El diablo conduce un BMW (2)
Una infiel y sensual pecadora llega al lugar correcto para superar sus aflicciones.
El diablo conduce un BMW (2).
Ana miró a los ojos negros del hombre y a la mujer que estaba a su lado. Aquella situación era extraña. Ella confesándose a dos desconocidos: un cura cincuentón y la juvenil y rubia hermana.
Había algo extraño en aquella reunión que preocupó a la abogada, en esos dos espectadores que la observaban con expectación. Pero desechó aquellos pensamientos. Estaba más preocupada de que nadie notara su estado de excitación.
Me parece que debes continuar con la confesión, Ana –repitió el padre Patrick-. Para expiar tus faltas.
Esta bien, padre. Continuaré –dijo la chica del BMW, con una sonrisa extraña en el rostro.
Ana bebió un sorbo de Brandy antes de proseguir con su historia.
- Después de mi primera infidelidad con Ramiro, me prometí no serle nunca más infiel a Tomás. Nos casamos y por un tiempo me sentí la mujer más dichosa del universo. Mi esposo goza de un trabajo muy bien remunerado y bien visto. Vivimos en un exclusivo condominio y nuestra vida era muy buena. Por mi parte, había conseguido un trabajo en un estudio de abogados mediocre, pero que me mantenía ocupada.
“En este lugar no llegaré a ninguna parte”, me decía habitualmente.
Vivía con aquellos pensamientos de no estar en el lugar de trabajo que yo me merecía -Ana no notaba que su falda se había subido mostrando sus piernas enfundadas en medias negras-. Todo cambió cuando me enteré que un importante bufete iba a contratar a un abogado para su equipo de trabajo. Era un puesto para tiburones y pesos pesados, una oportunidad única. Se me metió entre ceja y ceja que ese puesto era para mí. Me obsesioné con obtener ese trabajo.
Me faltaban calificaciones y no cumplía algunos requisitos –continuó Ana-. Pero no me di por vencida. Aquella obsesión me condujo a mi segunda infidelidad y a las subsiguientes, supongo.
- Yo lo estaba, absorbida por conseguir ese trabajo –continuó la hermosa abogada-. Vivía esos días y noches planeando como llegar a la selección, como lograr ese trabajo para alcanzar el estatus y la notoriedad que mi vida merecía.
- Dicen que cuando uno desea algo con fervor, las cosas resultan –la sonrisa de Ana era amarga, pero la belleza de la abogada era innegable para el padre Patrick-. Una noche nos presentaron a un chico de lentes y su chica. Federico era un tipo insípido, lo menos interesante sobre la faz de la tierra, salvo por un trascendental factor que afectó mi vida de inmediato: estaba a cargo de la pre-seleccionando de los candidatos para el puesto que yo tanto anhelaba. De un momento a otro, Federico Soto Mancilla se transformó en la llave para cumplir mis sueños.
Federico era un tipo tímido de cabello negro y grasiento, lentes gruesos que me miraba de soslayo cada vez que le daba la espalda, pero era la solución para todos mis problemas.
En aquel momento, pensé rápido –Ana dio énfasis al relato, reviviéndolo-. Debía hablar con él a solas esa noche. Increíblemente, Yo, una mujer hermosa y sensual, con un semental guapísimo como mi marido, me pasé toda la noche buscando el momento para quedarse a solas con el tipo más insípido y nerd de la fiesta.
Finalmente –la voz de Ana empezó a sonar distorsionada por el alcohol-, se presentó la oportunidad, la novia se marchó porque tenía unas clases al otro día y mi marido se ofreció para ir a dejar a unos amigos al otro lado de la ciudad.
Cuando me dijo que nos fuéramos –continuó Ana, cruzando de lado sus largas piernas-. Yo le dije que me quedaría un rato, que nos encontrábamos en casa.
Mi esposo no es inseguro y confía en mí –continuó Priscila con una sonrisa traviesa en el rostro-. Se despidió y observé perderse nuestro BMW por la ventana. Sin dudarlo, fui directo hacia Federico dispuesta a conseguir que me pre-seleccionara para aquel empleo. Pero debía ir poco a poco, me acerqué a él y le pregunté si podía servirme un trago. Él, algo nervioso, me indicó que tendríamos que ir a la cocina.
