El destino de Susana (9)

Llegamos al final de este relato; Susana ha encontrado su destino.

Al llegar a la pensión después de haber dado una clase particular, oyó que la llamaban:

  • Fajardo.

Se volvió y vio que la dueña le hacía señales para que entrara en su despacho; asintió y así lo hizo. Aquélla cerró la puerta:

  • Bueno, Fajardo; siéntate aquí, conmigo, a la mesa. Quería hablar contigo, si no tienes inconveniente.

  • No, claro que no – respondió Susana, dando un vistazo a la estancia. Era una especie de alacena que tenía la misma forma que su habitación, sólo que allí, en lugar de una cama, había una mesa metálica coronada por la pantalla de un ordenador y por una impresora, a cuyo lado se alzaban un par de montañas de folios. También había un armario empotrado, pero éste, en lugar de una cortina, poseía una puerta corredera, que ahora estaba medio abierta y permitía ver más folios y libros en vez de ropa; en las paredes dos pizarras de corcho, con hojas repletas de nombres y números, flanqueaban un cuadro, que parecía el de la misma dueña, aunque varios años más joven.

Tomaron asiento, una frente a la otra; Susana puso encima de sus rodillas la carpeta con sus apuntes y el pequeño bolso negro que llevaba.

  • ¿Y bien? – estaba nerviosa; intuía el tema de la conversación.

La dueña se puso a mirar unos papeles; sus ojos azules se elevaban de vez en cuando para mirarla a ella. Siempre le había dado algo de miedo: el mentón, la nariz afilada, los labios pequeños, denotaban un carácter fuerte.

  • A ver, Fajardo – numerosas arrugas se formaron en su cara cuando esbozó una sonrisa -. Tu situación no es muy buena, que digamos.

  • No, me parece que no – en su sonrisa no hubo arrugas, pero sí un amago de bobaliconería.

  • Entraste aquí, a la pensión, un veinte de diciembre; estamos a veintisiete de marzo y sólo me has pagado un mes.

  • Yo… no he tenido suerte, de veras, señora Rodríguez – seguía sonriendo Susana a la par que aumentaban los pálpitos de su corazón.

  • Lo imagino, hija, lo imagino. Pero comprenderás que es una situación algo complicada – aunque la boca sonreía, los ojos eran fríos como el hielo - ¿Qué piensas hacer?

Ella tragó saliva; bajo su blusa blanca y jersey rojo, su corazón andaba ya desbocado.

  • Pagarle así que pueda, naturalmente.

  • A ver… ¿Susana? – asintió -. Bueno, a ver, Susana: las cosas no funcionan así. Cuando alguien no paga, suele dejar la pensión.

Se notó envuelta en un sudor frío; enfundadas en unos tejanos ajustados, sus piernas temblaban: si la echaban de allí, se quedaba en la calle.

  • No haga eso, por favor – murmuró desesperada -. Yo le pagaré todo, se lo aseguro.

La dueña levantó un papel y lo miró a la vez que decía:

  • Además, aún me debes 175 euros del abrigo – volvió sus ojos hacia Susana -, que, por cierto, no volvió contigo después de tu salida a la nieve.

  • También se lo pagaré, señora Rodríguez. No sé cómo, pero también se lo pagaré – su estómago volvía a dolerle de hambre.

  • Claro, hija, claro; de eso no tengo duda alguna – sonreía la dueña -. A ver, en total me debes unos… 475 euros y medio.

Susana asintió, muy nerviosa, y dijo:

  • Lo sé, lo sé… Yo lo pagaré, pero no me eche, por favor, que no tengo dónde ir.

La señora Rodríguez, rubia y algo entradita en carnes, vestía una blusa blanca, muy escotada, y una falda negra, tan ajustada que parecía a punto de reventar. Echó para el respaldo su torso, que presentaba unos pechos que vencían, con creces, a los de Susana:

  • ¿De qué trabajas, si me permites?

  • En realidad soy traductora, de inglés ¿sabe? Pero ahora doy clases particulares.

