El detective

Un asesinato, el mejor detective del mundo, una solución brillante. Sin contenido erótico.

El detective llegó a la escena del crimen, nunca había visto nada tan mal organizado, había pisadas por toda la habitación, colillas, ceniza de puros. Dos agentes de uniforme, uno de ellos gordísimo, comían patatas fritas sentados a la mesa, los de paisano estaban saqueando la nevera, varias mujeres sacaban los vestidos de la víctima de su armario mientras criticaban su mal gusto, y alguien con aspecto importante veía una película tumbado en el sofá. Si en algún momento hubo alguna huella o evidencia del presunto asesinato, a estas alturas estaría ya destruida o contaminada bajo varias capas de colillas, chicles y envoltorios variados. Era imposible saber que formaba parte de la escena original, y que era basura generada por la panda de impresentables que se movían arriba y abajo, tocando y cambiando de sitio todo.

Pero Anacleto Mastuercas no era un detective corriente, era el mejor, el número uno, al que llamaban de cualquier parte del mundo, cuando las cosas eran irresolubles. Obviando todos los problemas aparentes, comenzó a estudiar el caso que tenía delante.

El cadáver de una hermosa mujer desnuda, profusamente maquillada, descansaba sobre una alfombra granate, estaba boca arriba, con los brazos extendidos y las piernas abiertas, unos pechos enormes parecían querer subir hasta el techo como globos hinchados con hidrógeno, donde tenía fija la mirada vidriosa, parecía una barbie con unos kilos de silicona. Una pelota de golf impactó en sus labios vaginales.

-¡Toma! A la primera –gritó uno de los policías de paisano- mientras blandía un pequeño palo de golf.

Anacleto estaba perdiendo la paciencia, esto ya era demasiado, iba a protestar y poner orden, cuando su mente analítica notó que el golpe de la pelota había provocado el que unas gotas de fluido espeso salieran de la vagina de la rubia. Se enfundó sus guantes de látex, sacó de su maletín un bastoncito para pruebas, y recogió profesionalmente una pequeña muestra, que depositó en la punta de su lengua.

-Humm, –exclamó Anacleto mientras lo repartía por toda la cavidad bucal, para que sus entrenadas papilas gustativas extrajeran todos los matices aromáticos, cotejándolos con la amplia paleta de sabores archivada en su memoria.

Anacleto se levantó lentamente, escudriñó la habitación con sus ojos negros y señalando con su brazo extendido a unos de los policías uniformados dijo:

-¡Detengan a ese hombre! Y léanle sus derechos, él es el asesino.

La fama de Anacleto era legendaria e infalible, era del dominio público que jamás se había equivocado, por lo que el hombre acusado se derrumbó rápidamente mientras lo esposaban.

-¿Cómo lo ha sabido? –preguntó con un hilillo de voz.

  • Por el contenido de glucosa y sodio presente en el semen, que me indica que pertenece a una persona obesa como tú.

El murmullo de admiración recorrió la habitación, el acusado bajó la cabeza, había sido derrotado por la inteligencia de Mastuercas.

-Por eso... y porque tienes rastros de su pintalabios en la camisa. –sentenció Anacleto.