Yo trataba de pasar lo más desapercibida para el resto –Ana Beatriz, alias BB, parecía disfrutar la expectación de la audiencia-. Pero Federico era lento captando indirectas. Tuve que arrastrarlo rápidamente hasta la cocina, pero estoy seguro que hubiera puesto resistencia si no fuera la chica que soy.
Yo siempre he sido una chica guapa, lo sé –Ana sonó muy segura, incluso pareció erguirse en el asiento para que el padre y su parroquiana la vieran, para que notaran su belleza y sus curvas-. Desde mis doce o trece años he llamado la atención de compañeros de colegio, maestros y otros adultos. Hombres de todas las edades me han deseado y descubrí que mi belleza podía abrir muchas puertas.
Ahora –retomó la historia Ana-, imaginad a ese espécimen infrahumano lleno de pequeñas espinillas en la frente yéndose a la cocina con la chica más guapa de la fiesta. Cualquier tipo no hubiera dejado la oportunidad para coquetear con la chica, pero Federico era lo más tímido que existía en la humanidad y tuve que conducir la conversación preguntándole sobre su trabajo y la selección del abogado en aquel importante estudio.
Insistí en que respondiera cada pregunta con una pequeña inclinación de mi torso, mostrándole mis grandes y firmes senos en el escote del minivestido negro que usaba esa noche –sin darse cuenta Ana imitó el sensual movimiento que había hecho esa noche, dejando al cura con los ojos abiertos.
Logré que Federico se relajara, que tomara un trago y hablara más de lo que debía –continuó la Bauman, con el vaso de Brandy nuevamente vacío-. Estaba obsesionada por conseguir ese trabajo. Aquel puesto era uno en un millón. Así que tomé la decisión de lograr ser pre-seleccionada esa noche con ayuda de Federico. Él no me quitaba el ojo de encima y yo le coqueteaba al pobre chico, que se ponía nervioso con mi cercanía.
Me había prometido serle fiel a Tomás, pero estaba convencida que lo hacía por nuestro bien –dijo Ana-, Además, aquello no tenía nada de malo o desleal. Era sólo un par de miraditas, sonrisas y roces que poco o nada tenían de sexual. Más había mostrado en verano en la playa, usando bikini.
Conseguí llevarlo a una habitación alejada de aquel departamento para que me mostrara como hacían la selección de los candidatos en su computadora. Federico es de esos tipos que siempre van a todas partes con su computadora conectada a la red en todas partes. Un nerd de la cabeza a los pies –relató Ana, con desprecio en el hermoso rostro-. Yo le escuché mientras caminaba coqueta en la habitación, como apreciando el lugar. Quería mostrarle mis curvas y mi belleza para dominarlo. Sentándome en la cama y mostrándole mis piernas en el sensual minivestido negro que llevaba aquella noche.
Ana empezó a caminar por el lugar, gesticulando. Caminando como lo haría una femme fatale, desabrochando un par de botones de su camisa, inclinándose para demostrar las curvas de su escote o su voluptuoso trasero. Mostrando la manera en que había llevado la conversación hasta lo que le interesaba, su interés para que Federico la integrara arbitrariamente al concurso.
Y aquel muchacho resultó que tenía una “elevada ética profesional” –continuó Ana su exposición, ante la mirada atenta del sacerdote-. Eso me dijo tartamudeando con cada frase. La “elevada ética profesional” la mantuvo a pesar de mis ruegos, de mi fingida angustia y de mi coqueteo inocente.
Decidí cambiar de táctica –Ana parecía rememorar su rabia-. Estaba decidida a hacer cambiar de opinión a Federico.
¿Qué pasó? –preguntó el padre Patrick.
Yo intuía que el chico me deseaba –continuó Ana, que volvió al sillón y cruzó sus piernas despreocupada-. El había descubierto mis reales intenciones y a pesar que sabía que yo sólo lo quería usar para conseguir el empleo seguía ahí, en la habitación mientras todo el mundo continuaba en la fiesta.
