El día siguiente
Las manos grandes de ese hombre, hombrón entero, enormes como él, me presionan la cabeza, guían mis movimientos y no le interesa mi asfixia ni las arcadas a su mete y saca y a mí me encanta que prescinda de mí y me dé con toda su rabia o su amor, no sé; que me haga sentir válido al menos una vez en la vida, ser.
Cansado y dolorido, como si me hubieran apalaeado, la mente embotada por el sueño y la carne aún anestesiada. Desgreñado, sudado, me sé desnudo sobre mi cama hecha un revoltijo. El tacto de mis dedos en ano me estremeció hasta las lágrimas. Mi infaltable espejo me devolvió la imagen del orificio: grande, enrojecido e hinchado.
A borbotones surgieron en mi mente recuerdos, imágenes entrecortadas. Allí, en primer plano, choqueándome con su esplendor, como lo había hecho anoche. Nunca había visto una más grande, tan dura y tan caliente. De presencia segura y firme, su meato invitaba al banquete del que no iba a privarme. Catábale con la punta de la lengua, recogía su estancia viril de olor ácido y penetrante y deleitábame con las venas talladas en el tronco caliente y casi piedra, diluyéndose en una esbeltez larga y mayúscula hasta enraizarse en la maraña boscosa de pendejos negros y fuertes.
Imagino mis manos y mis dedos diminutas ante el ejemplar de macho plantado ante mí. No sé quien es y me doblega aún en estos precisos momentos del despertar.
Siento el calor de su arma entre mis labios. Quema mis labios, calienta mi boca y enardece mi alma.
Desde mi posición trato de mirarle a la cara y no lo logro. El bálano me golpea la garganta, la ha abierto.
Me falta el aire pero me controlo y lo cojo como si fuera concha, como pienso que sería una concha tragando este instrumento.
Las manos grandes de ese hombre, hombrón entero, enormes como él, me presionan la cabeza, guían mis movimientos y no le interesa mi asfixia ni las arcadas a su mete y saca y a mí me encanta que prescinda de mí y me dé con toda su rabia o su amor, no sé; que me haga sentir válido al menos una vez en la vida, ser.
Trato de hacer memoria y no logro verle el rostro. Entre pantallazos caigo en la cuenta que tengo los ojos cerrados, que estoy a su antojo, frágil como un velero en un mar bravío y siento mis manos atadas a la espalda; tengo temor o miedo pero confío aun cuando su estacón comienza a pulsar como un quasar, a ensancharse en mi boca, que no aguanta, y revienta eructándome una, dos, tres y más, más, más latigazos de macho que caen en mi tráquea, y no puedo más, aire, arcada, y silencio.
No sé qué tiempo pasó. Poco a poco vuelvo en mí. Él está casi sentado en la cama, apoyado en espaldar, y yo a su lado con la cara apoyada en su cadera y su rompecorazones en mi boca. Descansa. Descansamos como su fuéramos uno, su verga en mi gruta; mi paladar y su virilidad; mi yo y su machismo; su fuerza y mi necesidad de ser completado; su tolerancia y mi sed de ser amado; todo yo como su prolongación.
Aún inconsciente, mis músculos naturalmente maman y mi lengua lisonjea su piel y el volumen fláccido de su magnificencia. No siento mis manos. Como en un despertar, su mano izquierda oprime mi cara contra su ingle y la serpiente en mi boca cobra vida. Estoy vivo, le doy vida; la vida que le trasmito la siento en sus reacciones más básicas que desperezan su verga; más vivo aun cuando su mano izquierda acaricia mi trasero desnudo y me abro cual corola al rocío. Mi ano abandonado de las caricias suaves se excita ante la callosidad de sus manos, hombre. Percibo que sus brazos son más largos que mi torso y me siento más diminuto y más esencial con la punta de sus dedos palpando al descuido las laderas de mi raja: soy suya, suyo, o simplemente soy lo que quiero y la intensidad de la próxima caricia.
Está despertando. No hay cariño ni romanticismo en sus caricias, sus mimos son movimientos automáticos sobre mi cuerpo. Cumplo mi deber con deleite y mamo mejor a medida en que su látigo se levanta viril, impúdico de tanta de valía, refulgente de belleza. De un manotazo me arroja a un lado boca abajo y me pone en cuatro, o en dos porque tengo las manos atadas a la espalda y me manipula con soltura: la cara sobre el colchón y el culo ofrendado a él. Sin miramiento y sin pudor abre mis nalgas, mira mi culo y atina uno, dos, tres escupitajos.
A la humedad de la saliva se suma ahora el fuego de su falo y empuja y, ay dios, diosito, que me saltan las lágrimas, y sigue, y lloro, y sigue, y grito y empuja, y ruego no, y no más fuerte, imploro despacio, y más fuerte, con odio, me perfora y me abro con entrega; soy dolor puro, la llaga viva, pero suyo, bruto, más fuerte, más todo; de pronto su espada saliendo de la fragua se desliza en mis adentros quemando mis carnes como manteca, abriéndome como la fruta que ha nacido para su engrandecimiento en mis entrañas. Ahora es un hombre entero, un hombre impuesto en mis entrañas. Pujo para abrirme y tragar lo que aún pueda quedar y sus pendejos se incrustan en mis nalgas. Mis movimientos son más insinuados que otra cosa porque me ha estaqueado inmovilizándome con su verga, pero aun así mi alma ríe y mi culo arde, duele, pido despacio, y un chirlo a palma abierta estalló en mi culo rompiendo la espesa magia del momento. El chasquido de su cachetazo en mi florecido se incrustó en cada rincón de la habitación, quedándose entre los poros de las cosas, haciéndome sentir quien manda sin palabras y la metió más, con todo y más, más, más, más, y más adentro hasta que sus estertores me apretaron a su cuerpo, fundiendo mi piel a su masa, llenándome de savia, desarmándome con la violencia del ser desbocado desde fuera y desde adentro.
Desde afuera sus brazos me hundían en su cuerpo y desde adentro su verga reventaba en mis entrañas embarazándome de corceles enmalonados alojándose en mis tripas. Así, amor, tuya, tuyo para siempre.
No sé en qué momento salió de mis entrañas, no sé cuándo se fue, ni siquiera si se despidió, durmió o qué.
Ha llegado el día.
Me toco de nuevo el trasero y saco el condón reventado que corona mi culo.