El destino de Susana (8)

Un director de oficina bancaria, ya maduro, parece ser la tabla de salvación que necesita Susana...

Sintió su mano en la pierna; ésta fue subiendo sobre el grueso pantalón de pana hasta llegar a su sexo, donde presionó suavemente dos o tres veces, pero no le importó. Es más, Susana miraba sonriente, con ojos amorosos, a quien eso le hacía. El hombre, que rondaba los cincuenta y seis años, dejó de mirarla y devolvió la vista a la carretera: era Javier, su último acompañante y, quizá, el más cariñoso. Ella, a su vez, miró adelante y, luego, por la ventanilla, contemplando el paisaje pirenaico. La había invitado un fin de semana a un hotel de esquiadores y Susana se había apresurado a aceptar para huir de la miseria en la que vivía, con la esperanza de estar confortable y comer bien, al menos, dos días.

Había conocido a Javier una tarde lluviosa, a principios de enero, cuando éste le pidió permiso para acompañarla en un café que ella se estaba tomando en un bar destartalado pero barato. Al principio, no le prestó mucha atención: era un hombre ya mayor, de calvicie incipiente y algo barrigón, bastante más bajo que ella, pero, a diferencia de lo que era habitual en la zona, vestía americana y corbata. Le explicó que en aquel momento ocupaba la dirección de una sucursal bancaria que estaba junto al bar y estuvo hablando con ella cerca de media hora antes de volver al banco.

Se habían encontrado dos o tres veces más antes de que ella le invitara a subir a la habitación de la pensión en que vivía; allí había demostrado ser muy torpe en el amor, al caer sobre ella y montarla como a los perros, sin ni siquiera darle tiempo de desnudarse; apenas había sentido su pene, cuando él se corrió entre espasmos. Luego hablaron: Susana le explicó que la habían embargado y que había tenido que abandonar su piso por desahucio y que ahora malvivía de algún que otro trabajo ocasional. Aquella tarde, como otras, Javier, casado que no pensaba en abandonar a su mujer, le dejó algo de dinero. Aquella noche, como otras, Susana se masturbó recordando al joven José y su maravillosa verga.

  • Estamos muy cerca ya – dijo Javier -. Mira cuánta nieve.

  • Sí; debe de hacer mucho frío – contestó Susana -, pero es muy bonito.

El hecho de que las temperaturas se mantuvieran bajo cero no le importaba a Susi; aparte del pantalón de pana y un grueso jersey de cuello alto, la cubría una ropa interior compuesta de camiseta blanca de tirantes, body negro y pantis gruesos, y un hermoso abrigo de piel, que se había llevado sus últimos euros y que aún no había pagado en su totalidad: era de la dueña de la pensión. El pantalón se perdía en unas botas de media caña, que había encontrado entre sus zapatos, y su cabeza iba cubierta por un gracioso gorrito de punto, que le daba aspecto de hermosa colegiala picarona.

El potente Audi rugió al enfilar la cuesta que llevaba al hotel y quedó en silencio cuando Javier lo detuvo en el aparcamiento; aunque ya anochecía, Susana pudo intuir la silueta de un bonito edificio de madera, cuyo interior, a la luz de las lámparas, daba sensación de calidez.

  • ¡Oh! ¡Qué guay! – exclamó, maravillada.

  • Bueno, ¿qué te parece si llevamos las maletas a la entrada? – preguntó Javier.

  • Me parece muy bien, precioso mío – sonrió, dándole un cariñoso beso en la punta de la nariz.

Mientras Javier sacaba del maletero el parco equipaje, bolsa de mano y pequeña maleta, y se encaminaba con éste al hotel, Susana, que iba detrás, cargada sólo con un bolso de respetables dimensiones, pensaba: "Es un buen tío; nunca me dejaría tirada". Eso fue lo primero que hizo cuando le dijo, ya junto a la puerta del vestíbulo:

  • Mira; te esperas aquí fuera, con las maletas, mientras yo me registro.