  • Ah – el tono irónico era evidente -. Clases particulares, claro… ¿Y con eso vas a pagarme?

Susana seguía notando los fuertes latidos de su corazón; veía la batalla perdida:

  • No, claro; pero es que el mundo editorial está muy mal – se echó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa -. Pero algo me saldrá, señora Rodríguez, se lo aseguro.

  • Te voy a ser franca – dijo la dueña - ¿No has pensado nunca, hija mía, que con ese cuerpo serrano que Dios te ha dado podrías olvidarte de estos problemas?

Susana se quedó pasmada, con la boca abierta: "¡Hostias! ¿No será tortillera?", exclamó para sí.

  • No la entiendo – musitó, los ojos como platos.

La señora Rodríguez se levantó y apoyó su enorme trasero en la mesa, justo al lado de Susi:

  • ¿Eres consciente del dinero que podrías sacarte con unos cuantos polvos?

Oleadas de calor invadieron las mejillas de la chica; articuló a duras penas mirando a su interlocutora:

  • ¿Me… me está diciendo… que… me prostituya?

La dueña le puso una mano en el hombro y le dijo:

  • Chiquilla; no te lo estoy diciendo: te lo estoy proponiendo.

La sensación de vergüenza que invadió el interior de Susana fue enorme; intentó levantarse, pero la fuerte mano la retuvo consiguiendo, tan sólo, que carpeta y bolso cayeran a sus pies:

  • Pero… pero… ¿por quién me ha tomado?

  • Oye, guapa, te lo voy a decir bien clarito – silbó la voz de la señora Rodríguez, que ya no sonreía -. O aceptas mi propuesta o a la puta calle.

El impacto de esas palabras fue patente y el rostro de Susana pasó del rojo al pálido; se quedó sin habla, pero aún consiguió enviar un pequeño síntoma de dignidad en un hilillo de voz:

  • Prefiero la calle.

La otra soltó su hombro y volvió a sentarse; la miró fijamente a los ojos y le dijo:

  • Tú misma; puedes coger tus cosas, pero recuerda que acabarás haciendo lo mismo. Aquí te ofrezco estar a cubierto, comida y dinero para tus gastos

Susana se levantó de la silla y se arrodilló para coger sus cosas; desde encima de ella le llegó de nuevo la voz de la dueña:

  • Hacer la calle no es nada agradable; lo sé por experiencias que me han contado.

Susana volvió a ponerse en pie e, intentando no mirarla, empezó a dirigirse hacia la puerta, el corazón palpitante y la mente en blanco. Otra vez oyó la voz de la dueña:

  • Y recuerda que me debes dinero; antes de irte deberás hablar con la policía.

Susana se volvió con los ojos llorosos:

  • ¿Qué quiere usted de mí? – gimoteó.

La otra sonrió y se apoyó en el respaldo de la silla:

  • Lo que te he dicho.

Lentamente, Susana regresó a su asiento; en su interior se debatían mil sentimientos, pero sabía que no tenía otra salida que acceder a las demandas de la mujer. Se sentó de nuevo y preguntó, roja como un tomate y sin atreverse a levantar los ojos:

  • ¿Cuando le haya pagado podré irme?

  • Así me gusta, que nos entendamos – oyó a la dueña -. Venga, Susanita, que no hay para tanto… Mira, esto funciona con contratos – ruido de papeles -. Aquí está el tuyo, precisamente – bajo sus pupilas apareció un papel con su nombre -. Mira, la duración inicial son tres meses, luego puedes irte, si quieres. Con eso me pagas la deuda y aún ganas dinero.

Le siguió explicando otros detalles como disposición de festivos, los días de la regla y las comisiones; sin embargo, Susana no la escuchaba apenas; sólo hacía que repetirse una y otra vez: "Dónde he llegado, Dios mío, dónde he llegado". Palpitándole el corazón hasta el dolor y con ojos húmedos, firmó el contrato, lo cual arrancó una sonrisa triunfal a la dueña de la pensión:

  • Has hecho muy bien, Susana, muy bien – se levantó -. Dime, ¿cuál es tu nombre cariñoso? ¿Susanita?

