El destino de Susana (4)

Sólo a Susana puede ocurrirle lo más insospechado en un probador de una gran tienda de ropa...

Estaba sentada ante el editor, un hombre cuarentón, pero que seguía manteniendo cierto atractivo.

  • Las ventas del último ejemplar han sido magníficas – estaba diciendo – y han superado con creces nuestras expectativas. Parte del éxito también se debe a nuestra preciosa traductora... – añadió, mirándola fijamente.

Susana se sentía incómoda, y no sólo por estar sentada: ciertamente los halagos eran de agradecer, pero a veces le parecía notar como si el editor la estuviera desnudando con los ojos; y eso que iba recatada, con un jersey rojo de punto, de tirantes y algo escotado, eso sí, y un pantalón a rayas de diversos colores, entre los que predominaba el amarillo. Completaban el conjunto unas sandalias abiertas, de tacón, que asomaban la punta en sus piernas cruzadas.

  • Bueno; vamos al grano – siguió el editor -. Ese éxito de ventas nos permite hacer partícipes a nuestros colaboradores de los beneficios, y usted, señorita Fajardo – hizo un guiño picarón mientras le sonreía – es una de ellos...

"¿Dónde querrá llegar?", se preguntó Susana, a la vez que decía:

  • Muchas gracias, señor Ramírez.

  • Es por eso que le hago entrega a usted de este sobre, ciertamente algo abultado... je, je – sonrió el hombre, mientras se lo tendía por encima de la mesa -. Cójalo, cójalo, sin reparos...

El hecho de tirarse hacia delante y alargar el brazo para coger el sobre provocó una mueca de dolor en el rostro de la joven; al escozor y picores que sentía en el culo desde que estaba sentada, se sumaron las secuelas del par de costillas rotas por un antiguo novio. Recogido el sobre, lo fue a guardar en su bolso.

  • ¿No mira usted lo que hay dentro? – dijo el señor Ramírez.

Susana lo miró a su vez y sonrió agradecida; abrió el sobre y quedó pasmada: había en él varios billetes de cien. Los contó... ¡800 euros!

  • Oh... – relucieron sus dientes blancos y bonitos enmarcados por sus generosos labios – gra... gracias.

  • No me dé las gracias, no me dé las gracias, por favor, señorita Fajardo – el editor se había levantado y ahora se encontraba sentado sobre la mesa, justo delante de ella, de tal modo que la entrepierna quedaba a la altura, algo alejada, eso sí, del rostro de Susana. Observadora como siempre de esos detalles, se percató de que el paquete era bastante abultado y notó cómo una racha acalorada invadía su cuerpo y su cara – y no se sonroje, ¡prohibido que se sonroje! Aquí todos hemos recibido nuestros beneficios, unos más y otros menos, claro está.

Saltó de la mesa, se le acercó y le puso una mano en el hombro; después, bajó su rostro hasta dejarlo a un palmo del de ella, que veía cómo los ojos del editor descansaban descaradamente en el nacimiento de sus senos, mostrado con poco recato por el generoso escote.

  • Claro que siempre se puede ganar algo más, señorita Fajardo... – elevó la vista hasta encararla en las verdosas pupilas de la traductora -. Todo es cuestión de proponérselo, y su función no tiene por qué limitarse a la sombra, sino que puede ser mucho más activa.

La otra mano descansó en el otro hombro y su sonrisa se volvió, si cabe, más picarona. Susana se sintió atrapada, como una tonta con el sobre aquel aún en la mano y con la otra agarrando con fuerza el bolso, como si aquello le sirviera de escapatoria. "¡Estoy en un tris de convertirme en su putita!", estalló en su cerebro.

  • Señor Ramírez, por favor – jadeó – suélteme.

La cara del editor cambió de golpe y sus ojos se volvieron fríos... Lentamente, la presión de sus manos abandonó los hombros de Susana.

  • Mire usted; yo estoy muy agradecida de que la editorial haya pensado en mí... pero soy una simple traductora, y sólo a ello pretendo dedicarme – espetó con rapidez mientras metía nerviosamente el sobre en el bolso.

