El destino de Susana (5)

De cómo una jornada playera puede convertirse en una pesadilla...

A duras penas y arrancando más de un berrinche a los conductores que esperaban, pudo Susana aparcar el coche. Palabras irónicas, miradas sarcásticas y algún que otro insulto acompañaron su sudorosa vergüenza mientras ponía el freno de mano y se le calaba el automóvil al haberse olvidado, con los nervios, de sacar la primera.

"Mecagüen...", rezongó para sus adentros, mientras temblorosa y con la llave en mano, salía al exterior. Una vez fuera, se dirigió al maletero y sacó de él una bolsa de mimbre que contenía los objetos que aquella mañana había puesto con la intención de disfrutar de un día de playa.

Miró el automóvil con orgullo: era un Clío de segunda mano, que había comprado a plazos hacía un par de días; en el cristal de la portezuela trasera se reflejaba su silueta y se adivinaba su media melena morena, batida por una suave brisa, unas gafas de sol y una camisola blanca, que ondeaba hasta medio muslo, delatando la presencia de un breve biquini azul, una de cuyas tiras asomaba por su cuello, bajo el cabello.

Cerró el coche y empezó a andar con unos zuecos de diseño, pero incómodos y algo dolorosos; la cinta que los sostenía era tan estrecha que, a cada tres pasos, estaban a punto de salirse del pie... "¡Vaya mierda!", pensó. Si bien había llegado a la playa a las diez, era tal la avalancha de gente, que no había encontrado aquel difícil aparcamiento hasta media hora más tarde; y como estaba bastante alejado, y con aquellos andares, pues presumía que tardaría otra media en estar tumbada al sol.

Sudando a mares y nerviosa a más no poder a causa de los dichosos zuecos, llegó, al fin, al inicio rocoso de la playa: la miró, el agua azulada se veía algo lejos debido a la anchura de la zona arenosa. Ésta presentaba un aspecto desolador, con un lleno hasta la bandera. Susana torció el gesto, desesperada, y miró el reloj: eran casi las once. Empezó a descender por las rocas, pero pronto se dio cuenta de que sería una tarea de titanes si seguía haciéndolo con aquellos zuecos, así que, apoyándose en una de las piedras, se los quitó. El contacto de sus pies con aquella superficie ardiente le provocó, aparte de dolor, un recuerdo muy desagradable. Con determinación y muy lentamente, como si anduviera sobre ascuas, fue avanzando mientras pensaba: "Si el trasero lo aguantó... Ay, mierda... ¡Cómo duele! A medio camino, ya en la arena, el suplicio le parecía infernal y le arrancaba pequeñas lágrimas: "La hostia puta. Con lo que he tardado, yo no me vuelvo ni loca...".

Se rindió a la evidencia y volvió a ponerse los zuecos; la sensación de alivio fue pareja a la sensación de que jamás, andando con aquello, llegaría a su destino. Poco a poco se fue metiendo entre la gente, sorteando toallas y sombrillas, buscando un pequeño rectángulo en el que pudiera depositar sus cosas. No quería estar lejos del agua por dos motivos: para evitar que le robaran algo mientras se bañaba, como ya había sucedido alguna vez, y para no ponerse de nuevo aquellos malditos zuecos...

Al final obtuvo su recompensa: entre dos sombrillas pertenecientes a grupos familiares el número de cuyos miembros quitaba el hipo, había un hueco perfecto... Sin dudarlo, se puso en él, sonriente como una triunfadora, dejó la bolsa y sacó de ella la toalla, que tendió en el suelo.

El ver aquel culo más enrojecido de lo habitual dando aquellos meneos, prieto por un trozo de tela azul, produjo una poderosa erección en el calvo padre de familia de la sombrilla de la izquierda.

  • Estás embobado mirando a esa niña – le recriminó su mujer, cuyas carnes, ya vencidas por la gravedad, iban ceñidas por un biquini negro.

Ajena a todo ello, Susana se quitó la camisola, la guardó en la bolsa y se tumbó boca abajo. El trasero, de un rojo chillón insultante, se elevaba de su anatomía como si de una pequeña montaña volcánica se tratase.

