El descanso del minero

Lo que Hollywood no nos quiso contar sobre el verdadero lejano y salvaje Oeste. ¡Qué dura la vida del minero!

No ha habido continente más lleno de tesoros, imaginarios o reales, que el americano. Porque ¿en qué otro lugar podían encontrarse el país del misterioso El Dorado, las áureas Ciudades de Cíbola o la mítica ciudad de Aztlán, por citar algunos tesoros buscados entre el Mar de Bering y el Cabo de Hornos? Estos lugares míticos sólo existieron en la mente de los que los buscaron, pero éstos encontraron el oro en el fondo de sus ríos y en el interior de sus montañas, y con mucha paciencia lo consiguieron. Porque para los materialistas, y éstos son mayoría en nuestra especie, los sueños están hechos de oro y el dorado es el color más bello.

Uno de esos materialistas era Thomas. El joven minero trabajaba con tesón durante semanas. Ya fuera hundiendo el pico o cribando el agua del río en su cedazo durante horas, lo hacía siempre con entusiasmo y optimismo, como si todo el oro de California fuera a caer en sus manos, y si alguna vez se sentía cansado le bastaba mirar las pepitas recogidas para sentirse feliz. Sólo sufría por las noches, cuando temía por su oro y, durmiendo con una pista a mano, sufría pesadillas en las que los bandidos, los indios o incluso sus propios compañeros le arrebataban el oro que le pertenecía por derecho. Otras veces los sueños eran más agradables y más eróticos, porque las noches resultaban muy solitarias en la montaña...

De vez en cuando había que aprovisionarse y regresar a la civilización. También, ¿por qué no?, era la ocasión ideal para tomar un pequeño descanso. Los cuatro mineros decidieron dejar la mina por un par de días. Bajaron la montaña con sus caballos en dirección a Goldville para comprar suministros y salir un poco de la rutina. Era éste un pueblo pequeño pero en el que no faltaba de nada, porque los norteamericanos siempre han sido un pueblo práctico: tenía su ayuntamiento y su oficina de scheriff , su banco y su iglesia, y, por supuesto, el salón para divertirse... Todo ello en la Gran Avenida, que era también la única avenida, porque las dos docenas de edificios de madera que formaban la ciudad, habían sido construidos alrededor de esa calle.

La mañana la emplearon en hacer las necesarias compras y en asistir al sermón dominical: ya habría tiempo para pecar y era conveniente hacer algo antes por sus almas... Luego decidieron ir al salón, menos Thomas, que era el más responsable de los cuatro.

-Os espero en el BigHotel -les dijo, y aclaremos que el tal BigHotel era en realidad una pequeña pensión para viajantes y no muy acogedora.

-Como quieras, pero no iremos a dormir hasta que Katty haya acabado con nosotros... Tú te lo pierdes-. Y le dejaron solo para ir a divertirse.

Thomas tenía muy claro que no se gastaría un gramo de oro en el salón; no esta vez. Le costaba demasiado conseguirlo, y debía depositarlo en el lugar más apropiado: el banco del pueblo.

Sin pensárselo un segundo más, se dispuso Thomas a cruzar la calle...

-¡Hola, Tommy! ¡Cuánto tiempo sin verte!

Thomas no la había visto a tiempo. Era la voz de la terrible y preciosa Jenny. Se echó a temblar viéndola, pero no dejó de saludarla.

-¿Qué tal en la mina? ¿Habéis encontrado mucho oro?

-Bueno... –respondió, evasivo.

-¿Y por qué no has ido al salón? Tú sabes que mi madre y yo siempre te hemos tratado muy bien –le dijo Jenny con una sonrisa y esa ironía suya que no le restaba encanto, porque sus ojos azules siempre parecían dulces aunque ella no lo fuera tanto a veces.

-No puedo ir, tengo que ahorrar y llevar mi oro al banco –protestó el amilanado Thomas.

-Pobre Tommy...-. Y se acercó a él hasta que tuvo sus ojos mirándole fijamente, hipnóticos, obligándole a desearla. Era tan preciosa... No había muchacha en Goldville, y puede que en todo el sur de California, como ella. No ostentaba el generoso escote con el que servía las bebidas en el salón pero su cuerpo se adivinaba perfecto y su pelo era tan rubio como la paja seca; y ya he dicho que para Thomas el dorado era el color más hermoso. ¿Quién podía resistir esto? Él era débil... Pobre Tommy...

Pero recordó entonces a Rosalyne y se animó a resistir.

-No puedo hacerlo. Necesito este oro. He dicho que iría al banco y voy a hacerlo

-¿Es oro para la pequeña Rosalyne? –le dijo ella con voz tierna e irónica. Rosalyne era la novia de Thomas, si es que ella todavía se acordaba de él. La había conocido allá en el lejano Ohio y era la hija de un próspero comerciante de maíz. Tan próspero que no había querido darle la mano de su hija si no se hacía antes un hombre de provecho. Thomas no lo pensó mucho y se dejó convencer por las historias del oro de California. Con trabajo y paciencia sería más rico que su propio suegro. ¡Ya pondría en su sitio a ese hombre presuntuoso y estúpido! Era evidente que Thomas padecía la inconfundible fiebre del oro. Lo cierto es que no había ahorrado un gramo de oro por culpa de Jenny y de su madre... Jenny conocía toda la historia, especialmente esta última parte.

