El diario de Marcos: aventura en el Cercanías

A lo largo de nuestra vida hay fantasías sexuales que no llegamos a cumplir; otras, sin embargo, sí. Y tener sexo en un transporte público era una de ellas. Nunca olvidaré aquella madrugada en el Tren de Cercanías...

Me dirigía a casa de mi amigo Esteban, que realizaba una cena para celebrar la inauguración del piso que se había comprado en Fuenlabrada. Tal y como está la economía hoy en día, raro es el joven que puede comprarse una casa, sobre todo si uno es soltero y se la compra solo, pero mi amigo había sido uno de los pocos afortunados que consiguió uno de los pisos de protección oficial que sorteaban en este pueblo.

Como tenía ganas de beber sin preocuparme de la cantidad para poder coger o no luego el coche, decidí ir en el tren de Cercanías. Me bajé en la estación de Atocha para hacer trasbordo y coger la línea C5. Me acordé entonces que hace tiempo había leído en un foro de Internet que en los servicios de esta estación había tema de cruising, y por un instante tuve la tentación de pasarme por allí para ver que se cocía pero en ese momento llegaba el tren y, mirando mi reloj, me di cuenta de que ya llegaba tarde: mi amigo nos había citado a las 22:00 y las agujas marcaban las 21:45. "Otra vez será", pensé.

Como acostumbro a hacer, me subí al tren en el último vagón y me senté al final. Me gusta ir tranquilo y sin el ruido y alboroto que se monta cuando el vagón va lleno. Pero por desgracia para mí, a esa hora el tren se había llenado de familias y adolescentes que retornaban a sus casas después de pasar la tarde de compras y ocio en el centro de Madrid. Aproveché entonces para inspeccionar al personal masculino; había de todo: desde adolescentes aún con caras de niño pero que prometían ser un buen manjar en dos o tres años, hasta jóvenes padres que no alcanzaban los cuarenta pero que ya arrastraban tras de sí a toda una tropa de niños. Me dan un morbo especial los padres jóvenes. Supongo que no soy el único. De todos los tíos gays que conozco, raro es al que no le ponen o le dan morbo los casados, y si son jóvenes, mejor. El hecho de que además sean padres, acrecenta aún más mi excitación. En aquel instante había echado el ojo a un tío que tenía aspecto de haber pasado hace poco la treintena. Era de esos tíos que viéndole en otro contexto no te imaginarías que es un respetable hombre casado y padre de dos niños. Vestía de manera bastante moderna, con sus Converse All Stars, sus vaqueros, una camiseta de manga larga ajustada a un pecho bien trabajado y sin atisbo de un gramo de grasa, y una gorra de visera. Iba sentado frente a mí a unos cinco metros de distancia. A su lado iba su hija pequeña, con la que no paraba de jugar y bromear, y frente a él, la que debía de ser su mujer con un bebé en sus brazos. No era especialmente guapo, pero sí bastante atractivo y con unos rasgos muy masculinos. Se me empezó a poner algo morcillona la polla sólo de imaginarme encima de ese espécimen mientras le comía el pecho y mordía sus pezones. Definitivamente no parecía un tipo casado y con hijos, y aún así lo era, y comencé a pensar en la posibilidad de que me hubiese enrollado con más de un ejemplar de esta especie (los "casatus patrus") sin yo saberlo las veces que tengo sexo con desconocidos en los centros comerciales o en los llamados lugares de "cruising".

Dos estaciones más adelante, subió al vagón un chico de unos 21 años. Al instante me fijé en él. Sus vaqueros bajos, su sudadera con capucha, su piercing en la ceja y su cadena al cuello le daban un aspecto de malote que me pusieron malo. Quizás mi calentura se debía a que llevaba una semana sin mojar, pero el hecho es que ese chaval también me moló, y no paraba de mirar a uno y otro: del chico al padre y del padre al chico, como si de un partido de tenis se tratara. Pero la irrupción de una pareja que venía andando desde otro vagón buscando sitio para sentarse, cortaron mi visión; se colocaron justo delante de "mi niño malote", que iba de pie, y a partir de ahí le perdí la pista. Entonces decidí fijar toda mi atención en el padre.

