El destino se equivoca
¿Por qué el destino se empeñó en presentarme a la mujer que me sorberá los sesos justo en mi boda? Tampoco ayudó el que fuese mi recién encontrada hermana Carlota.
Conservo vagos recuerdos de mi hermana Carlota.
Quizá, si la memoria no me falla, lo cual sería comprensible tras los casi 15 años de distancia, el recuerdo más intenso es su risa. Una risa alegre, jovial. Carcajadas de felicidad inmensa. Ninguna imagen. Solo la música de su risa.
Ahora, mientras espero en el altar, me giro hacia atrás y la veo cerca, en la primera fila de bancos, con una sonrisa grande, espléndida. No me parece mi hermana. ¿Qué me une a ella? Mis padres, claro. Pero es un enlace sanguíneo, algo físico, y no está sustentado por una vida común. Es una desconocida total y la única prueba tangible de que es mi hermana es su gran parecido físico con el mío.
—Estoy muy contento de veros aquí. Es, creo, lo segundo más bonito que ocurrirá hoy.
A mi lado, mi madre actuando como madrina, otra gran desconocida, me mira y trata de contener las lágrimas para, al final, abandonar una empresa tan inútil y gemir y abrazarme y besarme en la cara.
—Y nosotras, cariño. Siempre te hemos querido. No sabes cuánto tiempo he tenido que esperar para que ocurriese algo así. Tenerte a mi lado. Abrazarte. Vos es lo más…
—Mamá, no sigas… que soy de lágrima fácil.
Intenta sobreponerse y se aplica ligeros toques con un pañuelo sobre los párpados para no estropear su maquillaje.
—Tu padre…
—Sí, lo sé —murmuro mientras aprieto los dientes.
La ira empieza a manifestarse. Está repleta de imágenes grises, oscuras. Imágenes de venganza y odio. Cuánto daño puede hacer la venganza.
De repente, la música de la entrada nupcial comienza y me digo que no es momento de tener sentimientos tan negros.
Y menos en el día de mi boda.
Me vuelvo y contemplo extasiado a mi novia Teresa avanzar por el pasillo central de la iglesia.
Todos se giran para ver a mi futura mujer. Amigos, su familia y la poca mía que ha venido. El padre de Teresa avanza con paso débil. Parece que fuese ella quien le sostuviese del brazo y no al revés.
Sin embargo, no tengo tiempo ni ganas de mirar a nadie más que a mi Teresa. Elegante y preciosa, vestida de blanco y arrastrando una cola que sus sobrinas de pocos años intentan sin éxito levantar del suelo. Tampoco ella dedica mucho tiempo a mirar a los invitados. Solo tiene ojos para mí y viceversa.
¿Quién diría que, a estas alturas del enlace, sintiese un nudo tan grande en el estómago al verla tan guapa?
Entre las ideas más recurrentes que se me agolpan en la cabeza, algunas son evidentes: ¿Por qué me ha elegido? ¿Qué he hecho para que una mujer tan bella quiera casarse conmigo? ¿Por qué me siento el hombre más afortunado del mundo?
—Hola, cariño —me dice cuando llega a mi lado.
Aprieto los labios, intentando contener el raudal de sentimientos que se me agolpan en forma de lágrimas. Mi madre me coge de la mano y me transmite ánimos.
—Este niño siempre a sido muy llorón —me excusa ante Teresa.
—Pues que alegre esa cara si no quiere que me ponga a llorar también y nos casemos entre lloros.
Asiento con más entereza de la que poseo y beso en la mejilla a Teresa.
—Hazlo por mí, Felipe —me susurra mientras me toma del cuello—. Son solo unas horas. Es el día más feliz de mi vida. Quiero recordarlo siempre con lágrimas y felicidad. Pero no ahora.
Me muerdo los labios y asiento de nuevo. Al final no tengo más remedio que abrazarla tan fuerte como puedo. El gesto la coge desprevenida y me ríe dichosa.
—Te quiero —respondo débilmente.
