El diario

Una vida carente de estímulos conduce a Rocío a inmiscuirse en la vida privada de Carlos sin saber que esa privacidad le concierne también a ella.

Rocío terminó de limpiar el salón. La habitación de Carlos ya eran palabras mayores. Entrar allí era como hacerlo en una leonera, pero era su trabajo y para eso le pagaban.

Había conseguido el empleo por mediación de una amistad, y aunque asistenta del hogar no era el trabajo de sus sueños, ayudaba a cubrir algunas necesidades que la pensión de su marido no alcanzaba, sin embargo, dadas las circunstancias, el hecho de que fuese un trabajo a media jornada le permitía atender también su casa, a su esposo y a sus dos hijos.

Todas las tareas del hogar le concernían a ella, por lo que, cuando el matrimonio regresaba a las tres de la tarde, la ropa estaba lavada, planchada, la casa impoluta y la comida servida en la mesa. Después de eso, Rocío se marchaba a su casa para seguir haciendo un poco más de lo mismo, con el agravante de tener que atender a un hijo crecidito que no encontraba trabajo, ni tampoco su lugar en el mundo; a otro que era ajeno a cualquier circunstancia que no estuviese vinculada a sus videojuegos; y por último, a un marido decrépito, achacoso y depresivo al que hacía ya dos años que le habían concedido la invalidez absoluta tras un accidente laboral, de ahí que Rocío llevase una vida monacal. A sus cincuenta años su cuerpo estaba en su plenitud, por el contrario, tenía que reprimir unos deseos que con frecuencia aguijoneaban sus carnes.

Sea como fuere, el trabajo le ayudaba a evadirse de una situación abrumadora en la que su único cometido parecía ser el de ser una decente ama de casa dedicada en cuerpo y alma a ocuparse de un marido lisiado, y a sostener los cimientos de una situación familiar que no le aportaba ninguna satisfacción, por consiguiente, el hecho de desaparecer por las mañanas era como una válvula de escape, aunque fuese llevando las riendas de otro hogar.

Rocío era diligente en sus tareas, y con tres meses en el puesto, la familia estaba más que complacida de su competencia, y por ello le subieron el sueldo, pese a que tan sólo se tratase de un aumento simbólico.

Ese lunes, después de arreglar el salón, abrió la puerta de la habitación de Carlos y percibió un ligero tufillo a humanidad. Había calcetines sucios tirados por el suelo, la ropa del día anterior hecha un ovillo sobre la silla y en la mesa de estudio, un plato con restos de comida. Empezó a recoger, primero los calcetines, después dobló la ropa limpia, y la que necesitaba un lavado la metió en la lavadora. Hizo la cama, barrió el suelo e intentó poner en orden el desaguisado de una mesa repleta de apuntes, notas y fotocopias. Carlos le había dicho en reiteradas ocasiones que no le tocara sus papeles porque los tenía ordenados y conocía la ubicación de cada cosa, y por lo tanto, si los movía le trastocaba el sistema. Por eso, procuró no mezclarlos y sólo los apiló un poco mejor para que no pareciese que había pasado por allí un vendaval. Cogió la papelera para vaciarla y advirtió una considerable cantidad de clínex usados. ¿Estaba resfriado? Supuso que no. Cogió uno y comprobó que estaba húmedo y de un tono amarillento, lo olió y adivinó su origen. Se sonrió considerando que era algo normal.

Sobre la mesa había una repisa con videojuegos y libros. Era lo único de la habitación que aparentaba un poco más de orden. Empujó un bloc de notas poniéndolo a la altura de los otros libros. Le llamó la atención el señala páginas con sus iniciales escritas en la parte superior, sacó el bloc y lo abrió por el punto de libro. Era consciente de que no tenía ningún derecho a husmear en las cosas de Carlos, pero la curiosidad, y saber que no había nadie en casa, la condujo a hacerlo, aunque quizás era más el hecho de llevar una vida rutinaria, aburrida y carente de estímulos lo que la incitó a meter las narices en asuntos que no le concernían. Al ver que era un diario quiso adentrarse en las intimidades del chaval. Abrió la página por el principio y empezó a leer.