  • ¿Qué le habrá sucedido en el culo? – susurró la mujer que antes había amonestado a su marido, como hipnotizada ahora por aquella turgencia de piel tan extraña.

  • Hostias – respondió el marido, cuyo bañador estaba a punto de reventar -. No tengo ni idea...

Susana se desabrochó la parte posterior del biquini, decidida a desacalorarse con la brisa que la envolvía antes de darse un baño. No duró mucho su intención, pues al poco notó cómo le caía arena encima; esto se repitió tres veces más antes de que levantara la cabeza y viera a unos niños que jugaban a tirársela el uno al otro.

  • ¡Joder, niños! – llamó su atención -. ¡Que me estáis molestando!

Volvió a poner la cabeza en la toalla, pero de nada sirvió porque enseguida le cayó de nuevo arena... Miró otra vez y vio, con enfado, que el padre de las criaturas miraba complacido y con los brazos cruzados la diversión de sus vástagos. Irritada, levantó el torso hacia el costado donde estaba aquél, apoyándose en un codo, y le dijo:

  • Oiga, usted... ¿No les puede decir a los niños que no molesten?

El hombre la miró tranquilo, sonriendo con descaro, y respondió:

  • Y esas tetas, ¿son naturales o de silicona?

Notó cómo un calor sofocante invadía su rostro: se había olvidado completamente de atarse el biquini, y ahí estaba, flotando mecido por la brisa e incapaz de cubrir sus senos. Roja de vergüenza, se colocó bien el bañador:

  • Cerdo... – murmuró... Y volvió a tumbarse aguantando su rabia interior.

La tormenta de arena no cesó en el rato que estuvo allí; al final, sin decir palabra, se abrochó el biquini, se sentó, cogió los zuecos para ponérselos y, cogiendo la bolsa y la toalla se alejó del lugar, no sin antes lanzar una mirada asesina al hombre, mirada oculta, eso sí, por las gafas de sol.

  • Mira qué bien, ya tenéis más espacio para jugar – oyó a sus espaldas, notando una irritación casi incontenible.

Si la ida había sido un calvario, la vuelta no lo fue menos; había mucha más gente y volvía a sudar andando a trompicones, evitando pisar toallas y sorteando grupos de gente, sin darse cuenta de la sensación que despertaba su culo violáceo y de piel rugosa. Al final, muy cerca de las rocas, consiguió volver a extender la toalla y tumbarse con toda paz bajo un calor sofocante. Antes de sentarse para mirar la hora, se puso bien el biquini que, con tantos y tan complicados andares, se le había metido en la raja del culo. Eran ya las doce y cuarto: prácticamente no había tomado el sol y se sentía arder; de bañarse, ni sueños, pues el agua quedaba demasiado lejos... Muy frustrada, decidió, ya que había venido, aguantar como fuera una hora más allí.

Al cabo de cinco minutos aquello era un horno insoportable; con terquedad, volvió a tumbarse boca abajo y se obligó a pensar en su trabajo: aparte del tiempo que había pasado en el hospital por el incidente de la quemadura, desde que había mantenido aquella desagradable conversación con el editor, sólo la habían llamado una vez en tres meses. Sus ahorros empezaban a menguar y había cometido la locura de comprarse un coche y liarse en un préstamo a cinco años... No era una situación muy halagüeña, no... Además, no había tenido relaciones sexuales, aparte de la felación al preso fugado, siguió pensando y sumando ahora el bochorno del recuerdo al calor ya reinante. También había tenido muchos problemas con la policía en aquel maldito Zara y se había visto obligada a pagar de su bolsillo el vestido rojo y la ropa que necesitó para poder volver a casa... "Mierda de vida, pero, ¡saldrás adelante, Susi!", intentó animarse mientras un sopor iba envolviendo sus pensamientos... Al final, se quedó dormida.

Se despertó de un sobresalto y, sin acordarse del biquini, se sentó en la toalla, mostrando a aquel que quisiera sus enormes tetas. Sin atinar aún en ello, miró el paisaje que la envolvía: se había reducido bastante el número de bañistas y ella, en su zona, estaba prácticamente sola. Cogió el reloj de la bolsa: ¡Dios mío, las tres menos cuarto! En ese momento se dio cuenta de que sus pechos bamboleaban libres bajo el sol y, con cierto bochorno, procedió a atarse el biquini y a acomodarlos en él.