Ella murmura algo pero en ese momento sorbo por la nariz y no la oigo.
Me giro hacia los invitados antes de que los cuatro tomemos asiento en el altar.
Al fondo están mis amigos y compañeros del trabajo. Uno de ellos levanta el brazo y grita que vivan los novios.
La iglesia entera responde al unísono en un ensordecedor coro.
Mi último vistazo es para Carlota. En una esquina, muy cerca, junto a la familia de mi novia. Se han caído bien. Las han acogido como si fuesen refugiadas.
—Mi hermana está sola. No conoce a nadie.
—Vos estás bien. Tu hermana está bien. No pensés en ella, pensá en Teresa —responde mi madre con sequedad. Me sobresalto al escucharla pues pensé que mis palabras eran solo un pensamiento.
Teresa me coge de la mano y hago caso a mi madre.
El sacerdote se acerca al micrófono y empieza la ceremonia.
—Hijos míos, nos hemos reunido hoy aquí…
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—Sos ve lindo.
Sonrío y asiento agradecido.
Tengo los dedos entrecruzados pues no sé que hacer con mis manos. Cerca, se oye la música agradable de una sonata interpretada por un cuarteto subido a una tarima en una esquina del jardín donde esperamos al convite.
—Tú también. La verdad es que no pareces mi hermana. Eres muy guapa.
Carlota ríe ante la ocurrencia. Varios recuerdos se agolpan al escuchar su risa. Es cierto que no parece mi hermana pero ríe como ella.
—¿Y qué parezco, entonces? ¿Una extraña? ¿Una pimpolla que se ha colado en tu boda?
Chasqueo la lengua y tardo unos segundos en contestar.
—No tengo más recuerdos tuyos que la música de tu risa.
—Curioso que vos digas eso. De mi hermanito tampoco recuerdo mucho excepto sus lloros.
Estamos sentados juntos en un banco de piedra. Detrás nuestro una fuente deja caer hilos de agua por varios caños produciendo un sonido de gorgoteo relajante. Estamos sentados muy juntos, cadera con cadera, hombro con hombro. Siento el calor que emana de su cuerpo y aspiro el aroma de su perfume.
Nuestra cercanía se me antoja incómoda en ocasiones y natural en otras. Supone una intimidad y confianza que no he tenido tiempo de asumir en las poco más de diez horas desde que nos hemos visto por primera vez, como quien dice. Carlota luce un palabra de honor de un rosa pastel, entallado y de falda hasta la rodilla, dejando a la vista unos hombros redondeados y de tacto seguramente suave. Tiene recogido su cabello castaño en un moño complicado y elegante que hace resaltar sus mechas claras. La sombra de ojos oscura destaca el blanco de sus ojos y el pintalabios de un rosa intenso envuelve sus labios con una cobertura jugosa.
—Creo que me miras como no debieras, hermanito.
Trago saliva y sonrío incómodo. Me aparto de ella lo justo para que nuestros cuerpos ya no se toquen.
—Qué cabrón mi padre, ¿no? —digo para romper el silencio que cada vez se vuelve más incómodo entre nosotros.
Carlota bufa con un asentimiento y hace ademán de sacar un paquete de cigarrillos de su bolso. Pero parece pensarlo mejor y, tras echar un vistazo al resto de invitados tras los arbustos y no ver a ninguno fumando, vuelve a guardar el paquete.
—Sin problema, por favor —la animo, sabiendo que así conseguiré que se sienta más confiada.
Enciende el cigarrillo.
—Tu padre no fue un boludo. Fue un hijo de puta. Me avergüenza decir esto en tu boda pero me alegro de que haya muerto. Bueno, me da bronca pero vos sacás el tema, luego no te quejes.
Trago saliva y la animo a continuar mientras la miro. Detrás nuestro la fuente sigue descargando el agua en chorros lentos y cantarines.
—¿Un pucho?
Me tiende el cigarrillo. No debería pero entiendo que así conseguiré mayor complicidad. Aunque pienso que quizá ya haya demasiada.