  • Pero aquí fuera hace frío – protestó Susana; se le helaba el aliento a cada palabra.

  • Susi, reina mía – la cogió de la mandíbula con una mano enguantada -, habíamos quedado en que actuaríamos con discreción, ¿recuerdas?

  • Sí – hizo un mohín, con cara apenada.

  • Venga, no te enfades, que será un momento – comentó Javier, mientras entraba ya en el hotel.

El momento fue una media hora que Susana pasó con las manos en los bolsillos del abrigo, pues carecía de guantes, y dando saltitos; el frío era intenso y un airecillo helado parecía cortarle las mejillas sonrosadas. Al fin salió Javier.

  • Sí que has tardado – le recriminó.

  • Me he hecho preparar esto, toma – le tendió una bolsa de papel marrón.

  • ¿Qué es? – preguntó extrañada.

  • La cena – contestó escuetamente -. Venga, vamos por aquí.

Empezó a andar por el ancho pasillo de madera que rodeaba al edificio; ella le siguió mientras decía:

  • ¿No vamos a entrar?

  • No – puso la mano en la barandilla de una escalera que conducía al piso superior -. Se puede acceder a las habitaciones por aquí.

Cargado con el equipaje, Javier llegó al rellano del piso seguido por Susana. "Es la número 28", murmuró para sí mientras iba mirando las puertas de roble.

  • ¡Aquí es! – exclamó, abriendo la puerta y dándole a la luz.

Susana entró y, ante sus ojos, apareció una habitación de estilo rústico; a un pequeño mueble con espejo y a un armario empotrado se sumaba una cama de matrimonio flanqueada por dos mesitas de noche, y un pequeño televisor colgado en la pared. Era de agradecer la cálida sensación que la envolvió:

  • Es monísimo – dijo, sonriendo a Javier. Éste depositó la bolsa y la maleta en el suelo, y dejó su abrigo en una silla, tras haber cerrado la puerta.

  • Venga, desnúdate – ordenó a la vez que empezaba a sacarse el grueso jersey -. Tengo muchas ganas de follar.

Cualquier sensación romántica que hubiese podido despertarse en el interior de Susana despareció como por ensalmo. Decidió callar e imitarle, sabedora de que el hombre controlaba totalmente la situación.

Pronto quedó él en unos calzoncillos que marcaban un diminuto paquete y Susana enfundada en el body, que torneaba sus maravillosas curvas.

  • ¡Estás hermosísima! – exclamó Javier, haciendo ademán de acercarse.

  • Espera – dijo ella sonriendo-. Quiero ponerme algo para ti.

Rebuscó en la bolsa, meneando las nalgas escarlatas entre las que se metía parte del body, ante los ojos encendidos de lujuria del hombre, que no pudo reprimir un pequeño gemido de placer.

  • Venga, Susana, venga – apremiaba.

Con sonrisa triunfal se volvió hacia él: en una mano sostenía una braguita y un camisón.

  • Te gustará, ya verás – sonrió, guiñando el ojo al desesperado hombre, que decidió sentarse en la silla para disfrutar del espectáculo.

Lentamente, Susana se despojó del body y quedó desnuda. Javier la jaleaba: "El coño, enséñame el coño"; ella abrió un poco los muslos y jugueteó con sus dedos en los labios de su sexo, que pronto sintió húmedo; "El culo, ahora el culo", se volvió, meneándolo provocadoramente. "Juega con tus tetas", y así lo hizo, endureciéndose los pezones al pellizcárselos. Cogió el tanga y se lo enseñó: era escandalosamente pequeño, negro y transparente; iba a ponérselo cuando él jadeó:

  • No…, no hace falta que te lo pongas.

Tenía razón, pensó Susana dejándolo de nuevo sobre el mueble: muchas veces había eyaculado sin darle tiempo si quiera a quitarle las bragas. Siguió con su ejercicio de seducción, mostrándole el camisón, de un azul transparente, con volantes a la altura del pecho. Se lo puso: era escotado de hombro a hombro, y a duras penas en su longitud conseguía taparle el coño y las nalgas… Se acercó a él libidinosamente.

