El Despertar (10 - Final)

Amanecer adolescente al sexo. La graduación en trío, donde todo vale.

El Despertar X

(Amanecer adolescente al sexo. La graduación en trío, de todo y con todo – Ultimo capítulo, por ahora.)

Desde la reunión en casa de Alberto mis compañeros me trataron, en el colegio, con mayor delicadeza y respeto.

Se acabaron las orteadas y las apoyadas públicas, aunque yo extrañaba la agradable sensación de sentir grabado en mis ancas el calor y la forma de sus verijas.

En compensación debo reconocer que la interrelación del grupo se hizo menos peligrosa: no corríamos el riesgo de ser descubiertos por celadores o profesores en esos juegos eróticos, con el consiguiente escándalo.

Cuando nos reuníamos a estudiar o cuando salíamos juntos, siempre que la oportunidad o permitiese, practicábamos nuestros juegos carnales con fruición y a escondidas de padres, allegados e indiscretos.

La relación con Martín había adquirido mayor estabilidad desde que conseguimos un lugar fijo para arrumucarnos a placer.

María nos había hecho el gancho para que Pablo nos facilitara, los sábados, el uso de la "pieza chica", donde nos dábamos con Martín unas culeadas de película. Íbamos temprano y nos retirábamos entrada la noche, Martín con la pija muelle y los huevos exprimidos, yo con el culo perforado y hueco y, a veces, vertiendo en hilos las lechadas con las me había premiado.

Esos días podíamos apreciar el avance de María en su feminización y logramos cultivar una buena amistad con Pablo, a quien siempre le pedía "enséñame a ser mujer, que yo ya me siento así".

En un recreo se cercó María y me dijo discretamente: "este sábado ve sola y dos horas antes que Martín. Pablo tiene una sorpresa para ti". Me llené de alegría y la expectativa por la sorpresa iba creciendo a medida en que se acercaba el día.

Después de combinar con Martín la cuestión del horario, llegó el sábado. Luciendo las ropas que mejor dibujaban mis formas, me presenté ante un Pablo sorprendido de verme tan fresca, juvenil y exultante.

Me recibió con un beso casi en la comisura de los labios que yo acepté con gusto. "Pasa", dijo, cerró la puerta, y me avisó que María no vendría porque tenía otras obligaciones familiares.

Pablo, de casi treinta años, era aplomado, atractivo y agradable.

Tomó mis manos entre las suyas comprimiéndolas suavemente, me miró a los ojos dulcemente y dijo: "Te observo desde hace mucho y noto que estás más libre y discreta: me agrada; así que te preparé una pequeña sorpresa que espero te guste".

Me pidió que me tapara los ojos con ambas manos y me condujo al dormitorio grande, donde él gozaba con María. Me detuvo y me indicó que ya podía mirar. Quedé paralizada del estupor y lo único que atiné fue gritar un "¡¡¡¡Gracias!!!!", colgándome de su cuello, abrazándole y besándole como el amigo que era.

Ante mí, en la cama, armónicamente dispuesto, estaba mi primer atuendo.

"Ahora manos a la obra, —dijo— lo primero es bañarse, pero esta vez lo harás usando este jabón", que me extendió en el acto. "Prepárate en tu pieza, y ponte este gorro para que no te mojes el pelo", agregó.

Envuelta en una toalla, desnuda, me fui al baño, cerré la puerta, y me metí bajo la ducha, jabonándome con ese limpiador de delicioso aroma y oleaginosa textura.

Me sequé y salí envuelta en la toalla con el gorro puesto.

"Te pido permiso para trabajar profesionalmente en tu cuerpo, no haré nada que no quieras y, cuando eso suceda, me lo dices y me detengo", afirmó.

"Por supuesto que tienes mi permiso y mi ser completo", le dije.

Empezó por la cabeza sacándome el gorro contra el agua y, acomodando mis cabellos, me impuso una ajustada red que, cubriéndome la cabellera, se adhirió a mi cráneo haciendo aparecer la belleza natural de mi cabeza y de mi fino y largo cuello.

"Ahora debo tenerte desnuda por que empezaremos con el cutis", dijo, y yo dejé caer la toalla exhibiéndome al natural por primera vez ante sus ojos que me estudiaron sin demostrar emoción alguna.