Me pasa el suyo y se enciende otro para ella. El filtro está ligeramente húmedo de su saliva. Su pintalabios sabe a cereza azucarada.
De ese modo, consigo la versión oscura y prohibida —y quizá la verdadera— de lo que ocurrió hace tantos años.
Mi padre perdió el interés por mi madre a los pocos años de mi nacimiento. Buscó su felicidad en los brazos de otras mujeres y terminó por envolver su matrimonio en una red de mentiras, infidelidades y desagravios. Mi madre, que no tenía un pelo de tonta, lo consintió esperando que recapacitase, sobre todo por nosotros dos. Pero él nunca quiso mirar atrás. Las discusiones llegaron de repente cuando mi madre gritó basta.
En la interpretación que conocía, mi padre no tuvo más remedio que dejar marchar a mi madre, la cual había conocido a un argentino adulador, igual de guarro que ella, para al final llevarse a mi hermana a otro país a traición. Nunca más se supo de ellas. Nunca me quiso, jamás tuvo la menor intención de verme crecer ni de arreglar su matrimonio.
En esta otra versión, mi padre golpeaba a mi madre. Cansada y derrotada, humillada y apaleada, mi madre quiso llevarnos lejos pero mi padre consiguió la custodia gracias a una imaginativa perorata ante el juez encargado del divorcio. Ayudaron también sus influencias en el partido. Mi madre huyó con nosotros fuera. En el último instante, en la terminal aérea, mi padre consiguió retenerme. Lo mismo habría hecho con Carlota si mi madre no hubiese corrido con ella en volandas.
—Todos los días habla de vos, ¿comprendés? Murmura incoherencias mientras manosea fotos que han perdido el color y las esquinas. Jamás se perdonó el dejarte aquí.
—Os arriesgabais a lo peor al volver —comenté al imaginar que al pisar suelo español, mi madre y mi hermana estarían sujetas a las leyes españolas—. Pero, cuando cumpliste los 18…
—Para entonces la Argentina era mi casa. Soy porteña. No había ni hay nada en España por lo que mereciese la pena volver.
—¿Qué tal yo?
Carlota apagó el cigarrillo pisándolo sobre una baldosa con sus sandalias de tacón.
—Vos ya no existís. Mamá te guardó para ella y juzgó que debía cargar con cualquier pena y recuerdo ella sola.
De repente, una gota de agua de la fuente salpica a Carlota en su espalda desnuda y da un respingo. Sin pensarlo, la seco con mi mano. Tiene la piel suave, tibia.
Mantengo mis dedos sobre su espalda, sobre su piel. Apoyo mi mano por completo y la sensación de calor que brota de su cuerpo me quema la palma.
Cuando la miro, Carlota me devuelve una mirada ambigua, entre el desconcierto y la naturalidad. Ella no se aparta y yo quiero seguir sintiendo su piel, su respiración que se vuelve más agitada por momentos, haciendo que su pecho se comprima más dentro del vestido.
Súbitamente, mi mujer Teresa aparece por entre los arbustos del jardín.
Tengo el tiempo justo de apartar la mano y apoyarla en mi rodilla.
—Cariño, ven conmigo, que vamos a hacernos unas fotos con unos amigos. Te lo robo, Carlota.
Me coge de la mano y me aleja de mi hermana.
Sin saber por qué, me siento aliviado. Pero también extrañamente apenado.
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Contemplo mi reflejo en el espejo del cuarto de baño de la suite del hotel a las 11 y pico del mediodía.
Encuentro algunos rasgos semejantes en mis facciones que no tengo problema en identificarlos en la cara de mi hermana. Labios grandes, mentón grueso, nariz afilada.
Vuelvo a la cama. En realidad solo me levanté para mear y, al final, acabé frente al espejo varios minutos, buscando semejanzas en mi cara.
¿Por qué razón? Porque tengo que encontrar alguna que me permita ver a Carlota como a mi hermana y no como a una mujer que me atrae. Una mujer que no se me quita de la cabeza.