  • Claro, claro... lo entiendo; no sé lo que me ha pasado – el editor volvía a estar sentado en su butaca, al otro lado de la mesa.

  • No se preocupe, señor Ramírez – medio sonrió Susana, aún algo nerviosa -. Bueno, hasta pronto – añadió, levantándose y tendiéndole la mano.

Él la devolvió sin abandonar su asiento.

  • Hasta pronto – y vio cómo Susana se dirigía a la puerta o, mejor dicho, cómo el culo de Susana se dirigía a la puerta. El pantalón marcaba sin perder detalle las curvas de sus caderas y de su trasero, a la par que dejaba entrever la forma de un tanga que no conseguía disimularse a pesar de su brevedad. "¡Mecagüen la hostia... esta furcia me ha dejado más caliente que un puto horno!". La amplitud de la mesa ocultaba el hecho de que sus manos jugueteaban con su miembro.

  • Por cierto, señorita Fajardo...

  • ¿Sí? – se volvió ella.

  • Recuerde que el mercado está saturado de traductores...

Un cierto estupor y una sensación desagradablemente fría se apoderaron de Susana; con los ojos muy abiertos acertó a articular:

  • ¿Es una amenaza?

  • ¿Por quién me toma usted? – sonrió sarcástico el editor -. Es una realidad. Y ahora, si tiene el gusto de largarse...; se me acumula el trabajo.

Susana lo miró un momento, incrédula e insegura, y luego salió del despacho. En el recorrido hasta la calle, pasillos y ascensor con hilo musical, esa sensación desagradable la acompañó.

El sol veraniego y la animación de la calle permitieron que se tranquilizara un poco; anduvo un rato por la acera, mirando sin verlos los escaparates que se seguían unos a otros. Su mente seguía dándole vueltas a las últimas palabras del editor. Al final, decidió meterse en una pequeña granja-bar y pedir un café con leche, que se tomó en la barra, sentada con las piernas cruzadas en un taburete. Perdida en sus pensamientos y sorbiendo, de vez en cuando, la bebida caliente, recordó de pronto que cerca de allí, en un Zara enorme situado como mucho a dos manzanas, había visto un vestido rojo, corto y de un solo tirante, que le había encantado. "Chica", se dijo, "ahora tienes el dinero para comprarlo... Recuerdo que era muy mono...", mientras, con la mano dentro del bolso, jugueteaba con el sobre que había recibido.

Decidida, pagó y salió del bar para encaminarse hacia la tienda, que no tardó en encontrar. Dentro se estaba bien: había aire acondicionado y, aunque estaba llena de gente, tampoco agobiaba. Por suerte, la sección de mujer era lo primero que se encontraba, y se dirigió hacia el lugar donde creía recordar haber visto el vestido. Sí, ahí estaban unos cuantos, pendientes de sus colgadores y que parecían invitarla a acercarse. Una vez allí, buscó su talla, la 40. ¡Bingo!, había dos vestidos de esa talla. Sacó uno y lo miró con ojo crítico...; era ciertamente cortito, pero, ¿y qué?, para eso tenía unas buenas piernas. Le dio la vuelta: marcaría silueta y, además, tenía un volante monísimo a la altura del pecho. Cogió la etiqueta y se fijó en el precio: 54 euros; bien, no era tan caro.

Con el vestido en una mano y cogiendo la tira del bolso con la otra, se encaminó hacia los probadores. La chica del mostrador le dio una pequeña plaquita y dijo:

  • El 32... Uf, no sabes la de gente que hay hoy... Tu probador es el que está al fondo del pasillo.

  • Gracias – apartó la cortinilla y entró: aquello parecía un mercado, con mujeres entrando y saliendo de los probadores y preguntando a expertos ojos masculinos qué tal sentaba esa u otra pieza... y niños correteando...

El pasillo era largo, larguísimo, y varias veces tuvo Susana que pedir permiso para que la dejaran pasar. Al final, llegó a su probador, el último de todos, en un pequeño recodo, de tal manera que quedaba solitario y algo alejado del bullicio.

