El día de mi boda i

Los nervios previos y la ceremonia

Llegó el día que tanto deseaba, la noche de antes apenas dormí. No cesé de dar vueltas en la cama, intentando buscar una cómoda postura con la que relajarme, pero no había manera, los nervios me podían. Se me venían pensamientos constantes de como se desarrollarían los acontecimientos cuando helios despuntara por el este.

En realidad no comprendía el motivo de tanto nerviosismo. Me casaba con la mujer que amaba, tenía dos hijos con ella, un niño y una niña. A Paula la conocía desde que salí del vientre de mi madre, ella nació 5 meses antes que yo. Pero, no importa ahora eso.

A las ocho de la mañana salté de la cama cansado de estar tumbado. Salí a correr para intentar relajarme, sonando en los cascos acordes de sevillanas.

Regresé a casa, allí los nervios estaban a flor de piel. Preparando vestidos, viniendo peluqueras, buscando las pulseras, los pendiente, los tacones y de más complementos femeninos. Mi madre y mis hermanas subían y bajaban las escaleras a toda prisa, iban de aquí allá preparándolo todo.

Entre mis nervios y la observación de tan frenético panorama no me quedo otro remedio que encerrarme en mi habitación cual ritual taurino antes de ir a la plaza.

Me senté en la cama reflexionando sobre todo lo vivido con Paula, me daba cuenta que los mejores momentos de mi vida los pasé a su lado. La protagonista de mi vida, la razón por la cual siempre me moví, la ilusión de cada mañana y la alegría de cada noche. Recuerdos de infancia, descubrimientos de adolescencia y sueños de juventud, mi vida entera a su lado.

Me resultaría complicado poner un punto inicial a mi amor hacia ella, a veces pienso que llevo enamorado de ella desde la primera vez que me latió el corazón.

Ya no sólo era eso, era también la mujer que había traído al mundo a mis dos hijos, la chica que me hizo llorar de alegría y de dolor, la princesa que ya es reina de todo mi corazón.

Nervioso por decir que sí, tranquilo por saber que ella lo diría desde lo más profundo de su cuerpo.

Cuando el sol se situó en lo más alto del cielo me senté a comer, con desgana y medio ido. Se acercaba poco a poco aquel momento. Entre en la ducha, cada gota que recorría mi cuerpo producía cierta relajación. Me coloqué debajo del chorro dejando correr el agua desde mi nuca hacia mi espalda, relajado y pensativo comencé el ritual de ponerme el traje.

Todo estaba colocado encima de la cama, no faltaba ni el más mínimo detalle. Pero antes de vestirme tenía que pasar por las manos de mi peluquero. Me senté más relajado mientras le veía cortar mi cabello y afeitar mi barba. Sin un pelo en la cara, y con las patillas por debajo de las orejas, rectas y recortadas. El pelo todo hacia atrás fijado con la gomina y secado por el calor. Yo ya creía que estaba preparado para vestirme, pero faltaba un último detalle, con maquillaje me cubrió toda la cara.

Maquillado, peinado y arreglado fui a mi habitación. Me vestí colocándome cada prenda despacio y con cuidado para que todo quedara en su sitio. Pantalón negro, camisa blanca, chaleco color champán del mismo tono que la corbata y chaqueta de esmoquin. Me miraba en el espejo y me veía elegante. Me puso los gemelos y el reloj mirado la hora siendo consciente que en media hora iba camino de la iglesia.

Bajé al salón, pasaban los minutos entre abrazos y besos de mi madre y de mi padre. Mis hermanas aún no estaban listas.

Llegó el momento, subí al coche con mi madre y el chófer al volante. Resoplaba intentando relajarme mientras mi madre me acariciaba la mano con el mismo objetivo.

Al llegar a la iglesia noté un escalofrío, baje del coche y caminando despacio del brazo de mi madre acompañado por todas las miradas de los invitados anduve hacia el altar. Miraba al frente apretando la mano de mi madre. Se me hacían eternos los segundos.

Los minutos pasaban, yo sudaba y la gente charlaba distendida. La espera se me hacia eterna.

Entonces se abrieron las puertas, entró ella la primera, detrás iban mis hijos y mi suegro de su brazo.

Cada paso que daba una lágrima me caía, parecía una divinidad, me sentía que no era merecedor de aquella mujer.

Mis ojos se unieron a los suyos durante todo su caminata, sentía que me hablaba con ellos y me decía te quiero.

Llegó a mi lado,  me apretó la mano y yo me acerque a su oído para decirla te amo.

Tenía que ponerle el anillo, me arrodillé ante ella cogí la alianza repitiendo las palabras que previamente pronunció el sacerdote. Con cada palabra iba deslizando el anillo a lo largo de su precioso dedo.

Me puso ella la alianza mirándome a los ojos y hablándome con el corazón. Terminó la ceremonia le besé los labios, acaricie su rostro y le juré amor eterno.

Firmaban los testigos, mi suegro lloraba mientras una nube de arroz en la puerta le decía tu niña se va.