Me asusto al pensar en la respuesta. Ha surgido de repente, influenciada por la modorra y la borrachera que aún quedan en mi cabeza tras cuatro horas de sueño.
Tras pasarnos casi toda la noche bailando y hablando con amigos y familiares, la boda terminó con una noche de bodas en la que, tanto Teresa como yo, no tuvimos reparos en admitir que era imposible de consumar.
Sin embargo, ahora que la veo en la cama, dormida de costado, oculto su cuerpo únicamente por un escueto camisón de raso, quiero follarla.
Quiero que me sienta muy cerca, muy dentro y quiero sentirla muy cerca y muy adentro. Tengo una mujer, tengo una esposa. Y, aunque todavía no sé qué he hecho para merecerla, quiero que sepa —quiero saber— que la quiero. Que la necesito para vivir, para respirar y que si mi corazón late muy rápido es solo por causa suya.
Por ello, me acurruco a su lado, solapando mi pecho contra su espalda, mi vientre contra sus nalgas, mi erección contra sus bragas.
La tenue luz del día se filtra con dificultad entre las cortinas gruesas y la penumbra me deja vislumbrar su hombro desnudo. Aparto un mechón de su cabello de la mejilla y lo llevo detrás de la oreja. Su lóbulo me llama a gritos, buscando consuelo y humedades que me encargo de suministrar con suaves besos.
Teresa gime y se despereza.
—Qué me haces… —murmura amodorrada.
Deslizo un brazo debajo del suyo, tomo una teta y oprimo con delicadeza la carne magra mientras reparto mis besos, cada vez más urgentes, por su rostro. Deslizo su cabello para mostrar el inicio de su nuca y muerdo con suavidad extrema.
Teresa me gime contenta. Intenta ponerse boca arriba pero la retengo en su posición con mi abrazo.
—No, quédate como estás.
Me hace caso y extiende su brazo para acariciarme la cadera y el culo sobre los calzoncillos. Hunde sus uñas en mi carne cuando inicio una danza rítmica sobre su raja con mi erección.
Bajo mis labios, siento sus orejas arder y sus mejillas volverse incandescentes a medida que la tensión se acumula en ella. Gira su cabeza y entreabre sus labios para buscar los míos. Deposito besos justo en la comisura y una sonrisa de descontento se dibuja en sus labios pues ansía los míos y no se lo permito. Su lengua repasa los rastros de saliva que he dejado a su alcance. Quiere volverse hacia mí pero continuo impidiéndoselo de modo que gime frustrada y cada vez más tensa. El deseo se adueña de ella y me tiene muy cerca pero fuera de su alcance.
—Cabrito —murmura entre gemidos mientras mueve acompasadamente su culo contra mi polla— ¿Estás disfrutando, verdad? Porque yo estoy a punto de reventar.
Sonrío encantado de que me confirme la profunda desazón que la colma.
La mano que araña mi piel ahora se adentra dentro de mi única prenda y empuña la verga, sacándola. Sus dedos recorren el tallo y masajean los huevos. Rodea mi cadera y hunde sus uñas en una nalga. Le es complicado doblar el brazo pero decide suspender el ensañamiento sobre mi culo para realizarlo sobre mi miembro.
Arriesgándome a que se gire finalmente, bajo mi mano hasta sus bragas y se las intento bajar. Teresa me ayuda separando las piernas, sin aprovecharse de su libertad de movimientos. Quiere sentirse coartada, limitada, quiere que yo crea que tengo el control cuando en realidad es ella quien decide ser controlada.
Empuño un ramillete de vello púbico y me sorprendo al notar el resto de su vulva afeitada y suave. Mi mujer no puede evitar reír quedamente cuando palpo la piel aterciopelada de los mofletes.
—¿Cuánto tiempo llevabas pidiéndomelo?
Sigue con los muslos separados, permitiendo que mi mano recorra su raja abierta y húmeda.