"Hoy estaba arrebatadora. Su cabello recién lavado lucía sedoso y brillante, y aún se apreciaba el olor del champú. Portaba una bata suelta, aun así, resaltaba ese divino culo que tiene y no pude dejar de imaginarme recorriendo sus amplias nalgas con mis manos. Tampoco pude evitar que la polla se me pusiese como el granito contemplando su trasero"

—¿Quién será esa chica? — se preguntó?

“Sin que se diera cuenta me sobé la polla sobre el pantalón, y mientras lo hacía, fantaseaba con la idea de acercarme a ella, pegarme a su espalda y restregarle el pedernal por el culo. Ella me miraba y me sonreía. Yo le besaba el cuello y ella me lo ofrecía cerrando los ojos. Mis manos se dirigían hacia sus tetas. Se las agarraba, se las acariciaba y notaba sus erectos pezones entre mis dedos”.

—¡Vaya con el niño, y parecía tonto! —exclamó Rocío.

“Le levanté la bata, ella se bajó las bragas y se apoyó encima de la mesa ofreciéndomelo todo. Me bajé la bragueta, liberé mi polla y se le clavé. Su coño estaba tan mojado que la polla resbaló hasta el fondo y un intenso suspiro me espoleó a follarla con vehemencia.

Todo eso me lo imaginaba mientras ella seguía dándome la espalda y yo me tocaba la verga por encima del pantalón. Si se hubiera volteado me habría pillado, y yo me hubiese muerto de vergüenza. Por eso di media vuelta y me fui”.

Rocío pasó unas cuantas páginas que le parecieron irrelevantes hasta que se detuvo en otro párrafo que le resultó más sugestivo.

“Esta mañana me he levantado palote. Estaba muy caliente. Creo que soñé con ella. La tenía tan dura que tuve que masturbarme. Cerré los ojos y mi mente se llenó con su imagen. Aunque no ganaría un concurso de belleza, esa mujer destila morbo por todos sus poros. Sus labios no son carnosos, más bien todo lo contrario, son delgados y poco sensuales, pero los imagino abrazando mi polla y haciéndome una mamada hasta que reviento dentro de su boca y la leche le sale por las orejas de tanta que se me acumula en su honor.

Vislumbro en esos ojos marrones un indicio de pesadumbre y aflicción, aunque no me aventuro a asegurarlo. Sea como fuere, su mirada me parece hechizante. Su cabello es de un tono castaño, entre ocre y rojizo, pero estoy seguro que es el color del tinte que lleva. Sus cejas son oscuras y enmarcan esa mirada que me pierde.

Sus piernas son regordetas. Las pude ver cierta vez cuando se levantó ligeramente la bata para rascarse. También en otra ocasión al sentarse mientras se tomaba un café.

Pero lo que más me pone es ese culo redondo y tentador. Podría hasta dibujarlo de las veces que lo he visualizado mientras me pajeo.

¿Y qué decir de esas generosas tetas que son objeto de mis pajas? El día anterior llevaba un botón desabrochado y me quedé obnubilado contemplando el canalillo de su escote y deseando meter mi polla en él. Con esos pezones que se le marcan a veces en la tela. Mi mente no dejaba de soñar despierto. Imaginé qué sentiría si ella me dejase meter la polla entre aquellos dos tesoros. Fantaseo con la idea de follárselas hasta que me corro a borbotones entre ellas. Cuando me vengo pensando en ella siempre lo hago con fuerza, con intensidad. Imagino mi leche golpeando en su cuello y en su cara, y en esas fantasías tengo conversaciones con ella. Una vez me he corrido, la miro y ella, haciendo aspavientos con las manos me dice:

—Mira como me has dejado la cara.

—Estás preciosa así, Rocío” —le respondo”.

La libreta se le cayó de las manos. ¿Hablaba de ella? ¿La chica de quien Carlos hablaba era ella? Desde luego había elementos y situaciones en alguna de aquellas frases que la descolocaron, pero descartó esa primera interpretación de inmediato. En cambio, ahora todo parecía más esclarecedor, aunque quería seguir pensando que se trataba de un error. Con el corazón acelerado recogió el cuaderno del suelo y siguió leyendo.