Llevaba un buen rato deleitándome con aquel hombre que no paraba de reír junto a su niña cuando su mirada se encontró con la mía. El tipo desvió enseguida su mirada y yo hice lo propio. Sólo me faltaba que se cabreara, se levantara de su asiento y fuese a encararse conmigo. Pero al fin y al cabo, sólo había sido una mirada, y tampoco estaba seguro de si aquello podía cabrearle. Además, como ya he comentado otras veces, me gusta mucho el juego de las miradas con desconocidos y quería saber hasta qué punto podía llegar aquello. Así que decidí volver a mirarle. Unos segundos después él volvió a dirigir su mirada hacía mí. Esta vez aguantó más pero como antes, apartó la mirada rápidamente. Me dio la impresión de que aquello, más que molestarle, le estaba incomodando. Y yo para estas cosas soy bastante cabroncete: si descubro que un tipo se siente incómodo cuando le miro, lo que hago es seguir con mi juego para ponerle más nervioso. Y eso es lo que estaba haciendo con aquel tío. Había cambiado su semblante; ya no reía, estaba serio, pero los encuentros que teníamos con nuestras miradas no dejaban de cesarse. Parecía que en el fondo le gustaba y deseaba tener ese juego conmigo, aunque por otro lado él sabía que ese no era el mejor momento de hacerlo teniendo a su mujer delante. Menos mal que ella iba frente a él (y de espaldas a mí) y no podía ver lo que allí estaba ocurriendo, que en realidad era nada, sólo un simple juego tonto de miradas, pero que a mí me había puesto loco obligándome a tapar con la chaqueta la evidente erección que se marcaba en mis pantalones.

Cuando anunciaron por megafonía que estábamos llegando a Villaverde Alto, la familia al completo se levantó de sus asientos y se dirigieron hacia la puerta. Descaradamente le observé en todo momento, pero él estaba pendiente del coche del niño. Quizás ahora sí que le daba reparo mirarme teniendo a su mujer a su lado. Pero me fijé en su entrepierna y me pareció ver dibujada una polla algo morcillona bajo sus vaqueros. No pude evitar soltar una leve carcajada al ver aquello. Mis vecinos de asiento me miraron extrañados sin saber de qué me reía. Se abrieron las puertas y empezó a bajar bastante gente. Su mujer y sus hijos ya habían descendido al andén, pero el joven padre tuvo que esperar a que bajasen el resto de los viajeros para poder bajar sin problemas el cochecito del niño. Fue entonces cuando, antes de bajar, me dedicó la última de sus miradas. Y yo, como respuesta, le lancé una sonrisa que acabaron por descolocarle. Se cerraron las puertas y el tren comenzó a andar.

