El destino de Susana (7)

Finalmente, Susana se decide a dar clases particulares...

Ahí estaba, ya había llegado: desde la barra de la cocina americana la miraba una citación judicial acompañada de un aviso de embargo; el café con leche humeaba en su mano derecha. Habían llamado a la puerta hacía algo menos de una hora y ella había abierto tal y como iba, sólo cubierta por la parte superior del pijama dejando ver sus muslos, bien blanquitos ya desde que se había visto obligada a dejar el gimnasio, al agente judicial. Medio soñolienta aún, algo desgreñada, había firmado con una sonrisa… Siempre tan amable, siempre tan simpática: ¡Mierda! ¡Estaba más que harta ya!...

Corría mediados de noviembre, pero podía ir así por la casa porque, desde que supo que el gas se iba a unir al teléfono en el capítulo de los cortes de suministro, tenía la calefacción a tope. Se sonrió mientras apuraba la bebida caliente: ¿cómo se ducharía a partir del mes siguiente? ¿Con agua helada? ¿Debería alimentarse a base de latas y comida para microondas?

Se levantó un poco sobre el taburete para servirse más café y dejó entrever su trasero, rojo pimentón, adornado por una braguita blanca. La última llamada había sido para Maite, y le había explicado que, al final, había aceptado las clases particulares, pues lo de la editorial no había salido como esperaba. Sintió que una oleada de calor se apoderaba de su cara al recordar el desgraciado episodio. Lamentablemente, hoy era el último día, pero también iba a cobrar. Animada, abandonó el taburete y se sentó con las piernas muy juntas en el sofá; alcanzó una calculadora: a ver, veinticinco clases a 18 euros cada una: 450 euros; bueno, menos da una piedra.

Decidió ducharse y dirigirse ya hacia el piso donde daba las clases; en la ducha y mientras se secaba, iba pensando a qué dedicaría tal cantidad: algo de comida, algo de bebida, algún producto de maquillaje de tiendas de todo a 100

Se vistió: escogió para ello sujetador y tanga morados, un panti de negro intenso, una falda negra, ajustada, de media pierna y un jersey ancho, de cuello alto. Unos zapatos negros sin tacones, un breve peinado y unos pendientes largos completaban su aspecto.

Cogiendo un bolso grande, también del color que predominaba en su vestimenta, y una cazadora marrón, de ante, salió a la calle. Andando por ella hacia el autobús, oyó los rugidos de su estómago: desde el mediodía anterior sólo había comido una lata de sardinas en aceite; no podía permitirse otra cosa. De hecho, el último dinero que guardaba para gastos se lo había llevado un paquete de compresas del DIA.

El calor sofocante y el gentío del autobús provocaron que bajara de éste prácticamente mareada y que se sentara, pálida como la cera, en el banco de la marquesina. Se abanicó con la mano mientras veía puntitos de color azul. Algo rehecha, se dirigió a un edificio cercano, en cuyo portal entró; al salir del ascensor, llamó a una puerta que fue abierta por un adolescente de aspecto pícaro.

  • Hola, José; buenos días.

  • Buenos días, Susana. Pasa.

Entró al recibidor y siguió al muchacho hasta su habitación.

  • ¿No está tu padre? – "Coño, a ver si no voy a cobrar", pensó.

  • No, ha tenido que salir – se volvió a ella sonriendo, ya en la habitación -. Pero vendrá cuando acabe la clase – añadió para alivio de Susana.

Los padres del chico estaban separados, y José vivía unos meses con su padre. Se sentaron uno junto al otro frente a la mesa de estudio. Susana dejó el bolso en el suelo.

  • Bueno, hoy es el último día, ¿no?

  • Pues sí, supongo que sí – respondió sin mucho interés el chico.

  • Es raro, ¿no? – emitió ella una risilla estúpida -. El curso acaba de empezar, como aquel que dice

  • No sé – dijo distraídamente José.

  • Vale; vamos a hacer un repaso, a ver qué has aprendido.

Tras una hora quedó claro que el chaval no tenía ni puñetera idea de inglés. Desesperada y oyendo los rugidos de su estómago, Susana dijo:

  • Bueno; parece que ya es la hora. Algo sabes.