“Sé que está mal lo que pienso. Sé que está mal lo que deseo, pero no puedo evitarlo. No hay mujer que me atraiga como ella. Aunque trabaje para mis padres, mi cuerpo la desea. También sé que está casada y tiene dos hijos, pero eso no me importa”.

Las piernas de Rocío flaquearon. Se sentó en la cama sin soltar el cuaderno. Le quedó claro que era la protagonista, no sólo del diario, sino de sus pajas. Bajó la mirada y continuó con la lectura.

“He intentado no pensar en ella. Pero la veo casi a diario y es imposible no hacerlo. Mis ojos la siguen allá donde va. Mi cuerpo reacciona. Llevo todo el tiempo que está en casa deseándola en silencio. Por eso he decidido escribir este diario, porque me he dado cuenta de que a pesar de saber que está mal, también me gusta sentirlo. Cuando la miro y fantaseo con ella me siento bien, y aunque después me diga a mí mismo que soy un pervertido, en esos momentos soy feliz. Ella tiene cincuenta años, lo sé porque se lo he oído decir a mis padres. Pero es que rebosa sensualidad por todos sus poros. Yo tengo diecinueve y eso representa una diferencia más que sustancial para hacernos parecer unos degenerados, considerando que podría ser mi madre, de modo que si plasmo aquí todos mis deseos, todas mis fantasías queden encerradas en estas páginas y mantenidas a ralla”.

¿Cómo era posible aquello? ¿Cómo podía Carlos desearla así? Si era un crío. No sabía qué pensar. Cómo sentirse, aun así siguió pasando hojas.

“Ya se acabaron las clases y los exámenes. Ahora estoy casi todo el día en casa, y aprovecho para verla furtivamente mientras hace sus tareas. Hoy, cuando me levanté fui a la cocina a prepararme el desayuno. A los pocos minutos, apareció ella para fregar los platos y cuando la vi quedé maravillado. Me preguntó por mis notas. Intenté responder con naturalidad, pero creo que titubeé un poco. Estoy seguro que piensa que soy un imberbe, y seguramente me ve demasiado joven como para fijarse en mí de otra forma que no sea fraternal.

Vestía su habitual guardapolvo en tonos rosa delimitando el contorno de su silueta. ¿Cómo no voy a desearla si era la viva imagen de la lujuria? Llevaba el pelo un poco enmarañado, quizás del ajetreo de la limpieza, pero esa imagen sólo me hacía pensar en ella revolcándose en la cama. Mientras se apoyaba en la pila para fregar los platos, se le marcaba la costura de las bragas a través de la tela de la bata y si se hubiese volteado me habría pescado boquiabierto y contemplando su culazo. La polla se me puso dura en el acto, y menos mal que estaba sentado, porque el pijama me habría delatado. Sin duda, es uno de los culos más sensuales y morbosos que he visto, y no como el de las niñatas que hay en clase y que parecen espárragos trigueros. Es un culo redondo y rotundo, de esos capaces de detener el tráfico, digo más, de levantársela a un muerto. Hubiese deseado alargar una mano y acariciarlo, apretarlo y recorrer toda su superficie, pero lo que hice fue sobar mi polla por encima del pijama sin apartar los ojos de aquella máquina de morcillas artesanal".

Rocío sonrió sin dejar de latirle el corazón con fuerza.

Extrañamente, le gustó la definición que utilizó de su trasero. Recordó cuando su marido le hacía saber que tenía el culo más sexi del mundo, y así lo pensaban también muchos otros hombres que la piropeaban. Le gustaba cuando se lo acariciaba con mimo, cuando lo besaba, cuando lo lamía, incluso cuando la enculaba hasta que se lo llenaba de leche. Pero todo aquello formaba parte de la memoria, de tal modo que aquellas palabras las sintió como un requiebro. Uno de esos que te hacen sonreír, y al mismo tiempo te hacen sentir deseada. Se sintió halagada. Se sintió deseada, incluso notó como las mariposas revoloteaban por su vientre, pero siguió leyendo.