"Te ungiré con este aceite para mejorar tu piel. No tenemos muchas comodidades acá, como la mesa de masajes, así que lo haremos de pie", dijo.

Empezó a humectarme por la frente con ese producto lechoso y suave. Con dóciles y hábiles manos impregnaba mi piel. Fue extendiendo su trabajo por cada pliegue libre de mi cabeza para bajar por mi cuello a mis hombros, brazos y manos, masajeándome con maestría.

No puede evitar el estremecimiento de placer que me recorrió entera cuando sus manos cubrieron mi espalda, gozo que se transformó en delicia cuando alcanzaron mis senos y retozaron en mis pezones.

Sus manos, que se movían rápido y hábiles, cubrieron mi tez centímetro a centímetro.

Sus dedos supieron de mis vibraciones y, prudentemente, saltearon la zona inglinal para humectar y masajear desde los muslos hasta los pies, aumentando la excitación generada por sus yemas.

Cuando terminó con los pies, me anunció "ahora te masajearé la cola y la libídine, si quieres me detengo".

"No pares, sigue" dije casi en súplica.

Sentí sus manos volcar el liquido en mi flanco y extenderlo hacia el naciente de mis nalgas para, desde allí, dispersarlo con dulces masajes y delicada atención a cada uno de mis glúteos, y —recién entonces— humectar mi raja con dedos firmes y calientes.

Esos masajes me disparaban sensuales corrientes de gozo que surcaban todo mi ser.

Sus dedos llegaron al orificio de mi ano —al que sentí abriéndose por el deseo— pero se detuvieron en la argolla, provocándome incontenidas agitaciones y jadeos, y pasaron por abajo hasta mi sexo.

Allí retiró sus dedos y se dedicó a mi delantera. Afanosamente, deslizó el oleaginoso por el pubis, con diestras manos impregnó el bajo vientre para subir la última colina, mi monte de venus, y ungir mi cosa con el suave linimento. Sus mágicas extremidades liberaron poderosas corrientes que, al encontrarse unas con otras en ese punto, se fusionaron desencadenando un portentoso y ronco orgasmo que me convulsionó entera, obligándome a sujetarme en él para no caer.

Parada como estaba, dejó que me reponga.

"Fue intenso y largo, siempre intuí que eras muy sensible como me lo has demostrado ahora. —dijo— Bueno, sigamos" Y tomó una tanga con solo un triángulo adelante, por todo taparrabo, del que salían cordeles elásticos. Me la puso y, primorosamente, acomodó mi sexo y ocultó mis vellos.

Me prendió el sujetador y agregó: "ahora, con mucho cuidado, ponte esto" y me tendió un par de medias largas de lycra opaca que abroché a sus tiradores.

Con fruición me enfundé en esas medias saboreando el placer que provoca el nylon al comprimir el cuerpo, agradable impresión que me hacía sentir de carnes más consistentes y duras.

"Respira hondo mandando el aire a la parte superior de tus pulmones que ahora te ajustaré con esta prenda", dijo, y envolvió mi cintura con un corset que, una vez ajustado, me comprimió afinándome la cintura y, consecuentemente, engrandeció mi pecho, cadera y cola.

Me sentía comprimida e inmovilizada por esa prensa.

"Tranquila, ya te acostumbrarás, dijo, mírate al espejo". Y me vi tomando las exageradas formas curvilíneas de la mujer que quería ser. Me indicó que caminara y me moviera para adaptarme al ajuste, lo que hice, llegando a acomodarme a esa compresión.

El vestido elegido para la ocasión era enterizo, elástico a la cintura y acampanado en las caderas, con una pechera en la que estaba incorporada la tasa de los senos y que se extendía hacia arriba para terminar en una gargantilla, dejando libres los barazs y parte de la espalda.

Siempre con la ayuda de Pablo, me enfundé en ese atuendo que rápidamente se pegó a mi cuerpo extremando mis volúmenes. El abrochó la gargantilla y adecuó mis pechos las tazas.

Me miré al espejo y me empecé a verme bella.

