El destino de Susana (6)

Susana se decide a visitar a su editor...

Enfundada en un corto vestido tejano que se sujetaba por el cuello dejando brazos, hombros y espalda al descubierto, con un bolígrafo en una mano y una calculadora en la otra intentaba, sentada en el sofá amarillo de su salón, cuadrar unos números imposibles. Con desesperación, veía que aquellos se negaban tercamente a seguir el camino que a ella le hubiese gustado.

Dejó bolígrafo y calculadora, tomó un humeante tazón que tenía sobre la mesita, al lado de mil papeles sin sentido, y se dejó caer en el respaldo con las piernas muy juntas; sorbiendo poco a poco el café con leche, pensó en su delicada situación. Dejando todo capricho, tenía lo justo para pagar dos meses más de alquiler, no le llegaba ni siquiera para cubrir facturas y comida, aunque aún podía tirar un poco de la tarjeta de crédito, que ya se acercaba peligrosamente al límite. El coche... una ola de calor ascendió por su rostro... debía ya dos meses. Lo tenía en un depósito municipal, inservible, pues la policía lo había encontrado sin ruedas y abierto, vacío por dentro. Desde la mesa la miraba, desafiante, una multa por falta de señalización: alguien se había llevado los triángulos... y, si algún día se decidía a llevárselo, para ir directamente a un taller, claro, ... no quería ni imaginarse cuánto debería pagar por la estancia.

Unas lágrimas ascendieron a sus ojos: no sabía qué hacer; de la editorial hacía tiempo que no la llamaban, desde "aquello" con el señor Ramírez... el señor Ramírez... se le iluminó el rostro... ¡claro!, ¿por qué no seguir las directrices que marcaba la empresa? Era una solución, no muy atractiva y nada digna, pero tenía que salvar la situación: "situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas", recordó haber oído en una película de dibujos animados, se dijo, medio sonriente.

Dejó la taza ya vacía en la mesita y se levantó: "Ánimo, Susana; es vergonzoso, vale...pero necesario". Se sentó junto al teléfono, marcó el número de la editorial e intentó relajarse, echándose hacia atrás y cruzando sus hermosas piernas.

  • Editorial Discover, dígame – contestó una voz femenina.

  • Hola, buenos días.

  • Buenos días.

  • Mire, soy Susana Fajardo, traductora que colabora con la editorial.

  • ¿Qué desea, señorita Fajardo?

  • Quisiera hablar con el señor Ramírez, si es posible.

  • Un momento, por favor.

Unos cinco minutos la acompañó una música de fondo; "venga, que es para hoy... Qué gasto...", pensaba con desesperación.

  • Buenos días; soy Eva, secretaria del señor Ramírez.

  • Hola, Eva; soy Susana.

  • ¡Ah! Hola, Susana. Dime.

  • Oye, es que quería hablar con el señor Ramírez. ¿Crees que podrá ser?

  • A ver... Sí, mira; tiene hoy un hueco de media hora a la una.

  • ¿Y tú crees que le irá bien?

  • Chica, ¿por qué no? Igualmente tiene que quedarse.

  • Pues vendré, ¿vale?

  • Vale, Susana.

  • No te molesto más, hasta luego, Eva, y gracias.

  • Hasta luego, bonita.

Colgó sonriente y algo nerviosa se dijo: "Primer paso realizado"; miró el reloj: aún no eran las once. Juntó las piernas y se las cogió por las rodillas descubriendo sus muslos hasta el principio de las braguitas: "Ahora, a acicalarse y a ponerse guapa a rabiar".

Se duchó, sin acabar de acostumbrarse al tacto rugoso de la piel de su trasero; escogió la ropa interior: un sujetador negro de tiras trasparentes y una brevísima braguita a juego. Una camiseta también negra, de un tirante y de generoso escote, y una falda de marrón claro, tan corta que apenas le tapaba las nalgas, completaron una vestimenta que casaba con aquel tiempo caluroso de principios de octubre. Dedicó especial atención al maquillaje, que la tuvo ocupada cerca de media hora y que le permitió estrenar su última adquisición: un carmín de rosa intenso que tenía la peculiaridad de dejar como estrellitas en sus carnosos labios. Se contempló satisfecha.