¡Qué lastima no haber tenido ese encuentro en otras circunstancias!: él, sin su familia de por medio y yo, sin las prisas que tenía encima, aunque quizás así tampoco hubiese ocurrido nada (de hecho la mayoría de las veces no pasa nada, porque somos bastante cobardes en estas situaciones). Estaba tan metido en mis pensamientos que no me había percatado de que el asiento que antes ocupaba el padre, estaba siendo usado ya por otra persona. Y me llevé una grata sorpresa al descubrir que se trataba de "mi niño malote". Pero aún fue más grande mi sorpresa cuando le pillé mirándome. "Bien, parece que comienza otra vez el juego". Y le sostuve la mirada. Raro en mí, fui el primero en apartar la mirada; llevábamos así medio minuto y eso para mí ya era un récord en el primer vistazo. Pero no podía caer rendido ante aquel desconocido y volví a mirarle. En esa ocasión estaba trasteando con su teléfono móvil, pero no tardó en levantar la cabeza y mirar hacía mí. Cuarenta y cinco segundos bastaron para que de nuevo fuese yo quien se rindiera el primero. No podía ser, ese mocoso estaba echando por tierra mi dominio en el juego de las miradas. Me estaba ganando a mí, que siempre salía victorioso de estas situaciones y poniendo al límite de los nervios a quien se cruzara en mi camino. Volví a mirarle; esta vez ya me esperaba él con sus ojos clavados en los míos. Decidí entonces que, pasara lo que pasara, no iba a ceder en mi terreno. Un minuto después seguíamos mirándonos fijamente. Fue el momento en que él comenzó a sonreírme ligeramente. ¡Qué cabrón!, ahora incluso se atrevía a sonreírme. Lo peor de todo es que no sabía cómo interpretar aquellas sonrisas; no sabía si era una forma de seducirme o esas sonrisas iban acompañadas de malicia ¿Y si en el fondo aquel niñato era un homófono que sólo buscaba burlarse de los tíos como yo? En aquel instante llamaron a su móvil y comenzó a hablar con su interlocutor. Fue entonces cuando dejó de mirarme y parece que ignorándome por completo se concentró en su llamada. Pero sólo fue una apariencia, porque el cabrón no hacía más que rascarse los huevos por encima del pantalón. El tío me estaba provocando, y vaya si lo estaba consiguiendo. Afortunadamente el vagón iba ya bastante vacío, y las pocas personas que iban allí no podían percatarse de sus movimientos. Colgó su teléfono y volvió a mirarme y a sonreírme como la última vez. Aunque esta vez su sonrisa no me pareció tan ambigua; parecía que en el fondo iba de buen rollo y que sólo estaba pasándoselo bien con aquella situación. Volvió a tocarse el paquete, ahora con más descaro, y provocó que le sonriera por primera vez. Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien y que no me ponía tan cachondo en un lugar público con gente alrededor. Me hizo un gesto para que me acercara y me sentase frente a él. Lo hice. Definitivamente aquel chaval había tomado el control, pero no me importaba, porque el cabrón merecía la pena. Me levanté y me dirigí a su asiento con la chaqueta cogida a la altura de mi paquete, tapándome la evidente tienda de campaña que se me había formado. Cuando me senté, lo primero que hizo fue pedirme, también por señas, que me destapara y le dejase ver lo que escondía debajo. Puse la chaqueta a un lado y le mostré cómo se marcaba en toda su extensión mi tronco. Sus ojos se abrieron como platos y me lanzó una gran sonrisa de aprobación. En ese momento llegamos a la estación de La Serna y él se levantó. Me indicó que le siguiera, y estuve a punto de hacerlo, pero ya eran las 22:14 y aún me faltaba recorrer un buen trayecto desde la parada donde tenía que bajar yo hasta la casa de mi amigo. Calculé que hasta las 22:30 no llegaría, y eso suponía media hora de retraso. El chaval se dio cuenta de mi indecisión y volvió a insistir, pero con mis gestos le indicaba que no podía. Debió de darse cuenta de las ganas que en fondo yo tenía porque por última vez, justo cuando se estaban abriendo las puertas, volvió a pedírmelo. Y una vez más le contesté que no podía. El chico, resignado y con cara de decepción, bajó y se fue. El tren prosiguió su trayecto.

La siguiente parada era la mía. Bajé del tren y saqué un plano que había sacado de Internet y que me había impreso. De camino a casa de mi amigo, no dejaba de arrepentirme de haber dejado pasar aquella oportunidad. El chico me había gustado mucho, sobre todo el descaro y su manera de dominar la situación y era la segunda vez en mi vida que un inocente juego de miradas en el tren había desembocado hasta una opción real de hacer algo más (la primera vez fue en el Metro con un hombre trajeado, de unos cuarenta años. Eran las 21 horas y yo ya me dirigía a casa. Él parecía que también hacia lo propio después de una dura jornada de trabajo. Me indicó que le siguiera. Bajamos en Sol y volvimos a coger la misma línea en sentido opuesto. Bajamos en Argüelles y le estuve siguiendo por la calle hasta el portal de un viejo y caro edificio. Subimos a lo que parecía ser una consulta médica. Aquel desconocido resultó ser un dentista y acabó follándome sobre la alfombra de su despacho. Me pidió mi número para repetir otro día. No se lo di y no volvimos a vernos).

Llegué a casa de mi amigo sobre las 22:26 jadeando por la carrera que me había echado para no llegar demasiado tarde. Al ver el panorama me quise morir. No había nadie; yo era el primero. Me explico que el resto de la gente había llamado para comunicar que iban a retrasarse. A las 23:15 llegó el último invitado y fue entonces cuando comenzamos a cenar. "¡Vaya pedazo de gilipollas que he sido!", pensé ante la oportunidad que había dejado escapar una hora antes en el tren.