“Su risa me encandila y, aunque advierto ese desánimo, se le ilumina la cara cuando sonríe, pese a su pesadumbre interior”.

¿Cómo era capaz Carlos de intuir su estado emocional? ¿Tanto se le notaba?

“Cuando terminó de fregar los platos se dio la vuelta, y aunque no me estaba tocando la polla, mi mirada se detuvo en sus tetas. No sé si se dio cuenta de mi indiscreción. Yo lo hice segundos después, quizás un poco tarde, aunque no advertí que le diese la mayor importancia. Lo que daría por poder vérselas. Deben de ser preciosas.

Al salir de la cocina, mis ojos la siguieron, y de nuevo se clavaron en el contoneo de sus caderas y en el suave temblor de sus nalgas.

Se dirigió al baño para limpiarlo, abrió la mampara, accionó el grifo y dejó caer el agua en la bañera, después se arrodilló para fregarla con un un estropajo impregnado de viakal. Los ojos se me abrieron como platos contemplando aquellas posaderas en pompa pidiéndome a gritos que me acercara y me la follara. Le hubiese levantado la bata, le hubiese bajado las bragas con saña y se la hubiera metido hasta hacer que se corriera de gusto, en cambio, lo que hice fue sacarme la polla y hacerme una paja admirando el balanceo de sus nalgas acompasando los movimientos enérgicos de sus manos al sacarle brillo a la bañera. El ritmo de mi mano se intensificó y temí que me sorprendiera. No podía parar de meneármela, y mientras oía el agua correr, la veía a ella ofreciéndome su trasero e imaginándola desnuda. Podía visualizar sus nalgas perfectas, su coño en forma de hucha asomando por debajo, y su ano incitándome a clavársela. Estuve a punto de correrme encima de ella, pero en el último instante el sentido común frenó mi ímpetu y desaparecí presuroso hacia mi habitación. No pude contenerme más, ni siquiera tuve tiempo de coger los pañuelos. Fue entrar en la habitación y la leche escapó de mi polla esparciendo latigazos a diestro y siniestro por el embaldosado. Nunca mi polla había echado tanta leche. Era como un puto geiser saliendo de mi verga sin cesar. Fue un orgasmo tan intenso que me hizo cerrar los ojos y apretar los dientes, y mientras tanto, yo seguía imaginando que la sodomizaba, corriéndome dentro de ella”.

Rocío casi jadeaba. El corazón no había dejado de latirle con fuerza mientras leía. Y otra cosa. Algo que le chocó. Estaba excitada. Tenía los pezones duros, marcados en la tela. Notaba el coño mojado. ¿Cómo era posible? ¿Era por lo que había leído? Sin duda eran palabras llenas de erotismo, de sexo y de morbo. ¿Quizás por saberse deseada? Toda mujer se siente bien cuando sabe que los hombres la desean. ¿O era porque se trataba de Carlos? ¿Estaba tan excitada por saber que a Carlos le gustaba como mujer? ¿Por saber que tenía fantasías con ella? Quizás era un poco de todo. Se dijo que aquello estaba mal. Qué él no debía tener aquellos pensamientos sobre ella. Que ella no debía sentirse bien por saberlo porque reconoció que tenía edad suficiente para ser su madre.

Estaría mal, pero el coño le palpitaba. Juntó las piernas, apretó las ingles y sintió placer.

Hacía mucho tiempo que Rocío no estaba tan excitada, tan caliente, tan cachonda.

¿Qué más diría Carlos sobre ella? ¿Qué más fantasías tendría? Pasó la hoja, dispuesta a averiguarlo, pero ya no había nada más escrito, y en cierto modo se sintió un poco decepcionada, pero tremendamente excitada. Respiró hondo con ánimo de retomar sus tareas, en cambio, lo reconsideró, abrió, su bata y deslizó la mano por su pierna hasta alcanzar su sexo. Tenía las bragas húmedas. Apretó su raja en busca de placer y lo encontró, pero deseaba más. Su mano se introdujo por dentro de la prenda y un dedo se perdió en las profundidades, mientras otro friccionaba el pequeño nódulo. Abrió la boca, cerró los ojos y el orgasmo golpeó su coño obligándola a exhalar un gemido ahogado, acompañado de temblores y convulsiones mientras cerraba las piernas.