Se levantó; se puso la camisola, los dolorosos zuecos y, tras guardar la toalla en la bolsa, se encaminó hacia un chiringuito que había algo más lejos con la idea de comer algo y, sobre todo, beber. Un nuevo calvario supuso llegar hasta allí para ver, con desesperación, una enorme cola: al menos tenía a quince personas delante. Resignada, guardó tanda detrás de una madre culona que esperaba acompañada de un pequeño que comía un helado y que no paraba quieto... Detrás de ella se situó una adolescente con gafas, y pronto tuvo tanta gente a su espalda como delante.

La cola avanzaba a una lentitud exasperante y el niño se mostraba muy activo e impaciente, agitando con peligro el helado. Quedaban tres personas para su turno cuando el chavalín tropezó y cayó encima de Susana, hundiéndole el helado en la entrepierna y cayendo un trozo de éste encima de un de sus zuecos.

  • ¡Carlitos! ¡Mira qué has hecho! – exclamó, azorada, la madre.

El niño empezó a llorar; Susana tenía la cara de color pimentón.

  • Lo siento, chica, lo siento – decía compungida la madre.

  • No se preocupe, no pasa nada – terció Susana -. Llevo toallitas en la bolsa.

  • ¡Mi helado! ¡Mi helado! – lloriqueaba el niño.

  • ¡Pues no pienso comprarte otro! – chilló, desesperada, su madre.

  • ¡Mi helado! ¡Mi helado!

Mientras, Susana rebuscaba en su bolsa intentando encontrar las toallitas. Los gritos del niño la exasperaban; encontró su monedero y se puso de cuclillas al lado del chaval:

  • ¿Quieres que te compre otro?

  • ¡Sí!, ¡sí! – exclamó Carlitos entusiasmado.

  • De ninguna manera puedo aceptar...

  • No, no..., insisto – sonrió Susana.

  • Pero, ¡mire cómo la ha puesto!

  • No se preocupe, que esto se va... El helado no vuelve, jeje...

  • Pero...

  • Nada, nada – insistió Susana, acariciando la cabeza del niño – Dígame cuánto es el helado...

  • Es que son un poco carillos – le dedicó la madre la mejor de sus sonrisas -. Unos tres euros, aproximadamente... Pero, bueno... no es necesario...

Susana casi se atragantó: ¡tres euros por una mierda de helado! Sin embargo, dejó ver sus blancos dientes:

  • ¡No faltaba más! – buscó en el monedero -. Tenga usted...

Le dio el dinero con una sonrisa helada en medio de agradecimientos, y se volvió a la chica de gafas:

  • Perdona, ¿me harás el favor de guardarme el sitio mientras me limpio un poco?

  • Sí – contestó la adolescente, a todas luces distraída.

Susana se sentó en una de los bancos del chiringuito y, encontradas las toallitas, restregó sin demasiado éxito la mancha de chocolate de la camisola y, con mayor fortuna, la de la tira del zueco. Cuando se levantó para reincorporarse a la cola vio cómo ya a lo lejos en la arena se perdía la silueta de la chiquilla de las gafas. Se dirigió rápidamente al mostrador:

  • Perdonen; es que yo iba delante de aquella chica que va por allí.

Pronto se levantaron protestas:

  • ¡Eh! ¡Mira ésta!

  • ¡A la cola, nena, como todo el mundo!

  • ¡Será lista!

El chico del mostrador la miró con la mueca de quien no puede hacer nada:

  • Lo siento, preciosa; tendrás que esperar tu turno.

Desesperada, miró la cola: al menos había ahora veinte personas. Se colocó al final y miró su reloj: eran ya casi las cuatro..., y casi la media cuando llegó al mostrador.

  • Y bien, ¿qué deseas? – preguntó el joven camarero.

  • Quería un bocadillo y una Coca-Cola – reclamó, con la boca seca.

  • Joder... Lo siento; los bocadillos se acabaron hace rato ya, y de bebidas, mira, ni agua – Susana no podía creer lo que estaba escuchando horrorizada -. No me mires así; yo mismo estoy por cerrar e irme a refrescar al bar del puerto... Lo único que me queda son esas bolsas de patatas.