"¡Perfecto!", se sonrió, "a veces tiene sus ventajas ser la última".

El probador tenía una puerta corredera, de plástico marrón; la abrió y se metió en él. Había un minúsculo taburete sobre moqueta, dos colgadores y un enorme espejo lateral. Cerró la puerta, pero, por sus prisas de probarse el vestido, se olvidó completamente de poner el cerrojo, que colgaba, burlón, justo al lado del pomo.

Colgó el vestido y lo volvió a mirar: "Es mono, muy mono", pensó mientras se sacaba el jersey por la cabeza; dejó éste en el otro colgador, descansando encima del bolso, que había hallado lugar en el taburete. Susana se quedó con un sostén blanco, sin tiras, mientras con un ligero movimiento de pies se libraba de las sandalias, lo cual la devolvió del 1,82 a su 1,78 natural. Se desabrochó el pantalón, se lo quitó y lo dejó colgado con el jersey.

Se miró en el espejo, y éste le devolvió su imagen, la de una mujer de labios sensuales, carnosos, y ojos verdes, cuyo rostro quedaba enmarcado por una media melena oscura, que fregaba los hombros, y cuyas curvas, bien torneadas y morenas, aunque algo caderona y culona, aparecían resaltadas por el sujetador y el breve tanga. Se volvió e hizo un mohín: ahí estaba el trasero en todo su esplendor rojizo, con una piel rugosa que no acababa de desaparecer; sabía que las quemaduras que había sufrido eran potentes, pero, en su enorme optimismo, no hacía más que aplicarse cremas con la esperanza de devolverle a la piel el aspecto primigenio. Sólo en la parte de arriba resaltaba el pequeñísimo triángulo blanco de sus braguitas, cuya tira se perdía entre las nalgas volcánicas.

Satisfecha de su aspecto, Susana cogió el vestido y se lo puso delante, para ver hasta dónde alcanzaba; "uummm...", se dijo al observar que éste quedaba a medio muslo, más cerca del coño que de las rodillas. Decidió probárselo, y así lo hizo; carecía de cremallera, por lo que el vestido tuvo que seguir el camino inverso que había hecho el jersey. Una vez puesto, se examinó detenidamente: bien, el hecho de que sólo tuviese una tira era sexi, y el volante en los pechos permitía un toque de feminidad, aunque quedaban muy ocultos, para su gusto. Se miró de lado: la caída estaba bien, pero debería ir con cuidado al sentarse, "¡siempre cruzar las piernas, Susi!", se dijo sonriente. Hizo una mueca de disgusto: "El culo...", tenía demasiado culo y eso se notaba con aquella prenda. "Bueno, a muchos hombres les encantan los traseros respingones", se consoló mientras se daba la vuelta y se miraba por detrás. El vestido seguía su silueta como un guante y por ello la tira y el triangulillo del tanga se marcaban un algo. "Es la pena de estas prendas elásticas", pensó, "creo que me llevaré una talla más...".

En esos pensamientos estaba cuando se llevó uno de los sobresaltos más grandes de su vida, pues, de golpe, se abrió la puerta del probador y entró con rapidez un hombre cincuentón, medio calvo, algo fondón y muy sudoroso, que inmediatamente cerró tras de sí; lo que dejó pálido el rostro de Susana fue el cuchillo de respetables dimensiones que llevaba en su derecha.

El hombre, aguantando aún el pomo con la mano izquierda a su espalda, levantó la que llevaba el arma y se puso un dedo en la boca en señal de silencio:

  • Shhhhhht – musitó.

Susana se había quedado sin habla a causa del terror y de lo inesperado de la situación; fuera, en el pasillo, se oían voces:

  • Por aquí... lo he visto por aquí...

  • Es imposible, no hay salida.

  • Seguro que el muy cabrón se ha ido por otro lado...

El hombretón, algo más bajo que ella, se le acercó con mucha lentitud y, sin mediar palabra, le puso la punta del cuchillo en el cuello; Susana notó que perdía gotas de orina del terror que la atenazaba.

