El despertar sismico de una sacerdotisa

Según publicaciones científicas, dicen que después de situaciones extremas, traumáticas y masivas, como terremotos: nacen, crecen y se estimulan las sensaciones eróticas de las personas. De hecho yo nací un año después del anterior terremoto de mi país.

RELATOS ERÓTICOS PARA LA PAREJA

Autor:    Antoine  Antilef

El despertar “sísmico” de una sacerdotisa.

Según publicaciones científicas, dicen que después de situaciones extremas, traumáticas y masivas, como terremotos: nacen, crecen y se estimulan las sensaciones eróticas de las personas. De hecho yo nací un año después del anterior terremoto de mi país.

Tengo 23 años, soy el mayor de mis otras dos hermanas, y estamos en la casa de campo con toda mi familia, en el último fin de semana de vacaciones estivales, preparando las maletas para la vuelta a la ciudad.

Habíamos recibido de visita, a la tía sor Patricia, monja y hermana menor de mi padre. Hacía tiempo que no la veía, teníamos una antigua amistad. De facción elegante y seria, cariñosa y de moral flexible para su formación clerical. Cuando joven era flaquita, cosa que me fije apenas la vi, estaba más madurita, había engrosado en sus caderas y pechos, mejorado con creces su muy buena figura, que ocultaba muy bien bajo su recatada ropa.

Esa noche en pleno sueño, nos despertó un violento y destructivo movimiento de tierra, acompañado con un gran ruido venido de las montañas. Fue un tremendo terremoto, que duró varios minutos, ¡se nos hizo casi eterno! Entre rezos de mi madre y mi tía, gritos de mis hermanitas y las ordenes de mi padre, creíamos que la casa se iba a desplomar. Fue un terremoto con doble epicentro, el quinto más grande del mundo, de una intensidad 8,8 grados Richter, con una extensión de400 kilómetrosde largo. Por suerte que la casa era chiquita, de madera y firme. Mucho de nuestros vecinos y aldeanos, con construcciones de adobe (barro y paja) no corrieron la misma suerte, hubo mucha ruina

Pasamos toda la noche en vela, tratando de ayudarnos los unos a los otros, y lograr sobreponernos al nerviosismo y a la emergencia inmediata. En esa noche, cálida e iluminada por una hermosa luna llena, cada uno se levanto con lo puesto. Mi madre sexy como siempre, cubierta sólo con una cortita blusa transparente y debajo totalmente desnuda, mis hermanas en cortas camisas con pequeñitas braguitas, mi padre y yo en sungas, y la tía monjita sin perder el orden de su pelo tomado con moño, vestía su camisón de dormir blanco y largo, que al trasluz dejaba ver una difusa silueta, en una amplia ropa interior. En un ambiente de completa desinhibición colectiva, nos dimos afecto tocando y rozando las pieles de nuestros cuerpos semidesnudos. Todos lo necesitábamos, para calmar el pánico generalizado del grupo. Me toco encargarme de mi tía. Abrace un cuerpecito tibio y cálido. Capté en ella la falta y necesidad de afecto.

Recién al amanecer, al dimensionar la destrucción generalizada de la aldea, mis padres tomaron la decisión de marcharse a la casa de la ciudad, con toda la familia. Yo decidí quedarme para ayudar a las familias damnificadas y en ruinas. Mi tía, muy solidaria y decidida, también prefirió acompañarme.

En una gratificante labor solidaria, los días fueron duros y extenuantes. Llegábamos cansados y sucios. En duchas improvisadas, lavábamos nuestros cuerpos llenos de polvo y sudor.  No había energía eléctrica, teníamos que alumbrar con velas y cocinar con fogatas a leña.

En estas noches cálidas de verano, nuestros cuerpos acalorados y de mucha adrenalina diaria, necesitaban relajación. Después de lavarme, me refrescaba en una pequeña piscina de poliuretano, que usaban mis hermanitas. Mi tía, al principio no se atrevía entrar conmigo, pero después tomo valor, y se sumergía con un amplio y antiguo bañador. En esos encuentros acuáticos, habíamos inventados una serie de juegos de manos y suaves roces de tactos.

