El deseo a veces quema

Él es de esas personas que sólo con un roce me provocan escalofríos. Sé lo que soy para él, al igual que sabe lo que él es para mí. Ambos nos vamos a hacer daño. “¿Nunca has querido algo que está mal?”.

Mañana de nuevo le diré adiós. De nuevo, y sin saber cuánto tiempo pasará hasta volver a verle. Tres años desde la última vez, pero hasta que no le vi hace dos días no me había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos la sensación de estar a su lado.

No quería mirarle directamente a los ojos. Aquellos ojos iridiscentes, que parecían cambiar de color a cada momento. Demasiado expresivos para mí. Demasiado dolorosos, incisivos, agudos, traviesos, insinuantes…

Él es de esas personas que sólo con un roce me provocan escalofríos. Es guapo, pero no perfecto. Pelo suave, piel marcada por su ya más que superada adolescencia. Labios finos, pero siempre reflejando una sonrisa traviesa. Delgado, pero no musculoso. Alto. Casi demasiado alto para mi corta estatura.

Me siento pequeña a su lado, insegura como hacía años que no me sentía. Siento miedo al pensar que lo que él me provoca debería sentirlo por mi novio, pero bloqueo ese pensamiento en cuanto asoma en mi mente. “Son sólo imaginaciones, un capricho pasajero, simple deseo, curiosidad por saber cómo sería besarle de nuevo después de estos años”, me digo. Sin embargo, sé que me estoy engañando…

Es demasiado difícil esquivar esas sensaciones. Me abraza, me besa el pelo. Soy incapaz de soportar sus muestras de cariño sin desear más. Idiota enamoradiza, no aprenderé nunca.

Me nota tensa y masajea mis hombros. Hemos vuelto de tomar algo hace apenas media hora y los únicos que nos mantenemos despiertos en la casa somos nosotros. No hizo falta decir nada, ambos esperábamos el momento de tener esta intimidad. Nos encanta hablar, contarnos confidencias. Nos encanta sentir la tensión sexual latente entre nosotros. Arriesgamos. Sus juegos terminan siempre con nuestros dedos tontamente entrelazados.

Recoge uno de mis mechones de pelo mientras me habla de su última aventura. Su otra mano rodea mi cintura para acercarme a un lado de su cuerpo. Apoyo la cabeza en su hombro, y él acaricia mi mejilla y me susurra que no quiere que me marche de nuevo. “Te me vas”, me dice, “te voy a echar de menos”.

Cierro los ojos y suspiro. Se me ha creado un nudo en el estómago. No quiero irme y perderle de vista otra vez. Sé que sólo puede ser un juego entre nosotros, no llegaremos a más. La distancia y el parentesco lo impiden.

Nota la tensión en mi cara. Me pregunta. Afirmo que me encuentro bien, pero insiste. Me conoce demasiado y desde hace demasiado. No puedo engañarle, pero le quito importancia. Me abraza. Su mano acaricia mi espalda. Aprieta más el abrazo y le correspondo. Espero transmitirle mi deseo de no separarme de él de nuevo.

Nos quedamos así unos minutos, respirando al mismo tiempo. Su mejilla sobre mi cabeza. Lo alargaría horas, pero me aparto. Demasiada tensión. Demasiada atracción. No hubiera soportado un minuto más.

“¿Qué te pasa?”, insiste. Me mira directamente a los ojos. Me siento violenta y hago una mueca graciosa para suavizar la situación. Bajo la mirada, pero él me alza la barbilla. Su gesto es triste. “¿No confías en mí lo suficiente para contármelo?”. Chantaje… Qué bien lo sabe usar. Suspiro de nuevo, casi con ganas de llorar.

Sé que me brillan los ojos bajo la luz de la cocina. Levanto la mirada de forma exagerada para evitar que caiga la primera lágrima. Duele. Le tengo tan cerca y tan fuera de mi alcance al mismo tiempo. Su dedo se desliza bajo mi ojo y luego ambas manos rodean mi cara. Sus pulgares acarician mis mejillas. “Cuéntamelo”, me dice.