  • Si preguntan algo, contesta como si nada – murmuró con voz fétida; la halitosis le llegaba de lejos.

De pronto, golpearon a la puerta.

  • ¿Hay alguien?

Susana notó en su cuello la presión del cuchillo; el hombre la miraba:

  • Sí – atinó a decir.

  • ¿Está bien, señora?

Aumentó la presión del cuchillo.

  • Sí.

  • Gracias, y disculpe las molestias.

El rumor de voces continuó:

  • ¿Ves? Ya te he dicho yo que era imposible que estuviese por aquí...

  • Vale, vale; venga, chicos... vamos hacia fuera y subamos al piso.

Poco a poco se fueron apagando las voces y la situación fue volviendo a la tranquilidad; Susana sentía los latidos de su corazón desbocado por el miedo y era incapaz de apartar la vista del arma con la que el hombre la siguió amenazando, mientras aplicaba el oído a la puerta. Sonrió satisfecho:

  • Bien, bien... lo has hecho muy bien.

La miró con deseo libidinoso; a ella, el aspecto de aquel hombre grueso, cuyo aliento apestaba, sudoroso, le provocaba asco.

  • ¿Sabes? Era la policía... – empezó a decir -. En un descuido, me he escapado del furgón y me he metido aquí...

Se le acercó, aumentando a la vez las náuseas y el terror de Susana.

  • Estás muy buena – oyó, y sintió una de las manos del fugado en sus nalgas, que apretó con fuerza -. Buen culo.

  • Por favor – lloriqueó, aterrada, Susana.

  • Mira – susurró él, sin soltarle el trasero y acercándole la boca a la oreja – llevo cinco años en chirona, y no he follado sino algunos maricones... Me da lo mismo joderte por delante que por detrás...

Los sollozos de Susana apenas eran audibles.

  • Por favor, por favor... – repetía una y otra vez.

Sacó la mano del culo y le cogió con fuerza la barbilla, obligándola a mirarle aquellos ojos inyectados de sangre y amarillentos, tanto casi como sus dientes:

  • Mira, niña... Esto es demasiado pequeño para follar.

De repente, la cogió por la nuca y la atrajo hacia sí, dándole un beso salvaje y mordiéndole con fuerza los labios; Susana gritaba internamente, y se agitaba sin atreverse a tocarlo. Sólo unos sordos gemidos delataban el horror que sentía.

La separó con violencia, sin soltarle la nuca. Los ojos de Susana navegaban en lágrimas, pero no sabía qué hacer ni qué decir; estaba totalmente a merced de aquel hombre.

  • Tienes cara de chupona – un golpe fétido volvió a asaltar el olfato de la chica -. Así que vas a hacer lo siguiente: te desnudas, te me pones de rodillas aquí, delante del espejo, me desabrochas la bragueta y juegas con mi cachiporra...

  • Por favor, por favor... – seguía ella, medio llorosa.

El filo del cuchillo paseó por su cuello.

  • Cállate ya, coño... si te va a gustar. Y ya puedes espabilarte a hacérmelo bien, si quieres seguir viviendo.

Pálida, aterrada, nerviosa, Susana empezó a subirse el vestido con cierta torpeza. El hombre la cogió de un brazo y la atrajo hacia sí:

  • No tengo mucho tiempo; esto será más rápido.

Para horror de la chica, tiró hacia sí del vestido elástico y lo fue cortando, de arriba abajo, con el cuchillo.

  • Tienes también unas buenas tetas, zorra – partió el vestido en dos -. ¡Bah! Trapos de mierda – exclamó, tirándolo al suelo.

Instintivamente, Susana se cubrió los pechos con los brazos. El hombre sonrió con sorna:

  • Pero... ¡no te tapes, niña! ¿No te acuerdas de que debes hacerme un trabajito? – levantó el cuchillo -. Venga, ¡de rodillas!

Ella hizo lo que había mandado.

