mi lengua abandonara su lugar; y era hermoso el juego de intentar dejarla allí, mientras su cabezota se hacía cada vez más grande y pugnaba por liberarse de su piel protectora. Y cuando yo me daba cuenta que había alcanzado el tamaño debido, entonces llegaba el momento de iniciar una pre-masturbación, con mamadas cada vez más intensas, tragándome lo más que podía de esa hermosura de verga ya erecta, para luego tirar mis labios hacia atrás, descubriéndola, pero sin dejar de presionar con mis labios en todo su diámetro, para que tuviera efecto masturbador...
Podría escribir páginas y páginas enteras sobre mi adorable tesoro: esa hermosa pija de Gerardo, que era siempre mi incansable juguete. Podría relatarles paso a paso, y detalle a detalle, cada uno de mis juegos con ella; y no me alcanzarían las páginas para poder describirles con claridad el cúmulo de sensaciones que siento cada vez que la veo pasar de pequeña y fláccida a erecta y firme... gracias a mis labores... Ya habrá tiempo y ocasión para seguir contándoles de todo esto.
Me gustaría narrarles cada uno de los momentos vividos con Gerardo en Potrerillos, pero temo que mis lectores se aburran... Contarles que ese primer día, luego de almorzar, lo volvimos a hacer, y también a la noche, tras volver de bailar hasta cansarnos en una disco donde vivimos la libertad que nos daba el no ser reconocidos por nadie... Contarles también el par de veces que Ger me despertó suave y dulcemente por las noches, yo totalmente dormida y despertándome con las piernas abiertas y sintiendo su lengua voraz entre mis labios vaginales, para volver a hacerlo, una y otra vez... Había dicho que no me iba a resistir a nada, y allí estaba, entregándome por completo... Ya habría tiempo para dormir y descansar... Contarles de nuestros paseos a la orilla del embalse, buscando zonas alejadas y solitarias. Y vaya sin las encontramos!... Y contarles lo que allí hacíamos, y jugábamos... Hasta llevamos una pequeña cámara digital, para traernos algún recuerdo de todo aquello. Quizás me anime en algún otro relato a mostrarles alguna foto algo más atrevida...
Con la promesa de seguir escribiendo de aquellos días maravillosos en Potrerillos, disfrutados a pleno, pondré punto final ahora a este pequeño relato. Y lo hago con una pequeña anécdota, ocurrida en la tarde del tercer día, que cambió un poco nuestra estadía en la villa, quitándonos -es cierto- algo de la libertad que teníamos hasta ese momento, pero volviendo algo más emocionante y excitante las vacaciones.
Eran las primeras horas de la tarde, y aún no habíamos almorzado, pues nos habíamos acostado muy tarde y despertado más tarde aún. Estábamos con Ger en el almacén de comestibles, comprando lo necesario, cuando de repente nos hablan con sonora voz a nuestras espaldas:
-¡Miriam, Gerardo!... ¡Qué chico es el mundo! ¿Qué hacen acá en Potrerillos?...
Nos dimos vuelta al instante. ¡Yo no lo podía creer!... Antonia, la hermana mayor de mi madre, y su marido, José, habían descubierto nuestra presencia. Sin tiempo para nada, esbozé la mejor de mis sonrisas (que espero haya disminuído la sensación de desagradable sorpresa de mi rostro), y sólo atiné a saludar a mis tíos dándoles un beso, y mover a Gerardo a hacer lo mismo.
-¡Tíos, qué sorpresa! ¡Qué lindo encontrarlos aquí! ¡Qué sorpresa!... ¿Ustedes también de vacaciones en Potrerillos?...
Y enseguida el comentario de tía, como un balde de agua fría derramada verticalmente sobre mi cabeza, de golpe me presentó la difícil realidad que se nos avecinaba:
-Sí, de vacaciones. ¿Y ustedes también?... ¿Qué hace mi sobrina preferida y su hijo menor en Potrerillos?...
( continuará )