Unos zapatos de taco medio completaron mi atavío por abajo y, por arriba, una peluca de cabello natural que dejaba caer ensortijados rizos. Pablo completó su tarea maquillándome magistralmente, coloreándome las uñas y colocándome aros, collar y pulseras en ambos brazos.

"Ahora puedes mirarte de cuerpo entera", dijo. Y lo hice. Quedé estupefacta cuando el espejo me devolvió, mejorada aún, la imagen de la mujer que tenía de mi misma. Me supe bella, ardiente y seductora.

Emergía más alta y curvilínea, con las facciones alargadas y gráciles. Veía y sentía los bustos más aventajados, la cadera más amplia, mis muslos más sensuales y mis glúteos espigados y más firmes.

"Es hermoso el regalo que me hiciste, no sé cómo agradecerte", dije.

"Este es solo el comienzo. Ahora debes moverte para acostumbrarte a caminar con esos tacos y a andar con el corset", aseguró, y se sentó a observarme sin decir palabra.

Caminé de una punta la otra, agachándome y acuclillándome para familiarizarme con mi atuendo. Comencé a sentir mis movimientos más diáfanos y gráciles. Supe cómo se acentuaba el meneo de mi traste y aprendí la elegancia de estar más espigada.

Cuando me vio, la sorpresa de Martín no tuvo límites y tampoco sus halagos a mis curvas y a Pablo por el trabajo que había hecho, que él lo consideraba un regalo también para sí por cuanto yo era su mujer.

Nos sentamos en el living. Martín en un sillón y Pablo y yo en el sofá, dispensándole a Martín una portentosa vista de mis muslos. De vez en cuando abría las piernas revelando, como por descuido, la pequeña tanga que cubría mi sexo. Me paré y caminé cuanto era necesario, y más aún, para lucir mi acentuado cuerpo y presumir con el balanceo de mi sensible traste.

Pablo pidió música y puse un lento y, abrazándome a Martín en el baile, invité a Pablo a que me enlazara por atrás, oprimiendo mis nalgas en su cálido paquete, y me meneé hasta que sentí su pija acomodada en el centro de mi raja.

Con mis manos acariciaba el pene de Martín y con mi culo el de Pablo y me entregué a los besos y caricias de ambos.

Todos estábamos excitados. Martín al verme con ese atuendo ya se había puesto al palo, Pablo había trabajado estimulando mis carnes toda la tarde y no era de hierro, y yo que ya había tenido un primer feroz orgasmo.

Me di vueltas, me colgué al cuello de Pablo y le serví un apasionado beso que respondió de igual manera. Dejó que sus manos y sus labios cobraran vida propia y calcinaran mi ardiente piel. Con mis manos aprecié la consistencia y calculé el tamaño de su verga y de sus huevos y me arrodillé a su frente para brindarle una mamada de película.

Desarropado, Martín se acurrucó en el pecho de Pablo y este lo cobijó con un beso de lengua que Martín respondió apasionadamente, entregándose a sus brazos.

Yo trabajaba con mi boca en el paquete de Pablo saboreando sus huevos y comiendo su lanza que, ya excitada, se había transformado en un cilindro ardiente, un poco curvo, largo y grueso.

Vi cómo ellos se reconocían en sus cuerpos con caricias vehementes.

Sentí los primeros estremecimientos que nacían del sexo de Pablo y aprecié el incremento de su pasión.

Pablo me levantó, dejó que Martín me besara, supiera y se familiarizara con el sabor que su pija había dejado en mi boca, y lo arrodilló a su frente para que continuara la mamada que yo había empezado.

Me abrazó dulcemente y me pidió buscar el ungüento.

Cuando volví, Pablo estaba sentado y Martín en su entrepierna, prendido de su choto y con el culo en pompa. Ante una seña lubriqué el ano de Martín, primero con un virtuoso beso negro jugando con mi lengua en la puerta de su culo, luego introduciéndola y menándola en el interior de su orificio, más abierto y profundo de lo que imaginaba; y, después, dilatándole sus paredes interiores con mis dedos al engrasar todo su hoyo.

Las exclamaciones de Martín denotaban su excitación, así que Pablo lo subió y, pidiéndome que dirija la penetración, lo asentó despacio sobre su lanza y dejó que Martín se enculara a gusto ensartándose la pija en toda su magnitud.