Una rabia contenida ascendió a los ojos verdes de Susana; aguantándose las gafas de sol sobre la cabeza, dirigió la vista a las minúsculas bolsas. "¡Coño! Ahora no me voy a ir sin nada", pensó.

  • Bueno; dame un par.

  • Marchando – dijo el camarero, poniéndolas sobre el mostrador -. Son seis euros.

  • ¡Seis euros! – exclamó Susana.

  • Sí; seis euros; tres una y tres otra... son seis, ¿no? – sonrió el joven.

  • Creo que con una será suficiente – dijo creyendo oír el rugido de sus tripas.

  • ¡Ok! Como quieras; una, tres euros.

Susana pagó y se sentó en uno de los bancos dispuesta a dar buena cuenta de la bolsita, cuando oyó:

  • Oye, guapa... Si vas a comer ahí, tendrás que darme otro euro.

Enojada, se levantó:

  • Es igual; no te preocupes. Ya me las iré comiendo por el camino.

Aproximadamente tras una hora de suplicio, fruto de los dolorosos zuecos y de un sol que caía como una losa, animada sólo los cinco minutos escasos que duraron las patatas y con una sed de camello, Susana llegó al coche. En toda la calle sólo había tres: el suyo, uno delante y otro detrás. "¡Hostias! ¡También es mala suerte!", se dijo contrariada.

Una vez al volante, miró la desvaída mancha de chocolate que parecía empeñada en señalar dónde estaba su coño y, con los pies descalzos, arrancó el coche y empezó a maniobrar para salir del aparcamiento; lamentablemente, a cada maniobra el motor se calaba. Sudando a mares, consiguió su objetivo pero, al encontrar ciertas retenciones a la entrada del pueblo costero, cada vez que se detenía, el automóvil volvía a calarse. A trompicones y arrancando a cada momento, iba acercándose a la nacional. "¡Mierda! ¿Qué le pasa a este coche ahora?", se dijo, "Así no puedo llegar a Barcelona".

Vio a un guardia urbano y lo llamó desde la ventanilla:

  • ¡Eh! ¡Oiga, por favor!

El guardia se le acercó y la saludó a modo militar:

  • Usted dirá, señorita.

  • Mire... es que no sé qué pasa... ¿ve? El coche se me cala a cada momento... ¿Sabes si hay algún taller por aquí cerca? – acabó, molesta porque los ojos del agente no se apartaban de la que ya le parecía una mancha escandalosa.

  • Sí... Tiene que dar la vuelta y dos calles más arriba torcer a la derecha; enseguida verá un taller.

  • Oh, gracias.

  • Dé la vuelta aquí mismo, ya se lo permito yo.

El guardia detuvo el tráfico y Susana, con los nervios a flor de piel y roja como un tomate, consiguió al fin ponerse en dirección contraria y emprender el camino hacia el taller, no sin antes dedicarle al agente una de sus mejores sonrisas de agradecimiento.

Los nervios y la estrechez de la bocacalle provocaron que la rayada que se llevó el Clío en su parte posterior derecha fuera de aúpa.

  • ¡Mierda puta! – exclamó Susana que, sin embargo, continuó el camino azorada por las miradas burlonas de los transeúntes.

La entrada al taller significó, en ese caso, una profunda abolladura en la parte delantera izquierda, un susto morrocotudo para Susi y la salida alocada de un mecánico, que gritaba:

  • ¡Ya lo entro yo! ¡Ya lo entro yo!

Medio mareada, abandonó el coche. Una vez en el taller, le explicó al mecánico lo que ocurría.

  • Bien, ya te lo miraré, pero es que tengo mucho trabajo – miró el reloj que pendía de una grasienta pared -. Ahora mismo son las seis y media... Vuelve por ahí las ocho a ver qué he podido hacer.

  • ¿Las... las ocho? – abrió los ojos como platos - ¿No podría ser antes?

  • Lo siento, pero es que hay mucha faena.

Susana se resignó:

  • Bueno, si no hay otro remedio, volveré a las ocho – sonrió -. Permíteme llevarme el monedero.

  • No faltaba plus – dijo el mecánico.