Federico me volvió a explicar como seleccionaban a los postulantes mientras analizaba mi perfil laboral en su computadora y me trataba de hacer entender que no poseía los requisitos para el cargo –la inescrupulosa abogada cruzó las piernas y el cura pudo vislumbrar la tela blanca de su calzón-. Mientras explicaba, miraba disimuladamente mis piernas, mi escote o mi rostro.
Pero Federico no conocía la medida de mi deseo y que me sobraba ambición –la abogada bebió otro sorbo de brandy-. Ni siquiera yo sabía a lo que estaba dispuesta por ese puesto. Le pedí que falseara los datos de mi currículum laboral para participar de la entrevista de trabajo. Por supuesto, Federico se negó nuevamente, alegando esa supuesta ética de trabajo mientras sus ojos pervertidos se dirigían a mis senos, una y otra vez.
“Cerdo”, pensé en ese momento.
Ese tipo era un cerdo e iría directo al matadero –la voz de Ana estaba cargada de odio-. Habíamos bebido un par de copas y yo empecé a desesperarme cuando Federico se escapó al baño de la habitación.
No sabía qué hacer –Ana sonrió, era una sonrisa de dientes blancos, perfectos-. Mientras observaba su computadora un archivo de video en el escritorio llamó mi atención.
Aquello fue el destino –dijo Ana, con una sonrisa soberbia en su hermoso rostro-. Abrí el archivo y de inmediato pude ver la imagen de una muchacha desnuda caminando por una sala mientras un hombre igualmente desnudo la seguía, atado de una correa. Adelanté un poco la grabación, era una grabación de dominación. Ella hacía que el hombre le comiera el coño, obligándolo a darle placer.
- Había encontrado una manera de hacer un trato con Federico –continuó Ana, con una sonrisa en el rostro y los ojos turquesas muy abiertos-.Adelanté el video observando la escena, viendo como la mujer dominaba a su esclavo hasta que lo orinaba en la cara. Era asqueroso, los gustos de Federico eran miserables igual que él.
Sentí sonar el agua correr en el baño –dijo la preciosa dueña del BMW-. Había tomado una peligrosa decisión. Sin dudarlo, retrocedí la grabación. El esclavo gateaba hasta la entrepierna de la mujer y empezaba a lamer el coño de su ama. Luego, sin detenerme a pensar, me saqué mi pequeña tanga y la escondí en mi cartera.
Me sentía extrañamente decidida cuando Federico volvió a la habitación –Ana parecía inquieta. Se mordió el carnoso labio inferior en un gesto sensual y llevó con una mano el trigueño cabello a un lado-. Él se acercó a su computadora, pero quedó paralizado ante la imagen de la muchacha sentada en una mesa mientras el hombre le comía el coño.
“¿Qué haces?”, me dijo
Trató de acercarse a su computadora para detener la grabación, pero me puse en medio. El trató de rodearme, pero no lo dejé pasar. Mi mente trabajaba a mil por hora. Había llegado el momento de tomar al toro por las astas o más bien por los cojones –la sonrisa de Ana era picara, descarada-. Cuando mi mano tomó a Federico de su entrepierna saltó en su lugar. Lo inmovilicé así y le ordené que se sentara. De inmediato acató mi orden. Él quería hablar, quizás justificar la presencia del video porno, pero lo hice callar.
¿Saben que hice para silenciarlo completamente? –preguntó Ana a sus oyente. Su sonrisa era amplia y sus dientes perfectos brillaron en aquel poco iluminado lugar de la parroquia.
-No –dijeron casi al unísono el cura y la parroquiana.
Saque mi tanga de la cartera, se la mostré y luego se la puse en la boca, “amordazándolo” con ella –Ana lanzó una risita divertida y luego tomó aire para continuar-. Federico se quedó quieto y callado, sorprendido supongo. Completamente a mi merced.
