El Despertar (07)
Amanecer adolescente al sexo. La primera vez que monté y cabalgué a un hombre.
El Despertar VII
(Amanecer adolescente al sexo. La primera vez que cabalgué a un hombre.)
Martín conocía mis gustos como nadie. Sabía cada detalle de mi cuerpo y manipulaba mis cuerdas haciéndome tañir al compás de la música de sus dedos, de sus besos vehementes o de su fogoso instrumento.
Por aquel tiempo no disponíamos de espacio seguro para estar en su pareja y, ante la acuciante pasión, nos exponíamos a todos los peligros.
Aprovechábamos las salidas de nuestros padres, las casas abandonadas, los huecos ocultos de los parques y matorrales de las afueras de la ciudad, expuestos a todo riesgo.
Como el deseo acuciaba no reparábamos en peligros y salíamos, por lo general en bicicleta, a buscar sitios, más o menos protegidos de la vista de los demás, donde nos entregábamos el uno al otro, con frenesí, en una sesión de sexo apurado pero intenso.
María que seguramente había vivido o vivía como yo esa necesidad de espacio vital nos invitó un sábado a un té en la casa de su primo Pablo. "En realidad no habrá té, dijo. Ven con Martín así pasamos una buena tarde".
Para el encuentro me había vestido de punta en blanco con una remera ajustada, jeans elastizados, zapatos de tacón. Con el cinto ancho contraje la cintura realzando cadera, glúteos y muslos. Me peiné partido al medio, dejando caer libremente mi cabello lacio sobre la nuca.
Miré en el espejo mi figura y me supe una masturbada atractiva, plena, segura de ser blanco de piropos si algún manfloro de mis compañeros me cruzaba.
Martín llegó con su displicente elegancia deportiva. Camisa holgada, vaqueros, mocasines.
Apenas salimos de casa me susurró al oído "estas preciosa, muy culeable", que respondí ruborizándome.
Llegamos a la casa de Pablo, en un barrio alejado del centro de la ciudad, sobre un ómnibus cansino, semivacío, que se movía pesadamente. Como no éramos de la zona, los demás pasajeros nos miraban, especialmente a mi, como rarezas.
Martín tocó el llamador. La puerta se abrió y quedamos petrificados. "María, sos toda una mujer, estas hermosísima", dijimos al unísono.
María se presentaba ante nuestros ojos radiante con una peluca de cabello natural que, con gracia, le caía sobre los hombros. El suave maquillaje en su rostro le afinaba las facciones, ungiéndole una expresión sensual a su mirada y a su boca de pulposos labios, ahora delicadamente coloreados. En las orejas, dos pendientes hacían juego con una gargantilla que envolvía elegante cuello.
Tenía puesto un vestido de una sola pieza, con el recatado detalle haber sido hecho con tela no transparente. Poseía pequeñas mangas y un escote cuadrado en el que lucía un collar que adornaba la parte superior de su pecho. Por atrás el escote era más pronunciado y dejaba ver algo de su espalda.
Sus senos, ahora voluminosos, aparecían aprisionados por la cobertura del vestido, el que se entallaba y comprimía en la cintura haciéndola más diminuta, para abrirse en una campana tableada que destacaba el esplendoroso y consistente culo, al que apenas ocultaba.
Las piernas de María, de macisos muslos y torneada factura, estaban protegidas por un sexy panty y sus pies cubiertos de elegantes zapatos de tacos altos.
Su piel se notaba más suave y mujeril.
"Déjanos observarte porque estás preciosa", le decíamos y la hacíamos girar sobre sí misma. Era todo un espectáculo aquel cambio de maría escolar a mujer hecha y derecha. Y nos respondía jocosa, con voz más aterciopelada y femenina, "soy mi nueva yo, aprendan a conocerme y deleitarme".
Pasada la sorpresa nos presentó a Pablo, su primo: "El es el autor del cambio", sonrió.
Pablo nos hizo pasar, invitándonos a sentar y apurándose a aclarar que "yo simplemente ayudé a salir a la mujer interior de María".
Una música lenta y suave daba calidez al ambiente.
"Los invité porque me quise mostrar así ante Uds., ya que los considero amigos. Deben prometerme que no dirán una palabra a nadie, que será un secreto. Ya saben que, como masculonas que somos, debemos ser extremadamente precavidas", dijo María.
"Seremos una tumba", prometió Martín por ambos y yo asentí con la cabeza.
Pablo tendría unos treinta años, era flaco, alto, de cabello corto, rostro cuidado y rasurado. Estaba vestido con una camisola suelta que caía libremente por sobre el pantalón de corte clásico, al tono, y, en sus finos y largos pies, sobrias sandalias.
Era más alto que María, con manos grandes y dedos largos y bien cuidados.