La velada fue de lo más entretenida y enseguida me olvidé de lo ocurrido. Risas, conversaciones, juegos, más risas, bebida, más bebida, y más risas… A eso de las 5:50, Álex, un amigo de Esteban, me dejaba en la estación de tren de Fuenlabrada. Pude haberme ido con él en coche hasta Legazpi y allí coger el Metro, pero su estado de embriaguez no me daba ninguna confianza y bastante riesgo había corrido ya dejándome convencer para que, al menos, me acercara hasta la parada. Estuve esperando diez minutos antes de que llegase un tren. Nada más subir, me acomodé en el final del último vagón, como de costumbre. Me senté y al instante caí rendido.

Noté como alguien me tocaba en el hombro tratando de despertarme. Asustado abrí los ojos y me di cuenta que un chico se había sentado frente a mí y me miraba sonriente. Tardé tiempo en reaccionar porque no sabía dónde estaba, ni qué hora era, ni quién era aquel chaval. Desconcertado miré por la ventana hacia el exterior y pude leer en uno de los carteles del andén, antes de que el tren abandonase la estación, "La Serna". Me di cuenta de que apenas había pasado nada de tiempo porque sólo había recorrido una parada desde que me subí al Cercanías.

¿Ya no te acuerdas de mí? – soltó de repente aquel chico. Sus palabras acabaron por sacarme definitivamente de mi letargo

Me volví hacia él y le descubrí sonriéndome. Entonces le reconocí al instante: era "mi niño malote".

¿Cómo no me voy a acordar de ti? Para no olvidarte… - contesté al tiempo que le devolvía la sonrisa

Joder ¡qué casualidad tío!... ¿de dónde vienes?

De casa de un amigo – dije

Jaja, ya veo, de pasártelo de puta madre, ¿no? – me preguntó al tiempo que me guiñaba un ojo

No que va, no van por ahí los tiros. Ha sido una cena de lo más normal, con tíos y tías, y jugando al Trivial… ¡Menudo plan! – dije simulando que me había aburrido

Vaya, tío, lo siento

Por cierto ¿cómo te llamas? – pregunté

Hugo, ¿tú?

Marcos

Encantado – me dijo al tiempo que me ofrecía la mano

¿Y tú? ¿A dónde vas a estas horas? Es muy pronto para salir de casa a las 6 de la mañana… - pregunté

¿Quién ha dicho que venga de casa?

Nadie; me lo imagino. Ayer cuando te bajaste en La Serna pensé que ibas a casa

¿Y eso por qué?

Porque me invitaste a seguirte y pensé que tal vez querías que fuese a tu casa

Jajajaja, ni mucho menos… No vivo en Fuenla, había quedado con unos colegas que son de aquí

Ah vale, pues entonces lo interpreté mal, pero juraría que buscabas rollo – dije medio incrédulo ante sus palabras. Me daba la impresión que de ese chico, molesto por mi negativa ante la invitación que me hizo, estaba dando marcha atrás.

¿Tú no lo buscabas? – soltó de repente

Sí, yo sí. Si surge, ¿por qué no?

Ya, y por eso te fuiste y no me seguiste – con esa frase me descolocó; tenía toda la razón.

Vamos a ver, había quedado con mis amigos y ya llegaba tarde – contesté no muy seguro de mis palabras

Yo también había quedado y no me importaba hacerles esperar: no sería la primera vez

¿La primera vez que los hacía esperar? ¿O la primera vez que ligaba y se enrollaba con un desconocido?

Si te digo la verdad, luego me arrepentí – le dije. Se le iluminaron los ojos – Pero como me imaginé que querías que fuese a tu casa, pensé que eso ya me iba a llevar demasiado tiempo

Sólo tenía intención de hacerme un buen pajote contigo en los servicios de la estación de tren… Lástima que no quisieras ayer… - dijo simulando que ya no había solución. Pero me fije en su entrepierna y su polla parecía pensar todo lo contrario; esa era la señal que necesitaba

¿Por qué estamos hablando todo el rato en pasado? No sé, ahora estamos aquí, otra vez y… - no terminé la frase porque en ese momento palpé con mi mano su paquetón y di a entender lo que buscaba. Ahora era yo quien había tomado el control.

