El de la mochila rosa
Relato sin sexo
Con ocho años Asier no entiende de muchas cosas. No entiende porque algunos de los niños de su clase lo miran como si fuera una especie de bicho raro porque no lleva a clase de gimnasia las últimas zapatillas de moda, ni una ropa deportiva tan cara como la que ellos usan. No lo entiende, es más, le trae sin cuidado.
Aunque no tiene muchos amigos, a él le gusta ir al colegio. Le gusta aprender cosas de Lenguaje, Matemáticas, Ciencias de la Naturaleza… El conocimiento es algo que le llama tanto la atención, como jugar con sus videojuegos.
Es un niño muy obediente, y desde que hace un año viven en casa de la abuela Lucia más. Sabe que su madre está triste porque su marido la dejó por “la guarra esa” (que es como los mayores llaman a la nueva mujer de su padre, cuando creen que ni su hermana ni él está escuchando), así que procura hacer los deberes, sacar buenas notas y jugar con su Nintendo lo estrictamente necesario. Sabe que eso hace feliz a su mamá y no le gusta darle más preocupaciones de las que ya soporta.
Aunque tiene unos cuantos videojuegos, su preferido es el de Olaf, el muñeco de nieve de Frozen. Se lo pasa súper bien recolectando los copos de escarcha, derribando a sus enemigos o arrollándolos transformándolo en una colosal bola de nieve…. Pese a que no tiene mucho tiempo para jugar, ya ha conseguido llegar al penúltimo nivel.
A finales de verano, cuando creía que su hermana y él estaban a sus cosas, su abuela y su madre conversaban sobre la conveniencia de cambiarlos de colegio. La pensión alimenticia que el juez había decretado apenas daba para cubrir los gastos y el centro al que acudían, pese a que era concertado, era bastante caro. Su abuela, como siempre, se ofreció para pagarlo. Deberían privarse de otras cosas más superfluas, pero sus nietos no deberían prescindir de una buena educación, ni hacer nuevas amistades.
Esta semana ha sido su cumpleaños, y como saben que le gusta tanto el juego de Frozen, le han regalado una mochila con los personajes de la película. Aunque está Olaf, su favorito, también aparecen Elsa, Anna, Kristoff y Hans. Su color rosa no está entre los preferidos del chiquillo, pero no puso ninguna pega y se limitó a abrazar fuertemente a su abuela.
El primer día que la llevo al cole, todo el mundo se quedó mirándolo. « Es bonita, pero no para tanto », pensó mientras se paseaba orgulloso con ella a su espalda. Hizo falta que se encontrara con el chulito de Borja y sus amigos para que supiera cual era el verdadero motivo de tanta mirada curiosa.
—¿Dónde vas con esa mochila de niña, rarito? —Le amonestó, poniéndose delante de él como si fuera un muro impenetrable.
—No es de niña, es de Olaf.
—¡Es de Frozen! ¡Es de niñas! —Volvió a insistir el corpulento niño, pegándole un empujón en el pecho para dejar clara su superioridad física.
Los amigos del violento chaval, soliviantados por su forma de actuar, se unieron a él y comenzaron a agraviar al pequeño. Aquello parecía un concurso para ver quien decía la barbaridad más gorda y sus insultos eran cada vez mayores. Del “es para niñas”, se pasó al “niñita ponte un lacito”, desembocando en el punzante “mariquita”.
Cualquier otro crio se habría defendido, pero no Asier. Él no se peleaba nunca ni con su hermana, a quien le llevaba dos años. Él si las cosas no salían como él quería no protestaba. Rara vez había cogido una rabieta por algún capricho. Desde muy pequeño, se había comportado como ese tipo de personas que van a lo suyo tranquilamente y sin meterse con nadie.
Si a eso se le sumaba que había sido criado entre faldas y que el referente varonil de su vida no había sido todo lo bueno que debiera, no resultaba extraño que el apocado muchacho además de, poco dado a las actividades propias del género masculino, resultara un poquito afeminado. Con lo que la palabra “mariquita” no era la primera vez que la escuchaba dirigida hacia él.
De no ser por un maestro que intervino a tiempo, la pequeña turba habría pasado de los insultos verbales a la violencia física. Se limitó a preguntar a Asier si estaba bien, a amonestar ligeramente a los demás y no se detuvo, ni siquiera un poco, a indagar sobre el motivo de tanto alboroto.
Al día siguiente, volvió al colegio con su mochila, pensaba que no hacía daño a nadie y a él le gustaba. Los chicos que lo atosigaron el día anterior, al verlo entrar con ella a los hombros, lo consideraron una provocación y volvieron a arremeter contra él.
Por mucho que le dijeran o le hicieran, él seguiría llevando a los hombros el regalo de su abuela. Pese a que la cosa no pasaba nunca de los mencionados insultos y que la violencia física se limita a un empujón que otro, los educadores se veían obligados un día sí y otro también a intervenir.