Acostumbrada a usar ropa muy recatada, el exceso de calor y la mayor confianza conmigo, decidió ocupar la ropa más liviana y ligera de mi madre. Tan acalorados llegaban nuestros cuerpos, que incluso decidió usar la ropa interior de mi madre. ¡Qué cuerpecito más rico comencé a descubrir! Apareció su piel de tostado natural y el inicio de unos suculentos muslos. Con las blusas delgadas y rebajadas,  se le veían unos medianos y bellos senitos. Su cara se veía menos tensa, de noche se soltaba su largo pelo negro y su cuerpo en una actitud menos inhibida. La puerta de su habitación ya no la cerraba como antes. ¡Estaba cambiado su semblante, en una morena madura muy atractiva y suculenta!

En las tardes nos sentábamos en la terraza, a charlar y beber vino o cerveza, a confesarnos nuestros sueños, deseos y frustraciones. Fuimos tomando mayor intimidad, que nos hacía sentir más unidos y cercanos, acrecentada por nuestra causa solidaría.

Ella más madura, sensible social y espiritualmente, pero inexperta en cercanías e íntimas de cuerpos, lograba avanzar en sentir y captar el descubrimiento físico de nuestros cuerpos. Se dejaba ver más abiertamente y en exponer sus virtudes físicas, en nuestra deseada soledad nocturna. Comenzó a ponerse los bañadores ceñidos de mi madre, marcando sus exquisitas curvaturas de su inexplorado cuerpo, jamás exhibidas a un hombre. ¡Me estaba provocando fuerte y repetidas irrigaciones sanguíneas!

Comenzamos a sentir la química y atracción de nuestros cuerpos. Me recostaba sobre mi cama en sunga, y ella llegaba a contemplar con su ingenua mirada, acompañado de inocentes caricias sobre mi cuerpo deportivo. ¡Me excitaba, y me encantaba provocar su curiosidad!

Al atardecer, esperaba ansioso que se vistiera con las sensuales ropas de mi madre, anhelando la mayor desinhibición de su acalorada y tostada piel. Colmo mi atención, cuando ocupo una de las camisas sexys de dormir de mi madre. Con gran rebaje mostraba sus redondos y firmes senitos y unas suculentas caderas cubierta por una diminuta braguita. ¡Se veía muy sexy, transformándose en una verdadera sacerdotisa, insinuante y provocativa!

Ella muy melancólica y triste por los damnificados del terremoto, me pidió que la abrazara. Al fin, logré sentir el suave roce de sus senitos y su piel sobre mi inquieto bulto de la entrepierna. Fue como una declaración de amor. Angustiada me pidió que esa noche, la cuidara y le diera mi protección. Necesitaba mucho afecto. Era como un deseo físico, que lo camuflaba en su pena por los demás. A mi me palpitaba todo, con esta mayor apego de nuestros cuerpos, sin saber hasta donde podría explorar, lo nunca explorado.

Nos acostamos en su cama. Traté de evitar lo inevitable, pero la hinchazón de mi carne se expresó, con irreversible aumento. Su cuerpo se adoso en varios puntos al mío, mi tacto captó la tibieza de su piel. Notaba que sólo deseaba sentir un cuerpo que le entregara afecto y delicadas caricias en su cada vez más sensible piel. ¡No debía confundir el deseo físico con el pecado!  Se fue calmando y relajando. ¡Así, se quedo dormida, sin apresurar mi ansiedad!

Al siguiente atardecer, me fui a meter a la pequeña piscina, ¡y que agradable sorpresa! Ahí estaba ella, en uno de los más pequeños y sexys bañadores de mi madre. Primera vez que veía a la luz del día, y a plenitud, toda la dimensión de su voluptuoso y recién descubierto cuerpo. No podía creer, ver tanta perturbadora visión al alcance de la mano. Los juegos de manos y caricias inocentes, que acostumbrábamos jugar, los modificamos a algo mucho más provocativos, ante la excitante realidad. Ella estaba mucho más segura y feliz, el brillo de sus ojos y labios con más sensualidad que antes, me incitaba a acelerar nuestro avance del reconocimiento táctil y de desinhibición corporal. El lenguaje físico y verbal, cada vez más insinuante, hacía que nuestras hormonas se acelerarán. Sentía el perfume natural y sexual, era una atracción salvaje y animal. Estaba mareado con todo el aroma erótico de esta sensual sacerdotisa.