Martín estaba arrebatado con esa verga meneándose en su agujero, gozando a pleno y susurrando "así papito, dame más, cómo te deseaba, quiero que siempre me culiés, me enloquecés" y cosas por el estilo.

Comprendí que a mi hombre le gustaba el choto tanto como a mí.

Martín zarandeaba su trasero con maestría y vivía una gloriosa culeada.

Estaba sentado arriba de Pablo, dándole la espalda que éste excitaba aún más con fogosas caricias y chupones.

Metí mi cabeza entre las piernas de ambos y vi en primer plano el enorme cilindro de Pablo, duro como el acero ardiente, penetrando en el ojete de Martín.

No pude contenerme y mi lengua se sumó a la función lamiendo el contorno de la abierta argolla, el semejante pedazo y los huevos del culiador, y me comí la pija del culiado en una diestra mamada que desató en Martín una reacción en cadena que estalló en una eyaculada de convulsiones violentas, con un sinnúmero de pulsaciones de su choto escupiendo ardiente semen.

Tragué su leche con fruición.

Cuando Martín se recuperó de sus estertores, se bajó dejando la enhiesta columna de Pablo desprotegida.

Pablo, primorosamente, me paró, me contuvo entre sus brazos, me levantó el vestido, sacó los cordeles de la tanga que estaban dentro de la raya y los acomodó sobre los muslos dejando libre mi agujero al que Martín atendió con su pala primero y, luego, con su dedos untándome el linimento.

Así vestida como estaba, Pablo me acomodó en el sillón y, colocándose a mi grupa, rozándome el sexo con sus yemas, me cabalgó con ternura hasta que me fui en un orgasmo de mil colores, cuyo eléctrico oleaje se extendió por todo mi ser.

Recién entonces Pablo nos llevó a la cama donde se tendió flanqueado por nosotros, quienes, primero, nos acurrucamos en el hueco de sus hombros, apreciándonos protegidos bajo sus alas.

Nos entregamos a besarle y amarle, abrasando su cuerpo que respondió al estímulo izando su inmensa vela.

Dejó que nuestros besos comieran todo su cuerpo, excitándole milímetro a milímetro, hasta que nos supo vehementes.

Me acostó, levantó mis piernas sobre sus hombros, apuntó su mástil: "Las mujeres me gustan por delante", dijo. Y, en una sostenida y profunda estocada que arrasó todo a su paso, me insertó su ardiente y magna verga.

El desgarro, mi carne definitivamente abierta, un ay apagado.

Pronto me invadió el placer de encapullar esa poronga.

Me gozaba con un leve movimiento de su sexo que lo sentía en lo profundo de mi ser.

Lo cobijaba entre mis brazos y lo besaba de felicidad.

Martín, por su parte, le chupaba y lubricaba el culo, excitándole aún más, para mandársela hasta lo más profundo de sus entrañas con una un certera intrusión.

La penetración desencadenó en Pablo la locura.

Cogido por delante y por atrás al mismo tiempo, ensartándome y siendo ensartado a la vez, la agitación de Pablo se transformó en encendido frenesí que liberó un apasionado orgasmo. Explotó con furia y, a rítmicas sacudidas, cada vez más espaciadas, se derramó en mi cueva, arrancándome un tercer éxtasis gozoso y más profundo.

Quedamos embelesados, él sobre mi cuerpo, con su pene en mi interior, y Martín, serruchándole en el culo hasta que se vino con portentosas sacudidas.

Cuando nos desliamos, esperé que Martín se recuperara para reclamar mi ración de leche que bebí directamente de su verga. Luego dejé que me calentara el culo, introduciendo su lengua en mi orificio y me entregué nuevamente a Pablo. Hicimos el amor muy tiernamente, apenas nos movíamos gozando intensamente cada milímetro de nuestras carnes acopladas. Nos fuimos en un mágico y sereno orgasmo que se transmitió de un cuerpo al otro, como si fuéramos uno.

Martín acabó en su mano y bebió su leche.

Había amanecido: ahora era mujer.

Agradeceré comentarios.

Paradaparada41@hotmail.com