El día D

En este capítulo intento narrar, con lujo de detalles, el día cuando me descubrieron vestida de mujer.

EL DÍA "D"

Jeanette

La tristeza que me embargaba desde que había terminado mí noviazgo con Juan, apenas si podía mitigarla vistiéndome cada vez que podía. Para ello, aprovechaba al máximo los jueves en la tarde, única jornada que me dejaban libre en el colegio, mientras que los demás días me la ingeniaba para tener una pantaletica a mano que me ponía en las tardes cuando retornaba a casa, eso sí enfundada en mi pantalón de niño. Era la única forma que podía sentirme segura y más confortable al ocultar entre mis piernas ese organito que nunca consideré como parte de mi cuerpo, sino como algo que me sobraba.

Lo que sí notaba era dos sensaciones que me llamaban la atención. La primera es que en la medida que me ponía la ropa femenina, mi excitación era cada vez menor. Después entendería que ya me estaba habituando a usarla y que no tenía por qué excitarme teniéndola puesta, era natural que lo hiciera. La segunda es que me daba una gran seguridad, vestirme de niña me concedía tranquilidad, es decir, era yo misma. Igual, las veces que salía a la calle llevando puesta una o algunas prendas, me sentía además de segura, en paz conmigo misma.

Todos los jueves llegaba a casa al mediodía y luego de almorzar y descansar un ratico, me daba una ducha y totalmente desnuda me trasladaba al cuarto de mi tía Carmen donde seleccionaba la ropa que deseaba ponerme, para luego maquillarme y pasar, así, una tarde en solitario, pero feliz. A veces, y como desafiándome a mi misma, me ponía un conjuntico de pantaletas y sostén debajo de mi ropa de varón, salía a la calle a hacer alguna gestión o a comprar algo para merendar, caminaba un rato por el barrio y retornaba a casa contenta y satisfecha de poder alternar con total naturalidad con otras personas llevando puestas las prendas íntimas que requería usar. Por supuesto que por temor a ser descubierta, la ropa de varón era bastante holgada, lo cual era característico en mi desde que a los once años comenzaron a despuntar los pechos que ya a los 16 habían adquirido un tamaño bastante aceptable y lucían siempre muy erguidos, a tal punto que trataba de no usar franelas (t-shirt, playeras o remeras) de ningún tipo, porque se me hacía imposible ocultar los bellos dones con que me premiaba la naturaleza.

Como era mi rutina, una de esas tardes de los jueves, luego de bañarme (no me depilaba, por ser muy lampiña) fui totalmente desnuda al cuarto de Carmen dispuesta a vestirme y maquillarme. Abrí su closet (ropero) y escogí un precioso conjunto de color blanco compuesto por una pantaletica tanga tipo cola-less y un sostén con la copa lisa que me puse sin mayores problemas. Me llamaba sí la atención que en los últimos 3 ó 4 meses había conseguido también unos 3 ó 4 sostenes talla 34B y un número similar de pantaletas talla S, justo mis tallas, de modelos muy juveniles, o sea, especiales para mi edad que en el caso de las pantaletas, por ser de corte bajo, se adaptan mejor para ser usadas con pantalones.

Luego de vestirme, me senté en el banquito de la peinadora y noté que la cola-less al cruzarme el escroto, me separaba perfectamente los testículos, los cuales se hacían imperceptibles al quedar completamente apretados y ocultos, con lo cual podía exhibir una forma vaginal en mis entrepiernas, lo cual me hacía sentir muy confortable. Luego procedí a acomodar mi cabello que a pesar de llevarlo corto, siempre pedía en la peluquería que me lo cortaran de una manera tal que pudiese darle forma femenina al peinarlo, lo cual hice sin mayor esfuerzo.