“¿Nunca has querido algo que está mal?”. La frase sale de mi boca casi sin planteármelo. Él me mira intensamente, el pulgar llega hasta mi labio inferior y lo acaricia, su mirada se desliza hacia allí, su boca se entreabre. No quiero que ocurra. Estoy deseando que ocurra. Tengo miedo y tengo ganas. “Mi chico…”, pienso, pero de nuevo la niebla empaña ese recuerdo.

“¿Crees que las llamadas interminables eran por nada en especial? ¿Que estas muestras de cariño se las doy a todo el mundo?”, me pregunta mirando de nuevo mis ojos. Ahora son mis labios los que se abren para no decir nada. Noto la boca seca. “¿Crees que todo lo que te hago rabiar y lo pendiente que estoy de ti es lo normal en mí?”. Sus manos sostienen mi cara, no me dejan escapar. Siento un déjà-vu con las imágenes de hace tres años. Aquello había afectado a mi vida durante meses, y estaba a punto de repetirse. Pero el deseo quemaba. Nos quemaba a ambos, como habíamos sabido desde el momento en el que bajé del coche hacía dos días.

Gimo y bajo la mirada hasta su pecho. Sé lo que soy para él, al igual que sabe lo que él es para mí. Ambos nos vamos a hacer daño. Pero no puedo alejarme. Su nariz roza la mía. Punta con punta. Su frente se apoya en la mía. Sus manos bajan por mis hombros, mis brazos, hasta alcanzar las mías. Entrelazamos los dedos una vez más. Su respiración acaricia mis labios y cierro los ojos al recibirla, cálida y acelerada.

Sus manos se mueven hasta mi espalda sin soltarme. Me pega a su cuerpo. Nuestros labios están a menos de tres centímetros. Espero su roce, sin casi ser consciente de que yo también me estoy acercando a ellos.

Los noto blandos, suaves y demasiado perfectos sobre los míos. Una lágrima se escapa por mi mejilla. Inspiro fuertemente y nuestras bocas se amoldan y se abren con suavidad. Suspiro dejando adivinar un gemido que manifiesta las ganas que tenía de esto.

Nuestros labios se separan el tiempo justo para dejarnos cruzar una mirada. Las bocas no se cierran. Vuelve a acercarse y tras el beso mi labio inferior queda entre los suyos. Mis ojos cerrados, mis manos sobre su pecho y su hombro. Me pongo de puntillas y le beso de nuevo, ésta vez con mayor intensidad. Suspiro otra vez, mi cordura totalmente olvidada. Me abandono a las sensaciones.

Sus manos toman mi cintura. Son grandes, sus dedos casi se unen mientras me rodean. Me hace moverme y me arrincona contra el fogón. Cuando me apoyo contra el mueble mi respiración pega un golpe seco, pero él no deja de besarme. Su lengua pide el paso y la mía le da la bienvenida, demasiado efusiva. No somos capaces de parar, y no lo vamos a ser. El deseo nos quema y el incendio está por llegar.

Nos besamos durante minutos, nuestros labios ya enrojecidos e hinchados. Calor, mucho calor. Bajo mi mano por su pecho y le acaricio bajo la camiseta. Sus músculos se tensan al sentir mi contacto. Es fibroso, aunque delgado. Le oigo suspirar cuando mis caricias se prolongan sobre su espalda. Muerde mi labio suavemente y me mira fijamente.

Sus mejillas están acaloradas y sus labios abiertos. Ceño fruncido, ojos vibrantes que me paralizan. Me sienta sobre el fogón y me besa otra vez, con una intensidad que me hace gemir de deseo. Sus manos me recorren el cuerpo sobre la ropa para luego acariciar mi vientre bajo la camiseta.