Le dije –Ana se levantó, haciendo una parodia de sí misma-: Podemos hacer un trato, tu me ingresas en la selección y yo te ayudaré a recrear en esta habitación este video. Para dar énfasis a mis palabras hice esto frente a Federico.
Ana se apoyó en la mesita que estaba junto al sillón del padre Patrick y se subió el vestido, mostrando los muslos femeninos enfundados en sus medias que cubrían hasta la porción superior de sus muslos, donde pudo vislumbrarse la parte de la desnudez de sus generosos y femeninos muslos.
Luego, con la misma actitud desenfrenada, dejó caer la tela de su falda y acarició uno de sus senos antes de remover la tela de su camisa y su sujetador para mostrar un instante uno de sus grandes y erguidos senos. El padre Patrick estaba pálido y era incapaz de salir de su sorpresa.
Priscila dio la impresión de moverse, enojada. Tal vez con la intención de defender al cura de aquella impúdica fémina. Pero el párroco la detuvo.
Tranquila, Priscila. Todavía no es el momento –le ordenó el padre. Luego se dirigió a la abogada-. Es algo descarado lo que hizo, Señora Ana. Pero estamos aquí para conocer a la pecadora ¿Qué pasó, Ana?
Pasó lo que debía pasar –continuó Ana, aún de pié-. Su ética laboral se derrumbó. No tardó ni treinta minutos en falsificar los antecedentes que necesitaba, creando una base de datos que corroboraría toda la historia laboral. Finalmente, estaba dentro de la selección. Me sentí tan pletórica y contenta que incluso le di un beso al miserable bastardo mientras bailaba de felicidad. Fue sólo un instante de celebración, pues, pues Federico me recordó que tenía que cumplir con mi parte del trato.
Ana quedó en silencio, mirando al cura. Le quitó la copa de brandy a Priscila y se la bebió en un instante.
¿Quiere ver qué hice? –preguntó Ana, desvergonzada y visiblemente borracha-. ¿Quiero mostrarle lo que hice, padre Patrick? ¿Puedo?
Muéstrate pecadora –la retó el padre Patrick, con una cruz en la mano como si Ana fuera un demonio-. Quiero ver a Satán en toda su expresión para poder expulsarlo de aquella dulce carne.
Así lo haré, padre –dijo desafiante Ana-. No se preocupe.
Federico se sentó en la silla mientras yo cerraba con seguro la habitación –continuó Ana, de pié-. Le puse nuevamente el calzón de la boca y le ordené que permaneciera en silencio. Estaba nerviosa, pensé en mi marido, pero la obsesión de obtener ese empleo era mayor que mis principios. Primero me saqué los zapatos de tacón, tratando de reunir valor para lo que hacía. Lo hice lentamente, sensualmente. Luego, jugué con mi falda. La subía y la bajaba. Le daba la espalda y me inclinaba coquetamente.
Me empecé a calentar –confesó la acalorada mujer del BMW negro-. Nadie me había visto así, ni siquiera mi marido. Me sentí deseada, como una bailarina de esos espectáculos femeninos donde van sólo hombres.
Ana se movía en la pequeña habitación, con sensualidad ensayada. Como una odalisca que danza para su señor y la cohorte. Subía y bajaba su falda, no demasiado, sólo para dar énfasis a su relato. Pero aquello era suficiente para caldear el lugar.
- Yo me movía por la habitación exultante de alegría–continuó Ana, recordando-. Federico me miraba con cara de incredulidad. Yo me acercaba a él y levantaba mi vestido, espantando su timidez, provocándolo. El estiró los brazos para alcanzarme, pero le ordené que se quedara sentado, quieto.
“No te he dado permiso para tocar”, le dije.
El acató mi orden. Descubrí que era una mujer dominante en aquella habitación –el hermoso rostro de Ana mostró por primera vez un perfil perverso-. Esa sensación me excitó. Vi la cara de Federico y sin saber porque llevé un par de dedos a mi coño desnudo, sin protección. Mi pequeño calzoncito oscuro seguía en su boca mientras una erección empezaba a exponerse bajo el pantalón. Mis dedos tocaron mi coño, estaba caliente y sorpresivamente muy húmedo. La caricia arrancó extrañas sensaciones en todo mi cuerpo, me hizo desear tocarme más.