Antes de comenzar a maquillarme, con la ayuda de una pinza depilé un poco mis cejas y, como acostumbraba, delineé los ojos y comencé a aplicarme el rímel y justo en ese momento, de reojo pude ver que Carmen me estaba observando. Por la sonrisa que ensayaba, casi que me atrevía a asegurar que se estaba deleitando con mi transformación. En medio de esa situación, sinceramente, me paralicé. Sentí frío, creo que por los nervios corría un hilito de sudor por mi nuca, tuve la sensación de un gran vacío en el estómago y sentía que estaba como temblando. (En verdad, siempre pensaba acerca de cómo sería el momento en que alguien de la familia me descubriera, cómo reaccionaría, qué haría yo. Una se da respuesta y hasta intenta diseñar una estrategia para actuar. Pero en el instante en que ello sucede, a una le queda como la mente en blanco. Tal vez, por ser un momento crucial en nuestras vidas, al principio nos gana el temor hasta que llegamos a reaccionar).

Hecha un manojo de nervios percibo que Carmen se había colocado a mi lado y había posado su mano izquierda sobre mi hombro de ese mismo lado, como abrazándome, y sin perder su sonrisa, recuerdo que alcanzó a decir "así quería verte… qué linda te ves…", luego me pidió que me parara y expresó "pareces una mujer… ahora si estás transformada… eres preciosa…" En ese momento, me volvió el alma al cuerpo, y me sugirió que terminara de maquillarme mientras ella tomaba una ducha y regresaba a conversar conmigo. Una vez que se retiró hacia el baño, no sabía qué hacer, pero la forma cómo había reaccionado me dio confianza y apuré todo el proceso para que cuando volviese ya estuviese maquillada.

Apenas yo terminaba, Carmen retornó al cuarto envuelta en una toalla y me pidió que le alcanzara unas pantaletas y una blusita suave, las cuales se colocó en mi presencia como ya lo había hecho en otras ocasiones. Ese gesto lo interpreté como una señal de confianza y aceptación sintiéndome, entonces, mas tranquila, en confianza con ella, sentimientos que se acrecentaron cuando me advirtió que hablaríamos de mujer a mujer, que se dirigiría a mí siempre en femenino. Seguidamente, iniciamos nuestra conversación que nos ocuparía, creo, las próximas tres horas o más, no sé de cuánto tiempo fue, nunca lo supe.

Al principio, aclaró que había regresado del trabajo más temprano que de costumbre debido a un malestar estomacal que la estaba afectando y que no había primado ninguna intención de conseguirme "así vestida", aunque ella se imaginaba que yo lo hacía. Agradeció a Dios por haberme sorprendido, porque desde nuestra conversación que sostuvimos sobre Juan en presencia de mi madre había percibido que él me gustaba como hombre, lo cual conjugó con algunas situaciones que habíamos vivido juntas en relación a la ropa que yo le usaba, concluyendo que más allá de mis gustos, yo no era un homosexual convencional, sino que mi caso se inscribía en un contexto mas amplio y complejo que, según las lecturas que había realizado, se denominaba transexualidad. Dijo ella que entendía que mi mente respondía como una mujer y que mi cuerpo no se correspondía con esa actitud marcadamente femenina que ella observaba y yo proyectaba por más que quisiera disimularla.

Desde ese momento comenzamos a hacer una retrospectiva de mi vida para lo cual, tan solo, me pidió que me franqueara totalmente con ella. Lo primero que me contó es que antes de nacer, tanto mi madre como ella esperaban que yo fuese una hembrita (así se dice en Venezuela), hecho que pareció corroborarse en el momento de mi primera revisión por parte del neonatólogo quien luego sería mi pediatra. Según el médico, las características y tamaño de mi genital se asemejaban a una malformación producto quizás de la ingesta durante la gestación de algún medicamento por parte de mi madre. Recordó que en sus conversaciones con el ginecólogo de mi madre, tenían el convencimiento que yo vendría al mundo a engrosar las filas femeninas porque así lo indicaban los exámenes que periódicamente le habían hecho a mamá. No obstante ello, el médico había sugerido que mas adelante me sometieran a un examen hormonal para la seguridad de todos, aunque él estaba convencido que yo era una niña y como tal comenzó a tratarme, incluso me asignó un recetario de color rosado como a todas las hembritas, lo cual ocasionó una gran tormenta en mi casa, cuya autor fue mi padre. Su machismo a ultranza comenzaba a signar mi vida tanto que hasta quiso someterme a un tratamiento con hormonas masculinas, a lo cual mamá se opuso rotundamente.