Esa noche al acostarme, de manera intencional me pasee desnudo, frente a su habitación, con la intención de provocarla. Ella no dijo nada. Sólo me interesaba que percibiera en silencio, el clamor de mi brutal deseo.

Sentí más tarde, en la oscuridad de la noche, los pasos livianos y elegantes de la sacerdotisa. Llegó a mi lecho, y percibí un leve movimiento de su cuerpo sigiloso acomodándose a mi lado. Llevaba puesto una delgada y corta camisa de dormir de mi madre.

Me quedé quieto y sin alterar sus movimientos, deje que ella actuara. Abrazó y envolvió con sus entrepiernas uno de mis muslos.

¡Grata sorpresa! No llevaba nada debajo de su camisón. ¡Estaba completamente desnuda!

Comenzó a realizar un inocente y suave movimiento, acariciando sobre mi piel la suavidad de su vello púbico.

Se me declaró una tremenda erección en mi ansioso e irrigado pene. No quise perturbar su acción. Sólo con delicadeza, tome sus caderas y empuje sus gruesos glúteos, asintiendo su actuar, siguiendo el ritmo de sus movimientos. Pero sin perturbar e intervenir su inocente accionar. La deje que se entregará a sus frustrados y reprimidos deseos de mucho tiempo. Mi carne casi reventaba, pero me mantuve firme en que ella expresara sin perturbar todos sus deseos. Una parte de su muslito tocaba mi erguida carne, reconociendo sectores desconocidos de un macho. Noté que su frotación se suavizaba, por su mojado y tierno sexo. Emitiendo sus primeros gemidos, acallados por mucho tiempo en su alma. Se afirmaba y apretaba mis hombros para permitir sus deslizamientos. Me mantuve pasivo, para no alterar su reprimida excitación. Hasta que su ser, se desahogó en gritos guturales, acompañado de movimientos más acelerados y desordenados. Terminó con aullidos de placer y satisfacción, expresado en fuertes temblores y vibraciones de todo su cuerpo. Este esquicito cuerpo desaforado, descubridor de su propia piel y de su inexplorado sexo, estremeció mis hormonas. Terminó en un sollozo de felicidad, sumiéndose en un abrazo sobre mi cuerpo. Abrazando y acariciando con mis ansiosas manos, todo su dorso y carnosos glúteos, dándole toda mi aceptación y protección. La bese en su cara, su frente, para que descansara de su gran hazaña. Le dije un par de palabras, y deje que se repusiera sobre mi cuerpo.

Al rato después, más sosegada, comenzó nuevamente a mover su inquieto cuerpecito. Le quité su camisón, para sentir toda su desnudez y la subí hasta adosar su lubricado sexo al mío, y se frotara sobre mi hinchada y gruesa carne. Ahora tenía a alcance de mi boca sus senitos. La asistí de manera más activa, devorándola con mi boca y acariciando con mis manos los lugares más escondidos de su exquisito cuerpo. Pude tocar y rozar con mis dedos su hendidura ardiente y resbalosa. Esta vez, noté que controlaba mejor sus movimientos y disfrutaba del placer de sentir la estimulación de su clítoris, recién descubierto. Yo también, disfrute de todo su hermoso y deslizante cuerpecito, reflejado a la luz de la luna. Me faltaban manos para amar a esta sacerdotisa, real y apasionada. Ella necesitaba que un macho la devorara. Terminaba extenuada y agotada, acurrucándola sobre mi cuerpo.

En el descanso, nos manteníamos fuertemente abrazados.