Se había puesto unos zapatos de tacón y cogido un diminuto bolso cuando sonó el teléfono; un sudor frío apareció en su frente...

  • ¿Sí?

  • ¿Susi? Soy Maite.

  • ¡Ah! – suspiró aliviada -. Hola, dime, que tengo algo de prisa.

  • Oye, es por lo de las clases particulares...

  • Sigue, Maite.

  • Mira: hay unos que buscan a alguien que dé clases de inglés a su hijo, pero tienes que llamar hoy mismo.

  • ¡Ah, gracias!, pero, ¿sabes? Me acaban de llamar de la editorial – mintió descaradamente -. Creo que las cosas me van a ir bien de nuevo.

  • ¡Anda, Susi! Me alegro de veras. ¿Vas a ir ahora?

  • Gracias. Pues sí, estaba a punto de salir.

  • Venga, cariño. Que te vaya muy bien.

  • Eso espero. Hasta luego, Maite, y gracias otra vez.

  • Hasta luego, Susi. ¡Suerte!

Las clases particulares habían sido una idea de su amiga cuando la había llamado llorando desesperadamente, pero ya no harían falta. Hundía su dignidad y su vergüenza, eso sí; sin embargo, con un esfuerzo quizá podría salvar su delicada situación económica.

Eso iba pensando en la calle y en el metro; de todos modos, no era en absoluto ajena a las innumerables miradas de deseo lujurioso que percibía agradecida y excitada, como siempre. En sus andares, ponía la máxima feminidad posible, y el bamboleo de sus caderas, el insinuante movimiento de sus tetas y de sus nalgas provocaron más de un silbido de admiración y más de un piropo: al sentirse admirada, Susana se sabía más segura.

A la una menos cuarto aproximadamente, Susana se encontraba frente a la mesa de Eva; era ésta una treintañera rubia, de buen aspecto, cuyos ojos azules la miraron con una pizca de envidia.

  • Hola, Susana – "jamás me atrevería a salir así a la calle", sonrió.

  • Hola, Eva; me he adelantado un poquito, creo.

  • Sí, así es – consultó el reloj -. Pero, tranquila; siéntate, que así que me diga algo te aviso.

Susana cogió una revista y se sentó a esperar en una de las butacas de la sala; quien pasara por ahí quizá llegara a adivinar que al final de aquellas torneadas piernas cruzadas, al final de aquel maravilloso muslamen, había algo semejante a una falda. De vez en cuando, Eva le dirigía miradas furtivas: "Es un escándalo; parece una puta de feria", pensaba sintiendo vergüenza ajena.

Una hora se tiró Susana esperando; cuando ya se sabía la revista de memoria, sonó el intercomunicador. Eva sonrió:

  • Ya puedes pasar.

  • Gracias – dijo Susana, dejando la revista y levantándose. Entró en el otro despacho:

  • ¿Permiso? – soltó, algo apurada.

  • Pase, señorita Fajardo – le respondió el señor Ramírez, sentado tras su mesa. El impacto que recibió éste al verla fue potente. "¡Coño! ¿Y ésta...? ¿Se cree que esto es una editorial de revistas porno?"" sintió cierta dureza en su entrepierna.

Susana cerró la puerta y se acercó a la mesa; allí se quedó de pie sin saber qué decir.

  • ¿Y bien? – encarnó las cejas el editor.

"¡Qué le digo yo ahora!", se desesperó ella, mientras se retorcía las manos intentando poner una sonrisa seductora, pero que, atendiendo a su nerviosismo, no pasaba de darle un cierto aire de bobalicona.

  • ¿Pu... puedo sentarme? – preguntó al fin.

  • Claro; siéntese.

