El diario de mi desprecio al día de San Valentín

Peter y su particular forma de celebrar el día de los enamorados.

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Diario de una adolescencia gay

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Un relato del Enterrador

Especial: El diario de mi día de San Valentín

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El diario de mi desprecio al día de San Valentín

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Aquella mañana mis ojos se mostraron al mundo medio hora después de que el reloj marcara las once de la mañana. No recordaba haber dormido tanto desde mi más tierna infancia. ¿Qué será ese poder, ese hechizo que emana de dormir con alguien a quien quieres de verdad? Su sola falta ya te causa insomnio, pero su presencia, su calor, su olor a tu lado es capaz de abrazarte con un manto de paz de tal manera, que te posa en los tiernos brazos de Morfeo. ¡Ja! ¿Quién me iba a decir a mí, antes de salir con él, que la cura para mi insomnio estaba tan cerca, a unos cuantos pupitres de distancia en clase? Los humanos ansiamos tanto el roce, la compañía y el amor, que la tan ansiada búsqueda de la independencia personal siempre acaba errada.

Lo más interesante de todo es que las personas solitarias, aunque creen que soportan su soledad, siempre están anhelando la compañía, y las personas que tienen pareja, aun pensando que son capaces de vivir sin su amado, experimentan temblores de espíritu cuando éste no se encuentra cerca. Cuán frágil, cuán débil, cuán titubeante es el ser humano. Y aun así finge de forma altiva que es la raza más poderosa de la naturaleza. Podrás cazar un ratón, y hasta podrás cazar lo que caza al ratón, pero el ratón no teme la soledad, no se necesita más que a sí mismo, y a nadie más. Así que ¿cuál es más fuerte: el ratón o el hombre? Bah, no soy un idealista, de modo que no daré mucho crédito a esta idea. Digamos que todos somos más fuertes que todos en algunos aspectos. No obstante, lo que más débil nos hace es, paradójicamente, lo que más fuerte nos hace: el amor.

El amor nos dota de valentía, de confianza y hasta de amor propio, mas también de miedo, celos e inseguridad. Me pregunto si tal sentimiento existe de verdad. Tal emoción, como la conocemos hoy, no existía hasta el Renacimiento. Cierto es que en la Antigua Grecia y en Roma hablaban de amor, pero era un concepto menos metafísico; para empezar, existían muchos tipos de amor: amor hacia los familiares, hacia los discípulos, los esposos, los amantes… Hasta aquí no muy diferente hasta ahora, cierto; sin embargo, dicho amar estaba más relacionado con la belleza y la sabiduría; relacionado con las pasiones más fantásticas del alma humana; era un amor más salvaje. No creo haberlo explicado muy bien, pero el caso es que nuestro amor actual podría ser tan solo hipocondría. Quiero decir, todos hemos oído, leído o visto historias románticas, y son éstas las que codifican en nuestra mente una especie de protocolo que se activa al ver una persona que nos atrae, ya sea por su físico, por su personalidad o por lo que sea. El amor no es más que la exageración que se produce en el cerebro ante el hecho de que alguien nos atrae.

De cualquier forma, semejantes cavilaciones no tienen ningún sentido. Lo que sentía por Rick, ya hubiese nacido o no de un falso origen, seguía existiendo en mi corazón. En fin, típicas reflexiones mañaneras… Me giré y me percaté al instante de que no estaba a mi lado. Mi rostro palideció de puro espanto. “¿A dónde demonios ha ido ese imbécil enfermo como está?”, pensé alarmado.

Pegando un salto de la cama, fui a abrir; no obstante, ante mí, se abrió ella sola. Al otro lado, con una expresión fúnebre; ojos caídos, pómulos de un blanco enfermizo y labios sin apenas color; apareció Rick con una bandeja en las manos. La susodicha contenía un plato con dos tostadas quemadas y un zumo de naranja en un vaso que rezumaba el mismo líquido. Sus piernas se tambaleaban, su paso era irregular y todo él estaba lleno de temblores; sin embargo, frunció los labios en una sonrisa débil y me dio los buenos días.

En aquel momento me dieron ganas de cruzarle la cara con todas mis fuerzas. Pareció notar que no me hacía ni pizca de gracia lo que había hecho, porque agachó lánguidamente la cabeza y me colocó la bandeja en las manos.

─Feliz… ¡Coff… Coff… Coff…! ¿Día de San Valentín…?─soltó dejando sus dientes a la vista y frunciendo las cejas.

─Cuando creo que tu estupidez ha tocado techo, vienes y me sorprendes con una nueva imbecilidad más gorda que la anterior─espeté con cara de malas pulgas.

─Vaya, eso ha dolido. Yo que lo había hecho con toda la ilu… ¡Coff… Coff… Coff…!

Suspiré y eché un vistazo a las tostadas. Tampoco es que estuvieran tan quemadas, pero, hombre, si le habían salido mal, ¿por qué no las hizo de nuevo? Al menos el zumo estaba bien, así que me lo bebí delante de él para quitarle algo de hierro al asunto. Sus globos oculares parecieron centellear, aun con el deplorable estado en el que estaba, ante aquel acto.