Mientras rebuscaba en el maletero, el hombre no apartaba la vista de su trasero escarlata, notando a la vez cierta presión en la entrepierna: "¡La puta! ¡Qué culo más raro!... Vaya polvo la gachí, me la tiraba ahora mismo...", se relamía los labios.

  • Bien, ya está – se volvió ella sonriente, mostrando el monedero y cerrando el portón trasero -. Así, a las ocho, ¿no?

Sufriendo otra vez los zuecos, se encaminó al centro del pueblo, que no estaba muy alejado. La brisa la golpeaba con fuerza, echando su melena atrás y provocando que la camisola se ajustara a su silueta, resaltando el pequeño biquini que guardaba a duras penas sus pezones y haciendo que la mancha se viniese, terca, a su entrepierna. Por el camino se compró un botellín de agua, que consumió desesperada, y la revista Cosmo, que regalaba unas sandalias de florecillas que se cambió por los zuecos en el primer banco que encontró. Allí se estuvo, piernas cruzadas y poderoso muslo para alegría de paseantes, absorta en la revista hasta que dieron las ocho menos cuarto en el campanario del pueblo. "Venga, Susi..., quizá esté ya", se dijo, y regresó al taller.

  • Poco he podido hacer – le explicó el hombre -. Eso es un manguito que pierde aceite... Lo he ensamblado lo mejor que he podido, pero mejor que en Barcelona vuelvas al taller para que te lo revisen...

Mientras ella asentía, el mecánico pensaba: "Qué estúpida eres; te han timado con ese coche que no vale una mierda y tan contenta. Espero que te aguante hasta Barcelona".

  • He subido también el ralentí, así no se volverá a calar.

  • Muchas gracias – suspiró, aliviada - ¿Qué te debo?

  • No mucho... 60 euros – "jódete, por pija", pensó.

"¡¡60 euros!! ¡Dios mío! A este paso me quedo en bragas...", pensó a su vez Susana, intentando no perder la compostura:

  • Muy bien, ¿hay algún cajero por aquí cerca?

Una vez pagado, sin factura ni otro papel, evidentemente, el mecánico insistió en sacar él mismo el coche del taller y la despidió con mucha amabilidad. Para alegría de Susana, el Clío ya no se calaba en punto muerto, pero, para su desesperación, se encontró con un atasco monumental y a las diez de la noche aún estaba a 35 kilómetros de la ciudad. Tuvo tiempo de sobras para meditar sobre el estado de su cuenta corriente, cercana ya a los números rojos, y de su tarjeta de crédito, única tabla de salvación.

Aquel caos de automóviles se resistía a avanzar y observó que algunos conductores tomaban por una carretera secundaria, a la cual estaba a punto de llegar. Dejándose llevar por su instinto, Susana tomó también por esa carretera. Al principio, iba bien y podía avanzar sin problemas en medio de la soledad y la oscuridad rota por la luz de los faros; pero, de repente, el coche empezó a perder gas, por mucho que le daba al acelerador. Poco a poco se fue deteniendo, y aún tuvo la suficiente presencia de ánimo para llevarlo hasta el arcén, aprovechando el último envite del motor, que quedó mudo de pronto.

Susana se desesperó y golpeó con rabia el volante:

  • ¡Qué te pasa ahora, coño! – exclamó.

Salió y vio que por debajo del Clío salía un líquido; se puso de rodillas y, con las tetas rozando el asfalto, miró los bajos para observar que caía un reguero como de agua caliente. Tenía ganas de llorar: "Y, ¿qué hago yo ahora?", se preguntó. Nerviosa, entró de nuevo al coche y buscó con éxito el teléfono de su aseguradora. "A ver si pueden enviarme una grúa", se dijo, ya en el exterior para coger el móvil que tenía en la bolsa de mimbre. Sacó el teléfono del maletero y contempló, con horror, que se había quedado sin batería.

  • ¡¡Hostias, vaya día llevo hoy!! – exclamó, ya llorosa y mirando al cielo. Como no pasaba nadie, decidió dejar allí el coche, debidamente señalizado y cerrado, e ir por el arcén en busca de ayuda. El colocar los triángulos fue una odisea que costó la torcedura de un dedo y la ruina de sus uñas.