El chaval dio un leve respingo al notar el apretón que le había dado y miró hacia atrás en busca de molestos viajeros que pudieran pillarnos.

No te preocupes, no hay nadie – le dije para que se relajara

En ese momento el tren paró en la siguiente estación. Yo seguía sobándole la polla por encima del vaquero, pero al tiempo ambos nos manteníamos en alerta por si subía alguien. Pero nadie lo hizo y el vagón continuó vacío. A las 6 de la mañana de un domingo había muy pocos viajeros y era bastante poco probable que alguno de ellos ocupara el último vagón. En cuanto el tren salió de la estación, Hugo, ni corto ni perezoso cogió de los extremos de su pantalón y, de una única vez, se los bajó hasta las rodillas arrastrando tras de sí los gayumbos. Su rabo salió disparado apuntando al techo. No estaba mal de tamaño, en la media, pero estaba circundado y su glande grande y gordo me volvieron loco. Sin peder tiempo la alcancé de nuevo con mi mano y empecé a masturbarle suavemente. Hugo no podía evitar suspirar de placer ante la paja que estaba haciéndole y yo no dejaba de sorprenderme al estar cumpliendo una de las fantasías de mi vida: tener sexo en un transporte público con un desconocido (empecé a desarrollar esa fantasía cuando leí en Internet que hay tíos que se magrean, se soban y se pajean en el Metro aprovechando las multitudes de gente en los vagones a hora punta). Para estar más cómodo sin necesidad de estar estirando el brazo, le pedí que se sentara junto a mí. Podía haberme sentado yo a su lado, pero desde mi sitio se podía vigilar por si venía alguien que pudiera sorprendernos (aunque en ese momento tampoco me hubiese importado que así fuera, porque es un morbazo que te miren cuando practicas sexo). Hugo siguió mis instrucciones y se colocó a mi lado. Yo volví a cogerle del rabo y continué con una paja más rápida que la de antes. Aquel chaval con pinta de malote no hacía más que restregarse de gusto sobre el asiento y suspiraba y gemía con cada movimiento de mi mano sobre su polla. Me acerqué a él y empecé a besarle por todo el cuello, subiendo hasta las orejas y deteniéndome en los lóbulos. Parece que había dado con uno de sus puntos flacos porque repetía una y otra vez "¡Sí, joder, eso me gusta!". Me molaba estar dándole placer a aquel chaval, y en ese momento hubiese hecho cualquier cosa que me hubiera pedido, por lo que me esmeré todo lo que pude. Además, de algún modo quería remendar el "plantón" que le había dado la noche anterior Le subí la sudadera y la camiseta dejando al descubierto su torso delgado y sin vello. Me lancé a sus tetillas rosadas y me las comí enteras. Hugo gemía y gemía y parecía que esa era otra de las partes más sensibles y erógenas de su cuerpo. Me hacía gracia ver cómo disfrutaba aquel chaval. Creo que hay dos clases de tíos: los que disfrutan en silencio y los que suspiran y gimen de placer ante cualquier beso, caricia o mordida. Y este era de los segundos. Bueno, digamos que hay tres clases de tíos, porque yo me considero un punto intermedio entre ambos. Me entretuve un buen rato chupando y mordiendo sus pezones; me encantaban, y olía muy bien, a pesar de toda una noche de marcha.