  • Métete en la cama, rápido – ordenó él, quitándose los calzoncillos, que permitieron ver su pequeño pirulí apuntando al techo.

Susana sabía que debía darse prisa y sabía también cómo ponerse; así que se tumbó en la cama, boca abajo, ofreciendo a su acompañante el trasero cual bandera roja y abriendo un tanto sus muslos. Esperó. Pronto notó que los dedos de Javier se introducían suaves en su sexo, que volvió a humedecerse con prontitud. Con los ojos cerrados y la cabeza encima de la almohada, dejó escapar un corto gemido de placer.

  • Shhht… - oyó a sus espaldas -. Cállate, por favor.

Dos manos la cogieron por la cintura y sintió que la punta de aquel exiguo pene empezaba a introducirse en su interior; instintivamente, inició un movimiento de vaivén con su trasero.

  • Estate quieta, coño – susurró con rabia el hombre.

Así lo hizo; poco a poco, y a pequeños empujones, se iba la verga metiendo en su raja y, a medio camino, notó el aumento de presión de las manos de Javier y un gemido profundo: "¡Yaaaa!"; el esperma empezó a correr por su interior, entre los espasmos alocados de su compañero. Al cabo, cuando ya nada salía de él, recibió un cariñoso manotazo en el culo:

  • Perfecto, Susi. Que salgo ya.

Tan pronto como sintió que la abandonaba el pene, se puso una mano en el sexo, a modo de tapadora, y anunció a su compañero, que estaba tumbado en la cama:

  • Voy al baño.

Se metió en él y se limpió, frustrada por enésima vez; sin embargo, nunca se atrevía a decirle nada, no se diera el caso de que se cabrease. No pudo evitar acariciarse el sexo al recordar las poderosísimas vergas de su antiguo novio y de su primer alumno de clases particulares. "Basta, Susi", se dijo, "Vuelve con Javier".

Cuando salió del lavabo, vio que aquél volvía a estar vestido,

  • Voy un momento a llamar a mi mujer. Cena un poco, mientras tanto – dijo, señalándole la bolsa de comida.

  • Vale. Oye, Javier – habló ella, mientras se estaba poniendo el tanga - ¿Te importaría dejarme las botas fuera? No me gusta tener el calzado dentro de la habitación.

  • Pero en el pasillo no podrá ser – se extrañó él -. Si acaso, en el rellano de fuera.

  • ¿No se helarán?

  • Descuida, mujer – respondió, poniéndose el abrigo. Abrió la puerta que daba al exterior con las botas en la mano, y las dejó fuera. Un viento helado se introdujo y provocó tiritones a Susana.

  • Ya está – anunció Javier, cerrando de nuevo.

  • ¿No se las llevará nadie? – volvió a preguntar ella.

  • No te preocupes; ya daré aviso en recepción – "¿Quién cojones querría llevarse esas botas?", se preguntó al tiempo que contestaba.

-Vale, gracias.

Javier se le acercó y le dio un beso en la frente.

  • Ahora vuelvo.

  • Bien – respondió Susana.

Sola ya en la habitación, se acercó una silla al mueble y se sentó en ella con la bolsa de comida en la mano. Notó el fresco contacto de la tela en sus nalgas a la vez que miraba el contenido de la bolsa: un par de bocadillos fríos de jamón en dulce y un par de latas de cerveza. "¡Mierda!", pensó irritada, "Esto ya lo como en la pensión". Había sido una ingenua: horas y horas había estado soñando con comidas y cenas en el restaurante de un hotel. Apoyó la cabeza en una mano y se miró en el espejo: su rostro de mejillas sonrosadas, de grandes ojos verdes y labios generosos, de melena que ya llegaba a media espalda, le devolvía la mirada. "Yo no voy a esperarle…, que éste al igual se me tira una hora hablando con su costilla". Decidida, desenvolvió un primer bocadillo y empezó a comer. Por mucho cuidado que pusiera, algunas migajas se le introducían en el escote, cosquilleando por entre el nacimiento de sus hermosos pechos. De pronto, oyó un pequeño golpe que venía del exterior; levantó la cabeza, apartándose con una mano el cabello; otra vez el golpe