Mientras yo guardaba un profundo silencio, Carmen desempolvaba un archivo completo de mi vida. Me enseñó el recetario en el cual figuraba con mi nombre femenino y que era celosamente guardado por mamá. En ese recetario figuraba toda mi historia clínica que incluía, entre otros, los resultados del examen hormonal que me fuese practicado a los tres años, los cuales revelaban mi femineidad ante la casi nula producción de hormonas masculinas, "de ahí el desarrollo de tus senos y otras redondeces en tu cuerpo, la escasez de vellos, tu atiplada voz y la ausencia de la nuez de Adán", apuntó. Igualmente, contemplaba una secuencia de tratamientos para que, en su momento, se analizara una posible reasignación de sexo. Lógicamente, que mi padre impuso su criterio y nunca se cumplió esa secuencia.

A pesar de ello, tanto mamá como Carmen, conscientes de mi situación, abonaban el terreno de mi vida femenina. Es así como de chico siempre procuraban que me juntara a compartir juegos de niñas con una vecina (Elsa), diez meses menor que yo. Las barbies siempre captaban mi atención por los continuos cambios de vestidos, mientras que a su compañero Ken lo tratábamos con mucha admiración porque era "muy bello". Obviamente, en los deportes nos llamaban la atención los más suaves como el vóley, el tenis y, en mi caso, me encantaba ver a las amazonas en los ecuestres. Igual compartíamos los gustos por seriales de televisión donde las mujeres desempeñaban el rol de heroínas, en tanto que en los dibujos animados nos identificábamos con las chicas más lindas cuyos nombres nos asignábamos alternativamente. También nos distraíamos viendo revistas y programas de modas haciendo comentarios sobre cómo se vería tal o cual prenda de vestir llevada por una de nosotras.

Para hacer posible esa situación, mamá y Carmen debieron hablar con la madre de Elsa, Antonieta, a quien debieron poner al corriente de mi situación. El único inconveniente que ella asomó se refería a la presencia de Ernesto, hermanito menor de Elsa quien, por lógica, buscaba jugar conmigo, tema que se pudo resolver a través de otro vecino que por suerte era de su misma edad y compartían los mismos intereses. Sin embargo, cuando Ernesto estaba presente, siempre buscábamos la forma de incorporarlo en nuestros juegos, salvo al de muñecas que él detestaba.

Recordamos en la conversación con Carmen tres hechos que ella misma subrayó. El primero fue un día que inocentemente le pregunté por qué yo no podía usar vestidos como Elsa, a lo cual me contestó que los niños usaban pantalones y que los vestidos eran para las niñas. Sin embargo, me comentó que se quedó atónita con mi respuesta: "bueno como no puedo usar vestidos, ¿podré usar pantaletas? Elsa tiene unas muy bonitas que a mi me gustan" Se quedó sin palabras y me explicó por qué no podía. Luego se refirió a nuestra primera ida a un circo. Al concluir la función, le comenté lo bello que se veía el triángulo en el entrepiernas de las trapecistas, quienes estaban enfundadas en unas mayas azules e, inmediatamente, le recriminé que a mi no se me formaba ese triangulito porque mamá y ella no me dejaba usar pantaletas. Al día siguiente, mientras me duchaba, oculté el genital y las llamé para decirles que yo quería tener un triangulito así, señalándole el que me había formado. No atinaron a responder. Lo otro que evocó fue un problema casero que se armó a raíz de un comentario mío. Venían de visita unos tíos con sus hijos. Al descender del vehículo, traté de identificarlos en voz alta y dije "… y el bonito es…" ¿cómo? Preguntó mamá, a lo que yo insistí en utilizar el calificativo y lo acentué cuando le pregunté "pero mamá, ¿dime si no es precioso?" Los correazos y recriminaciones de mi padre no se hicieron esperar.

