El descanso del guerrero

Los ritos deben practicarse y deben mantenerse para que la dinastía rapanui pueda cumplir su papel en la tierra. Tarita fue instruida de que debía poner un alto a su desatada lujuria. Hasta en la cultura en que el sexo se halla más arraigada, se impone la abstinencia como preludio de nuevas y más profundas experiencias casi místicas de unión con la humanidad.

Rapanui VII. El descanso del guerrero

Make-Make , el dios de los rapanui, hizo un agujero en la piedra y copuló con ella, pero nada ocurrió...

El ser humano nace –según el mito- de la cópula del dios con la tierra arcillosa. Antes Make-Make había copulado con las piedras y no hubo resultado. Luego lo hizo con el agua, pero el semen se esparció y dio origen a a los pececillos llamados paroko. Make-Make no quedó conforme, sin embargo, porque el hombre estaba solo. Esperó que se hubiera dormido y le fecundó las costillas. De ahí salió la mujer, de las costillas del costado izquierdo del hombre.

En esta concepción del dios como fecundador se funda la importancia que tiene el sexo en la Polinesia como acto generador de vida y constructor del ser humano.

Los ritos deben practicarse y deben mantenerse para que la dinastía rapanui pueda cumplir su papel en la tierra. Tarita fue instruida de que debía poner un alto a su desatada lujuria. Hasta en la cultura en que el sexo se halla más arraigada, se impone la abstinencia como preludio de nuevas y más profundas experiencias casi místicas de unión con la humanidad.

La tarea de Tarita como soberana, consistía en compartir cerca de un mes con las vírgenes recluidas en la cueva del Poíke. Se las llevaba allí para que su piel se aclarara hasta un color pálido muy similar al que Tarita ostentaba, aunque con sus frecuentes baños desnuda en la playa sagrada de Anakena le habían hecho adquirir un tono dorado que era su orgullo. Más aún cuando podía darse baños de sol exponiendo toda su alba piel a los cálidos y amorosos del sol de oriente. Había otras costumbres ocultas La acción de los misioneros cercenaron muchas de ellas en aras de la pretendida ‘evangelización’. Pero, los pueblos pierden la vida y no su lengua y sus tradiciones. Y éstas se hicieron soterradas y sólo es posible conocerlas cuando uno se ha introducido en su alma. Las descripciones de la anatomía femenina ( la palabra maki-tu’u provoca risitas porque es el nombre del clítoris, conocido desde antiguo por los pascuenses) resultan certeras y digna de un tratado. Un pueblo que conoce el valor del placer sexual no podía dejar de identificar y establecer un culto al clítoris. El alargamiento de este miembro se hacía con piedrecitas que se colgaban para hacerlo crecer. No sólo se alargaban las orejas, claro que éstas se relacionaban con un criterio estético, en cambio el alargamiento del clítoris debe relacionarse con el placer que debían alcanzar las mujeres. ¡Extraña situación, ya que hay muchos pueblos en que se evita que la mujer sienta placer en el coito!

Tarita se hizo adicta a esta costumbre y llevaba colgados varios pendientes y ya en el año y medio que duraba nuestra permanencia había conseguido un pequeño alargamiento. Lo que sí era seguro es que los pendientes le provocaban gran placer y no era raro que le produjeran orgasmos o por lo menos estados preorgásmicos.La reina debía convivir con las Neru (ése era el nombre de las vírgenes) durante un mes antes de la estación en que concluía la veda del atún y que tiene que ver con las Pléyades (llamadas Matariki).

Hubo una ceremonia sencilla en que se cocinó un curanto de atún, langosta, cordero, bananas, camote y taro. Se bebió abundantemente jugo de piña y se me permitió sólo besar a Tarita levemente en los labios, esos mismos labios que poseían la virtud de hechizar pijas. Luego las sacerdotisas, ancianas muy amables y sonrientes, la envolvieron en una túnica alba y la subieron a un corcel (castrado por supuesto) y la llevaron al Poíke, volcán en cuyas laderas escarpadas se ocultaba la cueva de la Neru.

Pasarían treinta días y sus respectivas noches antes de que yo pudiera volver a ver a Tarita. La verdad es que la echaba de menos, aunque estuve acompañado por los amigos que sabían del lazo que nos ataba: sutil a veces y fuerte como el acero, otras. Ellos sabían poco de amor, pero lo conocían, puesto que en su lengua el amor se identifica con la pérdida del apetito. Dos amigas, pero especialmente una quedó como dueña de mi casa mientras Tarita cumplía sus deberes de soberana. Maira era una preciosa muchacha, pequeña y fina, que hablaba la lengua de Shakespeare en forma fluida y elegante.

La había visto en el continente algunas veces y me había llamado la atención su elegancia y femineidad. La otra, Vero había sido reina de belleza, pero era un poco fría para mi gusto, que oscilaba entre la sensualidad de las rapanui y la dulzura y fragilidad de Maira. Uno de los rapanui me ofreció a su mujer para que pudiera olvidar a Tarita cuando necesitara estar con alguien, sexualmente hablando. Decliné el honor de la manera más diplomática que pude. Tenía en mente aprovechar la estadía de Tarita en el Nirvana para acercarme a Maira y desarrollar algo más que la amistad que ya nos unía. En ese tiempo. Maira tenía un enamorado que la acompañaba a todos lados, pero ella estaba impactada por otro rapanui que era indiferente a sus encantos o por lo menos, eso parecía.

