El deseo prohibido vii
Una historia morbosa en la oficina
Entró al baño presurosa, un baño unisex en el que había fantaseando miles de veces con encontrarse con él, encerrarse en un cubículo y que la poseyera salvajemente.
Pero hoy como siempre estaba sola, así que entró en un cubículo, se subió la faldita, se bajó las empapadas braguitas sonriendo porque eran tan sólo las nueve y media y ya estaban perdidas, y se sentó.
Pensó con amargura el escrutinio al que le iba a someter Teresa, la secretaria del jefe. Una curentona casada con dos hijos, demasiado enjoyada y pintada para su gusto y cuyo único placer era chismorrear y hablar mal de todas las mujeres de la oficina, creyéndose la reina de los mares. Seguro que su marido no la tocaba desde que la dejó preñada del segundo y tenía telarañas en sus bajos fondos.
Se aseó un poco y al subirse las braguitas acarició levemente su húmedo sexo. Un ligero gemido escapó de su boca. Pero se forzó a salir del baño. Su jefe la esperaba. Ya se aplicaría a la noche en darse todo el placer que el deseo del día le había acumulado.
Salió del baño pensando con asco en la reunión con el baboso de su jefe. Por un momento pensó en que era él el misterioso trovador y un srntimiento de asco se le instaló en el estomago.
Seguro que se pasaría la reunión intentando entreveer en su escote alguna porción de su sujetador para luego cascarsela en su despacho.
Don Anselmo, como le llamaban todos, rondaba los sesenta y se creía un donjuan, cuándo lo único que era es un viejo verde que iba babeando detrás de todo aquello que llevara faldas, menos con su secretaria.
Se miró al espejo, se arregló el pelo y se enfadó consigo misma por el rubor que llevaba en la cara. A saber que pensaba don Anselmo. Seguro que pensaba que era por él. Le dió tal asco que casi tuvo una arcada.
Salió del baño y con el informe en la mano se dirigió al despacho de su jefe...