¡Ella no quería tregua! En el siguiente embate, al notarla más segura en su sensibilidad física, me atrevía a más. La volví de espalda, y fui descendiendo con todo mi cuerpo y boca, degustando con mi lengua todo su cuerpo hasta llegar a sus pies. Ascendí a su velludo y suave monte, inspirando todo el aroma de su hendidura. Me saboree, toda su secreción de hembra en celo. ¡Ricos y sabrosos jugos! Hasta que se torció, temblando todo su cuerpecito de placer. Me quede pegado a su “conchita” y su “botoncito”, sabrosa al gusto y estimulado por sus gemidos. Todo mi cuerpo activado por el frenesí de mi hembrita. Mi boca cansada, pero mi lengua no paraba, de tragar tanto juguito excitante de la carne. Nunca había sentido tanto temblor de cuerpos, de amantes apasionados desgarrando carnes muy bien condimentadas. Termino en un gran aullido y gritos ahogados de placer. Me acerque a ella, esta vez yo me arrime a su cuerpo, manteniendo suaves caricias hasta tranquilizarla.

Mi carne aún dura, pero adolorida de la presión fuerte de la sangre sin explotar. Ella como intuyendo, bajo hacia mis pies y comenzó un lento y exquisito recorrido con su boquita y suaves manos, hacia mi miembro endurecido. Lo contemplo, y beso todo el alrededor, mordiendo mis “huevos” y acercándose a la raíz de mi verga expectante. Mordió con suavidad, el grueso tronco, como palpando toda la figura desconocida. Quizás cuantos penes, en sus secretos sueños, habría anhelado. Yo ardiendo, decidí girarme hacia sus pies, para quedar con todo su culito a mi entero alcance, y ella con lo mío. A medida que uno aceleraba, el otro reaccionaba con frenesí, como comunicando nuestros sentimientos y deseos.

Ya era una diosa del amor, ¡era mi diosa! ¡Qué afortunado!

Su boquita muy suavecita, me imaginaba su conchita por dentro, jugosita y estrechita. Continuamos con los juegos, caricias y besos mutuos, metiéndome en todos sus lugares secretos y jamás franqueados. ¡Una delicia de mujer! Ahora, mucho más segura, se reía de las caricias y cosquilleos recibidos. No parábamos, como si el tiempo hubiera desaparecido o el mundo se fuera a terminar. No quería perder el tiempo en otra cosa, que no fuera en ella. Nuestros cuerpos sudorosos y empapados las sabanas. En una noche cálida e iluminada por la luna, nuestros cuerpos brillaban, como los ojos negros de ella. No quería que esto terminara, pero yo quería terminar y eyacular todos mis jugos reprimidos, retenidos por la fuerte presión de la sangre.

Ella no quería parar, deseaba recibir todo lo que nunca había podido disfrutar en su obligado celibato. De manera sorpresiva para mí, pero una necesidad para ella, se monto sobre mi pene, engulléndolo suave pero profundo en su ansiosa y mojada hendidura, y tener una carne viva en su interior. En un lento y suave cabalgar sobre mis caderas, sentí su cuerpo remecerse y todos sus músculos temblar. Ella “se monto en el macho”, y dominaba todos los movimientos de la penetración. Parecen balanceos reflejos e involuntarios, pero ella totalmente consciente de un deseo y placer desenfrenado, acomoda a plenitud sus caderas para sentir el roce interno en su vagina. Eligiendo la posición más placentera que siempre soñó, de un miembro en su cálida y suave carne.

La bravura de sus movimientos, hicieron que mis jugos explotaran y salpicaran el interior de su santo cuerpo.

Era mucha la pasión de estos amantes improvisados, que habían logrado acoplarse y fundirse en una sola pieza.

¡Muy rica y exquisita esta mujer, una sacerdotisa, que yo había endiosado de la noche  a la mañana!  Le seguiré dando atención, firme e intensivo, las veces que  ella me lo pida.

Después del terremoto, siempre vienen las replicas. Pudimos replicar y repetir todo lo aprendido, nada era pecado, todo era natural. ¡Adore con pasión a mi diosa, la mujer más santa de esta tierra, una verdadera santa del amor!