Una tarde, después de almorzar exquisiteces que preparó mi amiga y de dormir una siesta en el sofá apoyados cada uno en el hombro del otro, cabeza con cabeza. De esa manera, conversamos de muchas cosas, y principalmente de su vida y sus amores. Maira era ardiente, aunque no lo aparentaba. Me contó que una vez en Anakena, la playa sagrada, tendida en la arena rosada, vio al pascuense que tanto le gustaba. Sólo de mirarlo sintió que sus jugos vaginales fluían por entre los labios de su vagina y chorreaban por sus muslos. Afortunadamente, usaba una túnica sobre su delicado cuerpo y ... nada más. Era como un velo que la cubría y le daba una apariencia angelical. Eso era lo que más me atraía de ella... Así que nadie, salvo ella lo supo.

Y ahora compartía ese secreto conmigo. Habíamos llegado a un punto en que las cosas iban inevitablemente al contacto físico que había sido precedido por ese acercamiento casi platónico. En ese momento, alguien golpeó la puerta e interrumpió lo que recién se iniciaba. Era Tom quien venía a invitarnos a bañarnos en las pozas que se forman en las rocas de los acantilados de Orongo, la aldea ceremonial de los rapanui. Tom se quedó en una roca, vigilando, mientras Maira y yo nos desprendimos de nuestras ropas y nos sumergimos en las cálidas aguas de la poza que, de cuando en cuando, era llenada por las olas. No había tenido al oportunidad de estar tan cerca de Maira desnuda. La había visto sí en su delicada desnudez.

Pero ahora estaba a centímetros de su piel palpitante. Sus ojos me besaban y yo devolvía la mirada casi con la misma intensidad. Era un momento mágico que dejó a Tom fuera de nuestra aura. Al flotar de espaldas, mi pene emergió empalmado de las aguas. Maira, casi imperceptiblemente, flotó a mi lado y sin darme cuenta cómo, estaba dándome una mamada llena de ternura y pasión. Me transporté a un paraíso que no soñaba. Maira, la pequeña y frágil, succionaba, mordía suavemente, salvajemente, amorosamente mi verga que parecía llegar al cielo de lo estimulada que se sentía. Exploté en su garganta con la potencia de un torrente. Había intentado sacarlo de su boca, pero ella dulce pero firmemente me había impedido hacerlo.

Supe que había esperado este momento por mucho tiempo. Casi tanto como yo. Me di vuelta y la cogí en brazos y la acerqué a la orilla en que tocaba fondo y su chocho quedaba a mi disposición. Comencé a besarla desde los pies hasta llegar a su vagina mientras su vello púbico flotaba como algas... Tenía los ojos cerrados y me dio la impresión que estaba gozando del mismo placer que ella me había proporcionado. Deslicé mis manos hacia sus pezones rosados y duros en sus pechitos de adolescente. El sabor de su flujo se confundía con el del agua turquesa de Rapanui. Un orgasmo me dijo que Maira estaba ya en el edén y luego otro y luego: "Jan, métemelo por favor. He esperado mucho tiempo que me cogieras". Me dijo.

Cuando estuve a punto de introducirlo me cogió de las caderas y me rodeó con sus piernas. Mi pene entró abriendo pliegue tras pliegue de su estrecha vagina. Con cada empujón, Maira se estremecía y soltaba unos gemidos que pronto se transformaron en suspiros y luego en grititos de placer cada vez que le sobrevenía un orgasmo. "Clávame, rómpeme, penétrame, soy tuya, tuya..." En silencio y concentrado en darle el mayor placer posible, sacaba y metía mi pene y lo empujaba cada vez más fuerte, cada vez más profundo. Resistí una media hora en esa faena. Placentero suplicio. El estallido de placer de Maira hizo que me corriera con un grito. En ese momento, recordé que Tom estaba allí. Logré divisarlo en el alto de la roca, masturbándose con furor... Maira pudo verlo. Eso hizo que se encendiera de nuevo y me ofreciera su precioso culo, mientras desafiaba a Tom a que se uniera a nosotros. El morbo de la situación hizo que me empalmara de nuevo y aceptara la sublime ofrenda que Maira me hacía. Si su vagina era estrecha y cálida, su culo era un bocado que no podía despreciar. La cogí con la fuerza que ella quería en ese momento. Tom bajó y se limitó a besarle los pezones y luego descender hasta su vagina en que yo había dejado mis fluidos. Maira se corrió cuando Tom le introdujo su lengua y yo exploté en su interior. Sentí que el pene se me cortaba en su esfínter. Con chorros entrecortados lancé toda mi leche caliente en su culo...

Tarita no sospechaba lo que su amado Jan hacía en ese momento. Y tal vez un poco de angustia la embargaba ya que jamás habíamos estado separados por más de una semana... Ni ella en una abstinencia tan larga...