  • Sí – contestó el muchacho.

Pasaron cinco minutos en silencio, mirando como dos pasmarotes la pared cubierta de fotografías de automóviles.

  • Y…, ¿tardará mucho tu padre? – inquirió Susana.

  • No creo.

Otra vez silencio: "¡Hostias! ¡A ver si llega ya y cobro! ¡Tengo hambre!", pensaba ella cuando José la miró:

  • ¿Quieres ver la casa, mientras tanto?

Se quedó pasmada; pero, en verdad, no había conocido más que aquella habitación y quizá así el tiempo pasaría con mayor rapidez. Asintió. Se levantaron y se dirigieron al comedor, a una enorme terraza, a tres habitaciones, a dos baños y acabaron en la cocina, amplia, con una mesa y un banco de roble.

  • ¡Qué bonita y qué grande! – exclamó, maravillada.

  • ¿Quieres tomar algo? – preguntó el muchacho.

  • ¿Hay algo de comer? – dijo a su vez Susana, medio avergonzada.

  • No sé… Tú misma; míralo – respondió José.

Ella vio sobre el mármol una bolsa de cruasanes pequeños; la boca se le hizo agua a la vez que su estómago lanzaba mudas protestas.

  • ¿Puedo coger eso? – era audible la ansiedad de su voz.

  • Claro – oyó al chico, que hablaba mientras miraba en la nevera.

Susana abrió ansiosa la bolsa y cogió dos cruasanes: "Sé comedida", se dijo.

  • ¿Quieres una? – el muchacho le tendía una lata de Coca-Cola. La aceptó y se sentaron en el banco de roble. Susana devoraba los bollos.

  • Aún no has visto la biblioteca… - dijo José.

  • No – contestó ella con la boca llena.

Hubo unos momentos de silencio.

  • Vamos; te la enseñaré. Nos llevamos las Coca-Colas.

Siguió al chico hasta una puerta de caoba, que éste abrió con mucho cuidado. Le dio a la luz. Un sinfín de lamparitas iluminó una estancia cuyas paredes estaban vestidas con una inmensa librería, repleta de tomos. En medio, sólo había una gigantesca mesa de madera reluciente. Susana casi se atraganta.

  • ¡Guau! ¡Es maravilloso!

Entraron; el muchacho cerró la puerta tras de sí. Era evidente que algunos estantes estaban vacíos. La luz, intensa, se reflejaba en las verdes pupilas de Susana, que contemplaba, embobada, la habitación.

  • ¿Has visto ese hueco? – preguntó José.

  • Sí.

El muchacho puso cara apenada; parecía a punto de llorar.

  • ¿Qué ocurre con él? – se interesó la chica.

  • Mejor no saberlo.

Una chispa de curiosidad había nacido en el interior de Susana.

  • Dímelo; no te preocupes. En mí puedes confiar – sonrió.

  • Fue mi madre… - dejó la Coca-Cola en la mesa.

  • ¿Tu madre? – ella hizo lo mismo.

José se apoyó en la mesa, con la cabeza gacha:

  • Sí, mi madre. Mi madre estaba loca, y odiaba todo lo relacionado con el cuerpo humano. Decía que eran guarradas y que yo no debía ver ni saber nada de ello

Quedó pasmada, sin saber qué decir. El muchacho siguió, entre convulsiones:

  • Cuando yo tenía once años, entró aquí, gritando como una posesa, y tiró todos los libros de biología. Las discusiones con mi padre eran constantes

  • Pobrecillo – musitó Susana, poniéndole una mano sobre un hombro.

Él se volvió, los ojos llorosos.

  • Consiguió que mi padre me metiera en un internado religioso súper riguroso; ahora voy a cumplir los diecisiete, y no tengo ni puta idea ni del cuerpo femenino ni del sexo

"Ni de inglés", pensó ella, que seguía dándole golpecillos en el hombro, sonriente.

  • Tú podrías ayudarme – sollozó el chaval.

  • ¿Ayudarte? ¿En qué? – se extrañó Susana.

  • Pues, en lo que te he dicho.

  • No te entiendo.