Susana volvió a adoptar la postura que había mantenido durante la espera; con los ojos casi fuera de órbitas, notaba el señor Ramírez que le dolía la verga, dura como una roca. Ella decidió interpretar el papel de víctima; tragó saliva y murmuró:

  • Hace tiempo que no me llaman.

El editor seguía muy serio, casi le daba miedo.

  • Ya le avisé que hay mucha oferta en estos momentos de traductores – "Maldita zorra, siempre me pones a tono"; notaba muy viva su polla.

  • Estuve pensando en sus palabras... – se atrevió a decir. "¡Dios mío! ¡¡Me muero de vergüenza!!".

El señor Ramírez se echó hacia delante y, con los codos sobre la mesa, juntó las manos:

  • Bueno; ya hace algún tiempo de eso.

Azorada, Susana no sabía cómo continuar; el editor vino en su ayuda:

  • ¿Y cuál es su oferta?

  • Ser... ejem ...., ser más.... ac ....activa – el color rojo hubiese envidiado su cara.

Una enorme sonrisa se apoderó del rostro del hombre:

  • No la entiendo; hable claro, por favor – "ahora me vas a rogar, furcia".

Susi notaba que el corazón le palpitaba a mil por hora; "¡lánzate!, ¡lánzate!", intentaba animarse:

  • Haré lo que usted me diga – dijo de corrido.

Una mueca sarcástica salpicó los labios del editor:

  • ¿Serás mi puta, quieres decir?

Una ola de calor más potente aún, si cabe, que las anteriores invadió las mejillas de Susana. Se quedó bloqueada. El editor esperó medio minuto antes de continuar:

  • La verdad es que no te entiendo. ¿Qué coño quieres?

  • E... eso.... – se obligó a decir venciendo su vergüenza.

  • Bien... bien... vamos por buen camino – sonreía el señor Ramírez -. Mira, Susana... me harás feliz si haces lo que te digo.

Tenía ganas de llorar, de escupirse a sí misma, pero aguantó.

  • Claro – la sonrisa era como una máscara que dolía.

  • Por un lado... y lo siento... me gustaría llamarte puta...

Asintió, perdido ya cualquier rasgo de dignidad.

  • Y por otro, quisiera cumplir una antigua fantasía: que me la chupen aquí, junto a la mesa, mientras me tomo una copa y me fumo un puro...

Volvió a asentir, la mente en blanco. No, la que iba a hacer todo eso no era ella...

  • Mira; en ese armario encontrarás unas copas y una botella de whisky. Me sirves uno y me lo das... Venga, puta, que lo quiero ahora.

Intentando mantener cierto porte, Susana se levantó y dejó el bolso en la butaca; abrió el armario y sirvió la bebida mientras oía que el señor Ramírez se encendía el puro.

  • Tenga – dijo, ofreciéndole el vaso. El editor negó con la cabeza:

  • Da la vuelta a la mesa... puta.

La palabra resonaba cada vez como un latigazo en su interior; tuvo ganas de echarle el whisky a la cara, pero volvió a aguantar e hizo lo que le había dicho.

  • Muy bien... Dime, Susana, puta mía, tú eres tonta, ¿no?

Cara de perplejidad.

  • ¿Y el hielo, imbécil? – seguía sonriendo el señor Ramírez.

Una ola de irritación ascendió a su rostro:

  • ¡No hemos quedado en que podía insultarme! – exclamó, enrojecida.

  • Vale, vale... – dijo el editor -. Pues mira, puta, puedes largarte ahora mismo si no te gusta lo que te digo.

"Necesito el trabajo, necesito el trabajo...", se dijo una y otra vez, para liquidar cualquier rastro de dignidad. Intentó sonreír y lo consiguió:

  • Lo siento; ahora voy a por hielo.

Regresó con el vaso y se lo entregó.

  • Bien; ahora, mi putita, te pones de rodillas y me la trabajas.