Al llegar a casa saludó a su marido y a sus hijos, fue a cambiarse de ropa, después abrió la nevera, calentó la comida y se sentaron los cuatro a la mesa en un silencio que resultaría incómodo para un observador, pero era un silencio al que ya estaban acostumbrados, pues cada cual batallaba en su conflicto interno. Su marido intentaba pasar página y seguir adelante, aunque era una lucha carente de alicientes con una salud mermada y sin posibilidad de hacer progresos. Los problemas de su hijo menor pasaban por dilucidar como sortear el siguiente nivel de su videojuego, y su hijo mayor intentaba encontrar su lugar en la vida, ya que, en una casa donde la alegría y la felicidad hacía más de dos años que habían desaparecido, era imposible hallarlo. Ella, en cambio, se hacía todos los días la misma pregunta. ¿Merece la pena el esfuerzo? Dejar a su esposo era tanto como traicionarlo, pero no hacerlo significaba vivir el resto de sus días amargada, y de ese modo, nunca llegaba a ninguna conclusión.

Miró a su hijo mayor taciturno y pensó en Carlos. Apenas hacía unas horas que se había masturbado fantaseando con él. Un muchacho de la misma edad que su hijo y por eso no sabía muy bien como encajar esa mezcla de sentimientos encontrados.

Después de comer Rocío se tumbó un rato en la cama para descansar, pero también para reflexionar. Estaba ausente. Pensaba en Carlos y en su diario. Una extraña sensación en el cuerpo la oprimía. La evocación de cuando deseaba fuertemente a un hombre. Antes de que todo se fuese al garete, era en su marido en quien pensaba. Cuando pensar en él la excitaba. Cuando sólo deseaba estar con él, besarlo, ser besada, ser acariciada, ser follada.

Esa pasión, esa mezcla de amor, deseo y lujuria con su esposo ya no existía. Existían las palabras que se sucedían encadenando frases incoherentes, pero tremendamente morbosas. Su mente la empujaba al cuarto de Carlos. Al diario.

No podía dormir. Necesitaba desahogo. Necesitaba placer. Pensó en darse la vuelta, pegarse a su marido. Acariciarle. Antes bastaba con eso para que él se diera la vuelta y le clavara la polla bien hondo hasta hacerla correr.

Estaba excitada de nuevo. Se pegó a él, llevó su mano hacia su miembro y se lo empezó a sobar sabiendo que el esfuerzo era en vano. Él le apartó la mano resentido y Rocío se levantó buscando otras cosas que hacer.

Por la noche, cuando su marido se acostó preparó la comida para el día siguiente y dejó la cocina limpia, a continuación se desvistió y se metió en la cama.

Su esposo respiraba profundamente y la mente de Rocío se perdió por los intrincados  vericuetos del morbo que le causaba el hecho de pensar que aquel yogurín la deseaba fervientemente.

La mano derecha buscó su pezón y lo acarició por encima de la tela hasta que le plantó cara. Jugó con él unos instantes como si estuviese sintonizando una emisora de radio. A continuación bajó por su cuerpo y se arriesgó por dentro del pijama. Giró la cabeza contra la almohada para ahogar sus gemidos. Recorrió la raja con las yemas de sus dedos, se frotó con suavidad el inflamado clítoris. El placer la inundó. Necesitaba un orgasmo que liberara la tensión acumulada en su cuerpo. Deseaba correrse sin tener a Carlos en su mente. Luchó con todas sus fuerzas por pensar en otras cosas, en otros hombres, pero su mente volvía una y otra vez hacia él. Dejó de tocarse. No quería correrse pensando en él. No podía.

Su corazón dio un latido. Lo sintió en la sien. Lo sintió entre las piernas. Estaba tan caliente, tan excitada, que casi sentía dolor. Y se rindió. Perdió la batalla. No podía luchar contra el deseo.