  • ¡Coño! ¿Estás tonta o qué? – exclamó, medio irritado, José -. En lo del cuerpo femenino y el sexo.

  • Pero…, ¡si yo soy profesora de inglés! – saltó ella.

  • ¡Pero también eres mujer! – se desesperó José.

Susana se quedó a cuadros: "¿Qué me está diciendo éste? ¿Qué pretende, que haga el amor con él? ¡Si casi es un niño!"

  • Oye, yo… yo no puedo hacer nada. Tienes que comprenderlo – su mano, que en un principio había quedado rígida, efectuó un cariñoso apretón en el hombro del chico.

  • ¡Sabía que serías incapaz de ayudarme! – las lágrimas arreciaron de nuevo en sus ojos y hundió la cabeza entre sus brazos, sobre la mesa.

Susana se había quedado con el brazo en alto, como si efectuara el saludo fascista; notó que su corazón se aceleraba. Sentía pena por el chico. Decidió poner ambas manos sobre la espalda del muchacho y consolarlo de alguna manera. Le acercó la boca al oído:

  • Oye, mira, tranquilo – susurró -. Quizá la escuela, o tu padre…, eso, ¡tu padre!

El chico negó con la cabeza; se oía su voz ahogada: "No, no…". De pronto, la levantó y, mirando fijamente a Susana con los ojos repletos de lágrimas, dijo:

  • No entiendes nada, ¿verdad? Mi padre me mataría si le recordara algo de todo esto. De la escuela, ya te he hablado.

Ella se mantuvo, valiente, aguantando su mirada:

  • Creo que debes confiar en tu padre. ¿Por qué no se lo dices hoy? Yo estaré a tu lado – se sintió muy orgullosa de sus palabras. "Así debe ser una maestra con su alumno; apoyarle y ayudarle", pensó.

El chaval se desasió con violencia de sus manos y se apartó un poco de ella, antes de decirle:

  • ¿Sabes qué? Lo que sí le diré a mi padre es qué poco he aprendido; sé cómo es: con suerte te pagará la mitad de las clases.

La cara de Susana era un poema: esperaba agradecimientos y no aquellas palabras que habían conseguido herirla un poco.

  • ¿Serías capaz? Esto suena a chantaje – alcanzó a musitar.

  • Soy capaz – respondió José, con los ojos aún enrojecidos -. Que venga cualquier profesor de inglés y diga lo que he aprendido contigo: nada.

Para Susana fue como si le hubiesen dado un puñetazo; de pronto, comprendió que la amenaza del chaval podría cumplirse y quedarse con la mitad del dinero que ya había distribuido mentalmente. Mirando, sin verla, la cara del chico, con ojos como platos, sintió un sudor frío y nuevas palpitaciones: "¡Necesito el dinero para comer!", hubiese querido gritar, pero se decidió a sonreírle:

  • Lo primero que debemos hacer es ver cómo está esto – y le puso la mano en la entrepierna. El pasmo de José fue total; sin embargo, su pene reaccionó a las caricias para placer de Susana, que ya notó como un cosquilleo en el estómago.

  • Bien, bien – los ojos empezaron a brillarle -. Ahora levanta tus manos, así, y ponlas en mis tetas… - la sensación que la acompañó al notar los dedos del chico fue alucinante -. Están duritas, como tu pene, y los pezones también, ya lo verás – jadeó, acalorada.

Siguió haciendo de maestra de ceremonias:

  • A ver…, que te quito el jersey – ayudó al chico a sacárselo; le palpó el torso, muy cerca ya. Ni ella había soltado la polla, ni él las tetas -. Estás muy fuerte… Voy a desabrocharte la camisa – sonrió.

  • ¿Y tú? – gimió el chaval - ¿No te vas a sacar el jersey?

  • Tú calla y sigue mis pasos – leve presión en el pene, roca ya -. Luego me ayudarás.

Abandonó el falo y se aplicó a desabrochar la camisa; botón a botón, sin parar de mirarle y sonreírle con lujuria contenida. Luego se la sacó, y empezó a lamerle y a besarlo muy despacio el pecho y los pezones; el chico, que no había soltado las tetas, creía morir de placer.