Me pidió que parara un poco porque a ese ritmo se iba a correr y antes de eso quería disfrutar más. Y acto seguido llevó sus manos hasta mi cinturón y me lo desabrochó. Hizo lo mismo con el botón y la cremallera y hundió su mano bajo la bragueta cogiéndome la polla por encima del bóxer. Debió de pringarse la mano porque a esas alturas de la película, yo ya había acumulado una buena cantidad de líquido preseminal en la punta del rabo, aunque eso no debió de importarle mucho porque enseguida me sacó la polla y comenzó a acariciarme con el pulgar el húmedo glande mientras que con el resto de los dedos sujetaba todo mi tronco. Yo aproveché para bajarme los vaqueros y los calzoncillos y me acomodé en el asiento abandonándome por completo al placer. Hugo repitió los mismos movimientos que antes había hecho: me besó y lamió, primero por el cuello y las orejas, y después, por los pezones. Debió de imaginar que si yo le había hecho eso era porque a mí me gustaba que me lo hicieran. Y acertó, porque aquello me ponía al borde del éxtasis. Se estaba entreteniendo con mi vientre cuando de un tirón le obligué a incorporarse hasta la altura de mi cara y entonces me lancé a su boca. Nos estuvimos morreando como locos, con desesperación, pasando nuestras lenguas por cada centímetro de nuestras bocas, y alternando de vez en cuando con lamidas por nuestras caras. En una de estas Hugo me susurró al oído que le gustaría que le follara. Me di cuenta que al chaval le iba el rollo de ser pasivo y, aunque minutos antes no me hubiese importado hacer lo que él me hubiera pedido, incluso ser penetrado por él, ahora me parecía mucho mejor idea el que fuera yo quien la clavase toda la polla por su culo. Pero sabía que ese no era el lugar para ello. Demasiado arriesgado, sobre todo porque no faltaba mucho para llegar a Atocha, donde sin duda se subirían unos cuantos viajeros.

De repente Hugo abandonó mis labios y bajó hasta la altura de mi polla que no dudó en tragarse ni un solo segundo. El mamón sabía lo que se hacía y le encantaba jugar con la lengua moviéndola alrededor del rabo. Alternaba su comida de nabo con lamidas en mis huevos, que tras varias horas desde que me duché, habían concentrado una buena dosis de sudor que producían ese olor tan característico de macho ávido de sexo. Cerré los ojos para sentir mejor de aquella mamada. En ese instante no me preocupaba vigilar; sólo quería disfrutar al máximo de aquel momento. Y sabía que aún faltaba un tiempo para llegar hasta la siguiente parada.

Segundos después abrí los ojos para observar cómo desaparecía mi polla dentro de la boca de Hugo. Entonces lo que vi me aterrorizó y me excitó a partes iguales: a unos seis metros escasos de nosotros, había un hombre de unos cincuenta años que no perdía ojo de lo que estábamos haciendo. No tenía ni idea de dónde coño había salido aquel tipo. La única respuesta que encontré es que venía del vagón contiguo al nuestro y no me había dado tiempo a verle al tener los ojos cerrados. En un principio pensé en parar aquello y taparme, pero en cuanto observé que el hombre se acariciaba el paquete viendo nuestra escena, dejé que disfrutara con el espectáculo. Era un hombre nada atractivo: gordo y calvo, pero el simple hecho de ser espiado, aunque fuera por él, me excitó aún más. Poco después, se sacó una pequeña polla en erección que no alcanzaba los diez centímetros y empezó a pajearse al tiempo que me preguntaba si podía acercarse. Aquella visión no me moló nada y evidentemente le dije con la cabeza que no. Una cosa es que le dejara mirar y otra bien distinta es que le dejara participar. Hugo no se había percatado de nada y no quise decírselo porque quizás le hubiese cortado el rollo y me habría dejado aquella mamada a medias. Afortunadamente para mí, al llegar a Méndez Álvaro, el hombre se guardó la polla en su pantalón y se bajó del tren.