Su mano volvió hasta su coño. Se frotó con intensidad hasta que se corrió con cada fibra de su cuerpo en tensión entre fuertes convulsiones y mordió la almohada para no gritar. Los intensos espasmos hicieron mover la cama a pesar de sus esfuerzos para que su marido no se despertara. Eso sí, se corrió con una imagen en su cabeza. Carlos la miraba a los ojos. Su polla clavada hasta lo más profundo de su coño. Y el calor de su leche llenándola por dentro.

Se quedó varios minutos jadeando, con el cuerpo perlado de sudor.

Se acababa de correr pensando en el niñato.

Se despertó agitada. No había conseguido descansar. El sueño había sido superficial y se había despertado varias veces durante la noche.

Se levantó y fue al baño a orinar, y al terminar se miró al espejo preguntándose qué era lo que veía un adolescente de diecinueve años en una mujer madura de cincuenta. No cabía duda de que todo era producto de un exceso de testosterona. En esos momentos, no veía que el espejo fuese demasiado benévolo con ella. Estaba despeinada, con unas ojeras como resultado de no haber dormido bien y no creía que pudiese gustar ni atraer a nadie con esas pintas. Se limpió la cara con agua fría, se lavó los dientes, se metió en la ducha, se secó el pelo y después se vistió, a continuación desayunó con su marido, ordenó la cocina y por último decidió maquillarse, cuando era algo nunca había hecho antes para ir a trabajar.

Fue Carlos quien le abrió la puerta. Sus padres ya se habían marchado a sus respectivos trabajos. Carlos la miró atraído por el nuevo look. Algo había cambiado en ella y en ese primer instante no acertó a saber qué era. Fue a los pocos segundos cuando cayó en la cuenta de que se había maquillado. Era la primera vez que la veía así. ¿Cómo podía cambiar tanto el aspecto de una mujer tan sólo aplicando una buena base de maquillaje? Si antes ya se le antojaba atractiva, acicalada aún se lo parecía más.

Sus miradas se encontraron. Rocío le dio los buenos días y Carlos titubeó. A continuación fue a la habitación de invitados y se cambió de ropa. Se puso el guardapolvo en tonos rosa, se lo abotonó desde abajo y al llegar a su escote decidió no abrocharlo y obviar el recato al que estaba acostumbrada. Se abrió un poco la prenda intencionadamente mostrando parte de sus piernas, y al mismo tiempo pensó que aquello no estaba bien, por lo que la volvió a cerrar para que no resultasen demasiado evidentes sus intenciones. Le apetecía jugar, aun sabiendo que aquello podía llegar ser un juego peligroso. ¿Qué pensarían sus amistades si adivinaran sus retorcidas maquinaciones? Posiblemente la tildarían de calzonazos y la convertirían en objeto de burlas, pero ¿por qué a un hombre se le consideraba un “zorro plateado” por el hecho de salir o coquetear con una mujer joven y a la inversa se la consideraba a ella una “asaltacunas”? Sea como fuere, tampoco entraba dentro de sus planes que se enterase nadie de su artificioso plan. Sólo le apetecía recrearse, divertirse y entretenerse sin ir más allá. Añadir un poco de acicate a su vida, habituada demasiado tiempo al desconsuelo y a la melancolía.

Empezó por la cocina intentando reconstruir una de las escenas del diario. Se colocó de cara a la pila como cabía esperar, Carlos se sentó a desayunar, siendo ella consciente de que estaba siendo observada por él. Mientras fregaba los platos meneó su trasero con movimientos sutiles, apenas perceptibles, pero intencionados e indiscutiblemente sensuales. Quiso pensar que Carlos estaría en ese momento tocándose, pero era algo que no podía saber si no se daba la vuelta. No se volteó y prefirió alimentar esa incertidumbre. Al terminar se secó las manos y de forma natural se dirigió al baño, no sin antes lanzarle una mirada furtiva en la que no apreció nada fuera de lo normal, excepto un muchacho sonrojado.