Todos estos relatos de Carmen, me trajeron a la memoria muchísimos recuerdos, los cuales comenté con ella. Evoqué, por ejemplo, la primera vez que tuve unas pantaletas en mis manos. Estábamos en la búsqueda de una ropita de una de las barbies que se encontraba en el ropero de Elsa y mientras ella revolvía algunas cosas, la prenda íntima cayó al piso y la recogí. Cuando terminó la búsqueda la coloqué en su sitio no sin antes preguntarle qué era, a lo cual me respondió con una naturalidad, unas pantaletas y se sonrió cuando le dije que eran muy suaves y bonitas, respuesta que la llevó preguntarme si me gustaba y le dije que sí. Entre risa y risa me consultó si quería ponérmela, animándome a hacerlo. A pesar de morirme de ganas, le contesté que no y cerró la conversación diciéndome que cuando quisiera una se la pidiera que ella no diría nada porque éramos "amigas", utilizando un tono de complicidad. Por cierto que de inmediato se subió su vestidito y me mostró las que llevaba puestas diciéndome "esta es mas bonita ¿no crees tú?", a lo que respondí que las dos eran muy lindas. Desde ese día, se hizo rutina que cada vez que nos veíamos me mostrara sus pantaletas aparejado con la consabida pregunta acerca de si me gustaba, incluso varias veces me las hizo tocar para que sintiera la suavidad de la tela y "muriera de la envidia".

Igual recordé otro día que nos dieron ganas de orinar al unísono y fuimos juntas al baño. Primero hizo ella y cuando yo iba a hacer, sugirió que me sentara. Le dije que los niños no nos sentábamos porque teníamos una "cosita" para orinar. Cuando vio la mía, largó la carcajada y me comentó al oído "pero la tuya es casi como mi "chichí" y me enseñó su vaginita. Tanta razón tenía que terminé sentándome delante de ella, Antonieta había oído las risas y se acercó preguntando qué pasaba. Elsa le explicó y se retiró diciendo que conmigo no había problema alguno, aunque nos pidió guardar el secreto. Otro más entre nosotras.

Mientras recordábamos estas anécdotas, recordamos algunas más. La primera fue con Elsa. Tendríamos unos 8 ó 9 años cuando mis hermanos me pidieron que fuese a jugar béisbol porque faltaba un jugador. Ella se burló de mí diciéndome que cómo iba a jugar eso que no me gustaba, además estábamos interrumpiendo un programa televisivo de modas. No tuve el valor suficiente para negarme y ella decidió acompañarme presagiando mi temprana salida del equipo. A la media hora de comenzado el juego, había fallado bateando y dos pelotas se me fueron entre las piernas, razones mas que suficientes para que me sacaran. Me acerqué a ella para irnos y me pidió nos quedáramos porque había un par de chicos lindos que los quería seguir viendo. Al poco rato de estar sentado junto a ella, me consultó al oído acerca de los chicos diciéndome "¿son lindos, verdad?", con absoluta normalidad contesté afirmativamente. Cuando regresábamos a casa, ella comentó "ay somos tan amigas que hasta tenemos los mismos gustos", reímos a mandíbula batiente y, por supuesto, volvió la reiterada promesa del secreto.

La otra fue una consulta que le hice a Carmen. Es que una vez habíamos ido a la playa y yo no quería bañarme en el mar por nada del mundo. Sabía que tanto ella como mamá comentaron sobre el tema y siempre me quedé con la duda acerca de qué habían dicho. Las dos se habían ido al mar, mientras yo me había quedado en el apartamento, porque no podía usar bikini y, aún menos, ensayar un topless en la playa. Me sorprendió encontrarlas en mi cuarto cuando retornaba totalmente desnuda del baño luego de haberme duchado. En ese entonces, tendría como 12 años y eran más que notorios mis senos, así como el tamañito de mi genital. Fue en este momento que las dos se preguntaron cuándo explotaría mi verdadera sexualidad, cuándo se haría evidente mi femineidad y, por supuesto, cuando explotaría el lío con papá.

Al concluir su respuesta, fue Carmen quien comenzó a interrogarme. De entrada me consultó desde cuándo me vestía y cómo hice. Le conté que fue a los 11 años y que había utilizado un sostén y unas pantaletas de ella y con lujo de detalles le narré lo acontecido, acotándole que seguía vistiéndome escondida por temor al rechazo, temor que ahora entendía como infundado frente a su reacción. También le confesé que la única persona que lo sabía era Elsa con quien, además, había compartido algunos de mis recorridos por el barrio.