  • Susi – lloriqueó.

  • ¡Susi! – siguió la dueña -. ¡Bien! ¡Éste será tu nombre de batalla: Susi!

"Me llaman Belén" pasó fugaz por su cerebro; sonrió amargamente. "Me llaman Susi". Sintió cómo la cogían de la mandíbula y la obligaban a levantar la cabeza; se encontró cara a cara con la señora Rodríguez:

  • ¡Uy! Pero, ¿qué es esto? – le decía -. No llores, muchacha, que tampoco es tan grave. Verás qué bien que vas a estar, y conocerás a otras chicas de tu edad, que serán tus compañeras. Nunca estarás sola – intentaba animarla, sabedora del cruel golpe moral -. Ahora, Susi, tendrás que levantarte, pues debo comprobar el género.

Se puso de pie, como ajena a todo.

  • Venga, chiquilla; desnúdate y déjame verte.

  • Esto… ¿forma parte del contrato? – intentó ser sarcástica, pero se le quebró la voz.

  • Pues, ¡claro que sí! – sonreía la mujer -. Venga, monina, hazlo.

Con la máxima dignidad de la que fue capaz, Susana se sacó el jersey y la blusa; se sentó para quitarse los zapatos y luego se despojó del pantalón. La dueña sonrió al ver a aquella chica en sujetador y braguitas rosas y un panti marrón claro.

  • A ver, ahora quítate el sostén y bájate un poco las medias.

Así lo hizo; la mujer se le acercó y, sin asomo de pudor, le cogió las tetas con sus manos y las apretó levemente:

  • Bien, muy bien. Son bonitas y están bien puestas – dijo.

Le fue dando la vuelta; le manoseó suavemente el cabello:

  • Muy bien… Quizá deberías dejártelo algo más largo, hasta media espalda… ¡Oh! ¡Por Dios! ¿Qué tienes en el culo? – exclamó.

Susana sentía tal vergüenza que se hubiese echado a llorar; siguió gimoteando:

  • Es que me quemé.

  • Uf; esto no sé yo si bajará un poco tu caché – sintió cómo le pasaba las manos por las nalgas -. Es una piel como rugosa y de escamas – pequeña palmada -. Bueno, hay tíos para todo, no te preocupes. Venga, vístete que te iré explicando los detalles.

Mientras se ponía la ropa, la mujer le explicó que había trasladado sus pertenencias a otra habitación, más bonita, que estaba en el edificio de al lado. Alabó su buen gusto por la ropa interior y le comentó que encima de la cama le había dejado lo que debía ponerse esa noche.

  • ¡Esta noche! – casi chilló Susana, muy abiertos los verdes ojos.

  • Mira – dijo la dueña -, cuanto antes se empieza, mejor. Para esta noche te he reservado dos trabajillos – el rostro de Susana era de color púrpura – y así con unos pocos más cancelas la deuda.

La mujer le señaló una puerta que estaba junto al armario empotrado:

  • Al otro lado te espera Anita; es muy simpática. Haz lo que te diga – mirada de desaprobación -. Estás algo flacucha, pero eso se arreglará en un par de días. Coge tus cosas y acompáñame.

Como en sueños, Susana se aferró al bolso y a la carpeta, como si pudieran salvarla del destino que la esperaba tras esa puerta; la mujer la cogió con firmeza del brazo y la fue llevando hacia allí. Abrió la puerta:

  • ¡¡Anita!!

Estaba sentada en la cama, llorando a moco tendido: la cabeza en las rodillas y las manos sobre sus cabellos. Temblaba todo su cuerpo, cubierto por un camisón negro y transparente, que dejaba al descubierto sus hombros y sus muslos. Los dos primeros "trabajillos" habían resultado ser su especialidad: felaciones. Susi, "la del culo rojo", había sido bautizada de nuevo. "¿Por qué soy una puta? – se preguntaba una y mil veces, sin parar de llorar -, ¿por qué soy una puta?".