Volvió a reconstruir el siguiente escenario en el cuarto de baño y dio por sentado que de algún modo él estaría observándola, de manera que, mientras le sacaba brillo a la bañera, movía sus nalgas de forma intencionada, pero con delicadeza y sofisticación, y cuando contempló que era hora de poner fin a su retorcido juego se dio la vuelta para comprobar que Carlos no estaba. Salió del baño y se percató de que la puerta de su habitación estaba cerrada. En su fuero interno sabía que sus hábiles maquinaciones habían surtido efecto e intuía a un Carlos masturbándose a su salud.

Al llegar a casa, calentó la comida, comió con su familia y después se tomó un descanso, intentando estar sola para hacer balance de la mañana y masturbarse fantaseando con el joven adolescente.

Al día siguiente se dispuso a reanudar el mismo juego. Carlos le abrió la puerta y ambos se saludaron. Rocío le sostuvo la mirada un instante y él la bajó un poco turbado, a continuación cogió sus cosas para salir de casa y se despidió avisándola de que tardaría un rato. Rocío se cambió de ropa con premura y corrió a la habitación de Carlos para comprobar si había escrito algo más en el diario.

Cogió el cuaderno de la estantería, lo abrió por el punto de libro y retrocedió hasta la última escena que había leído. Pasó la página, se sentó en la cama y retomó la lectura.

“Hoy me he quedado de una pieza cuando la he visto entrar por la puerta. Estaba maquillada y he de decir que guapísima, y es algo que me inquieta porque nunca antes se había maquillado para venir a trabajar. Pensé que tendría que irse a algún sitio pero no, estuvo todo el rato en casa haciendo sus tareas.

Empezó por la cocina como suele ser habitual y yo aproveché ese momento para desayunar, como hago habitualmente. Mi vista se perdió en su trasero y mi polla se puso tiesa al instante viendo la tiritera de sus nalgas mientras fregaba. Advertí que había cambiado las bragas por un tanga negro y eso me puso muy cabrón. Podía adivinar el color a través de la tela rosa del babero y mi erección se tornó dolorosa. No pude resistirme, me la saqué un instante y le di unos meneos pensando en que se la restregaba por encima de la tela y ella movía el culo encajándosela en la regata. Después lo agitó con sensuales meneos a un lado y a otro hasta que mi polla dijo “basta”. La incliné en la pila, le subí la bata, le hice el tanga al lado y se la metí de un estacazo. Su coño la engulló sin tocar paredes. Noté la calidez de su sexo envolviéndome y un elocuente gemido me indicó que le gustaba. A continuación apoyó sus codos en la pila y agitó su trasero acoplándose y pidiéndome que la follara hasta la extenuación.

En tanto esas imágenes se materializaban en mi cabeza, toda la sangre de mi cuerpo se concentraba en mi entrepierna. Pensaba que reventaba y seguí aplicándome lentos meneos para no delatarme, hasta que ella terminó de fregar y cogió el seca manos. Inmediatamente detuve mi paja y enfundé la polla dentro del pijama. Acto seguido se dio la vuelta y rogué para no tener que ponerme de pie en ese momento, ya que hubiese sido una situación tremendamente embarazosa, habida cuenta de que mi verga estaba en su plenitud y saludaba con descaro a Rocío por debajo de la mesa. Por fortuna, ella no se dio cuenta de nada y salió de la cocina para dirigirse al baño y continuar con su trabajo. A los pocos minutos me asomé al baño y mi mandíbula inferior saludó al suelo. Me dio la impresión de que me me estaba ofreciendo su culo con movimientos oscilantes y provocadores, o al menos, eso es lo que me pareció. Quería follármela. Estuve a punto de levantarle la bata, agarrarme a sus caderas y metérsela, pero de nuevo, el buen criterio frenó mis impulsos y una vez más salí disparado, temiendo no llegar a tiempo a mi habitación. Cuando entré, un trallazo de leche escapó a presión y después de describir una parábola, se estrelló en el suelo. Continué meneándomela. No quería cortar mi orgasmo y aceleré el movimiento de mi mano mientras la leche salía de mi polla a modo de surtidor hasta dejar un suelo reluciente.