  • A ver, a ver esta posición – susurró el hombre mirando al espejo -. ¡Ay, cojones!¡Jajajajaja! – empezó a reír para pasmo de Susana - ¡Mecagüen la hostia, qué culo! ¡Si parece un pimiento! Jajajaja – siguió burlándose para desagrado de Susi – Ya me parecía a mí acariciar un puto lagarto... Eso sí, tienes un culo de bandera, de bandera roja... jajaja...; si tu noviete es comunista debe disfrutar jodiéndote por detrás... jajajajaja...

Susana seguía de rodillas, cubriéndose aún las tetas y sin creer que estuviera viviendo aquella pesadilla. La mente se le había quedado en blanco.

  • Venga, a trabajar, que no tengo mucho tiempo.

Le acercó descaradamente la bragueta, que ella empezó a abrir; salió de ahí un miembro muy duro, no demasiado grande y algo morado. Olía a orín y sudor, cosa que provocó una mueca involuntaria en la chica.

  • Remilgada, la señorita – sonrió él -. ¡Venga, hostias!

Susana cogió el pene y, haciendo acopio de valor y casi aguantando la respiración, se lo introdujo en la boca, para empezar a chuparlo. Enseguida empezaron los espasmos del fugado, que, sin duda, llevaba demasiado tiempo sin probar tales exquisiteces; sus manos se aferraron como garras en la cabeza de Susana y le oía decir:

  • ¡Mueve el culo, jodida cabrona, mueve el culo!

Ella intentaba hacer lo mejor posible lo que le pedían, sin dejar de chupar el endurecido miembro y probando no atender al hedor que la envolvía.

  • ¡Uuuuuuuuuaaaaaaauuuu, que me voooooooyyyyyyy!

Y la explosión de esperma fue tal, que a Susana no le quedaba otro remedio que ir tragando a medida que salía, notando, eso sí, el aumento de presión de las manos del hombre como si mil agujas se le clavaran en la cabeza. Los gemidos de Susana eran de dolor, pero al hombre le parecían de placer, lo cual aumentaba su excitación a medida que se corría.

Poco a poco, la presión de las manos fue cediendo y, con el último manguetazo, la soltó y se apartó.

  • Hostias, qué bien, qué bien. Eres muy buena... Como puta no tendrías precio.

Susana se había girado, sosteniéndose con las manos, mientras su cuerpo se agitaba debido a sus sollozos; las palabras del fugado aumentaban su sensación de vergüenza.

  • Mira, ahora vamos a hacer una cosa, niña – dijo él, mientras se subía la bragueta -. Ahora te pones ahí, de cara a la pared, con los ojos tapados por tus brazos, y no se te ocurra volverte o mirar, porque no sales viva de aquí.

Sollozando, Susana hizo lo que le había dicho. Pasaron uno o dos minutos, y se atrevió a mirar un poco de reojo: el hombre estaba junto a la puerta del probador...

  • ¡Que no mires! ¡Que no me has entendido, gilipollas! – se le acercó, la cogió por el cabello y le puso el cuchillo en el cuello. Susana volvió a notar cómo se meaba un poco a causa del horror -. Haz lo que te digo, imbécil. De cara a la pared y no mires, si quieres vivir, ¡estúpida!

Llorando, Susana se mantuvo en esa posición hasta que se oyeron unos golpes en la puerta:

  • ¿Hay alguien ahí?

No se atrevió a moverse ni un pelo.

  • ¿Hay alguien? – repitieron, golpeando de nuevo. De pronto, oyó cómo se abría la puerta y una exclamación:

  • Pero...¿qué hace usted así?

Lentamente se volvió; allí, en el umbral, estaba la chica del mostrador.

  • Yo, yo ... – acertó a lloriquear.

  • ¿Qué ha ocurrido aquí? – bajó la vista -. Y el vestido... ¡roto!, ¡partido!

Susana vio entre lágrimas que el vestido rojo era lo único que la acompañaba en el probador: no había ni su ropa, ni el bolso ni las sandalias.

  • Yo.... Yo...

  • Mire, mejor no se mueva de aquí; llamaré a la policía para que solucione todo esto.