El deseo prohibido viii

Una historia morbosa en la oficina

Se dirigió rauda al despacho de don Anselmo. Seguro que algo le diría por llegar tarde, pero lo dudaba porque siempre era muy meloso con las mujeres.

Llegó al despacho de su secretaria y la saludó:

  • Hola, Teresa. Está libre don Anselmo?

Se fijó en que le hacia una exploración de arriba a abajo con cara de por qué no tendré yo el cuerpo de esta zorra.

  • Sí, pasa. Hace un rato que te espera - le respondió acarameladamente.

Así que dejo a la vieja arpía en su nido reconcomiéndose de celos y se dirigió a la puerta del despacho del viejo baboso.

Tocó y un lejano Adelante! la invitó a pasar. Entró, cerró la puerta y al girarse sorprendió al viejo mirándola descaradamente el culo.

Ahora se arrepentía de haberse puesto esta mañana esa falda tan ajustada que le marcaba su glorioso trasero.

-Le traigo el informe que pidió, don Anselmo.

  • Sí, sí... cuántas veces os he dicho que me tuteéis y me quitéis el don, que no soy tan mayor.

Se sentó en la mesa del despacho, sacó el informe y comenzó a explicarle las cifras.

Enseguida se dio cuenta de que la vieja rata ni prestaba atención al informe sino que tenía la vista clavada en el escote de su blusa y en sus pechos. Además una mano estaba desaparecida sospechosamente debajo de la mesa.

Intentó resumir cuanto pudo para acortar el trance, pero el gusano sólo parecía querer alargarlo haciendo preguntas inquisitorias.

De repente, el pellejo se levantó, y con la excusa de no entender bien un dato, dió la vuelta a la mesa y se colocó detrás de ella mirando el informe por encima de su hombro.

Era consciente de que desde ahí lo que estaba mirando no era el informe, sino descaradamente miraba sus pechos. Además, la blusa no ayudaba mucho a tapar.

Olía a una mezcla de rancio, alcanfor y tabaco negro que la tenía las tripas revueltas desde que había entrado.

Notaba como él se acercaba demasiado arrimando su paquete a su espalda. Y la dió tal asco, que sin importarle, resumió los datos que faltaban y se levanto para irse.

Pero antes de llegar a la puerta oyó como le decía:

  • Muy buen trabajo, Carmen, te debo una cena.

Ni muerta cenaba ella con ese baboso. Se despidió y sin ni siquiera mirar a la vieja arpía, se dirigió a su mesa rezando para que el día mejorase. No era mucho pedir encontrarse con Jesús y que la arrancara la ropa haciéndola suya.

Y con este pensamiento llegó a su mesa y se encontró una nota encima que hizo que sus braguitas se humedecieran de nuevo...

Continuará...