Asier, por no preocupar a su familia, nunca contó nada en casa del acoso al que estaba sometido. Sin embargo, no tuvo más remedio que confesárselo a su madre, cuando ella le preguntó insistentemente la causa por la cual la directora la había hecho llamar.
Ángeles esperaba cualquier solución posible por parte del centro educativo ante el problema de su retoño, pero nunca la que le dio la responsable del centro, una mujer de unos sesenta años, quien le pareció bastante conservadora y temerosa de Dios.
Tras la presentación protocolaria la sexagenaria abordó el tema sin paliativos.
—¿Sabe usted los problemas que está dando la mochila de su hijo?
—Hasta ayer que se lo pregunté, no me había comentado nada.
—La mochila, como bien debe de saber, no se adapta a su género y los chicos de su clase no lo ven bien.
—¿No lo ven bien? Mi hijo me dijo que lo atosigan y lo insultan.
—Sí, pero la culpa es de la mochila a la que sus compañeros consideran una provocación. Hasta que su hijo no ha traído la dichosa mochila, no habíamos tenido ningún problema.
—¿Entonces usted me sugiere? —Preguntó dubitativamente la madre de Asier.
—Que el niño no vuelva a traer la mochila.
Ángeles estuvo tentada de decirle lo incoherente que le parecía su decisión, de intentar hacerle comprender lo injusto de su proceder. Era más que obvio que quien sabía gestionar un colegio era la mujer que tenía en frente, que ella no tenía ni idea de cómo se hacía, pues nunca había trabajado en otra cosa que no fuera cuidando sus hijos y a su ex. Sin embargo, su sentido común le decía que la violencia no se corregía modificando la actitud de los agredidos, sino la de aquellos que la avivan. Por lo que la insensibilidad de aquella señora le era más ajena aún.
Miró a aquella mujer y llegó a la conclusión de que a alguien como ella, que parecía vivir anclada en el pasado y creía saberlo todo, le iba a ser muy difícil convencerla de nada y lo único que iba a conseguir era una discusión que, de un modo u otro, terminaría afectando a la formación académica de sus pequeños.
Se guardó la rabia donde buenamente pudo y asintió como una borrega, era algo que, tras su divorcio, se prometió no hacer nunca jamás y aunque estaba tentada de cantarle las cuarenta a aquella estirada, por sus hijos era capaz de cualquier cosa, hasta de tragarse su orgullo.
Tenía claro que alguna gente seguía siendo intransigente hacia ciertas cosas, que el miedo a lo diferente estaba cada vez más presente en un tipo de personas que vivían aferrados a un modo de vida que tanto trabajo les había costado construir. Sin embargo, no terminaba a comprender que una sociedad que avanzaba hacia una era tecnológica, siguiera manteniendo un instinto de supervivencia tan primario como absurdo.
Se despidió de la directora con una falsa sonrisa y con la promesa de que la mochila de “Frozen” se quedaría en su casa.
Al salir del despacho, estaba tan indignada con ella misma como con la situación. No obstante, su problema más acuciante era su niño y cómo le iba a decir que no podría llevar al cole esa mochila que tanto le gustaba. Pensó en la cantidad de números que tenía que hacer para poder pagar la escuela todos los meses. ¿Era esa la educación que quería para sus hijos? La que impartían unas personas grises que ante la primera de cambio atajaban un problema por el lado más fácil.
Le gustaría echarle toda la culpa de la escolarización de sus hijos en aquel centro a su marido, pero sabe que ella también estaba encantada con que sus hijos fueran a aquel colegio. Allí habían estudiados las personas más celebres de la ciudad, aunque sabía que eran muy estrictos, siempre pensó que las normas estaban para cumplirlas. Nunca imaginó que quien se saldría un poco del renglón sería uno de sus hijos.
Era más que obvio que al chiquillo le daría el disgusto, pero también sabía que aquel curso sería el último que sus críos estudiarían allí. Se consoló con la idea de que probablemente terminarían haciendo una segunda parte de la película de Frozen y para el curso siguiente la mochila podría seguir gustándole a Asier.
FIN
El viernes que viene publicaré la primera parte de cuatro de “ Un trío de ensueño” llevara por título “El mecánico me hace una visita” será en la categoría gay ¡No me falten!
Estimado lector, si te gustó esta historia, puedes pinchar en mi perfil donde encontrarás algunas más que te pueden gustar, la gran mayoría de temática gay. Sirvan mis relatos para apaciguar el aburrimiento en estos días que no podemos hacer todo lo que queremos. Ya con la vacuna, parece que se ve un poco el final del túnel. Esperemos que la estupidez humana no premie sobre el bien común y convirtamos nuestro futuro en el enriquecimiento de unos pocos.
Un abrazo a todos los que me seguís.