Susana ya no era dueña de sí misma; el hecho de saberse señora de una virginidad aumentaba hasta el infinito su lascivia natural.

  • Quítame el jersey – ordenó jadeante.

Con torpeza y nerviosismo, así lo hizo; los senos de la chica bambolearon prisioneros aún del sujetador.

  • Ahora vamos a besarnos – susurró ella, cogiéndole por la espalda y hundiéndole las endurecidas tetas en el pecho. Él le acercó los labios.

  • No, así no – sonrió Susana -. Abre la boca, y déjame hacer…, estate tranquilo.

Lo besó con dedicación, sin prisas pero con fuerza, jugueteando con su lengua y mordisqueando con cariño sus labios. José sentía que iba a estallar. Ella lo soltó sonriente, le hizo la señal de silencio con el índice en los labios y empezó a descender por su cuerpo, lamiéndolo y besándolo, acompañada de gemidos de placer.

  • Las manos en mi cabeza – susurró desde el ombligo.

Así lo hizo el muchacho, a la par que notaba que le desabrochaba el cinturón y el pantalón y le bajaba la cremallera. Ante los relucientes ojos de Susana emergió un erecto miembro de buenas dimensiones y grueso; se relamió los labios y le dio dos besos en la punta. Oía, muy excitada, gemir de placer a su joven pareja. Se levantó sobre sus rodillas:

  • Ahora…, tienes que descubrir el cuerpo femenino.

Provocativamente, sin dejar de mirar aquel palo que desafiaba la gravedad, Susana dejó caer su falda; su hermoso cuerpo, sus voluptuosas curvas se mostraron al chico cubiertas sólo por la ropa interior y el panti. Ella se le arrimó y le susurró al oído:

  • Soy algo culona, pero es normal que el culo y las caderas de las mujeres sean más grandes que las de los hombres. Pon tus manos en mi trasero y acarícialo

Así lo hizo; el contacto con aquella carnosidad tan maravillosa y con el suave tejido del panti estuvieron a punto de hacer que se corriera, cosa que sí ocurrió a Susana, así como sintió el roce del cuerpo juvenil en sus pechos y el duro tacto de la verga junto a su coño

  • Oooooooooh – gimió.

Le besó con pasión y se apartó de él; tenía que sentir aquella polla en su interior. Se bajó el panti; con los nervios se hizo una carrera, pero no eran momentos para detalles. Volvió a aferrarse al chico, que no hacía más que jadear.

  • Ahora, meterás tus dedos por debajo de la braguita y acariciarás mi sexo – susurró -. Notarás que está muy húmedo…, eso es como nuestra erección.

José hundió sus dedos provocándole un pequeño dolor.

  • Con suavidad, mi niño – gimió Susana.

Notó cómo jugueteaba con los labios y el clítoris, mientras ella le besaba con pasión y le mordisqueaba muy excitada; sintió correrse otra vez. Cogió con fuerza aquel pene que se revelaba tan poderoso.

  • Ahora – jadeó Susana – te tumbas en la mesa, que yo me sentaré encima de ti.

Y lo iba empujando hacia el mueble; José se detuvo un momento:

  • Susana

  • Dime, chiquillo.

  • ¿Por qué te noto la piel tan rara en el culo? ¿Es normal?

Ella paró un momento en sus besos y caricias, pero continuó en seguida diciéndole:

  • Me lo quemé… Si pudieras verlo, está muy rojo.

Cuando ya estaba medio tumbado en la mesa, merced a los empujones de la chica, dijo de nuevo:

  • Otra cosa

  • Dime.

  • ¿Puedo ver tus tetas?

Ella sonrió; seductoramente se llevó los brazos a la espalda y se desabrochó el sujetador; dos maravillosos melones bambolearon ante los ojos lascivos del chico.

  • Son increíbles

  • Gracias – siguió sonriendo Susana -. Venga, túmbate.