-¡Adiós! ¡Yo quiero a Rosalyne! ¡Tú sólo me quieres por mi oro! –protestó el muchacho y dio dos pasos.

-¿Y ella no te quiere también por tu oro? Sólo se casará contigo si tienes recursos. ¿Es que esto no es avaricia? Además, tú sabes que te prefiero a cualquiera de tus compañeros. Eres tan divertido... ¿Recuerdas cuando te até con el cinturón y...?

-¡Basta! ¡No insistas! ¡No lo haré!–. Y dicho esto, se echó sobre ella con ansia, abrazándola. La habría follado allí mismo, en la calle, pero ahora fue ella la que tuvo que obligarle a controlarse o el sheriff los detendría a ambos. Jenny le dio la mano y él, algo avergonzado por su impulso, la tomó con cuidado. Jenny se lo llevó al salón como si fuera un niño de la mano de su madre. Las mujeres del pueblo los miraban con horror. Los hombres, con una sonrisa divertida. Todos, incluyendo el sheriff y el alcalde, conocían muy bien a Jenny.

Catherine, la madre de Jenny, le saludó cariñosa cuando le vio entrar. Le llegó la alegre melodía de una pianola.

-Hola, Thomas. ¿Qué tal estás?

-Bien, ¿y usted, señora? –respondió con algo de apuro al darse cuenta de que la había llamado señora. Catherine, o Katty, era madre pero no estaba casada.

-No me lo distraigas, que tiene mucho que hacer arriba... Cuando se haya lavado un poco, claro –dijo Jenny, y le dejó para subir a uno de los dormitorios.

Thomas tuvo que armarse de paciencia y aprovechar para darse un baño en la tina. Llevaba el sudor y la mugre de quien trabaja durante días sin cambiarse de ropa. Mientras, pensó en Jenny y en lo que le esperaba. Decidió que, de todas formas, no gastaría todo el oro. Tan sólo se divertiría un poco y ya está. Echaría un polvo rápido y se acabó. Siempre se prometía lo mismo.

Valió la pena lavarse, porque al volver al dormitorio Jenny estaba en camisón. Thomas cerró la puerta sin dejar de admirarla. Quería retener esa imagen en su memoria porque sería luego su única compañía en las largas noches. Cuando quisiera pensar en algo feliz, intentaría pensar en esa Rosalyne a la que había dejado en Ohio, pero de la que apenas recordaba su cara... y al final aparecería sin remedio el cuerpo de Jenny, hermoso, cálido y maravilloso bajo ese camisón... Sólo su pelo dorado le hacía suspirar como por el oro. La piel era suave y los pechos redondeados y bien formados, como dos pepitas de igual tamaño y perfectamente talladas. Toda ella era una inmensa pepita de oro cuando le caía el largo cabello rubio hasta media espalda...

-Qué preciosa eres –le dijo, sin saber qué más decir, y ella sonrió divertida. Lo cierto es que era su favorito. Era tan guapo, tan dulce y tan manejable su Tommy. Podía atarle y ordenarle a su placer como si fuera su perrito faldero. No es verdad, era mucho mejor, porque podía obligarle a hacer cosas mucho más interesantes que traerle un palo. Ahora mismo pensaba en atarle.

-Gracias. Desnúdate, Tommy.

Él se desnudó y a ella le gustó ver su cuerpo. No le contempló como Thomas a ella, pero le agradaba ver su polla ya completamente tiesa: no le dejaría que se la metiera aún. Le obligaría a desearla mucho más.

-Túmbate.

Y él se tumbó sobre la cama sabiendo, temiendo, lo que ella quería hacerle.

-¿Qué vas a hacer? –preguntó tímidamente.

-Ya sabes lo que voy a hacerte. Te ataré y te haré todo eso que tanto te gusta-. Y le pasó los dedos por la boca para que se callase. Luego le ató con cuerdas a los cuatro extremos de la cama, con fuerza para que no se desatara.

-Pobre Tommy... –le dijo, antes de darle un tierno beso en la boca.

Después recorrió su cuerpo con los rosados labios, besando su cuello, sus pezones, sin olvidar ningún lugar erógeno, siempre moviéndose hacia donde ella quería. Rozó el capullo del pene con los labios durante un instante y lo besó con mucha ternura en la punta… antes de darle un lenguetazo arriba abajo que dejó a Thomas completamente rígido. Menos tierna y delicada ahora, empezó a darle de lengüetazos desde la base hasta la punta. Como si fuera un caramelo, recorría todo su pene con la punta de la lengua, haciéndole suspirar.