Martín y yo nos habíamos sentado en sillones y Pablo y María en el sofá, quedando todos frente a frente con una mesa ratona al centro en la que habían servido bocadillos de diversos tipos y bebidas. María, con las piernas cruzadas, dejaba ver en profundidad sus muslos y la insinuante tanga con que cubría su sexo.
Nos invitó con los bocadillos "hechos por Pablo, dijo, porque soy un desastre en la cocina", a lo que él, mientras servía las bebidas, sentenció: "ya aprenderás". La observación de María fue atinada: eran exquisitos, y así lo hice saber a Pablo quien contestó "los he hecho con amor, para su placer", agregando María con picardía "todo lo de él es exquisito".
Pablo, cómo lograste hacer una mujer de María?, pregunto Martín.
"Yo simplemente ayudé a que se expresara la mujer que había adentro suyo. Ella lo logró con trabajo y esfuerzo", contestó.
Nos contó que era actor con quince años de experiencia, que trabajaba en un teatro experimental: "Yo fui mujer tres veces en las tablas, y ahora ensayo una pieza en la que tengo el papel protagónico femenino", dijo.
"Lo primero que se necesita agregó es sentirse mujer, luego aprenderemos a amar, pensar y comportarnos como ellas. Allí está el secreto y lo que nos permite ser el personaje con que nos identificamos".
"Yo soy mujer, tienes que enseñarme", le pedí.
"Lo tendré en cuenta", respondió.
María puso música suave y me dijo "yo le insistiré para que te prepare como lo ha hecho conmigo, aunque no te lo daré todo" agregó graciosamente y sacó a bailar a Pablo.
Hacían buena pareja. Se notaba que eran buenos bailarines, Pablo mandaba el movimiento y ella se dejaba llevar como una pluma, con su cabeza casi apoyada en el hombro de su hombre.
Martín me tomó apretándome contra su cuerpo. Nosotros le dábamos a los lentos meneándonos en una baldosa, en una especie de danza justificativa de la apasionada cercanía de los cuerpos.
Martín no necesita permiso para acariciarme el culo y pronto sus manos se posaron en mis nalgas, calentaron mis muslos, y, prensándome contra su cuerpo, incendió mi pubis con su ya insinuada su excitación.
Pablo nos dijo "Chicos, están su casa. Nosotros nos vamos a la pieza grande, a ustedes les dejamos la chica, pueden usarla. Pónganse cómodos, usen todo lo que quieran, y disfruten que están en confianza", y abrazados se metieron a su habitación.
Martín no esperó ni un segundo para llevarme al dormitorio. Era pequeño con una cama al medio, mesas de luz, y una ancha y enrejada ventana que daba al espacioso y verde fondo.
Sobre una de las mesas de luz, un pote con crema y un papel en el que alguien había escrito: "para uso interior y exterior". Pensé con ternura en una atención de María.
Martín no estaba para romanticismos, así que nos desvestimos con premura. Por la ventana entraba la luz mortecina del crepúsculo y nuestros cuerpos se re-reconocieron al sentirse ardientes frente a frente.
Las manos de Martín me cubrieron y su boca selló la mía con un beso.
Mis dedos acariciaron su poronga que terminó de erigirse.
Rodamos en la cama y nos volvimos dos pulpos arrullando nuestras pieles.
Nuestros sexos se juntaron y fundiéronse con vehemencia.
Ambos estábamos excitados y nuestras lenguas y bocas no daban a vasto para saciar la sed.
Trabajé con mi lengua y comí su pija, sorbiendo su líquido preseminal y él, con la suya, hurgó en mi sexo arrancándome sensaciones y gemidos de puro placer, en un sesenta y nueve de pasión incontrolada.
Yo le chupaba el choto y el me besaba el culo insertándome su pala en el ojete.
Le alcancé el bote de crema y me untó el trasero con sus dedos, que enterró hasta el fondo distendiéndome el esfínter.
"Ponte de espaldas y quédate quieto", le dije y así hizo.
Me dediqué a ensalivarle bien su estaca que ya parecía un obelisco.
Dirigí su sexo con mi mano y me senté encima de su lanza que, con la controlada presión que le imprimía, se deslizó suave en mi caverna.
La pomada había hecho sus efectos lubricantes e indoloros, lo que potenció la dulce sensación de ser penetrada.
Era la primera vez que cabalgaba a un hombre. Saboree el gozo indescriptible de percibir con mi interna carnosidad el suave y rápido deslizarse de su espada, penetrándome y abriéndome el ojete, en forma sostenida, hasta que mi grupa hizo tope con sus pelos que se quedaron grabados en mis nalgas.
Las manos de Martín oprimían mis pechos y pezones, fluían calientes por el torso, la cintura, las ancas, hasta alcanzar mi sexo y potenciar el roce cuerpo a cuerpo.
Me movía lentamente de arriba abajo, sacando su instrumento hasta la punta y metiéndolo hasta los huevos.