Luego me preguntó por qué lo hacía y ahí si fui muy precisa. Le dije que sentía una gran necesidad de sujetarme los pechos y de ocultar ese pedacito de carne, cuya presencia en mi cuerpo me resultaba bastante incómoda. Asimismo, le subrayé que llevar puestos tanto el sostén como las pantaletas me hacían sentir muy confortable y, sobre todo, muy segura de mi misma. Con el mismo énfasis, le confesé que ese confort y la seguridad se acrecentaban cuando podía incorporar medias panty o con liguero bajo una falda y una blusa o un vestido y que eran mayores esos sentimientos cuando me maquillaba e incorporaba aretes, pulsera y algún anillo complementado con unas lindos zapatos o sandalias al tono "preferiblemente, de taco alto". Ella me comentó que entendía lo del confort por sujetar los senos y la cosita esa, pero no comprendía la seguridad, sobre lo cual le señalé que como me sentía mujer solo podía asegurarme de mi identidad proyectándome externamente como era por dentro, correlacionando mi mente con mi cuerpo y su abrigo.

Seguidamente me consultó sobre mis preferencias sexuales, tema sobre el cual le expresé con tono muy firme, aunque respetuoso, que a mí las mujeres no me gustaban, que compartía con ellas todas sus expectativas e inquietudes de vida, pero que no me pidieran tener relaciones con ellas, simplemente, porque no me atraían sexualmente. Le confesé que el gusto por los chicos lo había atesorado desde pequeña aunque a diferencia de los homosexuales ("a quienes adoro, dicho sea de paso", le acoté), siempre aspiré a que los chicos me vieran como una mujer y no como a alguien que le gusta tener relaciones con personas de su mismo sexo. Asimismo, le hablé de mis relaciones con Juan y mi disposición a actuar siempre como mujer en todo sentido. Para no dejarle espacio a la duda, le dije que lamentaba mucho no poder tener relaciones sexuales por adelante, pero que aspiraba a tenerlas algún día de mi vida. Finalicé indicándole que sentía ese pedacito de carne con que "en mala hora" me había dotado la naturaleza y que todavía portaba, como un auténtico estorbo, en especial, porque me impediría concretar el mas caro anhelo de toda mujer, cual es el de ser madre.

Distendiendo un poco el clima que imperaba, recordó nuestras anécdotas cuando ella me pedía que organizara las prendas íntimas en el ropero o que las recogiera del tendedero luego de lavadas y de sus reclamos por desordenarlas. Me comentó que ella intuía que me vestía -razón por la cual había actualizado las tallas y modelos de las prendas íntimas- y que igual se imaginaba mis gustos sexuales. Dijo que hacía tiempo hubiese querido tener la charla que estábamos sosteniendo, aunque entendía que para mi era muy difícil hacerlo de la manera que lo estaba haciendo esa tarde, en especial, porque yo ignoraba los antecedentes de mi nacimiento. Después confesó que la habían conmovido de sobremanera mis expresiones sobre la maternidad y mi frustración por estar impedida de hacerla realidad. Tal vez fue este el momento de mayor ternura que vivimos, el cual coronamos abrazándonos y entre sollozos me pedía perdón en nombre de mi padre por su incomprensión y la falta de valentía de ella y de mamá para enfrentarlo.

Antes de retirarnos a cenar, sugirió que pensáramos en la forma cómo íbamos a administrar la nueva realidad que se nos presentaba. "Ya no eres mi sobrino-ahijado, sino mi sobrina-ahijada y la nena de la casa" y eso cambia todo. De manera similar, me propuso que habláramos con mi madre y le "confirmáramos sus sospechas", lo cual concretamos poco después. En tanto ello sucedía, me pidió que ordenara mi peinado y corrigiera el maquillaje que se me había corrido un tanto. Mientras lo hacía, me trajo un blusón de seda para ir a la mesa y ella ya se había puesto otro similar aunque de otro color. Fue mi primera cena como la "nena de la casa".