Empezó a andar y no pasó mucho tiempo hasta que vio un automóvil de gama alta que iba en su misma dirección. Le hizo señas y el BMW se detuvo a su lado; Susana se inclinó en la ventanilla mostrando una sonrisa, que intentaba ser de las mejores de su repertorio, a un hombre de mediana edad:

  • Oiga... – empezó a decir.

  • ¿Cuánto? – cortó el conductor.

  • ¿Cuánto? – cara de extrañeza de Susana - ¿Cómo que cuánto?

El hombre se sonrió:

  • Pero... a ver, zorra... ¿eres tonta o qué? ¿Cuánto, y para que lo entienda tu cabecita estúpida, me va a costar, por ejemplo, una mamada?

Susana, horrorizada, no podía dar crédito a sus oídos:

  • Pero, ¡¡¡qué coño te has creído!!! – estalló, roja de ira - ¡¡¡Por quién me has tomado, cerdo de mierda!!!

El hombre se quedó a cuadros:

  • ¡¡A la mierda te vas tú, puta de los cojones!! – y arrancó con un violento chillido de sus neumáticos tirando casi a Susana al suelo.

Temblorosa aún del susto y de la vergüenza, decidió seguir caminando pero también ir con cuidado con aquel que pasase. De pronto, surgió ante ella una mujer que fumaba; era morena también, pero con el cabello más largo. Iba muy pintada e intentaba lucir un cuerpo algo escuálido cubierto sólo en las tetas por un minúsculo top, y en el culo por una minifalda escandalosamente ajustada.

  • ¿Te ocurre algo, nena? – le dijo con voz algo ronca.

  • ¡Oh, gracias a Dios! – suspiró, aliviada -. Mira, es que...

  • Es igual, ahórrate las explicaciones, guapa – sonrió a la vez la mujer -. Ven conmigo que intentaremos ayudarte. Mis amigas no están muy lejos de aquí.

La siguió por un caminillo de tierra mientras iba pensando: "Por fin algo empieza a salir bien; este día ha sido una pesadilla".

  • ¿Cómo te llamas? – preguntó más animada -. Yo, Susana.

  • Me llaman Belén – respondió la otra.

Ya cerca se veía un barril en el cual ardía una hoguera; su resplandor permitió a Susana ver a otras dos mujeres: una también era de larga melena negra, bien dotada, alta casi como ella, pero musculosa; vestía igualmente un ligerísimo top y algo que quizá clasificaba como falda, pero que no pasaba de ser un trozo de tela que dejaba parte de sus nalgas al aire. La otra era rubia teñida, flacucha, pero con unos hermosos pechos; llevaba un pantalón corto.

Llegaron al barril; Belén dijo:

  • Chicas, os presento a la competencia.

  • ¡Hola! – dijo Susana, intentando ser simpática.

Las dos la miraron con incredulidad; la morena y musculosa se le acercó:

  • Hola – dijo con sorna -. Eres muy guapa, la verdad.

  • Gracias – sonrió agradecida -. Me llamo Susana y el coche...

La morena miró muy extrañada a las otras dos:

  • Pero...¿esta tía es gilipollas o qué? – les preguntó con una sonrisa peligrosa. Se volvió a Susana:

  • Oye, nena; ésta es nuestra zona y tú – le golpeaba una teta con un dedo amenazador – no eres bienvenida, ¿ok, Susana? Además, ¿qué llevas ahí? – estiró la camisola - ¿Te has cagado o qué?

Susana enrojeció violentamente mientras las otras coreaban con sus risas las palabras de la morena.

  • Fue un helado de chocolate... – salió un hilillo de voz.

  • Vaya, vaya – siguió la otra, sin dejar de sonreír - ¿Ahora los hay que juegan con helados? Tengo que probarlo... – con un repentino semblante serio soltó con fuerza la camisola y la señaló con el índice -. Mira, tía, no sé de dónde has salido, pero ya estás alejando de aquí tu precioso culo.

Susana no entendía nada; intentó explicarse de nuevo:

  • Pero es que, verás, el coche...

No vio el bolso que, con enorme violencia, se dirigió a su mejilla y que le propinó tal golpe que la lanzó al suelo.