José se estiró con la verga empinada; Susana se quitó el tanga junto con la compresa, que vio limpia: ¡suerte que aquél era el último día de la regla! Subió a cuatro patas sobre la mesa, al lado del muchacho, y, cual gatita, empezó a lamerle el estómago, la entrepierna, los testículos y se detuvo un rato en el pene. José estaba con los ojos en blanco, gimiendo y jadeando de placer. Susana se sentó a horcajadas sobre él, de tal modo que pudiera sentir en los labios de su coño la verga del muchacho. Se bajó hacia él y le susurró:

  • Mordisquéame las tetas.

Así lo hizo él, atrayéndolas a su boca y deteniéndose en los pezones, duros, muy duros y erectos. Susana movía el culo arriba y abajo, rozando sus labios con el pene y sintiendo un placer enorme

  • Ahora – musitó entre jadeos – vas a entrar en mí.

Bajó una mano y dirigió la verga de piedra hacia su coño; la introdujo con suavidad y volvió a moverse lentamente. No hizo falta demasiado, aquello estaba tan húmedo que pronto la sintió hasta el fondo.

  • Ooooooohhh – gimió, corriéndose por tercera vez.

Empezó a moverse como una loca; el muchacho ya no podía más y con un potente grito de placer hizo que Susana notara cómo su semen se esparcía por su interior. No dejó de menearse ni de besarlo, intentando así aumentar esa sensación. Poco a poco, la emisión de esperma fue reduciéndose, los espasmos de José menguando y la polla perdiendo su dureza inicial; de todos modos, a Susana le encantaba tenerla así, como si fuera suya.

Fue susurrarle con cariño "Ya está" cuando la puerta se abrió de golpe: a los ojos del padre del chico apareció éste tumbado con un trasero enorme de color rojo chillón encima. El sobresalto de Susana fue mayúsculo; le acompañó un potente golpe de aire que refrescó la raja de su culo y su sexo, poseedor aún de aquel maravilloso pene.

  • ¿Qué coño pasa aquí?

El enorme grito la hizo saltar y abandonar de golpe su tesoro; sentada sobre la mesa, vio al airado padre del joven, rojo de ira. Inconscientemente, se cubrió las tetas mientras acertaba a murmurar totalmente fuera de juego:

  • Yo… yo

José se había sentado también y decía:

  • Papá.

  • ¿Qué es esto? – siguió gritando el hombre -. ¿Qué hacéis aquí follando?

Con los brazos en cruz sobre sus pechos, con el corazón galopante, dijo Susana:

  • Su hijo me contó

  • Cállate, hostias – espetó el irritado caballero -. José, dime qué pasa aquí.

  • Papá – puso cara de gran arrepentimiento -, esta tía me dijo que me iba a enseñar muchas cosas nuevas.

Susana apenas podía dar crédito a sus oídos; con la boca abierta un palmo y tan sonrojada como su trasero dijo, eso sí, sin descubrir sus tetas:

  • ¿Cómo? ¿Y toda la historia que…?

  • ¡Que te calles, ramera! – aulló el padre -. Sigue, José, sigue.

  • Lo que te contaba; me dijo que aprendería con ella cosas que luego me servirían mucho en la vida.

  • Pero… pero… - sólo hacía que repetir ella, sintiendo un ardor terrible en su cara. El hombre la miró con ojos furiosos:

  • Es menor de edad, ¿lo sabías?

  • Pero… pero

  • ¡¡¿Lo sabías?!!

  • Sí, pero… - murmuró Susana.

  • Ni pero ni hostias – gritó de nuevo el padre de José -. Vístete, que luego hablaremos. Tú – dirigiéndose a su hijo – coge la ropa y ven conmigo.

José bajó de la mesa y cogió su ropa; Susana también bajó, ayudándose del trasero, pues no quería descubrir sus tetas, cual último reducto de su recato femenino. Una vez en pie, tras intentar cubrirse también el coño, probó a seguir hablando:

  • Oiga, verá, su hijo

  • ¡Que te calles ya, la hostia puta! – chilló el hombre -. Estoy muy cabreado. Vístete – y dio un enorme portazo al salir.

Rabia y vergüenza en su interior acompañaron a Susana mientras se vestía; mentalmente iba construyendo un discurso que la apartaba de toda responsabilidad. No encontró el jersey que, sin duda confundido con su ropa, se había llevado el chico.