Ya sólo faltaba una parada para llegar a Atocha y entonces me di cuenta de que ya habíamos pasado la parada de Hugo. Se lo dije y me contestó que no pasaba nada, que siempre estaba a tiempo de coger el tren de la vía contraria y retroceder hasta su destino. Al llegar a Atocha, volví a acordarme de los servicios donde hay tema gay y se me ocurrió una idea totalmente excitante. Le propuse a Hugo que bajáramos y que me acompañara a los baños para terminar de corrernos. Aceptó, nos acomodamos la ropa y abrimos la puerta de salida. Nos cruzamos con una pareja de un chico y una chica ecuatorianos que fueron a ocupar los asientos en los que antes nos habíamos enrollado Hugo y yo. Seguidamente, estuvimos buscando los servicios hasta dar con ellos. Estaban un poco escondidos y pensé que seguramente esa había sido una de las razones por las que se habían convertido en un lugar de encuentros sexuales. Entramos y no había nadie. Mejor, así evitábamos la mirada indiscreta de los viejos verdes. Ocupamos uno de los retretes y recuerdo que no se caracterizaba especialmente por la limpieza, pero en ese instante era lo único que había. Observé que la puerta estaba plagada de mensajes sexuales de tipos que dejaban sus teléfonos para quedar para una buena mamada o una paja. Me asqueó un poco el lugar y Hugo fue la única razón por la que no eché marcha atrás. Mi propósito en aquel instante era follarle el culo y esperaba que él siguiese también con la misma idea, aunque dudaba que así fuera y que la excitación se le hubiese ido por el lugar en el que nos encontrábamos.

He follado en peores sitios, créeme – soltó de repente dándose cuenta de mi cara de desagrado

Y acto seguido se lanzó a besarme. Yo no tardé en recuperar la calentura y aproveché para meter mis manos por debajo de sus calzoncillos y acariciar su culo. Si en el pecho apenas tenía algún vello suelto, parecía que el en culo habían concentrado los del resto del cuerpo. Una ligera mata de vellos cubrían sus nalgas, y se hacían un poco más espesos según se acercaban a su ano. Me chupé el dedo corazón y comencé a masajearle el ojete. Hugo, una vez más, gemía y se retorcía de gusto. Yo le susurraba que se callara y fuera más discreto si quería que no nos pillaran, pero no me hizo caso. Le introduje el primer dedo y decidí ir a por el segundo. Cuando conseguí hundir el segundo dedo, me dediqué largo tiempo a dilatarle para dejarle bien a puntito. Hugo ya no podía más y se dio la vuelta, apoyando las manos en la pared y ofreciéndome todo su culo a mi disposición. Me agaché y se lo olí. Desprendía un ligero olor a sudor, pero estaba bastante limpio, por lo que no dudé en comérselo un buen rato para terminar de dilatarlo. Una vez que comprobé que podía meterle tres dedos sin apenas dificultad, supe que era el momento. Me incorporé, me puse un condón, apunté mi rabo, lo acerqué y se lo introduje. Sólo hicieron falta tres embestidas para clavársela hasta el fondo y en aquel momento no tuve duda de aquel nene daba mucho de comer a su culito. Me lo estuve follando durante largo tiempo. Hugo ya no gemía; gritaba a todo pulmón, pero no de dolor, sino de placer, y tuve que ponerle la mano en la boca para evitar que aquello lo oyeran desde los mismos vagones de los trenes. La única esperanza que tenía es que esos servicios estaban bien escondidos y era probable que nadie nos oyese. Y si así hubiese sido, no estaba dispuesto a cortar con aquella follada y prefería petarme a aquel chaval aunque acto seguido nos hubiesen llevado a comisaría por escándalo público. Ay! Es lo que tienen las calenturas

Diez minutos después estaba corriéndome en las entrañas de aquel chaval ya sin apenas fuerzas para mantenerme y envuelto en una gran capa de sudor. Noté entonces que Hugo había acelerado su paja con ganas de correrse ya. Le detuve y le pedí que esperara. Estaba en deuda con él y tenía que gratificarle de alguna manera. Yo a él sólo le había hecho una buena paja, así que, me agaché y comencé a mamársela. Sabía que con la excitación que tenía el chico, tardaría muy poco en venirse, pero quería que fuese a lo grande, disfrutando al máximo. Le pedí que me avisara cuando estuviera a punto para retirarme a tiempo. Y proseguí con mi mamada. Dos minutos después, varios trallazos de lefa iban a parar a los azulejos de la pared.

Nos limpiamos como pudimos y nos vestimos. Antes de salir estuvimos besándonos tiernamente durante un tiempo, sin hablar, sólo sintiendo nuestra respiración. Nos intercambiamos los móviles y quedamos para repetir. Volvimos a vernos y a tener una buena sesión de sexo, pero esta vez lejos del tren, en mi coche en medio del campo. Nunca olvidaré a "mi niño malote".