Aprieto la carne caliente en señal de agradecimiento y beso con fuerza su cuello. Teresa ahoga un gemido que apaga con rapidez en la almohada.
La giro hacia mí y me coloco sobre ella, entre sus piernas abiertas. Un sentimiento de dominio y propiedad se apoderan de mí. La bella hembra que agita su pecho buscando aliviar la quemazón que siente abajo, intentando respirar compulsivamente, me devuelve una mirada cargada de deseo y sofoco. Tiene el cabello revuelto y un mechón se ha pegado a su húmedo labio inferior y otro oculta una parte de su cara haciendo que su rostro parezca más ávido, más hambriento.
Despejo su cara con suavidad, con dedos temblorosos, con miedo de romper la belleza extrema que parece revestir su cara. Sus labios dibujan una sonrisa tierna y sus párpados se entornan en un gesto delicado.
Quiero decirla que la quiero con toda mi alma pero prefiero demostrárselo tomándola de las mejillas y juntando nuestros labios en un beso limpio. Teresa me toma de la nuca y sus dedos acarician mi cuello.
La imagen fugaz de mi hermana aparece de improviso, en la oscuridad, tras una chispa enorme, como un fogonazo. Su cara, su sonrisa amplia, sus labios gruesos y apetecibles. Sugerente, prohibida.
Abro la boca y mi lengua busca con urgencia la de mi mujer. Nuestras salivas se mezclan a la vez que restriego mi polla contra su sexo. Quiero borrar esa imagen de mente y me separo y veo a mi mujer con cara sorprendida, con los labios entreabiertos y húmedos. Tomo sus muñecas y escondo sus manos bajo su almohada, buscando esa sensación de dominio y propiedad que ansío. Me digo que no necesito otra mujer más que la mía.
Teresa comprende mi juego —ojalá que no mi necesidad, mi inseguridad— y me ofrece su cuerpo entero, su sexo desnudo, su confianza incondicional.
Me yergo sentado entre sus muslos y recojo su camisón. Mis dedos se posan sobre su vientre palpitante. Asciendo con lentitud, apreciando el sudor que hace resbalar mis palmas, mis pulgares oprimen la carne a mi paso. Me detengo al inicio de sus costillas que se marcan con cada aspiración profunda. Las tetas conservan las marcas de un bronceado que Teresa intentó ocultar con sesiones de rayos uva para el escote del vestido de la boda. Cuando me enteré, mostré mi desacuerdo. Por suerte, aún se notan las líneas en la piel. Las areolas, grandes y oscuras, de tamaños desiguales, solapan sus bordes moteados con las fronteras del bronceado. Me inclino y pellizco uno de los pezones mientras soplo con genuina maldad el otro.
—¡Felipe! —ríe mi mujer.
La piel oscura se contrae y el pezón asciende, sin que Teresa, que no puede aguantar la risa, pueda hacer nada por evitarlo hasta que, al final, sin poder contenerse, se cubre las tetas, riendo como una descosida.
Chasqueo la lengua, llevando sus manos de nuevo bajo la almohada. Teresa me sonríe y accede.
Contemplo el resultado del suplicio en los pezones y estoy conforme al verlos erguidos. Pero ahora soy yo quien oculto sus tetas bajo mis manos. Noto la dureza en mis palmas mientras oprimo la carne, sintiendo las costillas debajo.
—Pero qué cabrito está hecho mi marido.
Sonrío, adulado, y me tumbo sobre ella. Agradezco la calidez que su cuerpo transmite y permito que me abrace muy fuerte con sus brazos y piernas. Hundo mi cara en su pelo y dejo que el aroma llene mi nariz y boca. Su cabello huele a champú y perfume. También a sudor y ternura. Es el olor de mi mujer y lo siento vivo dentro de mí, como una droga que me inspira a cometer travesuras, guarradas.
—¿Lo hacemos a pelo? —susurro a su oreja mientras vuelvo a frotar mi sexo contra el suyo.