Abrió la puerta y salió al comedor en falda y sostén, decidida a explicar y exculpar tanto a ella como al chico, víctima de un enorme problema psicológico, pero el que empezó a hablar fue el padre, sentado en una butaca:

  • Esto es muy grave, señorita.

  • Puede explicarse – intentó ella.

  • Lo siento – negó con la cabeza el hombre -. Sobran explicaciones ante unos hechos de tal calibre. Tome, el jersey…, se lo había llevado José.

Se lo tiró y Susana lo cogió al vuelo haciendo menear sus tetas.

  • De todas maneras, permítame… - dijo con la prenda en la mano.

  • Mire, será mejor que se calle y se largue – espetó aún sentado -. ¿No se da cuenta de la gravedad de su situación?

Ahí sí que Susana se quedó sin habla; iba a ponerse el jersey, cuando se le ocurrió preguntar:

  • Oiga…, ¿y el dinero de las clases?

De un furioso salto, el hombre abandonó su asiento y la cogió del brazo agitándola violentamente:

  • ¿Qué dices, puta? ¿Cómo te atreves? ¡Largo! ¡Me tienes harto!

Aterrada, Susana se dejó arrastrar hasta la puerta del piso, que el hombre abrió con furor; aquella garra que le apretaba el brazo dejándole unas marcas blanquecinas la lanzó al rellano y chocó contra la barandilla, de tal modo que el bajo vientre pareció estallarle con un dolor intenso. Entre quejas, fue resbalando hacia el suelo con la desgracia de que el panti se había enganchado en un pequeño hierro: lo que quedó cubriendo su pierna derecha no fue más que un jirón que, en su momento, fue media.

Quiso la mala suerte que fuera espectadora de excepción una pareja de mediana edad, que la contemplaban aterrorizados; y no era para menos: Susana estaba sentada de costado en el suelo, el cabello desgreñado, las tetas subiendo y bajando al ritmo de sus lloros, medio ocultas por el sujetador, la falda arremangada, el panti destrozado, zapatos caídos y un jersey a su lado.

Se volvió a abrir la puerta:

  • ¡Faltaba esto! – chilló de nuevo el padre de José, y lanzó sobre su cabeza el bolso, una de cuyas hebillas le dio en pleno ojo y le hizo ver estrellas de todo tipo, y la cazadora. Luego oyó, horrorizada, que daba explicaciones a sus vecinos -. Con el rollo de darle clases, la he encontrado aprovechándose de mi hijo… Si es que hay que andarse en estos tiempos con pies de plomo.

  • Y ellas son las peores – matizó con recriminación la mujer.

  • Buenas noches, y perdonen el espectáculo.

  • Buenas noches; debería llamar a la policía, ¿no le parece? – ahora era una voz masculina.

  • Es igual, es igual… - las voces le llegaban como en sueños, mientras su dolorido ojo se hinchaba por momentos – tampoco le quiero problemas a la chavala.

  • Es usted demasiado bueno, señor García – era la mujer -. A estas pelanduscas hay que escarmentarlas.

  • Quizá haya aprendido la lección – dijo el padre de José -. Discúlpenme, pero he de retirarme. Buenas noches de nuevo.

  • Buenas noches.

Con la máxima dignidad posible, entre sollozos, muerta de vergüenza y sin ver casi nada con su ojo derecho, Susana se levantó como pudo; se puso el jersey nerviosamente y, tras recoger el bolso y la cazadora, marchó de allí, no sin antes oír, con el corazón desbocado y un intenso calor en las mejillas:

  • Mejor que te largues y dejes a los niños en paz…, que parece mentira.

Si entrásemos ahora en la casa de José, concretamente en el comedor, veríamos a padre e hijo partiéndose de risa y felices:

  • ¡La segunda que cae! – decía el señor García.

  • Sí – terciaba el hijo -, pero ésta estaba mucho más buena y parecía, no sé, más profesional.

  • Nada, nada…, que a veces te tengo envidia – en tono picarón.

  • Has grabado la cinta, supongo.

  • Con esta película ganaremos una pasta. Mañana pondré otro anuncio para clases particulares.