Me doy cuenta de que no hablamos. Si lo hiciéramos sería para pararnos, lo sé. No está bien, pero nos supera. No puede volver a suceder. Sólo será esta vez… Y esos pensamientos me impulsan contra él. Le acerco a mi cuerpo y le rodeo con las piernas. Su mano acaricia mi muslo sobre la ropa, mientras la otra sujeta mi nuca para no dejarme ir.

Le quito la camiseta. Otra mirada fugaz y se lanza de nuevo contra mí. Me come la boca. Me derrito mientras su mano aprieta mi muslo. Entiendo sus ganas y las comparto. Mi mano aprieta su espalda, justo bajo su hombro. Si mis uñas fueran más largas se habrían clavado en su piel. Le noto cálido y me gusta. Me gusta su olor y su forma de tocarme; sus labios y su respiración acelerada. Bajo mi boca por su cuello, lamiendo su piel hasta llegar a su pecho. Le oigo gruñir quedamente mientras su mano aprieta mi cintura contra él. Dios mío…

Y en ese momento nos abandonamos el uno al otro. Mi camiseta aterriza en el suelo y él me acaricia la piel con sus manos abiertas, demandantes. Muerde mi cuello bajo mi oreja. Echo la cabeza hacia atrás y gimo, con los ojos cerrados con fuerza. Le agarro los hombros con mis manos y aprieto, sin saber cómo exteriorizar la forma en la que me está encendiendo.

Su boca baja por mi cuello, llega a mi clavícula y la lame. Desciende hasta la piel sobre mi sostén. Sus labios besan mi escote y me obligan a arquear la espalda hacia atrás al tiempo que sus manos mantienen mis caderas pegadas a las suyas. Él también está encendido.

Gimo, suspiro, cierro los ojos. Aprieto su carne entre mis dedos. Sus brazos me rodean y vuelve a besar mis labios, me hace sentir que quiero ser devorada por él. Mi sujetador cae y mis pechos son presionados contra su torso. Mis pezones están despiertos y el roce con su piel los enerva. Me eleva tomando mis muslos y me lleva sobre la mesa donde hacía unas horas habíamos cenado todos juntos. Lo queremos todo, comprendo, y en ese momento sé que si había existido alguna oportunidad de parar se había esfumado. Le suelto el botón del vaquero y vuelvo a rodearle con mis piernas.

Minutos de besos profundos y acelerados, y sus pantalones terminan sobre las baldosas. Los míos les siguen, y tras miles de caricias y suspiros ambos nos encontramos desnudos. De pronto la velocidad entre nosotros disminuye. Me encuentro recostada sobre la gran mesa de madera, él con su cuerpo sobre mí. Su peso sobre sus brazos. Sus manos me acarician el pelo mientras me besa con suavidad, pero con posesión. Apoya su frente sobre la mía. Sólo falta el último paso. Noto su piel completamente desnuda cubriéndome. Toda su piel…

Vuelve a fijar sus ojos en los míos. Se han oscurecido, mostrando ahora un verde profundo. “Llevo demasiado tiempo pensando en esto”, me dice, “pero no quiero meter la pata contigo”. Me escruta, buscando una respuesta. Estoy ardiendo por dentro. No podría parar ahora, pero sus palabras me hacen pensar por un momento. ¿Le quiero? Sí, aunque no como debiera, pero desde luego le quiero más de lo que es sano para mí. No quiero pensar en las consecuencias. Sólo quiero terminar lo que había empezado hace tanto.

“No vas a estropear nada. Sabes tan bien como yo lo que ocurre entre nosotros, esto solo nos va a liberar” le digo, bajando la mirada. Él me besa de nuevo. “Yo creo que más que liberarme me va a atrapar más, pero quiero correr ese riesgo”, me responde. Y en mi cabeza sé que probablemente tenga más razón que yo.