─¿Está bueno?─inquirió.

─Rick, esto es zumo de cartón. ¿Cómo no va a estar bueno?─ladeé el labio.

─Tienes razón─admitió en un tono algo sombrío.

─Anda, túmbate, que te vas a poner peor─le agarré de los hombros para dirigirlo a la cama.

─¡No!─exclamó─. ¡No tenemos tiempo que perder! ¡Vayamos a comer por… Coff… Coff… Coff… Joder... Por ahí! ¡Yo invito!

─¿Otra vez al McDonald’s?─sonreí.

─Pues no, listo, esta vez pensaba llevarte al Burguer King─soltó enfurruñado.

─¿Crees que, en tu estado, puedes ir a alguna parte?─señalé sus rodillas, que parecían castañuelas chocando entre ellas.

Su semblante se inundó de melancolía. Parecía apenado. Apretaba con fuerza un labio contra el otro y sus cejas zigzagueaban en triste posición. Con todo ese aire infantil, con toda esa pena de chiquillo al cual le han arrancado la ilusión, consiguió conmoverme. Me senté en la cama y le cogí del brazo instándole a que se sentara a mi lado.

La ternura guiaba mis acciones. No sé por qué, mi interior me exigía tratarlo así, con delicadeza, cual si tuviera miedo de romperlo. Peter Wright jamás había tratado a nadie así, y ahora… Sólo con él…

─Peter─empezó─, hemos estado mucho tiempo separados. No quiero que nuestro día de San Valentín se vaya también a la mierda.

─No pasa nada. Ya lo celebraremos el año que viene─traté de animarle posando mi mano en su mejilla. Estaba caliente, probablemente a efectos de la fiebre─. Además, no vamos a estar separados. Sólo me levantaré para prepararte la comida. Lo demás…

─¡Que no, coño!─gritó─. No pienso permitir que te pases el día de San Valentín puteado.

─Pero si no sabes ni hacer unas tostadas en condiciones─me burlé.

─Mierda. De verdad que quiero hacer algo por ti─soltó apenado a la par que agachaba la cabeza.

─Entonces quédate conmigo. No tienes que hacer nada más─susurré dándole un beso en la frente─. Vaya, creo que tienes fiebre. Voy a por el termómetro.

Me alcé de la cama y anduve hasta la mesita de noche, pero, entonces, me agarró de la camisa como si de un crío se tratase. Tracé un círculo con el movimiento de mis pupilas y me giré.

─Estás muy quejica últimamente.

─No te vayas─dijo con un hilo de voz.

─Pero si sólo iba a la mesita de noche, que está aquí al lado─protesté.

─No te…. vayas─repitió.

“Debe ser la fiebre”, dictaminé. Sus ojos estaban vacíos, presa del delirio, de la necesidad de atención propia del enfermo, de esa flaqueza emocional inherente a toda enfermedad. Sabía que no me iba a dejar en paz a no ser que hiciera algo para arreglar la situación, y en ese momento se me ocurrió la mejor solución.

─Está bien. Tú ganas. Dame la mano─le extendí el brazo con pose cansada.

De nuevo una débil sonrisita iluminó su sombría cara, y me dio la mano. Como pude, lo dirigí a la planta baja, sosteniéndolo de la mano. Él no hizo ni una sola pregunta; ni siquiera parecía confundido o deseoso de saber a dónde íbamos. Cual patito que sigue a su madre, sin soltarse en ningún momento y caminando tras su estela, él iba a mi lado. Una vez llegamos al sofá, cogí una manta que teníamos en un armarito del salón, me senté y le ayudé a tumbarse a lo largo del mismo, cabeza en mi regazo. Inmediatamente tras eso, le coloqué la manta encima para que no tuviera frío.

─¿Vemos una peli?─pregunté con voz calmada.

─No te levantes─volvió a entonar con voz ronca.

─No hace falta─alcancé el mando─. Con esto del netflix no hace falta poner el DVD o el bluray.

No respondió, de modo que atribuí una afirmativa a su silencio, y encendí el televisor. Nada más hacerlo aparecieron las últimas películas que había visto Justin: “Zootrópolis”, “Big hero 6” y “Blancanieves”. En ese momento, me percaté de que Rick se había dormido, pues notaba sus leves ronquidos.

“Bueno”, dije para mí, “me pondré a ver algo hasta que despierte”. Busqué y busqué y me encontré con una grata sorpresa: entre el catálogo estaba la adaptación de la genialísima obra de Petronio “El Satiricón”, dirigida por Felini. A Rick no creo que le hubiese gustado, pero la vi mientras él descansaba.

No suelen gustarme las adaptaciones de los libros al cine; es más, me molestan mucho; y más cuando son una “libre adaptación”; sin embargo, esta película me llamaba poderosamente la atención. Define, como hizo Petronio en su día, los vicios de la Roma de la época, el estado tan decadente que había adoptado la sociedad. Y, con esas historias confusamente yuxtapuesta creaba una linealidad tambaleante que dotaba a la película de un aire de rareza que, sumado a los extravagantes escenarios y vestimentas de los actores, daban ese aspecto de desorden tan propio de Felini. Me encantaba la película. Aunque he de decir que prefería el libro, pues no hay nada como el libro original, aunque estuviera a cachos.