Nunca había hecho nada como eso –Ana pasó la lengua por sus labios- Pero cuando me di cuenta, deseaba seguir haciéndolo, mostrarme a ese miserable hasta desnudarme. No había vuelta atrás. Estaba caliente justo enfrente del “bendito geek”.
Me tocaba la entrepierna cada vez más. Así, lo vé –dijo Ana con voz cargada de sensualidad, mostrando al cura como lo había hecho frente a Federico.
Ana se acercó al padre Patrick y llevó un dedo bajo el vestido. Era un descaro hacerlo frente a un servidor del orden divino, pero también había un morboso sentimiento que alentaba a la abogada a traspasar los límites. Era una provocación.
El padre se mantuvo firme, a pesar que su entrepierna despertaba ante la salvaje actitud de la hermosa abogada. El cura observó las piernas largas y femeninas, enfundadas en sensuales pantis negras, expuestas en toda su expresión. La actitud lasciva de Ana estaba cada vez más desatada.
Vamos Ana –pidió el padre. Sofocado y casi rojo-. Continúa, muchacha.
Pasó que terminé por sacarme el vestido –Ana dejó la porción superior de sus muslos a la vista, desnudo sobre las medias negras-. Federico estaba a un metro, con mi tanga en la boca observando como mi mano se perdía en mi coño y me sacaba el sujetador a juego con el tanga. Fue un momento excitante, estaba nuevamente fuera de mí. Le ordené a Federico que se sacara el pantalón y que gateara frente a mí mientras me desnudaba. Él así lo hizo, gateaba con su bóxer lleno de figuras de superhéroes alrededor de su ama, moviéndose como un perro alrededor mío.
“Eres mi perro ¿cierto?”, le dije mientras retiraba el tanga que lo silenciaba.
“Si”, me respondió.
“¡Los perros no hablan!”, le recriminé, dándole una nalgada que dejó mis dedos marcados en su muslo.
“Los perros ladran, no hablan. Ladran felices cuando ven a su amo” “Ladra para tu ama, mi perrito”, ordené, autoritaria.
Federico ladró –Ana parecía excitada, el alcohol y el relato descarnado habían sacado la ninfómana al exterior-. Por fin pude reírme en su cara. Era su dueña, la ama de un perro sometido a mis órdenes. Le ordené que trajera mis zapatos de taco en la boca, le ordené que moviera la cola y que ladrara una y otra vez. Que girara, que se sentara y que ladrara nuevamente. Luego, le ordené que se rascara las pulgas. Así lo hizo. Le azoté el trasero para que supiera quién era su ama. Obedeció en todo. Sin un esbozo de desobediencia.
Sonreí satisfecha –la sensual abogada estaba acalorada, sus mejillas sonrosadas la hacían ver aún más deseable, pero el cura se mantenía estoico-. Finalmente, me calcé los zapatos que mi perro había traído para mí y desnuda me apoyé contra la pared. Así.
Ana se apoyó contra un estante lleno de viejas biblias y recreó la escena. Los ojos negros del cura se extendían esta vez no sólo a porción superior de las largas y deseables piernas sino también al pequeño calzón de encaje de color blanco que salió finalmente a la vista.
El padre Patrick estaba rojo, temblando en su asiento. Nadie hubiera sabido si de cólera o lujuria.
Me metí un dedo en el coño, no lo pude evitar. De esta forma –Ana echó a un lado su calzón de encaje blanco, dejando al cura atónito-. Estaba caliente y me masturbé un rato. No sé cómo había llegado a eso, pero la verdad no me importó. Le pedí a mi perro-hombre que oliera mi coño. Quería que identificara el aroma de su ama.
Así lo hizo mi perro –continuó Ana apoyada en el librero, frente al padre Patrick. Tenía un dedo en el coño-. Verlo tan cerca, oliendo mi coño me excitó mucho más. La experiencia había gatillado un oscuro e irrefrenable deseo en mi cuerpo.
“Lame el coño de tu ama”, le ordené.