Nos besamos una vez más, jugando con nuestras bocas a un juego demasiado adictivo. Mis piernas se van abriendo para dejar que él se acomode entre ellas. Su sexo se apoya sobre el mío, y un vaivén de caderas reflejo nos estimula mutuamente. Gimo, él gruñe. Sus manos sujetan mi cara y su beso se endurece. Me tiene rodeada y me encanta. Besa de nuevo mi cuello en el vértice de mi mandíbula y se coloca ante mi entrada. Mis manos bajan desde su espalda hasta el final de ésta y le animan a entrar. Y entra…

Un gemido quedo sale de mi garganta. Doblo el cuello hacia atrás. Es suave, lento, cuando llega al final se detiene para besarme. Se mantiene ahí para ayudarme a adaptarme a su invasión. Lo noto grueso, una presión deliciosa contra los laterales de mi humedad. Comenzamos a palpitar. Demasiadas ganas acumuladas, demasiado tiempo conteniéndolas. Nuestros besos no cesan y cada vez nos alteran más. Su cadera comienza a moverse, mis manos le animan a seguir un ritmo constante.

Su pelvis roza mis labios y mi clítoris, desencadenando deliciosos escalofríos a lo largo de mi columna. ¿Quién dijo que esto estaba mal? Debía estar loco. Suspiro y acompaño sus movimientos elevando ligeramente mi cadera para lograr la presión en mi punto G. Él comprende lo que busco y me ayuda, modificando sus movimientos para rozar lo máximo en ese lugar.

Mis dedos aprietan sus nalgas, notando cómo sus músculos se contraen a cada embestida. Nos aceleramos, nos tocamos enteros. Nuestros labios hambrientos piden más a cada momento. Gimo, gruñe, nuestros cuerpos se aprietan. De nuevo caricias, de nuevo nos mordemos, nos comemos. Nos detenemos para hacerlo durar más y volvemos a reanudar el ritmo sin poder mantenernos quietos demasiado tiempo. Su mano baja hasta mi pelvis, buscando. Llega al vértice de mis labios y lo encuentra. Acaricia mi botón del placer. Estoy tan húmeda que sus dedos resbalan con facilidad y su estímulo es demasiado efectivo para quedarme quieta. Muerdo su cuello de nuevo, notando cómo sus embestidas se vuelven más rudas, más salvajes. Un sonido quedo sale de su garganta. Mis rodillas se doblan y rodeo su cadera. Acelera y yo me quemo, arqueo mi espalda, gimo contra su cuello. Noto mis paredes palpitando y su dedo pulgar persistente sobre mi clítoris.

Tiemblo, me convulsiono, gimo y dejo de respirar. Su última acometida provoca una presión demasiado placentera sobre mi punto G, y me noto ir entre sus brazos. Las contracciones de mi humedad le pierden. Muerde mi hombro y sujeta mis caderas, hundiéndose con fuerza en mi interior. Casi duele, pero es demasiado delicioso al mismo tiempo. Se derrumba sobre mí y mi interior se inunda. Jadeamos y nuestros cuerpos se relajan tras un momento de tensión. Respiramos acelerados, pero el ritmo se va calmando.

Cuando nos relajamos lo suficiente sale de mi interior. Me ayuda a levantarme de la mesa y me abraza. Huelo su pecho. Está ligeramente húmedo por una fina capa de sudor. Besa mi pelo y acaricia mi espalda, mientras yo rodeo su cintura.

“Ahora sí que va a ser difícil separarme de ti mañana”, me dice, y vuelve a besar mi pelo. Suspiro y le respondo. “Lo sé, yo ya te echo de menos”.

Alzo la mirada y nos volvemos a besar con suavidad, con su pulgar acariciando mi mejilla. Quiero dormir junto a él, pero no puede ser. Nos vestimos. Me abraza una última vez y besa mi frente antes de entrar cada uno en una habitación. Mañana nos tendremos que decir adiós otra vez, y no sabemos para cuánto tiempo…