Al placer de su verga en mi canal le sumaba el de percibir los efectos sensitivos que deparaba a Martín esa cogida.
Los meneos de mi cola a su pija se transformaban en gestos de goce y guturales sonidos de placer.
Fui liberando mi cuerpo, dejándome llevar por la pasión. A la cabalgata arriba abajo le sumé una batida circular, haciendo que su mástil rotara en mis entrañas, aumentado el placer de la enculada.
Para aumentar su gozo le comía su pija con mi culo distendiendo mi esfínter en cada penetrada y comprimiéndolo en cada retirada.
Martín susurraba "no puedo más, me voy, me voy", y se vino explotando en pulsaciones en una larga y profunda eyaculada, inyectándome a chorros una riada de su leche que sentía derramarse caliente en mis entrañas.
El había llegado. Yo seguía aprovechando la dureza residual de su instrumento, meneándome como una loca y rozando mi sexo con su piel hasta que estallé en oleadas orgásmicas intensas y extendidas. La intensidad de las primeras contracciones fue disminuyendo en las siguientes hasta perderse y dejarme lasa y con ganas de reir.
Volqué todo lo que puede mi cuerpo sobre su pecho y esperé el descanso del guerrero, que su verga blanda abandonara mi cueva.
Me bajé adoloridas las piernas por que era mi primera cabalgada. "¿Lo hice bien?", pregunté. "Fue perfecto, sos una culeadora nata", contestó y agregó: "entre la cama y nuestros gemidos, esta cogida será pública, lo mismo que la de nuestros vecinos quienes parece que se dieron con todo" y reímos.
Acostados de lado, con él a mi espalda envolviéndome desde atrás, me sentí preservada del mundo en el hueco de sus brazos y, gozando la suave sensación de arrullar su blanda y amable poronga con mis nalgas, me adormilé.
La corriente que desencadenó su lengua trabajando en el lóbulo de mi oreja, y la punta de su pija, ya excitada, hincando mi trasero, me rescataron para el sexo.
"Me recalentás, bichota", me dijo y sin más trámite me colocó boca abajo, acomodó las almohadas para poner mi culo en oferta y bajó a lamerme la rendija hasta detenerse en los pliegues de mi ano, empotrándome su pala en mi ya abierto orificio.
Conocía los efectos de ese beso, que me ponía a mil, y, a pesar de mis súplicas para que me enculara, se tomó su tiempo, aumentando mi ardor al encremarme nuevamente, con sus dedos, el interior de mi conducto.
Mis manos separaron las nalgas dejando expuesto mi florecido agujero a la espera su caliente vara.
Sentí su glande ardiente a las puertas de mi ano y bastó una leve presión suya para que su poronga se deslizara, suave e indoloramente, por el interior de mi canal hasta que su pubis quedó impreso en mi raja.
"Es hermoso. Soy tuya: Dámela toda", susurraba.
Martín comenzó un lento y profundo bombeo, gozando y haciéndome gozar de su ensartada, imponiendo su ritmo. Destinó una de sus manos a menear en mi sexo, transformando mi calentura en vehemencia. Ahora era yo la que, cada vez con mayor lujuria movía mis ancas y tensaba y destensaba mi esfínter, hasta que, con un alarido ahogado y mordiendo las sábanas, me fui en un largo y placentero éxtasis.
A pesar de mi orgasmo, el seguía a su ritmo pistoneando en mi traste, deleitándose con mi culo, mordiéndome el cuello, la espalda, jineteándome.
Su peso sobre mi cuerpo y su arma poseyéndome a su antojo me causaban el placer extra de saberme amada y útil.
Aguantó lo más que pudo esa pasión contenida.
Lo percibí primero con el culo, luego por sus gimoteos y contracciones, cuando le palpitó la verga, expandiéndose y contrayéndose, y reventando en violentos chorros que, cual manantial, volcaba ardiente en mi interior. Fue tanta el ímpetu de sus sacudidas que parecía deshacerse en un océano de semen. Lo supe mío.
Plácido se dejó caer sobre mi, en una mimosa entrega plena.
Naturalmente, pasados los espasmos, su choto recuperó su aire de niño inocente abandonando mi orificio.
Burbujeante, por el ojete aún abierto, empecé a manar su blanco semen.
Ya cerrada la noche, por la ventana nos miraban las estrellas.
Nos aseamos rápidamente para llegar en el horario autorizado por nuestros padres.
En la puerta nos despidió María, en baby doll transparente y diminuta tanga, quien bufona nos dijo: "Pablo y yo nos sentimos felices por que no han perdido el tiempo. No se ruboricen por que nos han inspirado...Y recuerden su promesa."
Le reiteramos que seríamos una tumba.
En el viaje, me acompañaba Martín y la dulce sensación de tener el culo abierto.
Agradeceré comentarios.