El depredador y la presa.
Experiencia de una mujer incapaz de seguir ocultando su excitación, se lanza en la busca de alguien con quien compartir su deseo.
Era un día frío de diciembre. Los árboles lucían desnudos, sus hojas cubrían la tierra húmeda del suelo como si de una alfombra gigante se tratara. También el cielo se abrigaba con un gran manto de nubes grises. Tan solo los árboles lucían desnudos, sus ramas tiritaban al ritmo del viento. Viento que aullaba al hacer notar su presencia.
Al otro lado de la ventana, disfrutaba observando el paisaje invernal mientras me sentía refugiada en un hogar cálido. Abrigada de un pijama suave y delicado.
Adoro ese pijama, que simula transformarme en un oso panda, no es un pijama sexy ni atrevido, no me siento especialmente bella en ella, pero de una manera algo complicada de entender puedo decir que vestida así me siento mimada. Al cerrar los ojos puedo sentir como los roces del tejido contra mi piel se transforman en una delicada caricia. Al abrir los ojos y verme reflejada en el espejo, me siento dulce e inocente, como una adolescente feliz y radiante al que le queda tanto por ver y disfrutar.
Pero ya no lo soy, ya no soy una adolescente, ni tampoco inocente. Una sonrisa pícara se dibuja en mi rostro. Mis dedos arañan suavemente ese rostro de apariencia dulce e infantil, pues es un disfraz. Sé que lo es, aunque no me lo pueda quitar. Mis uñas recorren suavemente mi frente, mi nariz, mis labios, hasta finalmente entrar en mi boca, no solo mis uñas sino mi dedo índice y corazón también. Los chupo como si estuviera haciéndole una felación a un hombre. A veces saco mis dedos de mi boca y juego con mi lengua, mojándolos, para volver a meterlos en mi boca. ¿Por qué lo hago?
No, no siento una excitación particular al chuparme los dedos, tampoco tengo ningún fetiche relacionado con meterme cosas en la boca.
Estoy jugando con el lobo feroz.
Al otro lado de la ventana puedo ver una silueta. Parece tratar de esconderse entre los árboles. Pero la naturaleza es sabia, y el invierno mi amigo, pues saben que unos árboles desnudos, sin hojas, flores ni frutos no son el mejor aliado para pasar desapercibido ante los ojos de una mujer desesperada.
Sin dejar de chuparme los dedos le miro fijamente. Quiero que sepa que estoy aquí. Que le espero.
Quiero que se acerque, que venga a mi.
Nuestras miradas se cruzan, pero no se acerca.
Me lanza una mirada fría, indiferente.
Me duele, me duele mi orgullo.
Mi autoestima.
Me siento rechazada, no entiendo por qué no se acerca.
Desabrocho los botoncitos de mi pijama.
Uno a uno. Sin dejar de mirarle, sin dejar de sonreírle.
Quiero hacerle entender que puede venir a mi. No ha de temer nada, le quiero conmigo. ¡Ven!
Una vez desabrochados los botones dejo entrever mi sujetador de lencería. Era verde oscuro y de encaje.
Color de una selva frondosa, salvaje e indomable. Una realidad oculta que pocos sabrán entender. ¿Lo habrá notado? Observo la silueta que me observa fijamente.
Tengo que llamar su atención.
Tiene que venir a mi.
No sé quién es, no sé como es, pero le necesito.
Necesito sentir su piel sobre la mía.
Quiero ser su presa, que me devore vorazmente.
No tengo miedo.
O tal vez, si.
Me asusta su indiferencia.
Aparto por un momento mi mirada, y decido jugar un poco para llamar su atención.
Me desabrocho el sujetador. Y dejo al descubierto mis pechos.
Los enseño, descaradamente.
Estoy orgullosa de mis senos, son blancos, firmes y grandes. La dureza de mis pezones tan solo son una pequeña muestra de mis sentimientos, de las sensaciones que me abruman por dentro.
Acaricio mis pechos con la yema de mis dedos. Juego con mi respiración, ha de ver mi excitación. Ha de ver mi necesidad de ser devorada. Cada rincón de mi piel lo pide a gritos, ha de verlo, yo puedo saciar su hambre, puedo atenuar su sed. Sé que puedo, le quiero complacer, quiero ser el objeto que le haga gozar.
Quiero ser el animal que quiere domar.
Con un gesto brusco agarro con fuerza mis pechos, tal es la fuerza que mis uñas se quedan clavadas, dejando una bonita marca. Otra prueba más de mi pasión.
Aparto mi pijama, mostrando mis hombros, dejando ver bien mi cuerpo.
Me doy la vuelta. Quiero enseñarle mi espalda.
Un lienzo en blanco, listo para ser usado.
Me coloco a cuatro patas, quiero enseñarle mis nalgas.
Dispuestos a ser usados por él.
Apoyo mi rostro en el suelo, manteniendo mi culo en pompa frente al cristal, pues necesito mis manos para mostrarle lo que quiero.
Mis dedos se deslizan a mi sexo. Me acaricio suavemente con una mano, acaricio los labios de mi vulva y masajeo generosamente mi clítoris.
Noto placer, siento como el placer vive en mi bajo la forma de una llama que quiere crecer y quemarlo todo.
Con la otra mano me doy una fuerte nalgada, tan fuerte que el sonido del golpe resuena en un eco.
Mi cuerpo entero tirita. Puedo notar el fuego en mi interior, un fuego que solo se apagará con más fuego.
Mi mano, como si tuviera voluntad propia, me azota el culo, cada vez más fuerte. Las nalgadas no tardaron en acompañarse de gemidos.
La humedad de mi sexo es tan abundante que no se conforman con mojar mis manos, sino que numerosas gotas de mi jugo caen al suelo, otras recorren mi brazo.
Estoy realmente muy excitada y quiero ver su deseo.
Me doy la vuelta y levanto mi mirada en busca de sus ojos.
Quiero ver el efecto que ha causado mi cuerpo y mis deseos.
Quiero ver sus pupilas dilatadas, una boca entreabierta. Le quiero ver salivar como un lobo hambriento.
Quiero ver como su polla se pone dura al verme, al desearme.
Pero ya no está.
Se ha ido, y algo en mi interior sabe que no volverá jamás.
Se acabó.
El juego ha terminado.
No es el final con el que soñé.
Solo quedo yo, una mujer desnuda dejada atrás en la sombra del olvido y de la indiferencia.
Corro las cortinas y vuelvo a meterme en la cama, consciente de que un desconocido se ha llevado mi dignidad y mi orgullo. Me envuelve una sensación agridulce, odio sentirme rechazada, pero sé que no puedo parar.
La próxima vez me atrapará mi depredador.
Es mi mayor deseo.