Casi al final de la película, Justin irrumpió en el salón, mochila a hombros. Traía una amplia sonrisa y un fulgor extraño brillaba en su mirada. Dejó la mochila en una de las sillas de la cocina y se acercó a mí.

─¡Hola, hermanito!─me saludó con júbilo.

─¡Shhhh!─le mandé callar─. Rick está dormido. Y, además, estoy viendo una película.

Sin perder la alegría de su aura, se giró y miró hacia la pantalla. De nuevo volvió a girarse hacia mí y cerró los ojos con júbilo.

─Oh, Dios… ¡Ya ha pasado! ¡Ya te has drogado, ¿verdad?! ¡Sabía que ese Axel era una mala influencia!─solté medio en broma, aunque mientras lo decía me pareció que tenía más sentido del que creía.

─¿Axel?─sus labios se estiraron un poco más─. Qué va. Si hoy no lo he visto.

─No hay quien te crea─alcé ligeramente el labio superior en señal de asco.

─¡Bueno, vale, sí!─entonó una risita─. ¡Estoy tan feliz que te lo tengo que contar!

Fruncí el ceño. No obstante, no iba a reprenderle hasta que no me contara qué le había pasado exactamente.

─Verás, hoy he vuelto a casa con Axel. ¡Y resulta que me ha dicho que mañana, durante el almuerzo, suba a la azotea, que quiere verme! ¿No es genial, no es fantástico, no es sencillamente sensacional?─relató con la alegría llenándole la boca.

Un espasmo de rabia me recorrió el cuerpo entero. Ese delincuente sólo habría quedado con él para hacerle algo horrible. Estaba seguro. Sólo quería aprovecharse de Justin, y éste, que era tan ingenuo e inocente, por no decir tonto directamente, no tenía ni la más remota idea de lo que le esperaba.

─Justin, te prohi…

─Eso es genial─se oyó la voz de Rick, que alzó ligeramente la cabeza.

Apreté los dientes con tanta fuerza que por poco me los parto.

─¿Verdad que sí? Bueno, me voy arriba, que querréis estar solitos─dijo Justin en tono cantarín─. ¡Mañana será el mejor día de mi vida!

Sin más, fue a por su mochila y subió las escaleras dando saltitos, como ajeno a toda la maldad del mundo. Mi hermano iba a caer en las garras del mal. Dios Santo, era como la historia de “Demien”: Justin, al igual que Emilio Sinclair, iba a alejarse del mundo bueno, puro e inocente para pudrirse en el malo, sórdido y detestable. ¿Y qué podía hacer yo? ¿Prohibírselo? Seguramente no me haría caso. ¿Encerrarlo? Entonces me convertiría en un monstruo a los ojos de Justin. ¿Qué podía hacer?

─Deja que se equivoque.

─¿Qué?─fijé mi atención en Rick.

─No hay experiencia más positiva y enriquecedora que aprender de los propios errores. Si no arriesga, no vivirá. Y si le sale mal, pues aprenderá de ello.

─¿Pero y si le hace algo malo a mi hermano? ¿Y si le pega o…?

─Peter, deja que tu hermano viva su propia vida─sentenció con voz tambaleante, aunque creo que su intención era que fuera firme.

Una parte de mí clamaba que aquello era inaceptable, que no podía permitirlo, y otra susurraba que debía ser así, que sólo podía confiar en él. ¿Es eso lo que significa ser padre? ¿He sido el padre de Justin desde que mis padres se fueron? No lo sabía. No quería saberlo. Sencillamente quería olvidarlo todo.

─Tu peli ha terminado─señaló la pantalla─. Menudo tostón. Sólo he visto el final, pero vaya mierda. ¿Por qué no vemos “American Pie”? Me encanta esa peli.

No hay película en el mundo más vulgar y zafia que ésa, pero, en fin, si él quería verla… La busqué y se la puse, y, curiosamente, pareció mejorar su ánimo. Pequeñas risotadas se escapaban de su interior. Y, bueno, siendo sincero, no es que no me hiciera nada de gracia la película…

─Vamos, no seas tan estirado, descojónate un poco de vez en cuando─giró la cabeza para mirarme.

Sonreí. ¿Cuándo me dejé llevar de esta manera por él? Deslicé mi mano hasta sus cabellos y comencé a acariciarlos. Éste, aun sorprendido al principio, los recibió con mucho gusto. Me tocaba cuidar de él, me tocaba tratarlo como a un niño, darle los caprichos que quisiera. Eso era lo único que deseaba en aquel momento.

─Feliz San Valentín, Rick─murmuré.

De repente, perdió la sonrisa, y estiró ambos brazos para circundar mis mejillas con sus manos y llevar mis labios hasta los suyos. Besar a un enfermo es muy peligroso, pero a mí no me importaba. Yo anhelaba sentir sus labios tanto como él los míos. Y así celebramos el día de San Valentín, tumbados en el sofá, viendo películas; acariciándonos, besándonos, y, en definitiva, amándonos.

CONTINUARÁ...