- Las palabras salieron de mi boca sin pensarlas –relató Ana, con el dedo hundiéndose más en su coño, frente al cura-. Sentir la lengua de aquel perverso y feo individuo en mi cuerpo me calentó. Disfrute de cada lamida que invadió mi coño. Incluso, le ordené penetrarme con la punta de su lengua.
“Eres mi perro… buen perro. Así me gusta”, le dije.
- Y el ladraba sobre mi coño –dijo Ana, retirando su dedo del coño y mirando desafiante al cura mientras se lo llevaba a la boca-. El orgasmo no demoró en llegar, lo disfruté. No lo puedo negar, no a usted, padre Patrick. Fue un orgasmo rico, intenso. Entonces, perdí los papeles.
“Ven a mi lado, mi perro”, le ordené.
- Entonces, yo también bajé al suelo, apoyada en mis cuatro miembros –relató Ana, colocándose como una perrita frente al cura y Priscila-. Yo estaba caliente y quería algo más, padre. Entonces miré a Federico, el perro, y le dije:
“Ven aquí, perro. Aquí ha llegado tu perrita”.
- Federico abrió los ojos y sin dudarlo me montó, como lo hacen los perros con las perras en celo –empezó a contar Ana, su voz era un sensual susurro-. Sus manos en sus caderas se afianzaron y no tardé en sentir su pene entre mis glúteos, buscando mi coño. Me penetró, me embistió sin decir una palabra. Ambos caímos en un estado de lujuria animal.
Ana continuó en aquella indecente posición, fingiendo que era una perra mientras movía su voluptuoso trasero, las caderas de adelante a atrás, como si un can la estuviera violando y ella no pudiera hacer otra cosa que disfrutar cada embestida.
- Era indecente lo que hacíamos, padre –continuó la hermosa trigueña-. Sentía el sonido de sus carnes sobre las mías y no podía evitar esa sensación de placer ni la humedad en mi entrepierna. Pero ninguno de los dos hablábamos, todo eran sonidos bestiales. Algo así:
“Ah Ah Arrrggg… Grrrr…. Arrggggg…. Mmmmnnngggrgrrr….”
Lo entiende, padre –dijo Ana, que no pudo evitar que una mano acariciara su coño un momento sobre el calzón blanco que Priscila veía claramente desde su posición.
Éramos animales follando, no seres humanos –continuó Ana, deteniéndose y recuperando la compostura-. Follamos hasta que él se corrió y yo sentí su semen correr por mis piernas. Pero yo no estaba satisfecha, necesitaba mi orgasmo y me faltaba tan poco. Le hice comerme el coño de nuevo y a él no le importó hacerlo. La suma de aquella perversión me llevó a tal orgasmo que me obligó a ser malvada con Federico, sólo por el hecho de haberme dado placer. Castigarlo por haber logrado excitarme a pesar de su fealdad. Así lo hice.
“Limpia el coño de tu ama, perro”, le dije.
- El así lo hizo. Entonces, con su cara en mi vagina, empecé a orinar sobre él –El rostro de Ana estaba serio, sombrío.
Se levantó del suelo y volvió a su asiento. Luego continuó su relato, su lujurioso confesión.
- Fue extraño y excitante –la voz de Ana levantó ecos en el oscuro lugar-. Lo había disfrutado, pero recuperé la noción de lo que había hecho. Necesitaba salir de ahí, sin embargo, aún no había salido del sombrío personaje que había interpretado.
“Échate al suelo y quédate ahí”, ordené a Federico, el hombre que para mí era sólo un perro.
- Tomé mis cosas y me dirigí a la salida –dijo Ana, mientras observaba la entrepierna del padre Patrick-. Iba a salir, pero me detuvo en la puerta. No pude aguantar decirle algo más antes de salir.
“Has sido un buen perro”, fueron mis últimas palabras.
El padre Patrick se sentía algo acalorado. Tenía la voz seca y algo le punzaba en la entrepierna. Miró a Priscila de reojo y creyó leer su rostro. Quizás un diablo había llegado a su iglesia montado en un BMW.