  • ¡Me pones a mil, imbécil! – oyó que chillaba la morena mientras las otras se reían. Notó sangre en la boca que provenía de la herida causada por el bolso, mucho más dolorosa que los incontables arañazos que los guijarros del suelo le habían provocado en brazos y piernas. Intentó ponerse de pie; no comprendía nada, pero intuía que quizá su vida corría peligro. Una vez levantada y con una mano en la mejilla herida, susurró:

  • Ya... ya me largo, gracias – no pudo evitar añadir aquella palabra que sonó demasiado irónica.

  • Pero, bueno – masculló la morena, visiblemente irritada -. Tú debes de ser muy, pero que muy tonta. ¡Cogedla!

Por mucho que se debatió y gritó, fuertes manos la retuvieron por los brazos. La otra había dejado el bolso y se estaba bajando las bragas:

  • Ahora vas a comprobar lo que es un coño de verdad. ¡De rodillas!

Entre risas, la obligaron a arrodillarse y le tiraron con fuerza del cabello para mantener su cabeza algo elevada y quieta; sudando de terror, Susana no paraba de chillar:

  • ¡Dejadme! ¡Dejadme!

La morena avanzó hacia ella y le hundió el coño húmedo en la boca, haciéndole oler efluvios vaginales acompañados de hedor a orina. Susana se debatía débilmente e intentaba mantener la boca cerrada. Un golpe en su coronilla:

  • ¡Trabájame el coño! ¡Chúpalo bien! – oía entre carcajadas.

Abrió la boca para decir un "¡no!" salpicado del líquido vaginal, pero que fue audible para las demás. Cesó la presión de los muslos de la morena.

  • Levantadla – oyó decir. Así lo hicieron.

  • Que abra un poco las piernas y subidle la camiseta – seguía ordenando la morena. Notó puntapiés que la obligaron a separar los muslos y cómo la camisola ascendía hasta la cintura.

  • ¡Anda! ¡Mira su culo! – gritó, muy divertida, una de las que la retenían.

  • Me importa una mierda su culo, pero.. ¡qué monina!, ¡si trabaja en biquini! Quizá sea un buen sistema...

Y le arreó tal patada en el sexo, que Susi no sólo vio las estrellas, sino el universo entero; casi sin sentido a causa del terrible dolor, volvió a la posición anterior. Lloraba a moco tendido. La morena se le puso a un palmo:

  • Ahora me lo vas a chupar – dijo amenazadoramente.

Y de nuevo aquella presión que casi no la dejaba respirar y aquellos olores que le producían náuseas, esta vez se dedicó a lamer el sexo de la otra sin dejar de notar terribles punzadas en el suyo propio. Pronto sintió unas manos en su cabeza, cuyos ojos intentaba mantener cerrados, y la voz de su torturadora entre gemidos de placer:

  • Muy bien...aaaaahhhh... muy bien... ooooohhhhhh...

Tres o cuatro veces se corrió la morena y tres o cuatro veces se vio obligada Susana a tragarse aquello que no era capaz de rechazar con su lengua. Al final, le presión cedió y medio ahogada la dejaron caer al suelo, boca abajo; empezó a lloriquear entre temblores.

De repente, se oyeron voces:

  • ¡La pasma! ¡La pasma!

  • ¡Hostias, vámonos! – exclamó la rubia; Belén recogió el bolso de su compañera mientras ésta cogía las bragas, y se largaron dejando a Susana tendida en el suelo entre espasmos.

Llegaron dos policías.

  • ¡Mira, ahí hay una! – dijo el más joven.

Se acercaron.

  • ¿Qué le pasa a ésa? – dijo el otro, observando las convulsiones de aquel cuerpo femenino, sucio de tierra y con el culo al aire.

  • ¡Hala! ¡Mírale el culo! ¡Es rojo! ¿Se la habrá follado algún extraterrestre? – rió el policía joven.

  • Cállate, borrico. ¿No ves que está quemado?

Se acercó y le dio la vuelta; Susana seguía con los ojos cerrados, derramando lágrimas y musitando en voz muy baja:

  • No, no, no...

  • Esta tía está muy mal; yo creo que es estado de shock – dijo con voz sabia el que la tenía en sus brazos -. No te quedes ahí, ve al coche y llama a una ambulancia... ¡Ah, y trae una manta cuando vuelvas!