"¡Hostias! ¿No serán las botas?", pensó, "Sólo me faltaría quedarme sin ellas ahora". Dejó el bocadillo y se levantó para acercarse a una ventana; estaban tan empañados los cristales que era imposible ver nada. Sin embargo, se volvió a oír el ruido. "Yo las saco de ahí", se dijo, encaminándose hacia la puerta. Se detuvo un momento, dudando si ponerse el abrigo o no, pero al final venció la pereza. "Será un momento".

Abrió, el frío intenso la golpeó con saña; al mirar fuera, vio que las botas estaban junto a la barandilla a punto de caerse movidas por el gélido viento. "¡Oh, no!", se dijo Susana a la vez que salía rápida hacia ellas. Justo estaba a su lado cuando se cerró la puerta. Tiritando violentamente, con las botas en una mano dolorida, intentó abrir sin éxito. El viento empujaba con fuerza su camisón, que se le pegaba al cuerpo; el cabello volaba alborotado; casi no podía abrir los ojos y sentía como si el frío le cortase la piel. Como pudo, se dirigió en valerosa lucha contra las ráfagas hacia donde creía que estaba la escalera; no sentía nada más que el camisón aferrándose con fuerza a su anatomía. A tientas, llegó al primer escalón: estaba muerta de frío. Puso un pie en él y la nieve acumulada se le tragó la pequeña zapatilla; al pisar el segundo escalón, tiritando con violencia, resbaló de tal manera que cayó sobre la barandilla y dio la vuelta sobre ella cual si fuese una gimnasta profesional. En uno de los pomos de la barandilla quedó enganchado el camisón; medio rígida por el frío, Susana agitaba sus piernas e intentaba que la prenda no se le escapara por el hueco de la cabeza. Cuando estaba a punto de alcanzar con sus manos la barandilla, el camisón se desgarró y siguió en su caída a sus botas; con un chillido chocó violentamente de cara contra la nieve acumulada en el exterior y quedó como atontada.

Estaba calada hasta los huesos y temblaba intensamente. Aun así, consiguió ponerse de pie y avanzar, descalza y medio desnuda, hasta la escalera principal; ahí cayó, exhausta y rígida, en el tercer escalón. A duras penas musitaba: "Socorro, socorro".

La suerte quiso que dos juerguistas la encontraran allí, al cabo de diez minutos. Aterrados, entraron a aquella mujer, cuyos helados encantos mostraba con generosidad y que parecía muerta, al vestíbulo y de ahí, el hotel llamó a una ambulancia.

El grado de congelación era notable, pero no insalvable, le dijeron después en el hospital. Tuvo que decir su nombre, pues nadie en el hotel había dicho conocerla; ella habló de un tal Javier Muñoz; sin embargo, quedó a cuadros cuando le respondieron que nadie había registrado con tales señas. Fueron amables con ella y, al marcharse, le dieron unas braguitas de papel (del tanga, ni rastro), un jersey ancho de color rojo, unos tejanos algo grandes y unas zapatillas deportivas. La acompañaron a la pensión en una ambulancia. Por mucho que había insistido, nadie supo darle razón de su bolso de viaje ni de su abrigo.

Lo que jamás supo Susana es que Javier, que estaba comiendo en el restaurante, al salir al vestíbulo debido al bullicio y verla en aquel estado, decidió largarse lo antes posible. La misma noche pagó la habitación que había tomado con nombre falso y se llevó todo el equipaje; a medio camino, había tirado en un vertedero público la ropa y enseres de Susana.