—¿Hay otra forma de hacerlo en la noche de bodas? —contesta entre gemidos para, tras un jadeo al notar mi verga presionar sobre su entrada, preguntar en voz baja— ¿Quieres tener un Felipe chiquito?
Nos miramos unos instantes. Ambos queremos estar seguros de comprender qué puede ocurrir. Teresa no toma la píldora pues su regla no tolera los efectos de las hormonas.
Lo hemos hablado muchas veces. Teresa quiere ser madre pero yo he postergado la decisión varias veces. La responsabilidad me abruma. Incluso ahora, con el deseo carcomiéndome por entero, noto mi corazón bombear más rápido y mi estómago encogerse.
Un pensamiento, una cara que intento ocultar en lo más profundo de mi cabeza, me obliga a decidirme, a tomar una determinación.
—Sí, quiero —digo en alto, por segunda vez en las últimas horas.
Y así, notando como mi mujer me abraza con decisión y me besa con locura, con las lágrimas a punto de desbordar de sus ojos, entierro mi miembro lentamente en su acogedor y húmedo interior.
Lo siento sumergirse entre recovecos empapados, horadando pliegues lubricados.
Teresa grita fuerte.
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—Necesito sincerarme con alguien. Tengo un secreto que debo contar. No puedo esconderlo por más tiempo —digo mientras tomo la taza de café con las dos manos. La taza tiembla y, por un momento, temo que se desparrame el café antes de que llegue a mis labios.
Carlota se gira hacia mí y su mirada me traspasa a través de sus gafas de sol. No se molesta por dejar de mirar la plaza cubierta de palomas, niños y madres donde está situada la terraza de la cafetería donde estamos sentados. A nuestro lado, una silla vacía indica el lugar que ocupó mamá hasta hace unos minutos cuando tuvo que marchar para poner en orden los billetes de regreso a Argentina.
—Soltarlo —dice, animándome al verme cohibido.
—Creo que siento algo por mi hermana.
Bajo la mirada con rapidez, escondiéndola, y, tras unos segundos de espera, la levanto y encuentro la suya aún fija en mí. Los cristales ligeramente ahumados de sus gafas me permiten verla parpadear varias veces.
—¿Qué sentís? —pregunta sin que perciba diferencia alguna en su tono de voz— ¿Qué sentís vos por ella?
—Realmente es complicado de expresar —admito—. Es como si no fuese mi hermana, como si fuese una mujer con la que no tengo parentesco. Por eso no me asusta el tema del incesto. Pero no deja de ser carne prohibida.
—Pero, vamos a ver, bajá un cambio ¿qué sentís vos por ella? —pregunta de nuevo, transmitiendo una urgencia en su voz que ahora puedo captar con facilidad.
—Afinidad. Cercanía. Confianza —digo espaciando las palabras, omitiendo aquella que aún no logra salir de mi garganta.
—Eso no es incesto, Felipe. Es amor entre hermanos. Lo natural, ¿no?
—Pero también quiero abrazarla. Quiero sentirla cerca de mí, su cuerpo junto al mío. Quiero besarla. Quiero oler su cuerpo.
Carlota inspira aire y lo expira con lentitud, asumiendo la verdadera naturaleza de mi confesión. Toma aire de pronto pero no dice nada. En su lugar, saca otro cigarrillo del paquete y lo enciende.
Yo también necesito uno. Me urge hacer algo con mis manos, sentirlas ocupadas y no verlas temblar como si agitase unos dedos de gelatina.
—¿Y si ella no senté lo mismo? ¿Sos lo has preguntado, hermanito? —contesta, recalcando la última palabra—. Además, vos acabáses de casar con la mujer que amas, ¿no?
—Ya te he dicho que es complicado.
—Mi consejo es que la olvides. Que mates eso que sentís por tu hermana. No es natural. Hacés daño a muchas personas si persistes.
—Lo sé, lo entiendo. Pero es lo que siento, no puedo evitarlo. La primera vez que la vi fue como un shock, como si de repente el destino la hubiese puesto delante de mí y la señalase. Es esa. Esa mujer es la que te hará feliz el resto de tu vida.