Manteniendo aquella sonrisa de muñeco, Susana hizo lo que el editor le había mandado; notó cómo el aire acondicionado le refrescaba las nalgas y el coño cuando, en esa postura, procedió a bajarle la bragueta y a sacar de ella un miembro duro, enrojecido y de tamaño medio... Oía también que el señor Ramírez le daba al cigarro habano cuando ella decidió aplicarse a su puro particular, y lo hizo con tesón y voluntad, introduciéndoselo hasta la campanilla y jugueteando con él, lamiendo, besando y mordisqueando la verga.

Los jadeos y gemidos del editor llenaban ya el despacho; Susana se detuvo un momento, sin soltar su presa:

  • ¿Le gusta así? – preguntó.

  • Sigue, puta, sigue – gimió el hombre.

Volvió a metérsela entre los labios y pronto su dedicación tuvo premio, pues al grito de "¡Me vooooooyyyyy!" el esperma inundó su boca y se afanó a tragárselo mientras murmuraba:

  • Mmmmmmmmmmmmmm... – procurando con su tono darle el máximo placer.

La emulsión fue descendiendo; Susi no dejaba escapar una gota. Ni el uno ni la otra oyeron el interfono ni la voz de Eva anunciando no se sabía qué. Cuando el último chorro de semen se dispersó por la lengua y la garganta de Susana, que seguía acariciando con sus labios un pene ya fláccido, se abrió la puerta:

  • ¡Hola, cariño!

La impresión que se llevó la esposa del señor Ramírez al ver a éste con síntomas de haber disfrutado de algo maravilloso, y al observar aquellos cabellos negros cubiertos de la ceniza del puro que él aún mantenía en su mano, la dejó sin habla y con una palidez extrema: media cabeza de Susana que, al parecer, había servido de cenicero, sobresalía de la mesa.

  • ¡¡¡Enrique!!! ¿Qué es esto?

El estupor se reflejaba en la cara del editor; Susana se había quedado helada, con la polla aún en la boca.

  • ¡¡Hostias, Matilde!! Yo.... ¡¡¡ suelta ya, coño!!! – un potente golpe en la frente hizo que Susi abandonase el pene y cayese sentada. En su posición vio a la mujer de mediana edad, roja cual pimiento, y con un vestido muy caro.

El señor Ramírez, o Enrique, como había descubierto ahora que se llamaba, se había levantado y, abrochándose la bragueta, se dirigía a su mujer diciendo:

  • Matilde, verás… Me he olvidado de que venías… No, no es eso… Perdóname, ésta me ha sacado de quicio y

  • ¡Una niña! ¡Te la haces mamar por una niña! – exclamó Matilde.

  • ¡Por el amor de Dios! ¡Escucha!

  • ¡Cerdo! – le escupió en la cara. Luego le cerró la puerta en las narices. Un silencio opresor se adueñó del despacho. Susana seguí en el suelo, sentada en él con los brazos detrás de la espalda y con el trasero al aire, como espectadora de excepción.

Al darse la vuelta, el señor Ramírez reparó en ella; hizo una mueca de asco:

  • ¿Qué coño es esa mierda que tienes en el culo?

  • Me quemé – contestó molesta.

El editor negó con la cabeza:

  • ¿Qué haces aún aquí? ¡Lárgate!

Con la máxima gravedad posible, Susana se levantó y sacudió la cabeza para echar de ella toda la ceniza posible. Cogió luego el bolso y se dirigía hacia la puerta cuando se volvió:

  • Yo he cumplido con mi parte, señor Ramírez.

La ira que apareció en aquellos ojos desesperados la asustó de veras:

  • Pero…, pero…, ¡será hija de puta! ¡Gilipollas! ¿No ves que acabas de destrozar mi matrimonio?

Susana quedó pálida cuando vio que se le acercaba; temió que aquel hombre furioso empezara a golpearla; sin embargo, se detuvo ante ella y masculló:

  • No eres más que una furcia barata. Lárgate de aquí. No quiero ver nunca más tu estúpida cara, o llamaré a la policía.

  • ¡Susi! – es lo único que pudo exclamar Eva cuando, como una exhalación, Susana pasó por su despacho a toda prisa y llorando.