Luego lo tragó ansiosa, cuando le pareció que estaba suficientemente duro en su mano, y él apenas si podía doblar la cabeza para ver cómo la mitad de su polla estaba dentro de la preciosa boca de Jenny. ¡Cómo le gustaba ver a Jenny mientras movía su adorable cabeza arriba abajo para meneársela! ¡Qué hermoso le caía el pelo dorado por la cara y alrededor de la polla! Thomas dejó caer la cabeza hacia atrás y soltó un gemido.

Pero ella dejó la mamada entonces y se levantó. Se quitó el camisón y Thomas no tuvo más remedio que acabar de rendirse a ella. Verla así bien valía el oro. Sus pechos eran como la montaña de la mina y el coño era como una veta dorada. Él quería entrar en ese túnel...

-Qué hermosa eres… –susurró, aunque estaba de más y era obvio.

Ella se acercó a él y le cabalgó. Se acomodó su pene entre las piernas y le espoleó con el movimiento de sus caderas, obligándole a mover su pelvis contra ella. La polla de Thomas entró en su coño como una pistola en su funda, tan profundamente que parecía que hubiera cabido cualquier cosa entre las piernas de Jenny por muy larga y gruesa que fuera...

Ella no se detenía, agitaba las caderas y los pechos también trotaban alegres y se levantaban y bajaban. Thomas sólo podía desear tocarlos pero estaba bien atado. La despiadada mujer se dobló hacia delante para que los pezones quedasen casi al alcance de su boca... Pero Tommy se quedaba con las ganas cuando intentaba levantar la cabeza por culpa de unos centímetros. Por mucho que trató de acercar la cabeza y de alargar la punta de su lengua, no podía rozarlos. Jenny se reía mucho viéndole: era tan gracioso...

Pero la polla de Thomas pudo resistir diez minutos más. Eran demasiados días sin estar con una mujer y ahora esto... Gimió y contorsionó su pelvis, empujando con todas sus fuerzas hasta quedarse con el depósito vacío.

Ella también gimió ligeramente y se notó bien empapada. Entonces se levantó y se arrodilló ante la cama para dejar bien limpio el pene. Primero a lenguetazos y después tragándoselo para limpiarlo a fondo. Ni siquiera tuvo tiempo de ponerse flácido así. Le miraba con los ojos azules bien abiertos y el tronco de la polla otra vez muy grueso y sobresalía el tallo de la boca como una estaca... La noche debía continuar.

Nadie podía decir que salió de aquel salón sin quedar satisfecho y Thomas tampoco pudo hacerlo esa noche. Al final pudo cabalgarla él a ella y comer y sobar sus tetas a placer mientras hacía jadear a su preciosa Jenny y ella le acariciaba el culo que se movía cuando él arremetía una y otra vez hasta llenarla... La noche fue larga y él quedó agotado, como cualquiera de los que se acostaban con Jenny. El "polvo rápido" se había convertido en la extraordinaria jodienda de siempre. Porque al final si a uno le gusta seguir viviendo es para momentos como éste, no nos engañemos. Finalmente Jenny le dejó porque había unos cuantos vaqueros que necesitaban jugar un poco antes de irse a dormir. Thomas ni siquiera se dio cuenta de cuándo se fue porque estaba más que agotado. Tuvo un sueño feliz y placentero, como no los tenía en la montaña, sobre aquella sabana empapada en semen y sudor...

Llegó el amanecer y Thomas se despertó solo. Eran ya las doce del mediodía y muy pronto se abriría el salón. El joven minero se vistió de prisa y bajó por las escaleras. En una mesa desayunaban Jenny y su madre. Le dedicaron una sonrisa porque se le veía feliz y cansado.

-Buenos días, Thomas.

-Buenos días, Tommy.

Desayunó con ellas. No era habitual pero Jenny tenía cierta debilidad por su Tommy. Claro que una cosa era el cariño y otra cosa eran los negocios... Thomas tuvo que dejar casi todo su saquito su oro sobre la mesa. No se atrevió a protestar, era muy tímido, tenía que reconocer que la noche había sido increíble. No podría regatear, no sería decente.... Luego se fue.

Sus compañeros le recibieron con sonrisas al llegar al Hotel . Ellos también habían tenido su desahogo esa noche.

-¿Qué tal la noche, Thomas?

-Creíamos que dormirías en el Hotel pero en otras partes saben cuidarte mejor, ¿verdad, Tommy? –dijo uno de ellos, imitando el Tommy con que Jenny solía llamar a Thomas. Todos se rieron a carcajada limpia, menos Thomas, que les miró con enfado.

-Vamos, no te lo tomes a mal. Regresemos a la mina-. Y los cuatro mineros montaron los caballos para tomar el camino de regreso.

¡Pobre Tommy! Nunca regresó a Ohio. Acabaría sus días en San Francisco, casado con una muchacha a la que había conocido en un lugar similar al Salón de Goldville, con una tienda de ultramarinos y sin un gramo de oro en el bolsillo.

Éste era el orden natural de las cosas. Y es que el oro no tiene dueño. Nadie puede retenerlo y acaba fluyendo de un bolsillo a otro. Y en Goldville el oro que los mineros conseguían con su esfuerzo pasaba, siempre y finalmente, por el Salón de Katty.

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