—Eso son macanas. Hazmé caso, olvídate de ella. Da igual que ella sea tu hermana u otra mujer. Conozco poco a Teresa pero de algo estoy segura. Que te quiere como ninguna otra mujer lo hará.
—¿Y si no puedo olvidarla? ¿Y si cada vez que cierro los ojos es la cara de mi hermana la que primero aparece? ¿Y si cuándo hago el amor con mi mujer no quiero cerrar los ojos porque si lo hago me imagino que es con mi hermana con quien lo estoy haciendo?
Carlota apretó los labios y se pasó el cigarrillo entre los dedos con rapidez.
—¿Sabes qué? Creo que te comprendo pues tengo una amiga que sentía algo parecido por su hermano. Pero es un sentimiento que supo que jamás podría crecer porque, aparte del tema del incesto, la distancia tornose en obstáculo insalvable. Además, tenía novio y no quiso hacerle daño. Ni hacérselo a sí misma.
—Si fueses ella, ¿Qué sentirías por tu hermano?
—No siento nada. Bueno, no quiero sentir nada, ya te lo he dicho.
—¿Y si un día te visitase en la Argentina?
El cigarrillo de Carlota cayó de repente de entre sus dedos. Lo recogió rápido de la mesa y lo aplastó con saña sobre el cenicero.
—No le permitiría visitarme. Créeme, ni siquiera le esperaría en el aeroparque. No contestaría a sus llamadas. Haría una viaje lejos de casa, a la Pampa, solo para no verle.
—¿Apartarías lejos de ti al hombre que el destino quiere que sea tu pareja?
Carlota bufó con risa falsa.
—No creo en el destino.
—Entonces…
—Entonces nada, Felipe. Córtala. Lo que no puede ser, no puede ser. Punto.
Se levantó de la mesa y guardó el tabaco y el mechero.
Posé una mano sobre la suya. Carlota miró mis dedos con el ceño fruncido pero no apartó los suyos.
—Felipe, dále…
—Retira tu mano si quieres.
Cerró los ojos y me suplicó con la mirada. Podía ver perfectamente tras los cristales ahumados como sus ojos trataban de contener las lágrimas.
—¿Y si no quiero? —murmuró. Una lágrima apareció tras un cristal, cayendo despacio por la mejilla.
—Podemos entonces averiguar si el destino se ha equivocado.
Me levanté y me incliné sobre ella.
Nuestros labios se acercaron. Nos besamos lentamente, compartiendo antes nuestros alientos.
—No podé ser, Felipe, no podé ser —sollozó, apartándose.
Marchó en dirección al hotel, sin volver la vista atrás. Con el bolso pegado a su costado y su mano ocultando su boca. Mientras caminaba, la oí llorar.
Al día siguiente, Teresa y yo nos despedimos de ellas en la terminal.
Lloramos los cuatro.
—Pero qué llorón sos. A ver cuándo nos visitáis los dos por allí.
—Quizá seamos tres los que veáis llegar.
Mi madre me miró, preguntándome con la mirada si había oído bien a mi mujer.
Asentí mientras abrazaba a Teresa.
—Seremos tres —confirmé.
Una nueva tanda de abrazos y besos y lloros siguieron a los de la despedida.
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—¿Qué haces levantado a estas horas, cariño?
Teresa se acercó a mí y rodeó mi cuello con los brazos. Me besó en la sien. Su barriga, ya bastante pronunciada, me rozó un costado.
Deposité un beso en su frente y otro sobre nuestro futuro hijo. Luego volví a fijar la mirada sobre la pantalla del monitor.
—¿Otra vez buscando ofertas de vuelos?
—Las echo de menos —murmuré para, al final, bostezar cansado.
—¿Por qué no esperar a que haya nacido? Yo ya no puedo acompañarte.
Lo sé, pensé. Cuento con ello.
Solo quiero estar seguro de que el destino se equivoca.
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Ginés Linares
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