Un penetrante calor ascendió por su cuerpo e invadió sus mejillas. A continuación descendió en forma de escalofrío por sus pechos hasta endurecer sus pezones. Seguidamente fluyó a través de sus terminaciones nerviosas para sacudir su entrepierna en un golpe de calor que dejó paso a un coágulo de flujo.

Rocío desabrochó dos botones de la bata, metió su mano por dentro del tanga y sus dedos resbalaron por la babosa raja. Después se los llevó a la boca y saboreó su sal, imaginando que relamía la polla de Carlos impregnada de su leche. Se recostó en la cama para estar más cómoda y desabotonó la bata por completo. La mano, todavía bañada de saliva y flujos tomó el camino de vuelta hasta su coño con intenciones placenteras, mientras con la otra acariciaba sus pechos con el mismo propósito. Deslizó su dedo corazón por la raja con un movimiento rítmico de menos a más, y no contenta, buscó el clítoris friccionándolo y aplicándole presión, al mismo tiempo que trazaba movimientos en forma de espiral.

Cerró los ojos y se abandonó a la masturbación sin que existiera en ese momento nada más en el mundo, excepto el placer. Su dedo se convirtió en una polla, pero no en cualquier polla, sino en la de Carlos follándola sin cuartel. El ritmo de sus dedos se aceleró ante la proximidad del clímax y poco después exhaló un gemido al que siguió un leve grito con el que liberó toda su exaltación, y mientras vibraba del deleite algo la impulsó a abrir los ojos. Cuando lo hizo vio a Carlos masturbándose frente a ella.

Ante la comprometedora situación se levantó de un sobresalto y un trallazo de leche impactó en su cuerpo, un segundo cruzó por su cara como un misil fallido, en compensación, el siguiente no falló y se estrelló con contundencia en su rostro. Los sucesivos dejaron su impronta en sus tetas, al tiempo que los más rezagados iban perdiendo su vigor dándole lustro al embaldosado. Después, el muchacho permaneció jadeante con la polla en la mano y contemplando en cueros y cubierta de su esencia a la mujer de sus sueños.

El desconcierto se adueñó de ambos. Rocío hubiese querido desvanecerse sin dejar rastro, pero no quedaba otra que desaparecer de allí a la mayor celeridad, en cambio, su cerebro parecía haberse bloqueado y sus músculos se paralizaron. Por su parte, después de la descarga, Carlos tampoco sabía muy bien qué hacer y se mantuvo vacilante a la espera de una reacción, positiva o negativa, pero una respuesta.

Para Rocío, aquellas provocaciones hacia el joven adolescente las había considerado como un juego, un poco retorcido, pero un juego al fin y al cabo, sin más pretensión que alimentar su morbo y masturbarse con el incentivo de sus fantasías. Lo que no contempló fue que con esa coquetería manifiesta avivaba un volcán que ya estaba activo y que necesitaba de pocos estímulos para desbordarse. Con la tormenta hormonal y la testosterona de un adolescente por las nubes, la situación no podía terminar de otro modo que en una explosión en la que iba a verse salpicada, tanto en sentido literal, como figurado.

Tras unos eternos segundos en los que el silencio por parte de ambos fue atronador, Rocío recobró la razón e hizo balance de lo ocurrido intentando valorar la situación con positividad. Carlos la había pillado infraganti en su papel de fisgona, se había puesto cachonda leyendo su diario y como colofón disfrutó de un placentero orgasmo a su salud. No había vuelta atrás, por tanto, había que mirar hacia delante. Ella era objeto de sus fantasías, del mismo modo que él se había convertido en objeto de las suyas, ¿dónde radicaba el problema? ¿en la diferencia de edad? ¿en desatender por un momento el trabajo? ¿en ponerle los cuernos a un marido que ya no podía complacerla? De ahí que, después de considerarlo, llegó a la conclusión de que la realidad no era tan grave. El dilema siempre estribaba en ver el vaso medio vacío o medio lleno, y finalmente decidió verlo medio lleno. Se levantó, le miró fijamente y lo besó.